La tarde caía gris,
una bruma leve
acariciaba las ramas del sauce
como un secreto que se moja en silencio.
Y ahí,
en esa orilla desierta del Carapachay,
te encontré.
El frío buscaba meterse entre la ropa,
pero vos inquieta, serena
encendías con la mirada
lo que la llovizna no podía apagar.
Te acercaste,
y cada paso tuyo
era un latido más rápido en mi pecho.
El aire olía a río,
a madera mojada,
a deseo contenido.
Tus dedos, tibios,
buscaron los míos,
y fue como si el invierno retrocediera
un instante.
Nos refugiamos bajo un alero viejo,
pero no nos protegíamos de la lluvia
nos cobijamos del mundo.
Tus labios encontraron los míos
como si recordaran otros inviernos,
y en esa caricia húmeda,
despacio,
el deseo comenzó a desvestirnos.
Las gotas repicaban en el techo,
el viento soplaba entre los árboles,
y nosotros,
piel con piel,
jugábamos a perdernos
sin tiempo ni pudor.
Tu cuerpo se curvaba bajo mis manos
como un río que no quiere ser domado.
Tus muslos se abrían
al compás de una urgencia callada,
y en cada movimiento tuyo,
la llovizna parecía danzar.
Hice el amor
como quien escribe en la niebla,
dejando huellas que sólo el calor revela.
Y vos,
con la espalda arqueada
y la boca apenas abierta,
me dijiste todo
sin decir una palabra.
Después,
con la lluvia cayendo más suave,
nos quedamos abrazados,
mudos y plenos,
escuchando al río pasar,
como si bendijera lo que habíamos hecho
bajo su cielo gris.
una bruma leve
acariciaba las ramas del sauce
como un secreto que se moja en silencio.
Y ahí,
en esa orilla desierta del Carapachay,
te encontré.
El frío buscaba meterse entre la ropa,
pero vos inquieta, serena
encendías con la mirada
lo que la llovizna no podía apagar.
Te acercaste,
y cada paso tuyo
era un latido más rápido en mi pecho.
El aire olía a río,
a madera mojada,
a deseo contenido.
Tus dedos, tibios,
buscaron los míos,
y fue como si el invierno retrocediera
un instante.
Nos refugiamos bajo un alero viejo,
pero no nos protegíamos de la lluvia
nos cobijamos del mundo.
Tus labios encontraron los míos
como si recordaran otros inviernos,
y en esa caricia húmeda,
despacio,
el deseo comenzó a desvestirnos.
Las gotas repicaban en el techo,
el viento soplaba entre los árboles,
y nosotros,
piel con piel,
jugábamos a perdernos
sin tiempo ni pudor.
Tu cuerpo se curvaba bajo mis manos
como un río que no quiere ser domado.
Tus muslos se abrían
al compás de una urgencia callada,
y en cada movimiento tuyo,
la llovizna parecía danzar.
Hice el amor
como quien escribe en la niebla,
dejando huellas que sólo el calor revela.
Y vos,
con la espalda arqueada
y la boca apenas abierta,
me dijiste todo
sin decir una palabra.
Después,
con la lluvia cayendo más suave,
nos quedamos abrazados,
mudos y plenos,
escuchando al río pasar,
como si bendijera lo que habíamos hecho
bajo su cielo gris.
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