miércoles, 30 de abril de 2025

El cielo cayó de pronto,
sin aviso, sin tregua, sin miedo.
Rugió como fiera sobre el Carapachay,
y el agua creció como en aquel verano
que arrasó canoas, maderas y ranchos.
El viento silbó entre los ceibos
y dobló hasta el grito de los sauces,
y vos mojada, desnuda, temblando
parecías parida del mismo trueno.
No hubo adónde correr.
La isla ya era río,
el muelle flotaba como un recuerdo,
y en esa furia sin norte ni bordes
nos abrazamos como náufragos eternos.
Tus labios tenían gusto a lluvia,
a miedo, a lujuria, a relámpago,
y tu cuerpo, caliente y mojado,
se enredó al mío como un camalote encendido.
Nos amamos ahí, sin palabras,
bajo la lona tirante del galpón,
mientras el agua lamía los pilotes
y la tormenta tejía su canción.
No hubo pudor, ni pausa, ni abrigo,
sólo el chasquido del río en creciente,
tu espalda arqueada como una ola,
mis manos ancladas a tu vientre.
Y cuando todo se volvió silencio,
cuando el agua bajó su amenaza,
quedamos dormidos, exhaustos, abrazados,
con el rugido del mundo aún en la garganta.

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