sábado, 19 de abril de 2025

Fue idea de ella, después de tantos días de correr, de saltar entre reuniones, mandados, compromisos y teléfonos que no paraban de sonar, lo único que deseaba era estar con él. Sin hablar mucho. Sin hacer nada. Sólo estar.
Le mandó un mensaje _ Si conseguimos dos horas, ¿te venís conmigo a algún lado?”
Él no dudó. Contestó con una sola palabra: —Sí.
No hicieron grandes planes. No había tiempo.
Eligieron una pequeña cabaña de madera en la orilla del río, a la que se llegaba por un camino de tierra entre sauces. No era lejos, pero se sentía como otro mundo. El silencio era casi total, salvo por el canto de algún pájaro perdido y el rumor suave del agua corriendo.
Ella llegó primero.
Abrió las ventanas, dejó entrar el aire tibio de la tarde.
Se sentó en el borde de la cama, descalza, con la mirada puesta en los reflejos que el río dejaba bailar en el techo.
Cuando él llegó, no se dijeron gran cosa.
Se abrazaron, apenas se vieron, como si se hubieran estado esperando hace días. Y en realidad sí. Se estaban esperando desde hacía mucho.
El abrazo duró más de lo habitual. Ninguno tenía apuro.
Las palabras sobraban.
Él la besó en la sien, luego en la boca.
Y así, sin urgencia, fueron desnudándose del todo: de la ropa, del peso, de la velocidad de los días. Se acostaron juntos en la cama de sábanas limpias, envueltos en la luz tenue que entraba por las cortinas.
No buscaron nada grandioso. Sólo querían sentir el cuerpo del otro.
Ella apoyó la cabeza en su pecho y él le acariciaba la espalda, una y otra vez, como si pudiera borrar con los dedos todo lo que dolía.
Se besaron despacio. Se acariciaron con paciencia. Se encontraron con ternura y deseo.
Hicieron el amor sin decir una palabra.
Con los ojos bien abiertos.
Con la respiración mezclada.
Con esa intensidad suave de quienes no se buscan por fuego, sino por abrigo.
Después se quedaron así, abrazados.
Mirando el techo, oyendo el río.
Sintiendo que el mundo, por fin, se había callado.
Cuando llegó la hora de volver, ninguno dijo nada.
Se vistieron despacio.
Se prometieron repetirlo, aunque sabían que a veces no se puede.
Pero se fueron distintos, más livianos, más cerca.
Porque a veces, un rato a solas es más fuerte que cualquier promesa.

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