Perdido en la carretera,
mi alma ardía como el sol al oeste,
consumiéndome con un deseo incontrolable
que solo tus palabras y tu mirada podían satisfacer.
Era en el crepúsculo, cuando el mundo
se fundía en tonos cálidos y los sentidos
como una caricia suave pero ardiente,
despertando los recuerdos de nuestras noches compartidas.
El reflejo de la luna en tus ojos era un misterio seductor,
como si cada parpadeo contuviera un secreto
profundo que solo yo podía desvelar.
Cada mirada era un desafío, una invitación
a explorar territorios prohibidos.
La brisa nocturna acariciaba tu cuerpo
con la misma ternura con la que mis manos
anhelaban acariciarte.
Ese aroma a noche y aventura,
a deseos contenidos y pasión desenfrenada,
lo llevaba conmigo, como un tatuaje invisible.
Así, en cada nuevo amanecer, la búsqueda continuaba,
porque en este viaje, sin fin, por las carreteras del deseo,
nunca perdía la esperanza de encontrarte nuevamente
y vivir una y otra vez la locura
sensual de nuestras noches bohemias.