sábado, 19 de abril de 2025

La lluvia golpeaba el techo como un tambor antiguo
y el arroyo Espera, crecido,
corría salvaje, oscuro,
desbordando su cauce
igual que nuestras ganas.
Se fue la luz.
Una vela que vibraba su llama en la mesa
dibujó tu silueta recostada,
la piel apenas cubierta por esa manta vieja
que no pudo esconder el deseo.
Nos miramos como si fuera la primera vez.
Como si la tormenta nos hubiera desnudado también por dentro.
Tus dedos jugaron con el fuego del vino,
y mi boca encontró el calor en tu cuello,
en ese hueco donde el alma se arropa.
Nos fuimos acercando sin palabras.
El murmullo del agua, el latido del río,
todo era música.
Te desnudé sin apuro,
como se despeja un paisaje al amanecer.
La manta cayó como un suspiro,
una rendición.
Tu cuerpo brillaba en la luz dorada
como si la vela hubiera nacido para adorarte.
Y el mío te buscaba como un náufrago al borde de su isla.
Nos hicimos el amor con la urgencia de los que no saben
cuándo será la última vez,
pero con la ternura de quienes ya no necesitan decirlo.
Fuimos ríos cruzándose, corrientes encontradas,
agua sobre agua, piel sobre piel.
Y mientras afuera el mundo se desbordaba,
adentro todo se detenía.
Solo nosotros.
Tu aliento en mi boca.
Mis manos en tu espalda.
Y la vela, agotada, ardiendo hasta el final.
Cuando amaneció, no sabíamos qué día era.
Ni importaba, el arroyo bajaba lento,
y vos dormías sobre mi pecho
como si el silencio hubiera sido siempre nuestro hogar.

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