La tarde caía despacio sobre el Delta, como una caricia tibia, mientras la proa cortaba el canal con esa elegancia que solamente tienen los días sin apuro. Ella iba sentada adelante, con el viento jugando en su pelo suelto, y los ojos encendidos por la luz dorada del sol.
¿Sabes que este canal no siempre estuvo acá? Le dije, mientras me acomodaba cerca del timón. Lo abrieron a mano, hace más de un siglo, para unir el río Luján con el Paraná de las Palmas.
Ella giró apenas, me miró con una sonrisa entre curiosa y divertida.
¿A mano? ¿Todo esto?
A pico y pala asentí. Lo trazaron a través de las islas, buscando una línea recta que rompiera el laberinto del Delta. Una obra de ingeniería increíble. Casi diez kilómetros. Tres metros de profundidad. Setenta y cinco de ancho.
¿Y por qué lo hicieron?
Para unir. Como tantas cosas que se hacen por necesidad… o por amor.
El silencio se quedó flotando unos segundos. El canal seguía su curso recto, con leves codos al principio y al final, como si quisiera despistar a los que se creen que todo camino es siempre recto. Ella se acercó y apoyó una mano sobre mi brazo.
Me gusta que me cuentes estas cosas. Hacen que el lugar respire distinto.
Fue bautizado en honor a José Inocencio Arias, gobernador de Buenos Aires a principios del siglo XX. Pero el canal… el canal es de todos. Lo cruzan los isleños, los pescadores, los enamorados...
Como nosotros. La miré. El sol, ya en retirada, le marcaba los pómulos con fuego leve. Y entonces sí, me animé. Bajé la velocidad del motor, dejé que la lancha se deslizara apenas, como un susurro, y la tomé de la cintura. Nos besamos ahí, en el centro de esa línea de agua cavada con esfuerzo y visión, rodeados de verdes espesos y un cielo que parecía hecho para nosotros.
En ese momento entendí que hay canales que no solamente conectan ríos. Algunos, como el Arias, también enlazan historias. Porque desde ese paseo con ella, cada vez que navego esas aguas, siento que algo me une a esa tarde. A su risa, a su voz, al modo en que el Delta, de pronto, pareció dibujar un puente entre dos almas.
¿Sabes que este canal no siempre estuvo acá? Le dije, mientras me acomodaba cerca del timón. Lo abrieron a mano, hace más de un siglo, para unir el río Luján con el Paraná de las Palmas.
Ella giró apenas, me miró con una sonrisa entre curiosa y divertida.
¿A mano? ¿Todo esto?
A pico y pala asentí. Lo trazaron a través de las islas, buscando una línea recta que rompiera el laberinto del Delta. Una obra de ingeniería increíble. Casi diez kilómetros. Tres metros de profundidad. Setenta y cinco de ancho.
¿Y por qué lo hicieron?
Para unir. Como tantas cosas que se hacen por necesidad… o por amor.
El silencio se quedó flotando unos segundos. El canal seguía su curso recto, con leves codos al principio y al final, como si quisiera despistar a los que se creen que todo camino es siempre recto. Ella se acercó y apoyó una mano sobre mi brazo.
Me gusta que me cuentes estas cosas. Hacen que el lugar respire distinto.
Fue bautizado en honor a José Inocencio Arias, gobernador de Buenos Aires a principios del siglo XX. Pero el canal… el canal es de todos. Lo cruzan los isleños, los pescadores, los enamorados...
Como nosotros. La miré. El sol, ya en retirada, le marcaba los pómulos con fuego leve. Y entonces sí, me animé. Bajé la velocidad del motor, dejé que la lancha se deslizara apenas, como un susurro, y la tomé de la cintura. Nos besamos ahí, en el centro de esa línea de agua cavada con esfuerzo y visión, rodeados de verdes espesos y un cielo que parecía hecho para nosotros.
En ese momento entendí que hay canales que no solamente conectan ríos. Algunos, como el Arias, también enlazan historias. Porque desde ese paseo con ella, cada vez que navego esas aguas, siento que algo me une a esa tarde. A su risa, a su voz, al modo en que el Delta, de pronto, pareció dibujar un puente entre dos almas.
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