Habíamos cruzado el río en la lancha,
hice el vaivén justo para que te apoyes en mí
como por accidente,
aunque ya sabíamos a dónde íbamos.
Tres Bocas nos recibió con su calma antigua,
esa que guarda historias de príncipes, de Perón,
y de un hotel perdido en el tiempo
que alguna vez fue promesa de tango y copas llenas.
Ahora hay vereditas, sauces que se inclinan,
y el murmullo suave del Santa Rosa naciendo
como una caricia nueva.
Caminamos sin apuro,
entre los senderos del barrio que huele a río y flores silvestres,
hasta que el zumbido leve de las abejas
nos anunció el paraíso dorado,
el colmenar de Marta,
la mujer que hizo de la miel su destino
y del amor por su tierra, una herencia viva.
Fe y Esperanza, decía el cartel con orgullo,
y vos, tan cerca, tan de mi lado,
probaste una cucharita de oro dulce
que te iluminó la boca
como si el sol te la hubiera besado.
Compramos un frasco para llevarnos a casa,
pero yo ya sabía que el verdadero regalo
era tu risa pegajosa,
tu mano tibia entre los ciruelos del recuerdo,
tu perfume mezclado con polen y verano.
El río crece, a veces desborda,
pero hay pasiones que ni la lluvia puede apagar.
Y así, entre colmenas, veredas flotantes
y un calor que todo lo abría,
nos amamos con los ojos,
sin decirlo,
sabiendo que la miel más verdadera
es la que se deja caer
de a poco, en la piel del alma.
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