Tomados de la mano,
cruzamos la mañana del Delta
como quien pisa un secreto.
Los durazneros nos abrían sus brazos
y el perfume flotaba espeso,
como si supiera de vos.
A unos metros del Espera,
el Angostura se estrecha y murmura,
y ahí estábamos,
con el agua al costado
y la piel temblando
de tanto mirarnos sin hablar.
Los ciruelos, en flor o en fruto,
caían como notas suaves al suelo,
y vos, tan cerca,
tan mía sin serlo,
eras un racimo de sol
apretado contra mi deseo.
El perfume de los duraznos,
maduro, dulce, abierto,
era el eco de tu cuerpo
cuando bailás de noche en la cabaña,
descalza, entre mis brazos,
con el río como música lenta
y la luna queriendo espiar.
Nada más existe cuando eso ocurre:
ni la lancha dormida,
ni el reloj en su rincón,
sólo la fruta que gotea su jugo
y tu espalda que se arquea
como rama al viento.
Y el Delta nos guarda,
bajo el cielo de abril,
como a dos pájaros de estación
que se rozan,
que se beben,
y vuelven a volar.
cruzamos la mañana del Delta
como quien pisa un secreto.
Los durazneros nos abrían sus brazos
y el perfume flotaba espeso,
como si supiera de vos.
A unos metros del Espera,
el Angostura se estrecha y murmura,
y ahí estábamos,
con el agua al costado
y la piel temblando
de tanto mirarnos sin hablar.
Los ciruelos, en flor o en fruto,
caían como notas suaves al suelo,
y vos, tan cerca,
tan mía sin serlo,
eras un racimo de sol
apretado contra mi deseo.
El perfume de los duraznos,
maduro, dulce, abierto,
era el eco de tu cuerpo
cuando bailás de noche en la cabaña,
descalza, entre mis brazos,
con el río como música lenta
y la luna queriendo espiar.
Nada más existe cuando eso ocurre:
ni la lancha dormida,
ni el reloj en su rincón,
sólo la fruta que gotea su jugo
y tu espalda que se arquea
como rama al viento.
Y el Delta nos guarda,
bajo el cielo de abril,
como a dos pájaros de estación
que se rozan,
que se beben,
y vuelven a volar.
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