El silencio era denso,
como si el mundo entero respirara despacio
y solamente el murmullo del río
nos decía que aún estábamos vivos.
Las hojas secas crujían bajo nuestros pies,
pero no importaba el frío,
ni el viento que pasaba
susurrando cosas viejas
entre las ramas.
Estabas ahí,
con un poncho ligero sobre los hombros
y esa mirada tibia
que ya sabía lo que iba a pasar.
Nos metimos en la cabaña
como dos animales que huyen del invierno,
pero en realidad
íbamos directo al fuego.
Te acerqué al hogar,
el fuego apenas crepitaba,
pero vos ya ardías.
Tus pechos de miel
pedían caricias sin palabras,
y mis manos, obedientes,
hicieron camino
por el cuello, la espalda,
la curva suave de tu deseo.
Te sentaste sobre mí
con la calma de quien manda,
pero con los ojos
llenos de súplica.
Desnuda sobre mi pecho,
tus caderas marcaban un ritmo
antiguo y exacto,
y el crujir de la madera
se mezclaba con los jadeos
como si la casa también respirará con nosotros.
La madrugada caía honda,
el otoño se colaba entre las hendijas,
pero no había frío,
sólo cuerpos enlazados,
vapor en las ventanas,
y un gemido largo
que rompía el silencio
como una hoja cayendo al agua.
Después,
nos cubrimos con una manta
y nos dormimos así,
pegados,
con olor a piel y leña quemada,
mientras afuera
las hojas seguían cayendo,
y el río, eterno,
nos bendecía otra vez,
allá en el Carapachay.
como si el mundo entero respirara despacio
y solamente el murmullo del río
nos decía que aún estábamos vivos.
Las hojas secas crujían bajo nuestros pies,
pero no importaba el frío,
ni el viento que pasaba
susurrando cosas viejas
entre las ramas.
Estabas ahí,
con un poncho ligero sobre los hombros
y esa mirada tibia
que ya sabía lo que iba a pasar.
Nos metimos en la cabaña
como dos animales que huyen del invierno,
pero en realidad
íbamos directo al fuego.
Te acerqué al hogar,
el fuego apenas crepitaba,
pero vos ya ardías.
Tus pechos de miel
pedían caricias sin palabras,
y mis manos, obedientes,
hicieron camino
por el cuello, la espalda,
la curva suave de tu deseo.
Te sentaste sobre mí
con la calma de quien manda,
pero con los ojos
llenos de súplica.
Desnuda sobre mi pecho,
tus caderas marcaban un ritmo
antiguo y exacto,
y el crujir de la madera
se mezclaba con los jadeos
como si la casa también respirará con nosotros.
La madrugada caía honda,
el otoño se colaba entre las hendijas,
pero no había frío,
sólo cuerpos enlazados,
vapor en las ventanas,
y un gemido largo
que rompía el silencio
como una hoja cayendo al agua.
Después,
nos cubrimos con una manta
y nos dormimos así,
pegados,
con olor a piel y leña quemada,
mientras afuera
las hojas seguían cayendo,
y el río, eterno,
nos bendecía otra vez,
allá en el Carapachay.
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