miércoles, 30 de abril de 2025

Doblando el brazo oscuro del Tuyuparé,
el aire cambió.
Un frío seco, sin viento,
se nos metió en la piel como una aguja muda.
Allí estaba,
la vieja casona de la isla El Silencio,
con sus ventanas cerradas
como ojos que ya no quieren mirar.
No dijimos nada.
No hizo falta.
El silencio nos tomó por dentro,
como si el agua supiera
lo que alguna vez se hizo en su nombre.
Ella se acercó al timón,
sin hablar, sin preguntar,
me apoyó la mano en el hombro
y yo la abracé.
No para calentarla,
sino para sostener lo que no se puede decir.
El bote se detuvo solo,
como si el motor también recordara,
como si el río bajara la cabeza.
Nos quedamos unos minutos allí,
mirando esa casa
que parece dormida
pero aún exhala horror.
Después arrancamos de nuevo,
despacio,
como saliendo de un cementerio sin tumbas,
con la memoria como una sombra larga
y el corazón latiendo bajo el abrigo.
Nos fuimos río abajo,
en busca del sol,
del sonido, del regreso.
Pero esa quietud,
ese frío,
esa historia que sangra en la madera,
vino con nosotros.

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