La madera del muelle crujía bajo nuestros pies descalzos, resonando como un tambor lejano en la quietud de la noche estival. El aire, denso y cálido, parecía suspendido entre el canto de los grillos y el zumbido implacable de miles de mosquitos que, atraídos por la luz del farol, insistían en compartir nuestro juego.
Alberto, con la mano experta, cebaba mate tras mate, levantando la bombilla apenas iluminada para ofrecernos el primer sorbo. El amargo vapor se mezclaba con el aroma dulzón de la vegetación, envolviéndonos en un aroma de calma y complicidad.
Rubén, apoyado en la baranda, desplegaba las cartas con un gesto casi sobrador. Cada carta era excusa para una anécdota. Ven ese bote allá, decía señalando con la baraja. Es de doña Mercedes, la que vive en el fondo del arroyo. Ella me saludó esta tarde y me contó que su nieto volvió de la ciudad con un bebé de un mes. Entre risas y comentarios oportunos, la historia de cada vecino desfilaba, el carpintero que reparaba los muelles, la pareja que inauguró la parrilla flotante, el pescador… Todos saludando desde sus embarcaderos, amables como viejos amigos, aunque apenas nos cruzáramos unas buenas al atardecer.
El truco avanzaba: ¡Truco!”, “—¡Retruco!”, “—¡Vale cuatro!”, gritábamos con el fervor de quienes saben que cada mano puede cambiar el destino de la apuesta. El mate se vaciaba y se cebaba de nuevo, mientras la baraja, húmeda de la brisa del río, se deslizaba entre los dedos como un tesoro prohibido.
Pasada la medianoche, sucedió lo inesperado: el último bote se alejó, los saludos se apagaron, y la orilla quedó desierta. El muelle quedó solo para nosotros, rodeado de sombras que crecían y decrecían con el movimiento de las hojas. El silencio fue tan intenso que dolía. un vacío sonoro que parecía engullir incluso el zumbido de los mosquitos. Solo persistían, en ese recinto suspendido, los ecos de nuestras voces exaltadas cada vez que una carta ganadora rompía la paz.
Y así, en ese punto, entre el murmullo del río y la noche sin testigos, sentimos la magia de estar vivos: el calor del verano, la presencia amiga de los compañeros, el conteo de la baraja, el canto de un truco eterno que, contra todo pronóstico, parecía nuestro único refugio. Cuando la última mano llegó a su fin, guardamos las cartas en silencio y nos quedamos unos instantes más, con el mate frío, dejando que el río y las estrellas se encargarán de acompañar el final de aquella noche inolvidable.
Alberto, con la mano experta, cebaba mate tras mate, levantando la bombilla apenas iluminada para ofrecernos el primer sorbo. El amargo vapor se mezclaba con el aroma dulzón de la vegetación, envolviéndonos en un aroma de calma y complicidad.
Rubén, apoyado en la baranda, desplegaba las cartas con un gesto casi sobrador. Cada carta era excusa para una anécdota. Ven ese bote allá, decía señalando con la baraja. Es de doña Mercedes, la que vive en el fondo del arroyo. Ella me saludó esta tarde y me contó que su nieto volvió de la ciudad con un bebé de un mes. Entre risas y comentarios oportunos, la historia de cada vecino desfilaba, el carpintero que reparaba los muelles, la pareja que inauguró la parrilla flotante, el pescador… Todos saludando desde sus embarcaderos, amables como viejos amigos, aunque apenas nos cruzáramos unas buenas al atardecer.
El truco avanzaba: ¡Truco!”, “—¡Retruco!”, “—¡Vale cuatro!”, gritábamos con el fervor de quienes saben que cada mano puede cambiar el destino de la apuesta. El mate se vaciaba y se cebaba de nuevo, mientras la baraja, húmeda de la brisa del río, se deslizaba entre los dedos como un tesoro prohibido.
Pasada la medianoche, sucedió lo inesperado: el último bote se alejó, los saludos se apagaron, y la orilla quedó desierta. El muelle quedó solo para nosotros, rodeado de sombras que crecían y decrecían con el movimiento de las hojas. El silencio fue tan intenso que dolía. un vacío sonoro que parecía engullir incluso el zumbido de los mosquitos. Solo persistían, en ese recinto suspendido, los ecos de nuestras voces exaltadas cada vez que una carta ganadora rompía la paz.
Y así, en ese punto, entre el murmullo del río y la noche sin testigos, sentimos la magia de estar vivos: el calor del verano, la presencia amiga de los compañeros, el conteo de la baraja, el canto de un truco eterno que, contra todo pronóstico, parecía nuestro único refugio. Cuando la última mano llegó a su fin, guardamos las cartas en silencio y nos quedamos unos instantes más, con el mate frío, dejando que el río y las estrellas se encargarán de acompañar el final de aquella noche inolvidable.
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