jueves, 24 de abril de 2025

La noche había caído sin aviso, pero el calor persistía. Una luna llena altísima derramaba su luz plateada sobre el canal. Las sombras de los sauces se mecían, como si respiraran con nosotros.
Allí estábamos, solos, en el muelle de una cabaña perdida, con los pies colgando sobre el agua tibia, el mate ya tibio, y las palabras agotadas por tanto deseo contenido.
Ella me miró sin urgencia. Su mirada era un arroyo más, lento, inevitable.
Apoyó su cabeza en mi hombro y deslizó los dedos por mi brazo, como si tocara un instrumento.
Sabés qué quiero susurró. Que no exista mañana.
Yo no dije nada. Tomé su mano, la besé. Después dejé que fuera mi boca la que hablara, bajando por su cuello, entreabriendo sus suspiros como puertas hacia un mundo oculto.
Nos levantamos sin apuro. La llevé hasta la reposera de madera. Ella se sentó sobre mis piernas, sacó su remera de un tirón y me ofreció sus pechos como si fueran promesa y refugio.
El calor de su piel me ardió en las manos.
Los cuerpos hablaron sin lenguaje, mientras el Delta nos rodeaba con el canto lejano de los bichos, el crujido de la madera, y ese perfume salvaje a agua, vegetación y sudor.
Mis dedos la buscaron como quien conoce de memoria el mapa de un tesoro. Ella me guio hacia su centro, temblando con cada roce.
Nos fundimos como dos ríos, hasta que no supimos quién era quién.
El orgasmo fue lento, hondo, como si el tiempo mismo se hubiese rendido ante nosotros.
Después vino el silencio, ese silencio sagrado del Delta, solamente roto por su respiración agitada y mi mano que le acariciaba la espalda.
Quédate, dijo ella, apenas un murmullo. Quédate para siempre.
La miré. No había promesa más fácil de cumplir.

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