miércoles, 30 de abril de 2025

Era feriado,
pero lo verdadero era la noche.
Una noche extendida como un puente de madera,
que no cruzamos
porque ya estábamos del otro lado,
del lado del río, del amor
y de todo lo que no necesita explicación.
A pocos metros el Paraná dormía su corriente,
mientras el Carapachay cantaba bajito
como una canción que solo los enamorados entienden.
No teníamos más que lo necesario,
un termo que aún humeaba,
dos libros subrayados al azar,
una lista de música que se mezclaba con los grillos,
y tus piernas enredadas con las mías
en una coreografía de silencios aprendidos.
Leíamos poco, nos leíamos más.
Tus dedos pasaban páginas de mi cuerpo
como si supieras que ahí también se escribe
la poesía que no cabe en los libros.
Cada mate era una pausa,
una excusa para mirarte otra vez
y pensar, sin decirlo
que si el mundo se acababa en esa orilla,
iba a estar bien.
No había nadie más.
Solo el rumor del agua,
las brasas de algún recuerdo y vos.
Todo lo que importa cabía en esa cabaña sin nombre,
y en tus ojos, que cuando la luz bajaba,
seguían brillando como si fueran faros
para perderse sin miedo.



 Nos miramos en el reflejo quieto
de la laguna Idahome,
como si el agua supiera más que nosotros
sobre el paso del tiempo
y los sueños que la tierra moja, pero no entierra.
Caminamos entre sauces,
y vos, con esa costumbre tuya de detenerte en los detalles,
señalaste el riel oxidado que aún asoma
como una cicatriz de hierro.
Por acá me dijiste, que corría un trencito de carga.
Y de pronto el paisaje se llenó de fantasmas dulces:
vagoncitos llevando tierra,
palas que cavaban futuro,
y hombres que creían que una laguna podía nacer de la voluntad.
allí se instaló la primera calibradora de manzanas,
y hubo quien soñó con fabricar cerveza
en medio del Delta,
como si el sabor del fruto y el agua del río
fueran suficientes para brindar por la vida.
Vos te inclinaste a tocar el agua.
Tus dedos hicieron ondas que viajaron más lejos
que cualquier tren,
y yo supe sin necesidad de palabras
que todo eso,
los rieles, las manzanas,
la cerveza que no fue,
y el cielo detenido en el espejo de la laguna,
existía hoy solo porque vos estabas ahí.
El sol empezaba a caer como una bendición dorada.
No había ruido más fuerte que el de nuestros pasos blandos
y algún zorzal distraído.
Nos besamos sin urgencia,
como si supiéramos que los proyectos fallidos,
como las fábricas que no fueron,
pueden dar lugar a un milagro más bello:
el de encontrarse en el lugar justo
donde la historia se volvió paisaje,
y el amor, una forma nueva
de hacer que el tiempo
se detenga.


Arde el cielo como un lienzo mojado,
con pinceles de fuego y perfume de río,
y vos, recostada en la tabla varada,
sos todo lo que arde, lo suave, lo mío.
La pista, vacía de botes y gritos,
es ahora un espejo donde cae el silencio,
y el agua quietísima guarda secretos
como un pecho después del deseo más lento.
Tu piel, salpicada de sombras violetas,
es un mapa de rutas que piden mis dedos,
y yo, que no rezo, repito tu nombre
como una plegaria que moja mi aliento.
Me inclino ante vos
te inclinas despacio, buscas mi cintura,
y el río se curva copiando tus formas,
la brisa nos lame, los juncos nos cubren,
y el sol, rendido, se esconde en la sombra.
Un chajá grita lejos, ajeno al hechizo,
y tu boca se enreda sin tiempo en mi cuello,
tu lengua navega, tu cuerpo resbala,
y el Delta respira al ritmo de un sueño.
Entre cañas y risas perdemos la ropa,
como quien se entrega sin nombre ni hora,
y el agua, testigo de todas las cosas,
nos lleva en sus brazos hasta que el sol se apaga.

Calla el río, su voz de correntada,
y el Carapachay, oscuro y tendido,
es un brazo de sombra que nos guarda
en su abrazo tibio, húmedo y dormido.
Los juncos se mueven como en secreto,
la luna los roza sin hacer ruido,
y vos, descalza sobre la cubierta,
sos la única luz que no se ha ido.
No hay palabras, no hacen falta,
sólo el crujido del bote de madera,
y tus manos buscándome en la penumbra
como si el deseo pudiera ser ceguera.
Te acerco despacio, como la marea,
y mi boca encuentra el hueco de tu cuello,
la noche respira con nuestra cadencia,
la selva nos mira con ojos de sueño.
Tu piel huele a río y a flor silvestre,
a camalote y calor de verano,
y en cada suspiro que sale de vos
se enciende mi cuerpo como un faro humano.
La cubierta de lona cruje bajo nuestra danza,
y el viento en las ramas se queda sin aire,
te tengo, me tenés, nos callamos los nombres,
y el Delta es un templo, y el deseo, su altar.

Donde el Carapachay
se encuentra con el Paraná,
ese abrazo de ríos que nunca se apuran,
asoma, solitaria,
la cúpula del campanario
de la vieja iglesia flotante.
Nos detenemos siempre allí.
Es un ritual sin palabras,
como si el bote supiera
que hay historias que no se pueden pasar de largo.
Ella se inclina sobre el borde,
mira fijo la cruz torcida,
y yo, como cada vez, le pregunto.
Cuántos isleños conocerán esto.
Y ella responde, con esa tristeza serena que lleva en los ojos,
Pocos.
Cristo Rey, le llamaban.
La iglesia venía río arriba desde Tigre,
flotando sobre una gran balsa,
con un sacerdote de sotana clara
que predicaba en las orillas
como si el agua también pudiera ser tierra santa.
Los niños la esperaban con flores,
las mujeres con tortas,
los hombres con silencios.
Y allí, entre los sauces y las libélulas,
se alzaba el altar,
temblando apenas con el oleaje.
Bautismos en el muelle,
misas entre mosquitos y remos,
una cruz levantada contra la bruma.
El evangelio flotaba.
Y flotó por años,
hasta que una sudestada traicionera
la empujó hacia el olvido.
Hoy solo queda el campanario,
quieto en un rincón del terreno de prefectura,
como un relicario de fe ajena
al que pocos miran,
al que nadie reza.
Pero nosotros sí.
Nosotros venimos,
miramos, preguntamos,
y ella responde lo mismo:
Pocos.
Y entonces pienso que,
aunque la iglesia ya no flote,
aunque la fe se oxide y el tiempo la tape de verdín,
algo sigue vivo en esta parada,
algo que no se aprende,
algo que se recuerda con el cuerpo.
Después, seguimos río arriba.
Ella se acomoda en la proa,
yo retomo el timón,
y el campanario se aleja
como una campana que no suena
pero nos deja sonando por dentro.

Doblando el brazo oscuro del Tuyuparé,
el aire cambió.
Un frío seco, sin viento,
se nos metió en la piel como una aguja muda.
Allí estaba,
la vieja casona de la isla El Silencio,
con sus ventanas cerradas
como ojos que ya no quieren mirar.
No dijimos nada.
No hizo falta.
El silencio nos tomó por dentro,
como si el agua supiera
lo que alguna vez se hizo en su nombre.
Ella se acercó al timón,
sin hablar, sin preguntar,
me apoyó la mano en el hombro
y yo la abracé.
No para calentarla,
sino para sostener lo que no se puede decir.
El bote se detuvo solo,
como si el motor también recordara,
como si el río bajara la cabeza.
Nos quedamos unos minutos allí,
mirando esa casa
que parece dormida
pero aún exhala horror.
Después arrancamos de nuevo,
despacio,
como saliendo de un cementerio sin tumbas,
con la memoria como una sombra larga
y el corazón latiendo bajo el abrigo.
Nos fuimos río abajo,
en busca del sol,
del sonido, del regreso.
Pero esa quietud,
ese frío,
esa historia que sangra en la madera,
vino con nosotros.

 
El sol volvió sin pedir permiso,
como si el mundo no hubiera vibrado,
y el río Capitán, manso y dorado,
nos abría los brazos con hojas de luz.
Navego lento,
como si el tiempo pudiera estirarse,
como si cada curva fuera un secreto
que vale la pena aprender de nuevo.
Y ella,
tendida en la proa,
sin ropa, sin apuro,
deja que el sol le bese la piel
como si fuera su único amante.
Su espalda brilla,
sus piernas se abren apenas,
y una gota de agua recorre su omóplato
como si supiera lo que deseo.
Yo timoneo despacio,
para no interrumpir la música del cuerpo,
por seguir mirando
cómo se funden su cintura y la luz
y la brisa le acomoda el pelo como un susurro.
Cada recodo del río,
cada casa dormida entre las ramas,
cada reflejo en el agua quieta,
me la recuerda.
Pero no como se recuerda el pasado,
si no como se descubre lo nuevo,
una flor abierta,
una orilla virgen,
una mujer tendida en el centro del mundo
esperando que la noche, la vuelva deseo.

El cielo cayó de pronto,
sin aviso, sin tregua, sin miedo.
Rugió como fiera sobre el Carapachay,
y el agua creció como en aquel verano
que arrasó canoas, maderas y ranchos.
El viento silbó entre los ceibos
y dobló hasta el grito de los sauces,
y vos mojada, desnuda, temblando
parecías parida del mismo trueno.
No hubo adónde correr.
La isla ya era río,
el muelle flotaba como un recuerdo,
y en esa furia sin norte ni bordes
nos abrazamos como náufragos eternos.
Tus labios tenían gusto a lluvia,
a miedo, a lujuria, a relámpago,
y tu cuerpo, caliente y mojado,
se enredó al mío como un camalote encendido.
Nos amamos ahí, sin palabras,
bajo la lona tirante del galpón,
mientras el agua lamía los pilotes
y la tormenta tejía su canción.
No hubo pudor, ni pausa, ni abrigo,
sólo el chasquido del río en creciente,
tu espalda arqueada como una ola,
mis manos ancladas a tu vientre.
Y cuando todo se volvió silencio,
cuando el agua bajó su amenaza,
quedamos dormidos, exhaustos, abrazados,
con el rugido del mundo aún en la garganta.

 El sol bajaba en oblicuo,
lamía los surcos de tierra blanda,
donde el río se acurruca y calla
ante el orden sereno del nogal.
La lancha se amarró despacio,
y tus ojos brillaron como el agua
cuando el muelle de madera crujió
bajo nuestros pasos.
Era el reino de las pecanas,
árboles sabios, en hileras,
sus hojas temblaban con la brisa
como si supieran lo que pasaría.
Caminamos entre las sombras dulces,
escuchando cómo el suelo hablaba
del tiempo, del fruto,
del trabajo paciente de los días.
Y entre una rama y otra,
tu mano buscó la mía sin apuro,
como quien cosecha lo maduro
después de mucho mirar.
El sol nos empujaba a besarnos,
en silencio, entre cortezas vivas,
y el perfume verde del pecán
nos envolvía, suave, sin permiso.
Un mate compartido bajo un árbol,
una nuez abierta con los dedos,
y la risa, como viento ligero,
jugando entre los cañaverales.
La tarde siguió su curso de agua,
y volvimos en la lancha lenta,
con el Delta en el cuerpo y en la boca
un gusto a nuez y a promesa eterna.

Tomados de la mano,
cruzamos la mañana del Delta
como quien pisa un secreto.
Los durazneros nos abrían sus brazos
y el perfume flotaba espeso,
como si supiera de vos.
A unos metros del Espera,
el Angostura se estrecha y murmura,
y ahí estábamos,
con el agua al costado
y la piel temblando
de tanto mirarnos sin hablar.
Los ciruelos, en flor o en fruto,
caían como notas suaves al suelo,
y vos, tan cerca,
tan mía sin serlo,
eras un racimo de sol
apretado contra mi deseo.
El perfume de los duraznos,
maduro, dulce, abierto,
era el eco de tu cuerpo
cuando bailás de noche en la cabaña,
descalza, entre mis brazos,
con el río como música lenta
y la luna queriendo espiar.
Nada más existe cuando eso ocurre:
ni la lancha dormida,
ni el reloj en su rincón,
sólo la fruta que gotea su jugo
y tu espalda que se arquea
como rama al viento.
Y el Delta nos guarda,
bajo el cielo de abril,
como a dos pájaros de estación
que se rozan,
que se beben,
y vuelven a volar.

La tarde ardía sin pudor
sobre los caminos del Delta,
y nosotros,
tomados de la mano,
buscábamos sombra entre ciruelos cargados,
como si el deseo también diera fruta.
El calor pegaba en la piel
como una caricia lenta,
de esas que no piden permiso
y dejan marcas invisibles.
Probamos los frutos,
uno a uno,
jugosos, tibios,
como tu boca cuando la mía
se demora en el borde del suspiro.
A orillas del río,
el agua parecía quieta,
pero el cielo ya murmuraba en lo alto
y el viento olía a tormenta.
Vos reías,
con el jugo del ciruelo en los labios,
y yo no sabía si besarte
o esperar que el trueno nos diera el ritmo.
Las ramas nos tocaban la espalda
como cómplices del calor insoportable,
ese que abría los poros
y las ganas.
Y cuando el primer relámpago
cortó el horizonte,
nos quedamos quietos,
abrazados al borde del río,
sabiendo que la lluvia sería un alivio,
pero también otra forma
de desearte.


 Habíamos cruzado el río en la lancha,
hice el vaivén justo para que te apoyes en mí
como por accidente,
aunque ya sabíamos a dónde íbamos.
Tres Bocas nos recibió con su calma antigua,
esa que guarda historias de príncipes, de Perón,
y de un hotel perdido en el tiempo
que alguna vez fue promesa de tango y copas llenas.
Ahora hay vereditas, sauces que se inclinan,
y el murmullo suave del Santa Rosa naciendo
como una caricia nueva.
Caminamos sin apuro,
entre los senderos del barrio que huele a río y flores silvestres,
hasta que el zumbido leve de las abejas
nos anunció el paraíso dorado,
el colmenar de Marta,
la mujer que hizo de la miel su destino
y del amor por su tierra, una herencia viva.
Fe y Esperanza, decía el cartel con orgullo,
y vos, tan cerca, tan de mi lado,
probaste una cucharita de oro dulce
que te iluminó la boca
como si el sol te la hubiera besado.
Compramos un frasco para llevarnos a casa,
pero yo ya sabía que el verdadero regalo
era tu risa pegajosa,
tu mano tibia entre los ciruelos del recuerdo,
tu perfume mezclado con polen y verano.
El río crece, a veces desborda,
pero hay pasiones que ni la lluvia puede apagar.
Y así, entre colmenas, veredas flotantes
y un calor que todo lo abría,
nos amamos con los ojos,
sin decirlo,
sabiendo que la miel más verdadera
es la que se deja caer
de a poco, en la piel del alma.


Aquel mediodía de primavera
llegamos como se llega a los sueños, 
que alguna vez se dijeron en voz baja,
en lancha lenta, con el sol abriéndose paso entre los sauces
y el corazón apurado, como si ya supiera lo que venía.
La Real nos recibió con su aire antiguo
y una elegancia sencilla que parecía salida de otro tiempo.
Las paredes hablaban, se lo juro,
del murmullo de botellas,
del burbujeo de la sidra en la fábrica que allí nació
cuando todo esto era futuro.
Nos sentamos frente al río,
y entre nosotros se tendió una mesa tan íntima
como una promesa que no hace falta decir.
El mantel blanco, el aroma de la comida recién servida,
y tus ojos, que tenían un brillo más fuerte que el sol de mediodía.
Yo escuchaba tus palabras como si fueran música
que bajaba del monte o de algún sauce secreto.
Y vos reías con esa risa que siempre me desarma,
mientras un colibrí flotaba a la altura de nuestras ganas.
No sabíamos por qué, pero allí,
a pocos minutos del territorio
y a una eternidad de la ciudad,
el mundo parecía haber girado solo para nosotros.
Quizá el Delta tiene esas cosas,
rincones que se apartan del tiempo,
historias que brotan de la tierra mojada,
y lugares que, como vos, se sienten lejos
de todo lo que no importa.
Terminamos el almuerzo con un brindis,
no con sidra, pero sí con algo más valioso:
el sabor del momento compartido,
el temblor de la cercanía,
y la certeza suave de que cuando el amor florece
no hay Buenos Aires que quede cerca,
ni olvido que pueda alcanzarlo.

 

jueves, 24 de abril de 2025

 
La madera del muelle crujía bajo nuestros pies descalzos, resonando como un tambor lejano en la quietud de la noche estival. El aire, denso y cálido, parecía suspendido entre el canto de los grillos y el zumbido implacable de miles de mosquitos que, atraídos por la luz del farol, insistían en compartir nuestro juego.
Alberto, con la mano experta, cebaba mate tras mate, levantando la bombilla apenas iluminada para ofrecernos el primer sorbo. El amargo vapor se mezclaba con el aroma dulzón de la vegetación, envolviéndonos en un aroma de calma y complicidad.
Rubén, apoyado en la baranda, desplegaba las cartas con un gesto casi sobrador. Cada carta era excusa para una anécdota. Ven ese bote allá, decía señalando con la baraja. Es de doña Mercedes, la que vive en el fondo del arroyo. Ella me saludó esta tarde y me contó que su nieto volvió de la ciudad con un bebé de un mes.  Entre risas y comentarios oportunos, la historia de cada vecino desfilaba, el carpintero que reparaba los muelles, la pareja que inauguró la parrilla flotante, el pescador… Todos saludando desde sus embarcaderos, amables como viejos amigos, aunque apenas nos cruzáramos unas buenas al atardecer.
El truco avanzaba: ¡Truco!”, “—¡Retruco!”, “—¡Vale cuatro!”, gritábamos con el fervor de quienes saben que cada mano puede cambiar el destino de la apuesta. El mate se vaciaba y se cebaba de nuevo, mientras la baraja, húmeda de la brisa del río, se deslizaba entre los dedos como un tesoro prohibido.
Pasada la medianoche, sucedió lo inesperado: el último bote se alejó, los saludos se apagaron, y la orilla quedó desierta. El muelle quedó solo para nosotros, rodeado de sombras que crecían y decrecían con el movimiento de las hojas. El silencio fue tan intenso que dolía. un vacío sonoro que parecía engullir incluso el zumbido de los mosquitos. Solo persistían, en ese recinto suspendido, los ecos de nuestras voces exaltadas cada vez que una carta ganadora rompía la paz.
Y así, en ese punto, entre el murmullo del río y la noche sin testigos, sentimos la magia de estar vivos: el calor del verano, la presencia amiga de los compañeros, el conteo de la baraja, el canto de un truco eterno que, contra todo pronóstico, parecía nuestro único refugio. Cuando la última mano llegó a su fin, guardamos las cartas en silencio y nos quedamos unos instantes más, con el mate frío, dejando que el río y las estrellas se encargarán de acompañar el final de aquella noche inolvidable.

La noche había caído sin aviso, pero el calor persistía. Una luna llena altísima derramaba su luz plateada sobre el canal. Las sombras de los sauces se mecían, como si respiraran con nosotros.
Allí estábamos, solos, en el muelle de una cabaña perdida, con los pies colgando sobre el agua tibia, el mate ya tibio, y las palabras agotadas por tanto deseo contenido.
Ella me miró sin urgencia. Su mirada era un arroyo más, lento, inevitable.
Apoyó su cabeza en mi hombro y deslizó los dedos por mi brazo, como si tocara un instrumento.
Sabés qué quiero susurró. Que no exista mañana.
Yo no dije nada. Tomé su mano, la besé. Después dejé que fuera mi boca la que hablara, bajando por su cuello, entreabriendo sus suspiros como puertas hacia un mundo oculto.
Nos levantamos sin apuro. La llevé hasta la reposera de madera. Ella se sentó sobre mis piernas, sacó su remera de un tirón y me ofreció sus pechos como si fueran promesa y refugio.
El calor de su piel me ardió en las manos.
Los cuerpos hablaron sin lenguaje, mientras el Delta nos rodeaba con el canto lejano de los bichos, el crujido de la madera, y ese perfume salvaje a agua, vegetación y sudor.
Mis dedos la buscaron como quien conoce de memoria el mapa de un tesoro. Ella me guio hacia su centro, temblando con cada roce.
Nos fundimos como dos ríos, hasta que no supimos quién era quién.
El orgasmo fue lento, hondo, como si el tiempo mismo se hubiese rendido ante nosotros.
Después vino el silencio, ese silencio sagrado del Delta, solamente roto por su respiración agitada y mi mano que le acariciaba la espalda.
Quédate, dijo ella, apenas un murmullo. Quédate para siempre.
La miré. No había promesa más fácil de cumplir.

A orillas del agua dormida,
la pista de remo se extendía
como un espejo largo y callado,
un susurro tendido entre sauces
y luminarias de luz blanca.
La luna, esa reina sin voz,
colgaba altísima y plena,
mirándonos con su cara redonda
como quien escucha sin preguntar.
Estábamos ahí, vos y yo,
cómodos, tranquilos,
con un mate caliente que pasaba de mano en mano
como un secreto manso,
como una promesa sin urgencia.
Tus ojos brillaban más que el río,
y cada palabra tuya era un remanso.
Me hablabas de la infancia,
de los libros que te marcaron,
de los sueños que no contaste.
Y yo te miraba,
como se mira el fuego
sin apuro, con asombro, con ternura.
El silencio también hablaba,
entre mate y mate,
entre palabra y palabra.
Un silencio lleno de cosas buenas:
de paz, de conexión,
de ese saber que el amor cuando es real
no necesita gritarse.
A lo lejos, una estrella fugaz cortaba el noche
con la lentitud de quien no tiene prisa.
Y pensé, así somos nosotros esta noche.
Sin prisa, sin apuro,
dejándonos llevar por la corriente del momento,
como si el tiempo se hubiera dormido en la orilla.
Tu risa,tus pausas,
la forma en que acomodabas el pelo tras la oreja
cuando el viento lo traía al rostro,
todo era poesía.
El mate se acababa, pero la noche no.
Seguía ahí, abrazándonos con su frescura,
dibujando sombras largas
mientras la luna crecía sobre los techos del Tigre.
Yo no dije nada,
pero lo supe en ese instante:
podría quedarme así con vos,
todas las lunas llenas que vinieran,
a la orilla de cualquier pista,
con un mate,una manta,
y esa forma tuya de hacer que todo pese menos.
Y si alguna vez me preguntan
cuándo empezó esto,
les voy a decir que fue esa noche,
a la vera del agua mansa,
cuando la luna nos regaló
una tregua del mundo
y vos sonreíste con el alma entera.

miércoles, 23 de abril de 2025

El primer rayo no llegó de golpe,
vino colándose despacio por entre las ramas,
pintando el agua de un dorado tímido.
El río, como nosotros, aún no se decidía a despertar del todo.
Y en esa bruma baja, como un velo que se resiste a caer,
te miré, no decías nada, pero sonreías
como si el sol supiera que primero tenía que tocar tu cara
antes de iluminar el resto del mundo.
El mate ya estaba frío.
La radio se había rendido al silencio.
Y yo… Yo tenía un nudo en la garganta
y un anillo invisible ardiendo en el bolsillo del alma.
Y si nos quedamos, te dije sin mirarte del todo.
Acá. En la isla.
Con un galpón hecho casa,
una huerta desprolija,
y un perro viejo que elija vivir con nosotros.
Te reíste, pero no con burla.
Con esa risa que se escapa cuando el corazón se sorprende
porque algo muy adentro ya lo había soñado.
Y de qué vamos a vivir, preguntaste, probándome.
De vos dije, y lo sentí cierto.
Y de los días así.
Del río, del pan hecho en horno de barro.
De escribirte poemas en las tablas de la galería.
El sol ya se asomaba entero
y el agua se volvió espejo.
Te acercaste, apoyaste la cabeza en mi hombro,
y dijiste, bajito_Acepto.
No dijiste más.
Pero en ese acepto estaba todo,
el sí, al río,
el sí, al silencio,
el sí, a una vida de barro en los pies
y besos lentos al costado del muelle.
Y en ese instante,
el Delta fue testigo de un amor que decidió quedarse
para siempre a la orilla del Carapachay.

 No sabés cuánto te esperaba.
Sí, a vos… que estás leyendo ahora.
A vos que abriste este libro 
como quien abre una ventana en la siesta,
dejando que entre la brisa sin preguntar de dónde viene.
No lo planeé. No tenía trama.
Sólo palabras que flotaban como camalotes,
pedacitos de isla sueltos en un río de tinta.
Y sin embargo, acá estamos,
vos leyendo,
yo… siendo leído.
Te imaginé muchas veces,
pero nunca acerté.
Porque sos más que una idea:
sos quien le da sentido a esta magia.
Porque yo escribí una lluvia,
y vos escuchaste la que te mojó en tu infancia.
Dibujé una orilla,
y vos recordaste ese muelle donde ella dijo adiós.
Puse un mate,
y vos lo cebaste en silencio,
como si estuviéramos juntos bajo el alero de madera,
viendo caer la noche.
Y así, sin vernos,
sin conocernos,
nos fuimos encontrando.
Yo puse palabras.
Vos, los latidos.
Y entonces entendí:
no soy autor de este libro.
Apenas fui el primero en llegar.
El verdadero creador sos vos,
que cada vez que pasás una página
le das vida a este mundo inesperado,
que ni yo sabía que existía.
Gracias por eso.
Por leerme como quien mira al río:
con calma, con respeto,
y con la esperanza secreta
de encontrarse en la corriente
un reflejo propio.

martes, 22 de abril de 2025

El sol bajaba lento sobre el Paraná de las Palmas, pintando el agua de naranja y cobre. Ella apoyó la cabeza sobre mi hombro, en silencio. La corriente nos llevaba sin apuro, como si el río mismo quisiera que estuviéramos juntos un poco más. Cada tanto, el viento jugaba con su pelo y me rozaba la mejilla. Era imposible no enamorarse así.
Sabías que este río está vivo, le dije, con la voz apenas más alta que un susurro.
Y cómo late —preguntó, sin moverse.
Late en cada ola, en cada crujido de las ramas, en los remolinos que se arman sin motivo. Como vos agregué, girando apenas la cabeza para mirarla. Que llegaste como una corriente inesperada y me cambiaste el cauce.
Ella sonrió. Pero no de esas sonrisas fugaces. Sonrió como si lo que le había dicho fuera el remanso donde quería quedarse a vivir.
Nos detuvimos a la vera de una isla, justo donde un sauce se inclinaba al agua como si también quisiera besarse con el río. Amarramos la lancha y nos sentamos en la orilla. Ella sacó de su bolso una botella de vino blanco, frío todavía, y un par de vasos plásticos que tintinearon al chocar.
Brindemos dijo.
¿Por qué?
Por nosotros. Por este lugar. Por lo que sea que está naciendo.
Bebimos. No hablamos mucho más. Caminamos por la orilla descalzos, entre juncos y raíces. La llevé de la mano por un sendero que apenas se abría entre los árboles. La humedad del aire, el canto de las aves al atardecer, el murmullo de las hojas… todo parecía cómplice.
Y ahí, entre troncos viejos y reflejos de luna creciente, nos besamos de nuevo. Pero esta vez fue distinto. Fue más lento, más profundo. Como si el Delta nos hubiera elegido para contarnos un secreto, para darnos su bendición.
Nos abrazamos largo rato. Sentí su respiración en mi cuello, sus dedos recorriéndome el alma. No había necesidad de decir nada. En ese instante, ella y yo éramos parte del paisaje. Éramos isla, agua, raíz. Éramos todo lo que el mundo dejaba de lado cuando se apaga el ruido.
La noche cayó. Subimos de nuevo a la lancha y navegamos despacio, guiados por la luna. Ella se quedó dormida con la cabeza en mi regazo. Yo la miré, sintiéndome el hombre más afortunado del mundo.
Ahí, donde el Canal Arias se encuentra con el Paraná de las Palmas, en el corazón del Delta, supe que el amor, el de verdad,  no se busca. Te encuentra, como ella, como ese beso, como esa noche eterna en que el río, por fin, nos abrazó.
La tarde caía despacio sobre el Delta, como una caricia tibia, mientras la proa cortaba el canal con esa elegancia que solamente tienen los días sin apuro. Ella iba sentada adelante, con el viento jugando en su pelo suelto, y los ojos encendidos por la luz dorada del sol.
¿Sabes que este canal no siempre estuvo acá? Le dije, mientras me acomodaba cerca del timón. Lo abrieron a mano, hace más de un siglo, para unir el río Luján con el Paraná de las Palmas.
Ella giró apenas, me miró con una sonrisa entre curiosa y divertida.
¿A mano? ¿Todo esto?
A pico y pala asentí. Lo trazaron a través de las islas, buscando una línea recta que rompiera el laberinto del Delta. Una obra de ingeniería increíble. Casi diez kilómetros. Tres metros de profundidad. Setenta y cinco de ancho.
¿Y por qué lo hicieron?
Para unir. Como tantas cosas que se hacen por necesidad… o por amor.
El silencio se quedó flotando unos segundos. El canal seguía su curso recto, con leves codos al principio y al final, como si quisiera despistar a los que se creen que todo camino es siempre recto. Ella se acercó y apoyó una mano sobre mi brazo.
Me gusta que me cuentes estas cosas. Hacen que el lugar respire distinto.
Fue bautizado en honor a José Inocencio Arias, gobernador de Buenos Aires a principios del siglo XX. Pero el canal… el canal es de todos. Lo cruzan los isleños, los pescadores, los enamorados...
Como nosotros. La miré. El sol, ya en retirada, le marcaba los pómulos con fuego leve. Y entonces sí, me animé. Bajé la velocidad del motor, dejé que la lancha se deslizara apenas, como un susurro, y la tomé de la cintura. Nos besamos ahí, en el centro de esa línea de agua cavada con esfuerzo y visión, rodeados de verdes espesos y un cielo que parecía hecho para nosotros.
En ese momento entendí que hay canales que no solamente conectan ríos. Algunos, como el Arias, también enlazan historias. Porque desde ese paseo con ella, cada vez que navego esas aguas, siento que algo me une a esa tarde. A su risa, a su voz, al modo en que el Delta, de pronto, pareció dibujar un puente entre dos almas.

lunes, 21 de abril de 2025

 El paseo Victorica guarda una historia que pocos cuentan mientras caminan a la orilla del río. Las luces tenues, las mesas repletas de risas, los aromas que escapan de las parrillas, todo invita a pensar que siempre fue así: calmo, encantador, lleno de vida. Pero bajo esas baldosas late la memoria de un país que se expandía a sangre y fuego, y que en algún rincón del tiempo decidió homenajear a uno de sus generales dándole nombre a esta calle.
A ella le conté eso mientras caminábamos tomados de la mano, descalzos casi, entre los bancos y los sauces, en una de esas noches tibias de enero en que el río parece quedarse despierto. Escuchaba en silencio, con esa forma suya de mirar el mundo como si pudiera desarmarlo con los ojos.
Y vos venís seguido por acá? me preguntó cuando nos detuvimos a ver un bote pasar, lento, deslizándose como un suspiro sobre el agua.
Antes sí. Ahora más, desde que venís conmigo.
Sonrió, y en ese gesto se encendió todo lo que la historia no cuenta: lo que se vive, lo que se toca, lo que se guarda.
Nos sentamos en un murito, frente al club de remo, mientras los faroles pintaban su cara de luz dorada. Me contó que de chica venía con sus padres a comer helado, que siempre se quedaban hasta tarde, escuchando el agua y los grillos. Yo le hablé de los veranos con amigos, de algún beso fugaz, de las carreras en bici bajo el mismo cielo.
Pero esa noche fue distinta. No por lo que dijimos, sino por lo que callamos. Por la forma en que el río nos envolvía, por el calor que se filtraba entre nuestros dedos, por el perfume de su piel mezclado con el de la madreselva.
En un momento, sin buscarlo, me apoyé sobre su hombro. Ella giró apenas el rostro. No hizo falta más que eso.
El beso fue suave, como el aire del Luján cuando no sopla. Y después vino el abrazo, la risa floja, el prometer volver, como si necesitáramos excusas para seguir encontrándonos.
Dicen que el amor es memoria. Y quizás tengan razón. Porque cada vez que paso por el Paseo Victorica y escucho el río, me acuerdo de ella. De su voz, de su risa, de sus labios en verano. pero es un gusto saber que sentada a mi lado disfruta del paisaje como yo.
 El arroyo Tres Bocas
lleva en su cauce
el ritmo de tu respiración,
cuando la tarde se estira
y el calor nos envuelve lento,
como tus brazos
cuando me encontrás.
La vegetación se cierra,
nos esconde, como si supiera
que entre sombra y reflejo
vamos desnudando palabras
y también la piel.
Tus labios rojos, vivos
dibujan deseos
en cada sorbo de vino,
y yo, callado,
los miro bailar entre frases
que ya no disimulan nada.
Tu risa, suave,
me toca más que el viento.
Tus dedos,
que rozan al hablar,
queman más que el sol filtrado.
Y yo,
que vine a buscarte en la orilla,
me hundo sin miedo
en el remanso de tus besos,
donde el agua calla
para escuchar el lenguaje
de nuestros cuerpos.
En Tres Bocas,
entre sauces y secretos,
me hiciste tuyo
sin promesas,
pero con toda el alma y la piel.
La noche llegó
mojada de promesas,
y la lluvia fina al principio
empezó a caer
como si el cielo quisiera
bendecir el deseo.
Las chapas del techo
cantaban su ritmo,
mientras la vela temblaba,
entre tus manos y las mías.
La luz era apenas un suspiro,
suficiente para ver
cómo tu piel brillaba
con cada gota que te buscaba
desde el pelo hasta el ombligo.
Nos reímos bajito,
desnudos de palabras,
cubiertos solo por el vapor
que subía de nuestros cuerpos.
Tus besos sabían a agua dulce,
a fruta madura y urgente.
Tus piernas,
envolviéndome como lianas,
me llevaron lejos
de todo lo que dolía.
Afuera, el arroyo crecía.
Adentro, también.
Tus gemidos se mezclaban
con el retumbar del cielo,
y entre cada relámpago
descubrí nuevas formas
de decirte "te deseo"
sin pronunciarlo.
La noche no duró lo suficiente.
Pero quedó escrita en mi cuerpo,
como la lluvia en la tierra,
como tus uñas en mi espalda,
como vos, en mí.

En el Delta,
cuando el sol se inclinaba lento
sobre los juncos quietos,
nos abrazamos.
La tarde era una manta tibia
que se posaba en nuestras espaldas,
y vos, con la cabeza en mi pecho,
dibujabas con tus dedos
un mapa que no quería final.
Las lanchas pasaban lejos,
sin sonido. La ciudad,
allá en el fondo del tiempo,
no existía todavía.
Los relojes se rindieron.
La lluvia no vino.
El otoño nos regaló
un respiro dorado
para quedarnos quietos,
mirándonos,
sin pedir nada más.
Todo era simple,
como el agua clara,
como tus manos en las mías,
como ese no digas nada
que nos decía todo.
No queríamos partir.
Pero sabíamos
que lo que se detiene tanto
deja huella.
Nos fuimos con las mochilas llenas
de caricias lentas,
de hojas secas guardadas,
de un silencio que hablaba
de todo lo que el amor,
cuando es verdadero,
no necesita explicar.
Ya en la ciudad
los sonidos duelen un poco más.
Las bocinas no saben de caricias,
y los semáforos jamás vieron
un atardecer como el de ayer,
cuando tus ojos
eran todo lo que miraba.
Las paredes no huelen a madera mojada,
ni hay muelle,
ni sombra de sauces
que cobije este deseo
de volver a tu abrazo
sin tiempo.
Todo es más rápido,
más ruidoso, más ajeno.
Pero vos seguís ahí,
dentro mío,
como un murmullo de agua
que no cesa.
A veces cierro los ojos en el subte
y siento tu respiración
acompasada a la mía.
Me acuerdo de tus dedos,
de la curva de tu cuello
cuando la brisa jugaba
a despeinarte el alma.
El Delta no se fue.
Lo traje conmigo.
En cada paso,
en cada calle de esta ciudad sin río,
llevo escondida
una tarde infinita,
el calor de tu cuerpo,
y ese instante perfecto
donde el mundo se detuvo
para que nosotros existiéramos

Habían pasado semanas sin poder encontrarse. Entre el ruido de la ciudad, las obligaciones y los silencios que a veces se instalan entre los cuerpos sin razón, ambos sabían que necesitaban escapar, aunque fuera por un día, a ese rincón del Delta que ya les pertenecía: el arroyo El Pajarito.
Llegaron una tarde tibia, cuando el sol ya no quemaba, pero seguía acariciando. El río los recibió con su murmullo de siempre, con las ramas inclinadas sobre el agua como testigos que no juzgan. Atracaron en un pequeño muelle de madera. Ella bajó primero, con los pies descalzos sobre la madera húmeda. Él la siguió con una sonrisa contenida, esa que siempre usaba cuando sabía que el momento que venía sería inolvidable.
La cabaña los esperaba con la galería abierta, perfumada por el aroma al río, a vegetación mojada y a promesas viejas. El sonido del viento entre los sauces y el canto de algún zorzal marcaban el ritmo lento de la tarde. No había prisa. No había ciudad.
Sentados frente al agua, compartieron unos mates, sin hablar demasiado. A veces, el amor tiene ese lenguaje secreto que no necesita palabras. Las miradas se detuvieron más de lo normal. Las manos se encontraron solas. Y fue entonces cuando los abrazos comenzaron a decir lo que las bocas todavía no se animaban.
Cuando la tarde se fue escondiendo detrás de los árboles, entraron al cuarto. Afuera, el río seguía su curso, ajeno y cómplice. Adentro, el silencio se llenó de suspiros. Se desnudaron sin apuro, como si desvestirse fuera también una forma de volver a conocerse. La piel buscó refugio en la piel. Las bocas se encontraron una y otra vez, como si el tiempo no alcanzara.
Hicieron el amor entre risas, caricias y ese calor húmedo que solo el Delta sabe dar. Con la lluvia que empezó a caer despacito sobre el techo de chapa, se quedaron abrazados, como si el mundo afuera hubiera dejado de existir. Él le acarició el pelo. Ella apoyó su cara en su pecho.
¿Te acordás la primera vez que vinimos acá? susurró ella.
Sí respondió él, besándola en la frente. Pero esta vez fue mejor.
El Pajarito, en silencio, los arrulló hasta el amanecer.



 Nadie pasaba por el arroyo Gallo Fiambre ese martes gris. La bruma lo abrazaba todo como una manta tibia, y solo se escuchaban los remos,cortando el agua cada tanto, suaves, sin apuro.Sofía y Julián se habían escapado por unas horas. 
La ciudad los tenía agotados, y ese lugar perdido del Delta, con nombre raro y misterio viejo, les pareció perfecto para desaparecer.
¿Sabés por qué se llama así?, preguntó ella, mientras ataba la canoa al muellecito de madera.
Algo escuché… ¿no era por unas monjas que hervían gallos viejos?
Sí dijo ella sonriendo. Los cocinaban hasta ablandarlos, y después los fileteaban como fiambre.
Julián la miró con ternura. Había algo en ella en ese modo de contar, de mirar, de dejar que el silencio hable que lo atrapaba más que cualquier historia.
Se acomodaron en una vieja casita isleña, prestada por un amigo. El lugar era sencillo pero acogedor. A través de los postigos, se filtraba la luz pálida de la tarde, y el murmullo de los árboles era como una canción antigua.
No necesitaban mucho. Se sentaron en la galería con un termo, compartiendo mates y miradas. El tiempo parecía estirarse entre risas y anécdotas. No hablaban del trabajo, ni del ruido, ni de los relojes. Solo estaban ahí, con el río lento frente a ellos, y el corazón latiendo más despacio.
En un momento, Julián la abrazó desde atrás. Sofía se recostó sobre él. Sus dedos jugaron con los mechones de su cabello húmedo. No había apuro. Ni planes. Solo esa calma que rara vez llega en la vida, y que uno aprende a valorar cuando ya casi no existe.
El primer beso fue tibio y dulce, como si viniera desde mucho antes. No buscaron intensidad, sino abrigo. Se fundieron en una ternura lenta, callada, como el mismo arroyo que los rodeaba.
Esa tarde en el Gallo Fiambre no cambió el mundo. Pero para ellos, significó algo inmenso. Era apenas un paréntesis, un momento robado entre dos rutinas, pero bastó para recordar por qué se seguían eligiendo, aún con el tiempo encima.
Cuando el cielo empezó a oscurecer, Sofía se volvió hacia él.
Me gusta cuando todo se detiene.
Julián asintió.
Yo también. Y ojalá este lugar nos espere siempre, cuando haga falta parar.
Y así, en un rincón escondido del Delta, con el nombre más curioso y el silencio más necesario, dos almas se reencontraron sin decirlo, y se juraron sin promesas seguir buscando momentos así: breves, verdaderos, inolvidables.

Remamos desde que el cielo apenas se insinuaba,
cuando el sol era apenas una promesa
y el silencio del Delta dormía bajo la bruma.
Las ramas aún mojadas, el perfume de la tierra húmeda,
y tus ojos atentos, curiosos,
como si el río te hablara en voz baja.
Pasamos, juncales, muelles dormidos,
casas de madera que olían a historia
y sauces que se inclinaban sobre el agua
como queriendo escuchar nuestro paso lento.
Charlamos poco, bastaba el crujir del remo,
las miradas que decían más
que cualquier palabra.
Y así, después de horas de remar abrazando la corriente,
llegamos al Santa Rosa.
Ese arroyo escondido,
tan tibio, tan nuestro.
El sol se había acomodado en lo alto,
pero entre las sombras del monte
el tiempo parecía haberse detenido.
Apenas tocamos tierra,
nos sentamos entre los sauces,
y sin pensar, o pensándolo todo,
me acerqué y antes de cruzar el puente
te robé un beso
pero también una entrega.
Tus labios húmedos como la orilla,
tus manos tibias,
la respiración entrecortada
como si el río hubiese aprendido a suspirar.
Después, lo de siempre, el mate, la charla,
los pies en el agua, el cuerpo cerca.
Pero ese beso quedó,
como un ancla en el alma,
como un murmullo que el río aún repite
cuando paso por ahí, solo, remando
con el recuerdo latiendo.
Y aunque la ciudad nos devuelva a sus ruidos,
aunque la semana nos atrape otra vez,
hay un rincón del Delta
donde el tiempo se dobló
y nos guarda abrazados,
para siempre,
en aquel domingo
en que te robé un beso
en el puente del Santa Rosa.

sábado, 19 de abril de 2025

Fue idea de ella, después de tantos días de correr, de saltar entre reuniones, mandados, compromisos y teléfonos que no paraban de sonar, lo único que deseaba era estar con él. Sin hablar mucho. Sin hacer nada. Sólo estar.
Le mandó un mensaje _ Si conseguimos dos horas, ¿te venís conmigo a algún lado?”
Él no dudó. Contestó con una sola palabra: —Sí.
No hicieron grandes planes. No había tiempo.
Eligieron una pequeña cabaña de madera en la orilla del río, a la que se llegaba por un camino de tierra entre sauces. No era lejos, pero se sentía como otro mundo. El silencio era casi total, salvo por el canto de algún pájaro perdido y el rumor suave del agua corriendo.
Ella llegó primero.
Abrió las ventanas, dejó entrar el aire tibio de la tarde.
Se sentó en el borde de la cama, descalza, con la mirada puesta en los reflejos que el río dejaba bailar en el techo.
Cuando él llegó, no se dijeron gran cosa.
Se abrazaron, apenas se vieron, como si se hubieran estado esperando hace días. Y en realidad sí. Se estaban esperando desde hacía mucho.
El abrazo duró más de lo habitual. Ninguno tenía apuro.
Las palabras sobraban.
Él la besó en la sien, luego en la boca.
Y así, sin urgencia, fueron desnudándose del todo: de la ropa, del peso, de la velocidad de los días. Se acostaron juntos en la cama de sábanas limpias, envueltos en la luz tenue que entraba por las cortinas.
No buscaron nada grandioso. Sólo querían sentir el cuerpo del otro.
Ella apoyó la cabeza en su pecho y él le acariciaba la espalda, una y otra vez, como si pudiera borrar con los dedos todo lo que dolía.
Se besaron despacio. Se acariciaron con paciencia. Se encontraron con ternura y deseo.
Hicieron el amor sin decir una palabra.
Con los ojos bien abiertos.
Con la respiración mezclada.
Con esa intensidad suave de quienes no se buscan por fuego, sino por abrigo.
Después se quedaron así, abrazados.
Mirando el techo, oyendo el río.
Sintiendo que el mundo, por fin, se había callado.
Cuando llegó la hora de volver, ninguno dijo nada.
Se vistieron despacio.
Se prometieron repetirlo, aunque sabían que a veces no se puede.
Pero se fueron distintos, más livianos, más cerca.
Porque a veces, un rato a solas es más fuerte que cualquier promesa.

La lluvia golpeaba el techo como un tambor antiguo
y el arroyo Espera, crecido,
corría salvaje, oscuro,
desbordando su cauce
igual que nuestras ganas.
Se fue la luz.
Una vela que vibraba su llama en la mesa
dibujó tu silueta recostada,
la piel apenas cubierta por esa manta vieja
que no pudo esconder el deseo.
Nos miramos como si fuera la primera vez.
Como si la tormenta nos hubiera desnudado también por dentro.
Tus dedos jugaron con el fuego del vino,
y mi boca encontró el calor en tu cuello,
en ese hueco donde el alma se arropa.
Nos fuimos acercando sin palabras.
El murmullo del agua, el latido del río,
todo era música.
Te desnudé sin apuro,
como se despeja un paisaje al amanecer.
La manta cayó como un suspiro,
una rendición.
Tu cuerpo brillaba en la luz dorada
como si la vela hubiera nacido para adorarte.
Y el mío te buscaba como un náufrago al borde de su isla.
Nos hicimos el amor con la urgencia de los que no saben
cuándo será la última vez,
pero con la ternura de quienes ya no necesitan decirlo.
Fuimos ríos cruzándose, corrientes encontradas,
agua sobre agua, piel sobre piel.
Y mientras afuera el mundo se desbordaba,
adentro todo se detenía.
Solo nosotros.
Tu aliento en mi boca.
Mis manos en tu espalda.
Y la vela, agotada, ardiendo hasta el final.
Cuando amaneció, no sabíamos qué día era.
Ni importaba, el arroyo bajaba lento,
y vos dormías sobre mi pecho
como si el silencio hubiera sido siempre nuestro hogar.
El sol caía oblicuo
sobre tus hombros descubiertos,
y el arroyo Boraso brillaba
como si supiera que esa mañana
íbamos a confesarnos algo más que amor.
Cebabas el mate lento,
como si cada movimiento
fuera parte de un rito.
Te miraba los labios,
el modo en que los rozabas con la bombilla,
el suspiro corto que dejabas al tragar.
Y me hervía algo adentro,
más que el agua.
El calor de marzo se metía entre la ropa,
y también entre los gestos.
Tu pierna rozó la mía,
como al descuido, pero no lo fue.
Nos reímos bajito, nos callamos más.
Y ahí, entre una cebada y otra,
me miraste fijo, como si el río no existiera
y dijiste te deseo… desde hace días.
La yerba se enfrió.
Yo no, tomé tu mano,
la acerqué a mi pecho,
y respondí con la boca
rozando tu oído, _Yo también.
Tus labios buscaron los míos,
ansiosos, salados,
con sabor a río, a fruto, a ganas.
Nos besamos sin culpa,
con el sol como testigo
y el agua quieta como un espejo.
La orilla fue colchón,
la sombra, abrigo,
y vos, fuego.
El río empezó a subir esa misma tarde.
Dicen que fue por la crecida.
Yo sé que fue por nosotros.

viernes, 18 de abril de 2025

Sobre el muelle viejo,
donde la madera guarda
el eco de tantos veranos,
nos encontramos sin palabras,
con el sol en la espalda
y el deseo latiendo en los dedos.
El río San Antonio corría lento,
como si supiera lo que venía,
como si nos diera tiempo
para desnudarnos sin apuro,
con la delicadeza de quien
ha esperado toda una vida.
Tus ojos tenían ese brillo
que sólo da el calor
y el hambre por otro cuerpo.
Me llamaste sin voz,
apenas con un roce,
y yo acudí
como la marea al llamado de la luna.
Te desvestí ahí mismo,
sobre la madera tibia,
y tus pezones fueron mi primer altar.
Los besé uno a uno,
mientras tus piernas se abrían
como alas rendidas al cielo.
El río aplaudía con sus olas suaves,
y los juncos se mecían como si bailaran
nuestro ritmo lento,
nuestro juego salvaje.
Te tomé entre mis brazos
y nos unimos al borde del muelle,
tu espalda contra el mundo,
tus gemidos contra mi boca,
tus caderas marcando el compás
de una danza que no se olvida.
Eras toda agua,toda fuego,
toda río desbordando.
Y cuando tu cuerpo tembló,
cuando tu alma se quebró en un gemido bajo,
el San Antonio pareció detenerse,
sólo por un instante,
para darnos su bendición de verano.
Después, quedamos ahí, enredados,
con la piel pegajosa y el alma liviana,
mirando cómo el río seguía su camino
como si no hubiera pasado nada…
aunque entre nosotros,
había pasado todo.

 La luna flotaba baja,
como si quisiera mirar de cerca.
El calor no se iba,
ni con el viento que a veces soplaba
desde el Paraná,
ese que sabe guardar secretos.
Ella y yo, nada más.
Ni faroles, ni caminos,

ni testigos.
Sólo la noche, el Paraná,
y ese deseo antiguo
que empezaba a crecer
en el roce de una risa
y una mano que no se apartaba.
Descalzos en la arena,
nos metimos bajo un árbol,
donde las sombras jugaban a esconder
todo lo que estábamos por mostrar.
La besé despacio,
como se besa lo sagrado,
pero en el centro del cuerpo
ya ardíamos sin tregua.
Sus piernas se abrieron
con la suavidad de quien confía
y con la urgencia de quien busca.
Y yo, sin apuro,
recorrí con la lengua
cada rincón de su verano.
El sudor nos cubría como una segunda piel,
el calor del aire
era un abrazo más.
Y el ritmo que marcábamos juntos
era el mismo del agua
rompiendo mansa en la orilla.
Gimió mi nombre
como si la noche la hubiera poseído,
y se arqueó hacia el cielo
con los ojos cerrados
y la boca entreabierta,
como si el placer también se respirara.
Hicimos el amor una vez,
y otra,hasta que el cielo empezó a aclarar
muy de a poco,
y los primeros pájaros
nos trajeron el final del mundo
que habíamos creado.
La abracé fuerte, pegada a mí,
con su espalda mojada
y su olor a río, a sexo, a luna.
Y supe, sin decirlo, que en esa noche
habíamos vivido más
que en cien días de sol.

El silencio era denso,
como si el mundo entero respirara despacio
y solamente el murmullo del río
nos decía que aún estábamos vivos.
Las hojas secas crujían bajo nuestros pies,
pero no importaba el frío,
ni el viento que pasaba
susurrando cosas viejas
entre las ramas.
Estabas ahí,
con un poncho ligero sobre los hombros
y esa mirada tibia
que ya sabía lo que iba a pasar.
Nos metimos en la cabaña
como dos animales que huyen del invierno,
pero en realidad
íbamos directo al fuego.
Te acerqué al hogar,
el fuego apenas crepitaba,
pero vos ya ardías.
Tus pechos de miel
pedían caricias sin palabras,
y mis manos, obedientes,
hicieron camino
por el cuello, la espalda,
la curva suave de tu deseo.
Te sentaste sobre mí
con la calma de quien manda,
pero con los ojos
llenos de súplica.
Desnuda sobre mi pecho,
tus caderas marcaban un ritmo
antiguo y exacto,
y el crujir de la madera
se mezclaba con los jadeos
como si la casa también respirará con nosotros.
La madrugada caía honda,
el otoño se colaba entre las hendijas,
pero no había frío,
sólo cuerpos enlazados,
vapor en las ventanas,
y un gemido largo
que rompía el silencio
como una hoja cayendo al agua.
Después,
nos cubrimos con una manta
y nos dormimos así,
pegados,
con olor a piel y leña quemada,
mientras afuera
las hojas seguían cayendo,
y el río, eterno,
nos bendecía otra vez,
allá en el Carapachay.

 La tarde caía gris,
una bruma leve
acariciaba las ramas del sauce
como un secreto que se moja en silencio.
Y ahí,
en esa orilla desierta del Carapachay,
te encontré.
El frío buscaba meterse entre la ropa,
pero vos inquieta, serena
encendías con la mirada
lo que la llovizna no podía apagar.
Te acercaste,
y cada paso tuyo
era un latido más rápido en mi pecho.
El aire olía a río,
a madera mojada,
a deseo contenido.
Tus dedos, tibios,
buscaron los míos,
y fue como si el invierno retrocediera
un instante.
Nos refugiamos bajo un alero viejo,
pero no nos protegíamos de la lluvia
nos cobijamos del mundo.
Tus labios encontraron los míos
como si recordaran otros inviernos,
y en esa caricia húmeda,
despacio,
el deseo comenzó a desvestirnos.
Las gotas repicaban en el techo,
el viento soplaba entre los árboles,
y nosotros,
piel con piel,
jugábamos a perdernos
sin tiempo ni pudor.
Tu cuerpo se curvaba bajo mis manos
como un río que no quiere ser domado.
Tus muslos se abrían
al compás de una urgencia callada,
y en cada movimiento tuyo,
la llovizna parecía danzar.
Hice el amor
como quien escribe en la niebla,
dejando huellas que sólo el calor revela.
Y vos,
con la espalda arqueada
y la boca apenas abierta,
me dijiste todo
sin decir una palabra.
Después,
con la lluvia cayendo más suave,
nos quedamos abrazados,
mudos y plenos,
escuchando al río pasar,
como si bendijera lo que habíamos hecho
bajo su cielo gris.

 El sol caía lento,
como si supiera
que esa tarde no era de despedidas,
si no de reencuentros.
La piel del río brillaba
y nosotros,
a pocos metros del Paraná,
nos buscábamos otra vez
sin palabras,
como dos que ya se saben
de memoria y fuego.
Tus manos, qué decir
me encontraron
como si hubieran estado esperando
toda la tarde.
Y yo,
me abrí al roce de tus dedos
como el agua al reflejo de la luna.
El calor no venía del sol,
sino de tu cuerpo
acercándose al mío,
despacio,
con esa urgencia dulce
que tiene el deseo
cuando también es ternura.
Nos dejamos caer sobre la tierra húmeda,
rodeados de sombras verdes,
de grillos,
de perfumes salvajes.
Tu boca bajaba lenta,
mi espalda arqueaba el cielo,
y el río —silencioso—
guardaba nuestro secreto.
Eras marea en mis piernas,
latido entre mis muslos,
tormenta contenida
rompiendo en caricias
la orilla de mi espera.
Nos amamos como si el mundo
fuera sólo eso:
vos adentro mío,
yo rodeándote
como una canción sin final.
Y después,
enredados bajo la luna,
quedamos en silencio,
respirando el uno al otro,
como dos ramas
que el río no se atreve a separar.


martes, 15 de abril de 2025


 Qué hondura tiene el silencio
cuando el cuerpo ya no arde
pero aún respira en suspiros
como quien no quiere irse del todo.
Tus dedos dejaron su idioma
en mi piel, como si quisieran escribirme
un poema que sólo se entiende 
con los ojos cerrados.
No hubo prisa.
Sólo tiempo dilatado en el vaivén exacto
donde el alma se asoma a ver si es cierto
que dos pueden tocarse tan hondo
y no romperse.
Tu aliento aún flota como una brisa tibia
que no se resigna a partir.
Y yo, con el pecho lleno de tu calma,
me dejo habitar por este amor
que sabe ser caricia después del fuego.

 Solos.
Ni el viento se atreve a interrumpirnos.
Hay un murmullo de agua
y tu piel luz de luna
brillando sobre las sábanas tibias.
La posada nos abraza,
como si supiera
que el mundo quedó allá lejos,
entre las cañas,
donde el río olvida los nombres.
Desnudos, sí,
pero no por el deseo solo,
sino por esa otra desnudez
que sucede cuando el alma
también se entrega.
Tu cuerpo y el mío,
mecidos como dos canoas
deslizándose lento
bajo el hechizo de las estrellas,
sin más mapa que el temblor
de un suspiro compartido.
Me mirás con los ojos del agua,
y entonces todo lo demás
deja de importar:
la ciudad, los relojes, las palabras.
Sólo quedan tus dedos en mi espalda
y la certeza de que el amor,
cuando es hondo,
sabe ser también abrigo.

sábado, 5 de abril de 2025

 Dos vasos de boca ancha, pesados de whisky
para ser más exacto, hielo y debajo del brazo
la botella, ya por la mitad, a unos metros
no muchos y a orillas del río el muelle
sobre el río Carapachay, hacia el este la luna sobre
la espesa arboleda y el reflejo sobre las aguas
qué justo ahora vienen bajando del Paraná.
Una medida no más, y así pasábamos
la noche de sábado, después de la cena
antes de dormir y sin apuro, a la luz
de un simple y tenue farol sentados en la vieja escalera
mientras muy juntos y mirando correr la luna,
una y otra noche,vos, me acompañabas suavemente
con tiernos acordes de guitarra, yo te escribía
una y otra vez poesías, al color se tus mejillas, al tono
azabache de tu cabello, a tu hermoso timbre de voz,
y al corazón que encierras y desplegando
ternura en  tu mirada, las horas pasaban.
Cuando ya la luna dejaba el río nos íbamos a dormir
abrazando la noche en besos y los cuerpos en alma
para juntos despertar el domingo entre medias lunas,
allá en el Tigre, donde el Carapachay se adueña
de los sueños y los convierte por algunas horas en realidad.

 Atado a la curva de tu cintura,
me estiro como río entre tus valles,
agrando mi ser, me vuelvo fuego lento,
para entrar en vos sin prisa, sin medida,
como un loco que ha dejado la razón
en la orilla donde empieza tu perfume.
Me hundo en tus silencios con los ojos cerrados,
beso el temblor que se enciende en tu vientre
y me dejo llevar, torrente y naufragio,
por las rutas que dibuja tu deseo.
En cada pliegue me reinvento,
en cada jadeo me descubro,
y estallo, sí, como un grito contenido,
como un relámpago que no avisa,
como la última gota de una tormenta larga
que se evapora en tu piel,
dejando en el aire el aroma del temblor.
Perturbo mi calma, y la tuya,
como quien encuentra en el otro
el punto exacto donde arder sin miedo.
Y ahí, en el pulso compartido,
donde ya no hay tiempo ni distancia,
me ato a tu sombra, a tu voz entrecortada,
al placer que no se nombra
pero que todo lo llena.
Sé, sin pensar, que encontré
el puerto donde desembarco,
el suelo firme que mis pies desearon
en todas las noches sin abrazo.
Y allí me quedo,
en tu abrazo profundo y sin medida,
seguro del terreno que pisaré,
y del cielo que me cubrirá cuando te nombro
sin hablar, desde adentro.


Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...