Era feriado,
pero lo verdadero era la noche.
Una noche extendida como un puente de madera,
que no cruzamos
porque ya estábamos del otro lado,
del lado del río, del amor
y de todo lo que no necesita explicación.
A pocos metros el Paraná dormía su corriente,
mientras el Carapachay cantaba bajito
como una canción que solo los enamorados entienden.
No teníamos más que lo necesario,
un termo que aún humeaba,
dos libros subrayados al azar,
una lista de música que se mezclaba con los grillos,
y tus piernas enredadas con las mías
en una coreografía de silencios aprendidos.
Leíamos poco, nos leíamos más.
Tus dedos pasaban páginas de mi cuerpo
como si supieras que ahí también se escribe
la poesía que no cabe en los libros.
Cada mate era una pausa,
una excusa para mirarte otra vez
y pensar, sin decirlo
que si el mundo se acababa en esa orilla,
iba a estar bien.
No había nadie más.
Solo el rumor del agua,
las brasas de algún recuerdo y vos.
Todo lo que importa cabía en esa cabaña sin nombre,
y en tus ojos, que cuando la luz bajaba,
seguían brillando como si fueran faros
para perderse sin miedo.
pero lo verdadero era la noche.
Una noche extendida como un puente de madera,
que no cruzamos
porque ya estábamos del otro lado,
del lado del río, del amor
y de todo lo que no necesita explicación.
A pocos metros el Paraná dormía su corriente,
mientras el Carapachay cantaba bajito
como una canción que solo los enamorados entienden.
No teníamos más que lo necesario,
un termo que aún humeaba,
dos libros subrayados al azar,
una lista de música que se mezclaba con los grillos,
y tus piernas enredadas con las mías
en una coreografía de silencios aprendidos.
Leíamos poco, nos leíamos más.
Tus dedos pasaban páginas de mi cuerpo
como si supieras que ahí también se escribe
la poesía que no cabe en los libros.
Cada mate era una pausa,
una excusa para mirarte otra vez
y pensar, sin decirlo
que si el mundo se acababa en esa orilla,
iba a estar bien.
No había nadie más.
Solo el rumor del agua,
las brasas de algún recuerdo y vos.
Todo lo que importa cabía en esa cabaña sin nombre,
y en tus ojos, que cuando la luz bajaba,
seguían brillando como si fueran faros
para perderse sin miedo.