lunes, 23 de junio de 2025

Era de tarde, y el sol se filtraba
por la vidriera, como una caricia antigua
sobre mármol y pana.
Las sillas Thonet susurraban historias
en sus patas gastadas,
y la boiserie, cómplice,
guardaba secretos de trajes y faldas.
Un café humeaba en su taza,
la cucharita temblaba en su danza,
y entre papeles, togas y palabras,
se colaban murmullos de óperas pasadas.
Arañas de luz, colgadas del cielo,
parecían sostener el tiempo detenido,
como si el telón del Colón, al frente,
se extendiera hasta cada rincón del recinto.
Allí la ciudad bajaba su voz,
y hasta los jueces dejaban el juicio,
para perderse en un gesto,
en un sorbo, en el rito sagrado del inicio.
A la noche, todo brillaba distinto,
la pana roja, el dorado, el suspiro.
Ella llegaba envuelta en perfume
y en eco de algún aria escondido.
Tomaba asiento sin prisa,
su cartera al respaldo,
sus ojos de escenario,
sus labios de aplauso pausado.
Y yo, como un actor sin libreto,
esperaba mi parte en silencio,
mientras la lámpara marcaba
el ritmo lento del recuerdo.
Hoy paso por Libertad y Lavalle,
y el aire, por un instante, me engaña,
huelo el café, escucho la risa,
veo su sombra en la ventana.
Porque hay lugares que nunca envejecen,
aunque no sean tan viejos en años,
se llenan de escenas, de voces, de pausas,
y de amores que siguen esperando.

 
Si cruzas la avenida de Mayo despacio,
con la tarde arrastrando nostalgias al paso,
hay un umbral que no cambia la cara,
aunque el mundo de afuera se vista de estragos.
Es el Tortoni, hermano, el de siempre,
el de mozos con traje y mirada de tiempo,
el que guarda en su mármol la tinta y el eco
de mil noches gastadas en vino y en cuentos.
Ahí adentro no rige la prisa,
ni el silbido filoso del dólar o el juez.
Ahí, la bohemia se sienta en tu mesa
y te pide otro negro con leche, otra vez.
Está el piano dormido en su esquina,
con el alma cansada de tanto llorar.
Y hay un duende enredado en la lámpara
que a veces, si escucha un verso, se echa a bailar.
Las paredes chorrean recuerdos
de un Borges jovato, de un Gardel cantor,
de Macedonio armando teorías
entre un vaso de agua y un poco de sol.
Y qué me decís de los tiempos del tango,
cuando un fuelle lloraba detrás del telón,
y en la trastienda se armaba la historia
de un amor perdido que no regresó.
Hay fantasmas que pagan la cuenta,
hay fantasmas que aún piden vino y papel.
Hay poetas que escriben dormidos
y al morir se despiden del mozo también.
Y sigue de pie, como un viejo testigo,
de repúblicas muertas y glorias de ayer,
de patriadas que alzaron las copas
y de tipos que hablaban de amor sin saber.
Hoy entrás y el perfume es el mismo,
café con tostadas, madera, humedad.
Y aunque el siglo haya cambiado su traje,
el Tortoni mantiene su propia verdad.
Porque un bar no es un bar si no tiene memoria,
si no suena a tertulia, si no canta un dolor,
si no tiene una historia en cada ceniza,
si no sangra un poema detrás del reloj.
Y el Tortoni, mi amigo, lo sabe,
lo aprendió entre tangos y noches de piel.
Por eso resiste, por eso aún se abre,
por eso aún respira con voz de Gardel.
Así que sentate, pedí lo de siempre,
mirá cómo cae la noche
y brindá por los que ya no vienen,
pero siguen tomando café.

En la esquina donde el tiempo
se recuesta a bostezar,
vive el alma de un boliche
que no quiere envejecer.
Sanabria lo vio nacer
con mirada de arrabal,
y en los muros, la ciudad
dejó historias para beber.
Metodio puso la barra,
Carolina el corazón,
y el perfume de las glicinas
le dio tango al callejón.
Un farol, como testigo,
tiembla en cada confesión,
mientras suena un bandoneón
que no está, pero está vivo.
Mesas largas de billar
donde el eco da lecciones,
y unos tacos con candado
guardan duelos y pasiones.
Hay murales de emociones,
retratos, viejas canciones,
y en la barra, las razones
que no explican los campeones.
Vino fino, picadita,
charla lenta y sin apuro,
el ayer pide una cita
y el presente, un trago oscuro.
Coppola pasó de apuro,
y Francescoli, seguro,
firmó al lado de un maduro
que lo aplaudió con orgullo.
Qué milagro de baldosa,
Qué reliquia de ciudad,
En García, la verdad
te la sirven sin excusa.
No hay mentira que se use
ni futuro que se apure,
porque allí todo perdura
aunque el mundo se rehúse.
Y aunque cambien las señales,
y se callen los botines,
el café, entre sus vitrales
de glicinas y jardines,
sigue siendo ese lugar
que no está en los anaqueles,
pero late en los burdeles,
en los tangos y en Devoto.

 En la entraña de Corrientes,
donde el humo huele a cuentos,
un gato negro, siempre atento
vigila siglos de inventos.
Victoriano, andaluz,
cruzó el mapa por amor,
con el alma en un baúl
y el aroma del sabor.
Desde Úbeda hasta el Plata
trajo el sol de las especias,
el recuerdo que no mata
y la historia que no cesa.
Montó un reino entre infusiones,
tés de Ceilán, clavo y canela,
y en sus noches orientales
una cena fue leyenda.
Gato negro en el menú,
con cascabel y figura,
como amuleto y tributo
de una cena con ternura.
Madrid le dejó su huella
en un café de otro tiempo,
y al poner nombre a su estrella
honró su viejo epicentro.
Roble, mármol y nobleza,
pisos que crujen historia,
de un linaje con firmeza
que aún respira memoria.
Un café no es solo un trago,
es ritual, charla, poema,
y este gato negro y mago
te lo sirve en cada mesa.
Hoy el nieto cuenta y cuida
lo que el abuelo sembró:
una esquina que es abrigo,
donde el alma se quedó.

 En San Telmo hay una esquina
donde el tiempo se detiene,
y el bandoneón ilumina
lo que la noche retiene.
Desde el 67 canta
una historia en compás lento,
donde el alma se levanta
cuando empieza el movimiento.
Bar Sur, templo de las nostalgias,
copas llenas de recuerdos,
miradas que en las distancias
se encuentran en los entreveros.
Hay un perfume en el aire
que no viene del licor,
es la pena hecha donaire,
es la gloria del dolor.
En sus mesas, los fantasmas
de Gardel y de Troilo,
murmuran viejas palabras
como en un pacto sin ruido.
Milongueros de otras eras
aún giran, leves, eternos,
en cada vuelta sincera
de un abrazo verdadero.
No es un bar, es un santuario,
es un pulso en la ciudad,
un rincón donde el calendario
pierde toda autoridad.
Y aunque el mundo dé mil vueltas
y otros ritmos lo seduzcan,
hay un Sur que nunca suelta
las raíces que lo embriagan.

Mirá, Bepi, esto no es un bar nomás,
es un templo de tiza y de humo,
donde el tiempo se sienta a charlar
y el silencio se parte en el aire.
Acá nací sin partera ni cura,
entre mesas de paño gastado,
con la yapa de alguna ternura
que algún viejo cantor me ha dejado.
En el noventa y cuatro, la historia
tiró un taco y largó la partida,
y la Avenida, aún moza en su gloria,
nos cedió esta esquina querida.
Treinta y seis eran las mesas sagradas,
y un subsuelo que hablaba en secreto,
donde el eco de bolas cruzadas
dibujaba el compás de un soneto.
Federico, pasó por acá sin hacer barullo,
pero el aire quedó castellano
y los versos flotando en los pocillos.
Los franceses, con toda su pinta,
levantaron el rancho elegante,
y en sus muros quedó la distinta
dignidad de un pasado vibrante.
No sabes lo que fue el despelote
cuando dijeron, Lo venden, muchachos.
Y el rumor de una pizza sin molde
nos dejó con la angustia en los tacos.
Pero el barrio, vos viste, no olvida.
Resurgimos del polvo, del drama.
y otra vez el billar en la vida
y otra vez la pasión en la llama.
Y aunque el mármol se raje en la esquina,
y algún foco no alumbre el salón,
cada tiza que gira en la mina
sigue hablando del viejo rincón.
Hoy se juega, se canta, se sueña.
Se es una milonga bajita en la mesa.
Y en el fondo, mi voz, que reseña
una historia que aún no cesa.
Así que entra, no te me achiques.
Pedite un cortado bien negro,
y entendé que hay lugares que, 
te devuelven al alma alegría.

domingo, 22 de junio de 2025

Nació pulpería entre calles de tierra,
antes que el tiempo vistiera de traje
a la ciudad que aún soñaba
con barcos, inmigrantes y coraje.
Vendió ultramarinos, curó la sed
de viajeros, poetas y buscavidas.
Fue guarida de prostíbulos y almacenes,
y testigo mudo de mil heridas.
Vio pasar la fiebre amarilla,
y un femicidio que heló el aliento.
En sus muros quedó el eco
de un grito roto por el viento.
El cine argentino le hizo altar,
la cámara supo lo que el alma ya sabía,
que en sus mesas vive la historia,
y en su madera, la melodía.
San Telmo le debe su sombra,
su rincón más porteño y sagrado.
Más de ciento cincuenta años
lo mantienen desafiante, parado.
Bajo el arco elevado de su barra,
los mosaicos susurran lo que fue.
La registradora antigua calla secretos
de un siglo que no se fue.
Chapas enlozadas, publicidades de ayer,
una colección de tiempo detenido.
Parece un café, pero es altar
de lo perdido y lo vivido.
Hoy es símbolo, emblema, refugio,
memoria con aroma a pocillo.
El Federal no es solo un bar
es Buenos Aires, en un zaguán sencillo
de una ciudad que fue creciendo sin memoria,
y yo trato de rescatarla en letras desordenadas.

Sobre la calle Suipacha vibra un eco de antaño,
de tazas humeantes, de tango y murmullo,
un rincón de la historia con techo de orgullo
y vitrales que guardan el tiempo en sus mesas.
La fundó un gallego con sueños de espuma,
Manuel, el de acento de mar y taberna,
que alzó entre los muros de un alma interna
un palacio de aromas, de luz y de bruma.
Belle Époque en dorados, espejos y encajes,
donde el arte respira en cada rincón,
y el mármol conversa con discreción
sobre amores furtivos y viejos linajes.
El ingeniero González trazó su estructura
con gesto elegante, y visión sin medida,
y así se fundó La Ideal en su vida,
donde el tiempo se viste de arquitectura.
Pasaron poetas, ministros y actores,
tertulias, milongas, política y vino,
con mozos atentos, y aquel pan divino
que endulzó las bocas de tantos doctores.
Hoy resiste el olvido, aún vibra su canto,
con alma de radio y perfume a novela,
la ciudad la acaricia, la cuida y consuela,
porque hay sitios que son más que un manto.
La Ideal no es un sitio, es un modo, un instante,
es un Buenos Aires que nunca se rinde,
que en medio del ruido, sueña y se deslinde
tomando un café en su mesa elegante.

 En los tiempos de sol sin apuro,
cuando el río era un libro abierto,
Vicente López tejía sus tardes
con siluetas de trajes y besos.
El Ancla brillaba en la orilla,
refugio de amores de paso
y domingos con gusto a boliche.
Sombrillas que el viento arrullaba,
termos que hablaban de casa,
risas mojadas, rodillas de arena,
y un cielo de nubes escasas.
Los viejos jugaban a la sombra
con naipes y voces cansadas,
mientras pibes corrían descalzos
tras un sueño de espuma y naranja.
Y ella, quizá sin saberlo,
miraba el río tan quieta,
con los ojos llenos de historia
y un pañuelo atado en la trenza.
Hoy queda la sombra del muelle,
el rumor del agua que insiste,
y en el viento que viene del norte
una voz que todavía lo dice.
El Ancla no era sólo un balneario,
era un modo de estar en el mundo,
con los pies en la tierra marrón
y el corazón, flotando profundo.

Hubo un tiempo en que el río
se vestía de verano,
y entre risas y reflejos
brillaba un mundo urbano.
Saint Tropez se llamaba,
y aunque no era francés,
tenía en sus orillas
un encanto que tal vez
ni el Sena, ni la Riviera
pudieron imaginar.
Un pueblo que en la ciudad
soñaba con el mar.
La Costanera Norte ardía
con canciones y champán,
cámaras, políticos,
y un viejo club social.
Allí bailaban las horas
bajo el sol o en la TV,
la espuma era de copas
y de olas de papel.
El cemento se volvía
arena de carnaval,
y el viento entre las palmeras
susurraba un carnaval.
Pero el tiempo no perdona
ni a los sueños del verano,
y en el ochenta y ocho
cambió el rumbo la mano.
Coconor, la concesión,
la promesa sin cumplir,
el glamour se fue apagando,
la pileta quiso huir.
Y en el ‘98 calló la música del ayer,
ya no hay playa, ni reflejos,
ni el perfume de placer.
Hoy el verde lo ha cubierto
con banderas de otras tierras,
el Parque de las Américas
descansa donde hubo guerras
de espuma y de bikinis,
de programas y champagne,
donde la risa flotaba
como un tango al caminar.
Los árboles ya no saben
lo que el río supo ser,
pero en el aire persiste
un suspiro de mujer.
Un recuerdo, una postal,
una imagen en sepia y sol:
Saint Tropez en Buenos Aires,
una playa, una canción.
Llegó sin aviso, sin tregua ni pausa,
el río creció como fiera sin jaula.
Mordió la ribera, rompió los juncales,
arrastró las islas, quebró los umbrales.
Un viento dolido soplaba en la noche,
las madres rezaban, los niños lloraban.
La radio temblaba con voces lejanas,
y el barro subía por cada ventana.
Las casas de madera, de amor y sudores,
se hundían calladas, sin quejas ni flores.
Los árboles viejos lloraban su historia,
ahogados los sueños, perdida la gloria.
La escuela flotaba, los botes de a poco
se volvían casas de un pueblo sin foco.
Un niño buscaba a su hermana en la espuma,
la madre en silencio miraba la bruma.
Los hombres del río, curtidos en lodo,
alzaban colchones, salvaban el modo.
Pero el agua entra donde el alma quiebra,
y aquel año negro dejó abierta la puerta.
Murieron gallinas, murieron rosales,
los muelles cedieron con crujidos graves.
Y en cada canoa un adiós sin destino,
con nombres perdidos que arrastra el camino.
Desde entonces vive en el Delta una sombra,
que canta en los sauces, que a veces te nombra.
La creciente trajo su ley, su castigo,
y el agua se fue… pero quedó el ruido,
de aquel 1959 que nunca olvidaré.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...