lunes, 21 de abril de 2025

Remamos desde que el cielo apenas se insinuaba,
cuando el sol era apenas una promesa
y el silencio del Delta dormía bajo la bruma.
Las ramas aún mojadas, el perfume de la tierra húmeda,
y tus ojos atentos, curiosos,
como si el río te hablara en voz baja.
Pasamos, juncales, muelles dormidos,
casas de madera que olían a historia
y sauces que se inclinaban sobre el agua
como queriendo escuchar nuestro paso lento.
Charlamos poco, bastaba el crujir del remo,
las miradas que decían más
que cualquier palabra.
Y así, después de horas de remar abrazando la corriente,
llegamos al Santa Rosa.
Ese arroyo escondido,
tan tibio, tan nuestro.
El sol se había acomodado en lo alto,
pero entre las sombras del monte
el tiempo parecía haberse detenido.
Apenas tocamos tierra,
nos sentamos entre los sauces,
y sin pensar, o pensándolo todo,
me acerqué y antes de cruzar el puente
te robé un beso
pero también una entrega.
Tus labios húmedos como la orilla,
tus manos tibias,
la respiración entrecortada
como si el río hubiese aprendido a suspirar.
Después, lo de siempre, el mate, la charla,
los pies en el agua, el cuerpo cerca.
Pero ese beso quedó,
como un ancla en el alma,
como un murmullo que el río aún repite
cuando paso por ahí, solo, remando
con el recuerdo latiendo.
Y aunque la ciudad nos devuelva a sus ruidos,
aunque la semana nos atrape otra vez,
hay un rincón del Delta
donde el tiempo se dobló
y nos guarda abrazados,
para siempre,
en aquel domingo
en que te robé un beso
en el puente del Santa Rosa.

sábado, 19 de abril de 2025

Fue idea de ella, después de tantos días de correr, de saltar entre reuniones, mandados, compromisos y teléfonos que no paraban de sonar, lo único que deseaba era estar con él. Sin hablar mucho. Sin hacer nada. Sólo estar.
Le mandó un mensaje _ Si conseguimos dos horas, ¿te venís conmigo a algún lado?”
Él no dudó. Contestó con una sola palabra: —Sí.
No hicieron grandes planes. No había tiempo.
Eligieron una pequeña cabaña de madera en la orilla del río, a la que se llegaba por un camino de tierra entre sauces. No era lejos, pero se sentía como otro mundo. El silencio era casi total, salvo por el canto de algún pájaro perdido y el rumor suave del agua corriendo.
Ella llegó primero.
Abrió las ventanas, dejó entrar el aire tibio de la tarde.
Se sentó en el borde de la cama, descalza, con la mirada puesta en los reflejos que el río dejaba bailar en el techo.
Cuando él llegó, no se dijeron gran cosa.
Se abrazaron, apenas se vieron, como si se hubieran estado esperando hace días. Y en realidad sí. Se estaban esperando desde hacía mucho.
El abrazo duró más de lo habitual. Ninguno tenía apuro.
Las palabras sobraban.
Él la besó en la sien, luego en la boca.
Y así, sin urgencia, fueron desnudándose del todo: de la ropa, del peso, de la velocidad de los días. Se acostaron juntos en la cama de sábanas limpias, envueltos en la luz tenue que entraba por las cortinas.
No buscaron nada grandioso. Sólo querían sentir el cuerpo del otro.
Ella apoyó la cabeza en su pecho y él le acariciaba la espalda, una y otra vez, como si pudiera borrar con los dedos todo lo que dolía.
Se besaron despacio. Se acariciaron con paciencia. Se encontraron con ternura y deseo.
Hicieron el amor sin decir una palabra.
Con los ojos bien abiertos.
Con la respiración mezclada.
Con esa intensidad suave de quienes no se buscan por fuego, sino por abrigo.
Después se quedaron así, abrazados.
Mirando el techo, oyendo el río.
Sintiendo que el mundo, por fin, se había callado.
Cuando llegó la hora de volver, ninguno dijo nada.
Se vistieron despacio.
Se prometieron repetirlo, aunque sabían que a veces no se puede.
Pero se fueron distintos, más livianos, más cerca.
Porque a veces, un rato a solas es más fuerte que cualquier promesa.

La lluvia golpeaba el techo como un tambor antiguo
y el arroyo Espera, crecido,
corría salvaje, oscuro,
desbordando su cauce
igual que nuestras ganas.
Se fue la luz.
Una vela que vibraba su llama en la mesa
dibujó tu silueta recostada,
la piel apenas cubierta por esa manta vieja
que no pudo esconder el deseo.
Nos miramos como si fuera la primera vez.
Como si la tormenta nos hubiera desnudado también por dentro.
Tus dedos jugaron con el fuego del vino,
y mi boca encontró el calor en tu cuello,
en ese hueco donde el alma se arropa.
Nos fuimos acercando sin palabras.
El murmullo del agua, el latido del río,
todo era música.
Te desnudé sin apuro,
como se despeja un paisaje al amanecer.
La manta cayó como un suspiro,
una rendición.
Tu cuerpo brillaba en la luz dorada
como si la vela hubiera nacido para adorarte.
Y el mío te buscaba como un náufrago al borde de su isla.
Nos hicimos el amor con la urgencia de los que no saben
cuándo será la última vez,
pero con la ternura de quienes ya no necesitan decirlo.
Fuimos ríos cruzándose, corrientes encontradas,
agua sobre agua, piel sobre piel.
Y mientras afuera el mundo se desbordaba,
adentro todo se detenía.
Solo nosotros.
Tu aliento en mi boca.
Mis manos en tu espalda.
Y la vela, agotada, ardiendo hasta el final.
Cuando amaneció, no sabíamos qué día era.
Ni importaba, el arroyo bajaba lento,
y vos dormías sobre mi pecho
como si el silencio hubiera sido siempre nuestro hogar.
El sol caía oblicuo
sobre tus hombros descubiertos,
y el arroyo Boraso brillaba
como si supiera que esa mañana
íbamos a confesarnos algo más que amor.
Cebabas el mate lento,
como si cada movimiento
fuera parte de un rito.
Te miraba los labios,
el modo en que los rozabas con la bombilla,
el suspiro corto que dejabas al tragar.
Y me hervía algo adentro,
más que el agua.
El calor de marzo se metía entre la ropa,
y también entre los gestos.
Tu pierna rozó la mía,
como al descuido, pero no lo fue.
Nos reímos bajito, nos callamos más.
Y ahí, entre una cebada y otra,
me miraste fijo, como si el río no existiera
y dijiste te deseo… desde hace días.
La yerba se enfrió.
Yo no, tomé tu mano,
la acerqué a mi pecho,
y respondí con la boca
rozando tu oído, _Yo también.
Tus labios buscaron los míos,
ansiosos, salados,
con sabor a río, a fruto, a ganas.
Nos besamos sin culpa,
con el sol como testigo
y el agua quieta como un espejo.
La orilla fue colchón,
la sombra, abrigo,
y vos, fuego.
El río empezó a subir esa misma tarde.
Dicen que fue por la crecida.
Yo sé que fue por nosotros.

viernes, 18 de abril de 2025

Sobre el muelle viejo,
donde la madera guarda
el eco de tantos veranos,
nos encontramos sin palabras,
con el sol en la espalda
y el deseo latiendo en los dedos.
El río San Antonio corría lento,
como si supiera lo que venía,
como si nos diera tiempo
para desnudarnos sin apuro,
con la delicadeza de quien
ha esperado toda una vida.
Tus ojos tenían ese brillo
que sólo da el calor
y el hambre por otro cuerpo.
Me llamaste sin voz,
apenas con un roce,
y yo acudí
como la marea al llamado de la luna.
Te desvestí ahí mismo,
sobre la madera tibia,
y tus pezones fueron mi primer altar.
Los besé uno a uno,
mientras tus piernas se abrían
como alas rendidas al cielo.
El río aplaudía con sus olas suaves,
y los juncos se mecían como si bailaran
nuestro ritmo lento,
nuestro juego salvaje.
Te tomé entre mis brazos
y nos unimos al borde del muelle,
tu espalda contra el mundo,
tus gemidos contra mi boca,
tus caderas marcando el compás
de una danza que no se olvida.
Eras toda agua,toda fuego,
toda río desbordando.
Y cuando tu cuerpo tembló,
cuando tu alma se quebró en un gemido bajo,
el San Antonio pareció detenerse,
sólo por un instante,
para darnos su bendición de verano.
Después, quedamos ahí, enredados,
con la piel pegajosa y el alma liviana,
mirando cómo el río seguía su camino
como si no hubiera pasado nada…
aunque entre nosotros,
había pasado todo.

 La luna flotaba baja,
como si quisiera mirar de cerca.
El calor no se iba,
ni con el viento que a veces soplaba
desde el Paraná,
ese que sabe guardar secretos.
Ella y yo, nada más.
Ni faroles, ni caminos,

ni testigos.
Sólo la noche, el Paraná,
y ese deseo antiguo
que empezaba a crecer
en el roce de una risa
y una mano que no se apartaba.
Descalzos en la arena,
nos metimos bajo un árbol,
donde las sombras jugaban a esconder
todo lo que estábamos por mostrar.
La besé despacio,
como se besa lo sagrado,
pero en el centro del cuerpo
ya ardíamos sin tregua.
Sus piernas se abrieron
con la suavidad de quien confía
y con la urgencia de quien busca.
Y yo, sin apuro,
recorrí con la lengua
cada rincón de su verano.
El sudor nos cubría como una segunda piel,
el calor del aire
era un abrazo más.
Y el ritmo que marcábamos juntos
era el mismo del agua
rompiendo mansa en la orilla.
Gimió mi nombre
como si la noche la hubiera poseído,
y se arqueó hacia el cielo
con los ojos cerrados
y la boca entreabierta,
como si el placer también se respirara.
Hicimos el amor una vez,
y otra,hasta que el cielo empezó a aclarar
muy de a poco,
y los primeros pájaros
nos trajeron el final del mundo
que habíamos creado.
La abracé fuerte, pegada a mí,
con su espalda mojada
y su olor a río, a sexo, a luna.
Y supe, sin decirlo, que en esa noche
habíamos vivido más
que en cien días de sol.

El silencio era denso,
como si el mundo entero respirara despacio
y solamente el murmullo del río
nos decía que aún estábamos vivos.
Las hojas secas crujían bajo nuestros pies,
pero no importaba el frío,
ni el viento que pasaba
susurrando cosas viejas
entre las ramas.
Estabas ahí,
con un poncho ligero sobre los hombros
y esa mirada tibia
que ya sabía lo que iba a pasar.
Nos metimos en la cabaña
como dos animales que huyen del invierno,
pero en realidad
íbamos directo al fuego.
Te acerqué al hogar,
el fuego apenas crepitaba,
pero vos ya ardías.
Tus pechos de miel
pedían caricias sin palabras,
y mis manos, obedientes,
hicieron camino
por el cuello, la espalda,
la curva suave de tu deseo.
Te sentaste sobre mí
con la calma de quien manda,
pero con los ojos
llenos de súplica.
Desnuda sobre mi pecho,
tus caderas marcaban un ritmo
antiguo y exacto,
y el crujir de la madera
se mezclaba con los jadeos
como si la casa también respirará con nosotros.
La madrugada caía honda,
el otoño se colaba entre las hendijas,
pero no había frío,
sólo cuerpos enlazados,
vapor en las ventanas,
y un gemido largo
que rompía el silencio
como una hoja cayendo al agua.
Después,
nos cubrimos con una manta
y nos dormimos así,
pegados,
con olor a piel y leña quemada,
mientras afuera
las hojas seguían cayendo,
y el río, eterno,
nos bendecía otra vez,
allá en el Carapachay.

 La tarde caía gris,
una bruma leve
acariciaba las ramas del sauce
como un secreto que se moja en silencio.
Y ahí,
en esa orilla desierta del Carapachay,
te encontré.
El frío buscaba meterse entre la ropa,
pero vos inquieta, serena
encendías con la mirada
lo que la llovizna no podía apagar.
Te acercaste,
y cada paso tuyo
era un latido más rápido en mi pecho.
El aire olía a río,
a madera mojada,
a deseo contenido.
Tus dedos, tibios,
buscaron los míos,
y fue como si el invierno retrocediera
un instante.
Nos refugiamos bajo un alero viejo,
pero no nos protegíamos de la lluvia
nos cobijamos del mundo.
Tus labios encontraron los míos
como si recordaran otros inviernos,
y en esa caricia húmeda,
despacio,
el deseo comenzó a desvestirnos.
Las gotas repicaban en el techo,
el viento soplaba entre los árboles,
y nosotros,
piel con piel,
jugábamos a perdernos
sin tiempo ni pudor.
Tu cuerpo se curvaba bajo mis manos
como un río que no quiere ser domado.
Tus muslos se abrían
al compás de una urgencia callada,
y en cada movimiento tuyo,
la llovizna parecía danzar.
Hice el amor
como quien escribe en la niebla,
dejando huellas que sólo el calor revela.
Y vos,
con la espalda arqueada
y la boca apenas abierta,
me dijiste todo
sin decir una palabra.
Después,
con la lluvia cayendo más suave,
nos quedamos abrazados,
mudos y plenos,
escuchando al río pasar,
como si bendijera lo que habíamos hecho
bajo su cielo gris.

 El sol caía lento,
como si supiera
que esa tarde no era de despedidas,
si no de reencuentros.
La piel del río brillaba
y nosotros,
a pocos metros del Paraná,
nos buscábamos otra vez
sin palabras,
como dos que ya se saben
de memoria y fuego.
Tus manos, qué decir
me encontraron
como si hubieran estado esperando
toda la tarde.
Y yo,
me abrí al roce de tus dedos
como el agua al reflejo de la luna.
El calor no venía del sol,
sino de tu cuerpo
acercándose al mío,
despacio,
con esa urgencia dulce
que tiene el deseo
cuando también es ternura.
Nos dejamos caer sobre la tierra húmeda,
rodeados de sombras verdes,
de grillos,
de perfumes salvajes.
Tu boca bajaba lenta,
mi espalda arqueaba el cielo,
y el río —silencioso—
guardaba nuestro secreto.
Eras marea en mis piernas,
latido entre mis muslos,
tormenta contenida
rompiendo en caricias
la orilla de mi espera.
Nos amamos como si el mundo
fuera sólo eso:
vos adentro mío,
yo rodeándote
como una canción sin final.
Y después,
enredados bajo la luna,
quedamos en silencio,
respirando el uno al otro,
como dos ramas
que el río no se atreve a separar.


martes, 15 de abril de 2025


 Qué hondura tiene el silencio
cuando el cuerpo ya no arde
pero aún respira en suspiros
como quien no quiere irse del todo.
Tus dedos dejaron su idioma
en mi piel, como si quisieran escribirme
un poema que sólo se entiende 
con los ojos cerrados.
No hubo prisa.
Sólo tiempo dilatado en el vaivén exacto
donde el alma se asoma a ver si es cierto
que dos pueden tocarse tan hondo
y no romperse.
Tu aliento aún flota como una brisa tibia
que no se resigna a partir.
Y yo, con el pecho lleno de tu calma,
me dejo habitar por este amor
que sabe ser caricia después del fuego.

 Solos.
Ni el viento se atreve a interrumpirnos.
Hay un murmullo de agua
y tu piel luz de luna
brillando sobre las sábanas tibias.
La posada nos abraza,
como si supiera
que el mundo quedó allá lejos,
entre las cañas,
donde el río olvida los nombres.
Desnudos, sí,
pero no por el deseo solo,
sino por esa otra desnudez
que sucede cuando el alma
también se entrega.
Tu cuerpo y el mío,
mecidos como dos canoas
deslizándose lento
bajo el hechizo de las estrellas,
sin más mapa que el temblor
de un suspiro compartido.
Me mirás con los ojos del agua,
y entonces todo lo demás
deja de importar:
la ciudad, los relojes, las palabras.
Sólo quedan tus dedos en mi espalda
y la certeza de que el amor,
cuando es hondo,
sabe ser también abrigo.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...