La esquina, el buzo y el largo umbral de la carnicería primero de don Roberto, luego con otro dueño, pero siempre ahí enfrente de la panadería de don Alejandro y doña Alcira, a metros de la librería de doña Amalia y don Elías, y muy cerca de las motos que don Pedro arreglaba y dejaba sobre la vereda cada noche, seguro de que nadie tocaría nada.
Enfrente de la librería estaba la peluquería de hombres del barrio, donde Miguel nos cortó el cabello durante años: a mí, a todos los muchachos que nos fuimos juntando en esa querida esquina, como antes lo había hecho con mi padre y mi tío.
Con los años llegó el quiosco de Daniel y su familia, y a no más de cincuenta metros, al lado de la escuela, estaba la fiambrería de Dora. Pero antiguamente, junto al quiosco y frente a la escuela, estuvo la primera fiambrería de doña Rosa, la abuela de Fiuli, quien paraba en la esquina con nosotros. Un hábil jugador de fútbol, ese que se practicaba en la misma esquina los sábados, los domingos, y por qué no, algún día de semana, entre figuritas, bolitas y rango.
El umbral de la carnicería los sábados se convertía en tribuna: los picados duraban horas, desde después de almorzar hasta el anochecer, salvo las veces que algún vecino llamaba a la policía y llegaba el patrullero, llenando el asiento trasero con cuatro o cinco directo a la seccional. Entonces corríamos o íbamos en bicicleta a llevarles los documentos para que los largaran. O pasaba que algún vecino agarraba la pelota que caía en su terraza o patio, y durante largos minutos se paraba el juego.
En esa esquina las discusiones de fútbol eran moneda corriente hasta altas horas de la noche, después de cada cena diaria, y hasta el amanecer de viernes y sábado. Luego venía el intercambio de experiencias con mujeres, la primera novia de muchos, las consultas sobre la primera relación sexual, y los consejos de los más grandes. Siempre observados a distancia por nuestros padres, que, como alguna vez lo hicieron ellos mismos, estaban tranquilos: sabían que sentados en el umbral intentábamos arreglar el mundo. Discutíamos y gritábamos, hasta que el grito de algún padre nos mandaba a dormir cuando éramos pequeños, y solo quedaban contemplando la única lamparita de neón que colgaba en el medio de la calle los mayores.
El olor a chocolate o café llegaba desde la fábrica de Nestlé y el sonido del tren, a menos de cien metros, nos acompañaba de tal manera que ya ni lo escuchábamos.
Porque en esa esquina parábamos nosotros, a cualquier hora, sin reloj, sin tiempo.
Pero hoy pasamos del buzón a la bicisendas, del umbral a una garita de seguridad, de la lamparita de neón que encendíamos nosotros mismos a unas luminarias de led computarizadas, pero ninguno está en la calle, vivimos todos encerrados.

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