lunes, 23 de junio de 2025

La magia del encanto
se esconde entre juncos y reflejos,
y el sonido del silencio
es más intenso que el viento
cuando tu voz lo quiebra,
suave y cierta,
como un canto nacido del río.
La soledad de la luna
nos mira callada desde arriba
mientras el vértigo del sol
nos roza la piel mojada
que aún guarda
el aroma de tus deseos.
Todo cambia
cuando entrás en el arroyo,
cuando el agua te dibuja
como si el Pacú mismo
quisiera retenerte.
Y ahí,
entre ramas que nos cobijan
y sombras que nos permiten ser,
nos mezclamos con la naturaleza,
piel con piel, saliva con saliva,
verso con gemido, fantasía con presente.
Tus labios traen esa música
que no se escucha en ningún lado,
solo acá, en la intimidad del río,
donde el tiempo se rinde
y la corriente entiende
que no hay amor más real
que el que fluye
sin pedir permiso.
En el arroyo Pacú
no vivimos, nos soñamos.
Y en cada roce, en cada suspiro,
se escribe una leyenda
que el agua guarda
para contársela al Delta
cuando ya no estemos.

A metros del San Antonio,
cuando la niebla tejía su velo
sobre el agua callada,
encontré la luz de tus ojos
iluminando el río
con una sonrisa sin igual.
No fue un encuentro fugaz,
fue una aparición
de esas que el Delta regala
solo a quienes saben esperar.
Larga fue la espera,
como los inviernos sin fuego,
pero de domingo a domingo
te fui descubriendo
como se descubren los secretos del Dorado:
despacio, con el corazón abierto
y el alma quieta.
Tus palabras eran ramas
que el viento mecía suave,
tus silencios, remansos donde podía descansar.
Y el arroyo Dorado, nuestro testigo,
nos vio construir no solo un amor,
sino un lugar este refugio que huele a río,
a madera húmeda, a promesas cumplidas.
Hoy, hace años ya
que compartimos esta orilla,
este muelle que conoce nuestros pasos
mejor que nadie,
esta casa que respira con nosotros,
y este Delta que más que paisaje
es latido y raíz. Porque aquí,
en nuestro lugar en el mundo,
el Dorado nos habla cada día
con su voz de agua lenta,
y en su reflejo
seguimos encontrándonos
como aquel primer día
cuando la niebla
no pudo esconder la luz
de tu mirada.
Sobre el Rompani
donde el silencio se oye claro
como una voz antigua, te escribo.
Estoy sentado en el muelle,
ese mismo donde alguna vez,
con los ojos llenos de cielo,
me juraste, amor eterno.
El río lo recuerda. Yo también.
Te fuiste con la corriente
aguas arriba, sin decir adiós,
como si el viento mismo
te llevará entre los sauces.
Desde entonces
no supe más de vos,
pero el río sabio y callado,
guarda la memoria de nuestros días,
las risas entre los juncos,
los abrazos con olor a agua dulce,
las promesas que flotaban
como camalotes en verano.
Y yo espero,
cómo espera el muelle cada marea,
como espera la luna
su reflejo perfecto en el agua.
Sé que un día una tarde de sol
volverás remando la vida,
despacio, sin apuro,
como vos sabes llegar.
Volverás con el río,
con el canto de los teros,
con la piel tibia de sol
y los ojos llenos de historia.
Entonces,
bajo la luna de siempre,
dormirás entre mis brazos
como si nunca te hubieras ido.

 Dicen que en sus aguas
descansan secretos antiguos,
que entre limo y raíz
duermen fósiles de un tiempo
donde el Delta era mar,
y las ballenas pasaban
dejando huellas de eternidad.
Yo los busqué como a vos
por tantos cauces del alma,
entre islas quietas
y atajos del corazón.
Y fue en Ballenas,
bajo una tarde azul y lenta,
que tus ojos
se abrieron como cielo claro
sobre el río.
Me miraste,
y el mundo giró despacio,
como giran las cosas verdaderas.
Aquella noche,
el muelle fue testigo,
nos abrazamos
como si el tiempo se cerrara en un círculo,
como si todas las mareas
nos trajeran hasta ahí.
La luna subió callada
sobre los sauces dormidos,
y el río suave como tu piel
susurraba lo que aún no sabíamos decir.
Desde entonces,
el arroyo lleva tu nombre en mi memoria.
Y cuando vuelvo,
sé que fue ahí solo ahí
donde empezó todo.

 En el arroyo Anguilas
la espera se hizo larga,
como si el tiempo flotara
sin rumbo, atado al vaivén del agua
que no quería bajar.
Los días se tejían
con lluvia, silencio
y el crujido de la madera mojada.
Los comestibles escaseaban,
pero el mate caliente y tu risa
alcanzaba para seguir.
La inundación fue más terca
que las otras, más honda,
como si el río no quisiera dejarnos ir.
Pero entre el barro y los sauces
seguíamos, día tras día,
en nuestro refugio de tablas y abrazos.
Hasta que una mañana
el sol se asomó despacio
como quien no quiere molestar,
y la corriente, como entendiendo el gesto,
empezó a ceder.
Nos miramos, sin palabras,
con ese lenguaje que solo tiene el amor
cuando sobrevive a la intemperie.
Nos abrazamos fuerte,
y bajo los pies descalzos,
el agua ya bajaba, y todo,
todo empezaba a florecer otra vez.

Fue en La Barquita,
cerca de la Isla Solís,
en esos días de verano
que parecían eternos.
Te vi deslizándote en el agua
como una sirena suelta,
con el sol haciéndote brillar la piel
y el río aplaudiendo con espuma.
Mis brazos remaban cansados,
siguiendo tu estela,
mientras vos,
tomada del borde de mi bote,
jugabas con la corriente,
hablábamos de nada y de todo
mientras el tiempo se iba
como junco a la deriva.
Tus ojos guardaban
el secreto del Delta,
esa mezcla de cielo, barro y misterio
que sólo se revela
a quien sabe mirar sin preguntar.
Quedamos en encontrarnos
en el cruce con el Paraná,
dijiste, en unos días,
como si la vida tuviera reloj de isla.
Pero nunca volviste,
o el río te llevó
por otros brazos, otras aguas.
Desde entonces,
cada vez que navego La Barquita,
mi mirada te busca.
Quizás un día el viento se apiade
y te traiga de regreso,
bella mujer del río,
para volver a hablar en silencio
y perder el tiempo
como sólo se pierde cuando es de verdad.

 
Donde el agua camina sin apuro,
vive el arroyo La Horca  de paso suave
y orillas que abrazan la vida.
Muy cerca de Paraná,
en ese rincón que pocos conocen,
levantamos nuestro mundo
hecho de libros leídos al atardecer,
de poesías susurradas con voz de río,
y de hojas verdes que aplauden
nuestro amor sin testigos.
Entre ceibales, sauces y laurel,
la vegetación fue cómplice callada
del deseo, del descanso 
enredado entre sábanas de isla,
del mate compartido
y la piel que se nombra
sin decir palabra.
Ahí vivimos hace años,
en el rincón que elegimos,
donde las estaciones pasan
pero el amor florece
como si la primera vez
fuera siempre hoy.
Y el agua de La Horca
sigue su curso lento, sabia, eterna
como nuestras manos
tomadas en el muelle,
esperando que anochezca
para volver a amarnos
bajo la luna del Delta.

Cerca del territorio
donde la luna nos desafía cada noche,
donde el silencio sabe al río
y el viento huele a promesas,
te dibujo en letras
sentado en el muelle
como cada tarde,
entre mate y mate,
jugando la vida.
El agua pasa,
pero nosotros quedamos,
como esas ramas que el arroyo abraza
y no suelta nunca.
Y ahí, en ese rincón escondido
del Correa Pineral,
donde el Delta nos guarda
como un secreto entre juncos,
tenemos nuestro refugio,
el mejor lugar del mundo.
Porque no hace falta más
que tu risa mojada,
mi mano en tu espalda,
y el tiempo quieto 
mirándonos vivir.

En el empalme del Urión con el San Antonio,
el sol de frente me dejaba nulo
la sonrisa quieta de tus labios tibios,
y tu cabello brillaba como nunca,
hecho de fuego y de reflejo.
Envuelta en un aura que no tenía nombre,
la belleza se volvió instante,
y la felicidad, sin saberlo,
se hizo poesía.
Vos, tan plena en el goce del sol,
en ese verano que fue el primero,
el inicio de lo que imaginamos eterno.
Esto va a ser largo, dijiste,
con la voz entre sueños,
una madrugada en que el río
parecía dormir con nosotros.
Despertó el día y el sol,
puntual como las mareas,
empezó a entrar por la ventana,
dibujando sombras en la madera,
y allí, desnuda,
entre las sábanas tibias de la cabaña,
tu cuerpo era un paisaje callado
de curvas serenas y promesas.
La luz acariciaba tu piel
como si también supiera que eras
un milagro fugaz.
Tus pechos dormidos,
la línea suave de tu vientre,
la forma lenta de tus piernas
dibujaban una geografía de deseo
que aún hoy mis manos recuerdan
con temblor y ternura.
Era arte tu desnudez.
No por su forma aunque era hermosa
sino por el silencio que dejaba,
ese asombro hondo
que no puede decirse con palabras.
Pero vos…
vos ya no estabas.
Nunca más volviste.
Nunca más supe de vos.
Ni un rumor del viento en el muelle,
ni una carta náufraga en mi buzón.
El verano quedó suspendido
como una fotografía sin fechar.
Y hoy tantos soles después
a distancia y a orillas del Urión,
te recuerdo.
Te nombra la bruma,
te inventa el agua que avanza despacio
como quien busca no despertar el dolor.
Sigo viendo tu silueta
bajo esa luz que ya no es de este mundo.
Sigo escuchando tu risa
entre los remos que nunca más remarás.
Y escribo,
porque el olvido no sabe conjugarse
cuando uno ha amado de verdad.
 Entre juncos y ceibales,
donde el Paraná se deshace en laberintos,
corre un río con nombre de palabra,
con nombre de libro,
con nombre de sueño. Sarmiento.
No fue caudillo ni pescador de islas,
pero trajo al Delta su fuego civil,
su ansia de saber,
su cruzada de escuela y semilla.
No vino a conquistarlo con armas,
sino con ramas, con barcos de ideas,
con mimbres que aún hoy doblan su espalda
al peso del viento y la historia.
Lo vieron llegar los sauces del Carapachay,
los camalotes se apartaron para dejarlo pasar,
y hasta el río Luján murmuró su nombre
cuando por fin decidió quedarse.
Entre canales, quiso un futuro tejido
como el mimbre que él mismo sembró.
Y en cada estaca clavada en la tierra mojada,
una promesa que el Delta sería algo más
que barro, mosquitos y olvido.
Domingo Faustino, el de mirada dura
y pluma filosa, acá se volvió hombre del agua,
Isleño sin remo, soñador de huertas 
que vencieran al pantano.
Fundó la colonia Delta,
llamó a europeos a poblarla,
trajo especies, frutas, árboles nuevos,
y en cada uno dejó una gota
de su fe por la razón y el progreso.
Hasta invocó a Víctor Hugo,
a Lamartine, a Jules Simón,
a pensar desde el barro
la libertad de los hombres.
Pero no fue solamente siembra.
Fue también soledad.
Una cabaña simple de madera
fue su morada final.
Allí, entre los zumbidos del verano,
encontró lo que no halló
en la política ni en la guerra,
la paz de mirar un río,
la dignidad de plantar un árbol
y esperar.
Por eso, no es casual
que un río lleve su nombre.
Porque no fue él quien lo conquistó,
fue el río quien lo adoptó.
Y aun hoy, cuando uno navega
entre sauces que lloran
y juncales que cantan,
se escucha su voz,
no la del prócer de mármol,
sino la del hombre cansado,
que halló entre las islas
su porción de eternidad.
Sarmiento de agua y de raíz,
sigues fluyendo.
Llevas en tu cauce la esperanza
de quien creyó que el Delta podía florecer.
Y en cada escuela isleña,
en cada cesto de mimbre,
en cada flor de ceibo,
late tu legado.
Y cuando el sol se hunde entre las islas
y el silencio lo cubre todo,
parece que el río te nombra bajito,
como un hijo
que no olvida a su padre.

 Dentudo arroyo de nuestros fines de semana,
a tu orilla el agua va y viene,
como nuestros días,
como los silencios compartidos 
entre mate y mirada.
Abrazados al sol del verano,
y a los leños del invierno,
fuimos descubriendo
que la paz vive en vos,
en cada reflejo quieto,
en cada remanso donde el alma 
se sienta a descansar.
Angosto arroyo de ensueños,
testigo fiel de lo simple y lo eterno,
de los besos que no olvida el viento,
de las risas que aún 
flotan en tu zanja tranquila.
Nos cambió la vida,
la entendimos distinta.
Y vos, arroyo querido,
quedaste ahí,
como un surco sagrado
en nuestra historia.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...