martes, 7 de enero de 2025

Por el sinuoso camino de la vida he andado, con pasos a veces firmes y otros temblorosos, recorriendo senderos que se bifurcaban en direcciones desconocidas. Algunos caminos eran claros y luminosos, llenos de promesas que parecían fáciles de cumplir, pero que, con el tiempo, demostraron ser espejismos en medio de una inmensa llanura. Otros, en cambio, eran oscuros, estrechos y plagados de obstáculos, como si el mismo destino quisiera ponerme a prueba. Cada sendero tenía su color, su aroma, su propio sol. Caminé por campos dorados, por selvas sombrías y por desiertos infinitos. Cada rumbo parecía tan único como los latidos del corazón que me empujaban hacia delante. Me detuve a menudo a contemplar las estrellas, buscando en su danza silenciosa alguna señal, alguna certeza de que iba en la dirección correcta. Pero las estrellas, como la vida, guardaban silencio, dejando que fuera yo quien descifrara el mapa. Conocí lugares hermosos, pero ninguno me llenaba del todo. En algunos sentí el calor de un hogar, pero pronto se disipaba como el rocío bajo el sol de la mañana. En otros hallé aprendizajes, lecciones que calaron hondo en mi alma, no obstante también dejaron cicatrices. Por momentos pensé que no existía un lugar para mí, que mi destino era simplemente andar, siempre andar. Hasta que un día, el menos pensado, sucedió. No hubo fuegos artificiales ni trompetas celestiales, solo una simple sensación de paz que se posó sobre mi corazón como el susurro de un viento suave. Era un espacio sencillo, y, sin embargo, tenía algo que ningún otro había ofrecido: la certeza de que no necesitaba buscar más. Allí estaba ella. No la buscaba; aun así, parecía como si todo el camino me hubiera guiado hacia su sonrisa. Bajo la sombra de un árbol anciano y con el murmullo de un río cercano, ella leía un libro mientras el viento jugaba con su cabello. Su risa flotaba en el aire como una melodía, y en ese instante supe que no era solo el lugar lo que hacía todo tan perfecto, sino su presencia. Con su mirada llena de historias y su voz como un refugio en medio de la tormenta. Era su fuerza y su dulzura, su sencillez y su profundidad, lo que me ancló allí para siempre. Fue como si el universo hubiese guardado ese rincón para nosotros, esperando el momento exacto para reunirnos. Ese lugar, que ahora se convertía en nuestro mundo, no era perfecto, pero ella lo hacía así. Más allá de los paisajes o de la calma que ofrecía, lo que lo hacía único era que allí estaba ella: construyendo un hogar, sembrando días nuevos, tejiendo sueños con cada segundo que compartíamos. Me quedé, no porque el camino hubiera terminado, sino porque por fin entendí que no se trata de recorrerlo todo, sino de hallar a quien te hace sentir en casa. Y ella, con su sonrisa y su risa flotando en el aire, era ese lugar que siempre había buscado sin saberlo.


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