Un bondi con aire acondicionado, una tarjeta SUBE y una ilusión en los bolsillos. Ella viaja hacia el centro de Buenos Aires, pérdida entre las páginas de un libro que nadie más lee, entre líneas que quizás solo ella entiende. Afuera, la ciudad despierta lentamente, como si cada día tuviera que recordar cómo ponerse en movimiento. Los autos serpentean en las avenidas, el asfalto empieza a emanar su calor, y las esquinas, con su propio ritmo, cobran vida.
Ella viaja, desconectándose del ruido, conectada a otra realidad que solo le pertenece: un universo hecho de palabras, pensamientos y anhelos. Lleva una vianda en la mochila, una flor que quizás recogió por casualidad, y un mensaje sin enviar en su celular. Suspira, contando los minutos hasta llegar al trabajo, donde la rutina la espera paciente, como siempre, pero no más que sus propios deseos de escapar.
Mientras tanto, Buenos Aires respira su enero caluroso y lento. La ciudad parece haber hecho una tregua consigo misma: el tráfico mengua, las calles se alargan en la quietud, y el metrobus se convierte en una pista infinita donde los colectivos avanzan como sombras fugaces. Las plazas reposan, el aire se siente más liviano, y las oficinas comienzan su jornada en un silencio que sabe a verano.
Las clases llegarán, antes o después del carnaval, pero esa discusión parece tan lejana, tan absurda como negociar febrero entre el ruido de la ciudad y la brisa de una playa. Por ahora, ella se deja mimar por el aire acondicionado del bondi. Sus labios dibujan una sonrisa fugaz, como quien guarda un secreto o quizás un recuerdo.
Al llegar, la espera se resuelve con un cigarrillo. Un instante de pausa antes de enfrentarse a las horas largas, al bullicio que poco a poco despierta en los edificios. Pero entre esa espera y su rutina, hay algo más: las palabras que se quedan en su mente, las poesías que alguien, en algún lugar, escribe para ella. Porque alguien la piensa, la imagina entre versos, la envuelve en letras que buscan acariciar su alma.
Y así, un día más, una ilusión más, y un día menos en la ciudad. Las tardes se alargan y las sombras del Obelisco comienzan a marcar el ritmo del ocaso. A las 20, el sol se esconde, y los bohemios, con su andar desganado y su aire nostálgico, toman las calles, saludan a los monumentos, como si fueran viejos amigos. El Molino duerme, las palomas sueñan bajo el calor, y el conjunto escultórico de la plaza parece sonreír, tal vez recordando tiempos mejores.
Mientras tanto. Espero que entre todo ese caos, entre el vaivén de colectivos y esquinas llenas de vidas cruzadas que ella encuentre, y descubra mis palabras, esas que le escribo para cuidarla, para mimarla desde lejos. Porque entre el ruido de Buenos Aires y su desidia tan porteña, también hay poesía. Y ella, aunque no lo sepa, es la musa que la inspira.
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