miércoles, 8 de enero de 2025

 Había un tiempo en que no necesitábamos un celular para organizar una cita. No había fotos trucadas, ni mensajes que se leían y se respondían al instante. Éramos nosotros, reales, sin más filtros que la luz del sol sobre nuestras caras. Caminábamos por las calles con una tranquilidad que ahora parece lejana. El mundo era menos inmediato, pero también menos ansioso.
Salir de noche era una aventura simple. Íbamos a bailar, no hasta el amanecer, sino hasta esa hora donde el cansancio comenzaba a susurrar. Entrábamos a los clubes o los salones, y la música hacía el resto. Las miradas cruzadas, un tímido "¿bailamos?" y el primer paso sobre la pista eran suficientes para romper el hielo. No había necesidad de alcohol en exceso, y las drogas, aunque existían, no eran protagonistas. Eran sombras que sabíamos dónde se ocultaban y que muchos preferíamos evitar.
Conocerse era todo un ritual. Si la conversación fluía y las risas eran sinceras, al final de la noche había un momento casi solemne: el intercambio de números. No eran largos códigos internacionales ni identificadores digitales. Eran apenas siete u ocho dígitos, anotados con cuidado en un papel o memorizados con el compromiso de no olvidarlos al llegar a casa. Cada llamada, desde el teléfono fijo del hogar, llevaba consigo un nerviosismo casi infantil, porque del otro lado no había una pantalla fría, sino una voz cálida.
Todo era distinto, quizás más lento, quizás más auténtico. Algunos dirán que era peor, otros que era mejor. Yo, con una sonrisa melancólica, prefiero recordar esos días con cariño. Había algo especial en la conexión humana sin mediadores tecnológicos.
Pero no todo ha cambiado para mal. Aunque el presente está saturado de pantallas, redes sociales y la inmediatez que a veces abruma, aún es posible encontrar a personas únicas. De vez en cuando, entre tanto ruido digital, aparece alguien que logra cruzar la barrera, alguien que no se pierde en la superficialidad del mundo moderno. Esas personas son un recordatorio de que la autenticidad no se ha perdido por completo.
Sin embargo, entre todos esos momentos de conexión real, hubo uno que lo cambió todo. Fue cuando la encontré a ella. En su mirada había algo que desarmaba cualquier artificio, algo que hacía que el mundo se sintiera tan sencillo y verdadero como aquellos días que tanto extraño. No hizo falta más que una conversación, un gesto, un instante para darme cuenta de que, por sobre todo a mi alrededor pareciera digital y efímero, ella era diferente.
Con ella me sentí más real que nunca. No fue una llamada ni un mensaje lo que construyó ese puente entre nosotros, sino algo mucho más humano, más antiguo y esencial. Y desde ese momento, supe que no importa cuánto cambie el mundo, siempre habrá algo en nosotros capaz de resistir la marea de lo artificial.
Ella fue, y sigue siendo, mi recuerdo más vivo de lo que significa ser real.

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