La luna llena, altiva y eterna,
asciende esta noche desde el río,
pero en su resplandor hay un dejo de envidia,
pues sabe que tus ojos iluminan más que ella.
Ese brillo, tan profundo como el cielo estrellado,
no solo acaricia la noche;
la domina, la transforma, la hace suya.
Tus ojos, faroles de un verde o un azul indescifrables,
como el agua que corre en el delta,
conducen miradas, despiertan sonrisas,
y esconden secretos que ni la luna puede alcanzar.
Con picardía dibujan días enteros,
y son el faro de los paseos a orillas del río,
donde el viento murmura historias de amor
y el agua refleja nuestras sombras, tan juntas.
La luna, esta noche, parece detenerse;
queda suspendida, embelesada por tu presencia.
Intenta igualar la fuerza de tu mirada,
pero se pierde en su propia distancia.
Mientras tanto, tú, aquí cerca,
con esa risa suave que embriaga
y esos ojos que movilizan todo a su paso,
conviertes al delta en un escenario eterno.
Cada ola que besa la orilla lleva tu nombre,
cada estrella que aparece lo hace por ti.
Y yo, perdido entre las luces de tus pupilas,
me encuentro y me pierdo a la vez.
El universo esta noche se rinde ante ti:
la luna, gigante y orgullosa, se inclina;
el río, eterno y paciente, te canta;
y yo, en esta poesía que nunca basta,
intento atrapar en palabras lo inalcanzable:
el color inigualable de tus ojos
y el amor infinito que despiertan en mí.
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