Hay nombres que se dicen con cuidado, como si al pronunciarlos el aire pudiera quebrarse. Así es María, un eco que despierta lágrimas cuando la pienso y que me devuelve pequeños momentos en los que el mundo parece detenerse.
A veces, solo hay tiempo para extrañarla; otras, para compartir la simpleza de una risa, un café, o un instante en el que su presencia lo llena todo. No necesito más, porque su sonrisa me desarma y su abrazo me construye de nuevo. Tiene la fuerza de la luna, esa que guía en la oscuridad, y el brillo de las estrellas que alumbran en silencio.
Cuando la noche se enfría y el viento sopla con intensidad, María es el sol que no se esconde. Me calienta con palabras suaves y me sostiene con su luz, incluso cuando intento esconder mi vulnerabilidad. Me muerdo los labios para no emocionarme, pero es inútil. Ella me lee como un libro abierto, descifrando cada página con una ternura que jamás conocí.
María tiene el don de saber cuándo hacerme reír y arrullarme con historias de vida a orillas de la luna. En esos momentos, entre la quietud de la noche y el resplandor del cielo, nos encontramos a conversar la vida.
Es simplemente única, no por las grandes gestas, sino por los detalles que la hacen eterna. Cuando el sol nos da permiso, salimos a explorar un mundo que solo existe entre nosotros, donde no hay relojes ni prisas. Allí, somos solo ella y yo, y el amor que en su sencillez se vuelve infinito.
Así es María, un puente entre la rutina y el ensueño, entre la realidad y aquello que nunca quiero dejar de sentir.
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