sábado, 28 de junio de 2025

Paraná querido, río inmenso que baja
cruzando provincias y llevando vida,
sos como una arteria enorme que late
en el pecho de nuestra tierra.
Te vi tantas veces desde alguna barranca,
cuando el sol se va pintando de naranja
y tu agua se vuelve un espejo infinito.
Ahí nomás uno se queda callado,
como escuchando un secreto viejo
que solo vos sabés.
Dicen que por tus aguas pasaron canoas
de guaraníes, mucho antes de que llegaran
los barcos de los españoles a clavar banderas.
Que en tus islas escondían sus dioses,
sus miedos, sus amores.
Después llegaron los criollos,
los gauchos, los granaderos.
San Martín te miró una tarde,
pensando tal vez que un río tan grande
solo podía nacer en un país libre.
Hoy te veo cargado de barcazas,
llevando soja, llevando historias,
haciendo rugir los puertos.
Y en las costas, parejas que se besan,
pibes pescando con la ilusión prendida
en la punta de la caña,
familias que tiran la lona
y se quedan mateando hasta que cae la luna.
Qué cosa mágica tenés, Paraná,
que uno se sienta un rato a mirarte
y ya se le acomodan los pensamientos.
Será tu paso lento, tu paciencia de siglos,
o ese modo tuyo de acariciar la costa
con olas suaves, como si no tuvieran apuro.
Cuando te enojas, eso sí, mostrás los dientes,
crecés y tapás ranchos, rompés caminos.
Pero después volvés a tu cauce,
como si nada, y dejás el lodo fresco
para que el verde brote de nuevo.
Sos testigo de promesas y desengaños,
de brindis con cerveza caliente
y asados que perfuman la ribera.
Cuántas serenatas habrá traído tu brisa,
cuántos tangos habrán llorado en tu orilla,
cuántas cartas de amor se habrán mojado
en tus bancos de arena.
Por todo eso, Paraná querido,
te dejo este verso sencillo,
sin tantas vueltas, sin palabras rebuscadas,
solo para decirte gracias
por estar ahí, corriendo tranquilo,
uniendo pueblos, llevando recuerdos,
y abrazando a todos los que alguna vez
te miraron con un poquito de ternura.

lunes, 23 de junio de 2025

Fue en el arroyo Santa Rosa,
a metros del muelle público,
donde por primera vez crucé tu mirada,
como quien choca sin querer
con el destino.
Una lancha amarrada,
el murmullo tibio del agua,
y el verde de la orilla espiando
lo que el corazón no quiso callar.
En menos de veinticuatro horas,
nunca más nos separamos.
Desde entonces,
fue el arroyo nuestro refugio,
nuestro idioma,
el espejo líquido donde nos descubríamos
día tras día, caricia, tras caricia,
palabra tras silencio.
Desayunos lentos
con olor a madera y a mate,
tardes de remo donde tu risa
despertaba a las garzas,
y noches infinitas,
donde la luna era testigo
de lo que nadie más vio.
Ahí, en Santa Rosa,
fuimos creciendo el uno en el otro,
como el camalote que se abraza al agua
sin pedirle permiso al cauce.
Vivimos en el Delta
con la intensidad de quien sabe
que la eternidad puede durar una vida,
o apenas un cruce de miradas.
Y si alguna vez la muerte nos separa,
que sepa que llegamos tan lejos
porque nos dimos todo
a la orilla de un arroyo manso,
que fue nuestro hogar,
nuestro nido,
nuestra patria de amor.
El Santa Rosa aún corre,
como nuestras historias.
Y en cada remanso queda
una escena nuestra,
una risa tuya, una promesa
que el agua sigue cumpliendo.

La magia del encanto
se esconde entre juncos y reflejos,
y el sonido del silencio
es más intenso que el viento
cuando tu voz lo quiebra,
suave y cierta,
como un canto nacido del río.
La soledad de la luna
nos mira callada desde arriba
mientras el vértigo del sol
nos roza la piel mojada
que aún guarda
el aroma de tus deseos.
Todo cambia
cuando entrás en el arroyo,
cuando el agua te dibuja
como si el Pacú mismo
quisiera retenerte.
Y ahí,
entre ramas que nos cobijan
y sombras que nos permiten ser,
nos mezclamos con la naturaleza,
piel con piel, saliva con saliva,
verso con gemido, fantasía con presente.
Tus labios traen esa música
que no se escucha en ningún lado,
solo acá, en la intimidad del río,
donde el tiempo se rinde
y la corriente entiende
que no hay amor más real
que el que fluye
sin pedir permiso.
En el arroyo Pacú
no vivimos, nos soñamos.
Y en cada roce, en cada suspiro,
se escribe una leyenda
que el agua guarda
para contársela al Delta
cuando ya no estemos.

A metros del San Antonio,
cuando la niebla tejía su velo
sobre el agua callada,
encontré la luz de tus ojos
iluminando el río
con una sonrisa sin igual.
No fue un encuentro fugaz,
fue una aparición
de esas que el Delta regala
solo a quienes saben esperar.
Larga fue la espera,
como los inviernos sin fuego,
pero de domingo a domingo
te fui descubriendo
como se descubren los secretos del Dorado:
despacio, con el corazón abierto
y el alma quieta.
Tus palabras eran ramas
que el viento mecía suave,
tus silencios, remansos donde podía descansar.
Y el arroyo Dorado, nuestro testigo,
nos vio construir no solo un amor,
sino un lugar este refugio que huele a río,
a madera húmeda, a promesas cumplidas.
Hoy, hace años ya
que compartimos esta orilla,
este muelle que conoce nuestros pasos
mejor que nadie,
esta casa que respira con nosotros,
y este Delta que más que paisaje
es latido y raíz. Porque aquí,
en nuestro lugar en el mundo,
el Dorado nos habla cada día
con su voz de agua lenta,
y en su reflejo
seguimos encontrándonos
como aquel primer día
cuando la niebla
no pudo esconder la luz
de tu mirada.
Sobre el Rompani
donde el silencio se oye claro
como una voz antigua, te escribo.
Estoy sentado en el muelle,
ese mismo donde alguna vez,
con los ojos llenos de cielo,
me juraste, amor eterno.
El río lo recuerda. Yo también.
Te fuiste con la corriente
aguas arriba, sin decir adiós,
como si el viento mismo
te llevará entre los sauces.
Desde entonces
no supe más de vos,
pero el río sabio y callado,
guarda la memoria de nuestros días,
las risas entre los juncos,
los abrazos con olor a agua dulce,
las promesas que flotaban
como camalotes en verano.
Y yo espero,
cómo espera el muelle cada marea,
como espera la luna
su reflejo perfecto en el agua.
Sé que un día una tarde de sol
volverás remando la vida,
despacio, sin apuro,
como vos sabes llegar.
Volverás con el río,
con el canto de los teros,
con la piel tibia de sol
y los ojos llenos de historia.
Entonces,
bajo la luna de siempre,
dormirás entre mis brazos
como si nunca te hubieras ido.

 Dicen que en sus aguas
descansan secretos antiguos,
que entre limo y raíz
duermen fósiles de un tiempo
donde el Delta era mar,
y las ballenas pasaban
dejando huellas de eternidad.
Yo los busqué como a vos
por tantos cauces del alma,
entre islas quietas
y atajos del corazón.
Y fue en Ballenas,
bajo una tarde azul y lenta,
que tus ojos
se abrieron como cielo claro
sobre el río.
Me miraste,
y el mundo giró despacio,
como giran las cosas verdaderas.
Aquella noche,
el muelle fue testigo,
nos abrazamos
como si el tiempo se cerrara en un círculo,
como si todas las mareas
nos trajeran hasta ahí.
La luna subió callada
sobre los sauces dormidos,
y el río suave como tu piel
susurraba lo que aún no sabíamos decir.
Desde entonces,
el arroyo lleva tu nombre en mi memoria.
Y cuando vuelvo,
sé que fue ahí solo ahí
donde empezó todo.

 En el arroyo Anguilas
la espera se hizo larga,
como si el tiempo flotara
sin rumbo, atado al vaivén del agua
que no quería bajar.
Los días se tejían
con lluvia, silencio
y el crujido de la madera mojada.
Los comestibles escaseaban,
pero el mate caliente y tu risa
alcanzaba para seguir.
La inundación fue más terca
que las otras, más honda,
como si el río no quisiera dejarnos ir.
Pero entre el barro y los sauces
seguíamos, día tras día,
en nuestro refugio de tablas y abrazos.
Hasta que una mañana
el sol se asomó despacio
como quien no quiere molestar,
y la corriente, como entendiendo el gesto,
empezó a ceder.
Nos miramos, sin palabras,
con ese lenguaje que solo tiene el amor
cuando sobrevive a la intemperie.
Nos abrazamos fuerte,
y bajo los pies descalzos,
el agua ya bajaba, y todo,
todo empezaba a florecer otra vez.

Fue en La Barquita,
cerca de la Isla Solís,
en esos días de verano
que parecían eternos.
Te vi deslizándote en el agua
como una sirena suelta,
con el sol haciéndote brillar la piel
y el río aplaudiendo con espuma.
Mis brazos remaban cansados,
siguiendo tu estela,
mientras vos,
tomada del borde de mi bote,
jugabas con la corriente,
hablábamos de nada y de todo
mientras el tiempo se iba
como junco a la deriva.
Tus ojos guardaban
el secreto del Delta,
esa mezcla de cielo, barro y misterio
que sólo se revela
a quien sabe mirar sin preguntar.
Quedamos en encontrarnos
en el cruce con el Paraná,
dijiste, en unos días,
como si la vida tuviera reloj de isla.
Pero nunca volviste,
o el río te llevó
por otros brazos, otras aguas.
Desde entonces,
cada vez que navego La Barquita,
mi mirada te busca.
Quizás un día el viento se apiade
y te traiga de regreso,
bella mujer del río,
para volver a hablar en silencio
y perder el tiempo
como sólo se pierde cuando es de verdad.

 
Donde el agua camina sin apuro,
vive el arroyo La Horca  de paso suave
y orillas que abrazan la vida.
Muy cerca de Paraná,
en ese rincón que pocos conocen,
levantamos nuestro mundo
hecho de libros leídos al atardecer,
de poesías susurradas con voz de río,
y de hojas verdes que aplauden
nuestro amor sin testigos.
Entre ceibales, sauces y laurel,
la vegetación fue cómplice callada
del deseo, del descanso 
enredado entre sábanas de isla,
del mate compartido
y la piel que se nombra
sin decir palabra.
Ahí vivimos hace años,
en el rincón que elegimos,
donde las estaciones pasan
pero el amor florece
como si la primera vez
fuera siempre hoy.
Y el agua de La Horca
sigue su curso lento, sabia, eterna
como nuestras manos
tomadas en el muelle,
esperando que anochezca
para volver a amarnos
bajo la luna del Delta.

Cerca del territorio
donde la luna nos desafía cada noche,
donde el silencio sabe al río
y el viento huele a promesas,
te dibujo en letras
sentado en el muelle
como cada tarde,
entre mate y mate,
jugando la vida.
El agua pasa,
pero nosotros quedamos,
como esas ramas que el arroyo abraza
y no suelta nunca.
Y ahí, en ese rincón escondido
del Correa Pineral,
donde el Delta nos guarda
como un secreto entre juncos,
tenemos nuestro refugio,
el mejor lugar del mundo.
Porque no hace falta más
que tu risa mojada,
mi mano en tu espalda,
y el tiempo quieto 
mirándonos vivir.

En el empalme del Urión con el San Antonio,
el sol de frente me dejaba nulo
la sonrisa quieta de tus labios tibios,
y tu cabello brillaba como nunca,
hecho de fuego y de reflejo.
Envuelta en un aura que no tenía nombre,
la belleza se volvió instante,
y la felicidad, sin saberlo,
se hizo poesía.
Vos, tan plena en el goce del sol,
en ese verano que fue el primero,
el inicio de lo que imaginamos eterno.
Esto va a ser largo, dijiste,
con la voz entre sueños,
una madrugada en que el río
parecía dormir con nosotros.
Despertó el día y el sol,
puntual como las mareas,
empezó a entrar por la ventana,
dibujando sombras en la madera,
y allí, desnuda,
entre las sábanas tibias de la cabaña,
tu cuerpo era un paisaje callado
de curvas serenas y promesas.
La luz acariciaba tu piel
como si también supiera que eras
un milagro fugaz.
Tus pechos dormidos,
la línea suave de tu vientre,
la forma lenta de tus piernas
dibujaban una geografía de deseo
que aún hoy mis manos recuerdan
con temblor y ternura.
Era arte tu desnudez.
No por su forma aunque era hermosa
sino por el silencio que dejaba,
ese asombro hondo
que no puede decirse con palabras.
Pero vos…
vos ya no estabas.
Nunca más volviste.
Nunca más supe de vos.
Ni un rumor del viento en el muelle,
ni una carta náufraga en mi buzón.
El verano quedó suspendido
como una fotografía sin fechar.
Y hoy tantos soles después
a distancia y a orillas del Urión,
te recuerdo.
Te nombra la bruma,
te inventa el agua que avanza despacio
como quien busca no despertar el dolor.
Sigo viendo tu silueta
bajo esa luz que ya no es de este mundo.
Sigo escuchando tu risa
entre los remos que nunca más remarás.
Y escribo,
porque el olvido no sabe conjugarse
cuando uno ha amado de verdad.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...