lunes, 23 de junio de 2025

Las mañanas en el Pay Carabí
tienen el gusto tibio
de aquellas tostadas inolvidables
de la infancia,
cuando todo empezaba y nada dolía.
Por las tardes,
tras la siesta callada,
el sol se espeja en el agua
con un sonido
hecho de belleza e incredulidad,
como si lo simple
fuese lo más sagrado.
Los mates se enfrían
entre palabras que no hacen falta,
y el cielo, en su sabiduría,
desnuda la noche de a poco,
bordándola con estrellas,
dejando que la luna
nos encuentre abrazados,
sin decirnos adiós.
Lugar único en el mundo,
el Pay Carabí canta con aguas que vienen
y van, al compás de nuestros días,
como un corazón que sabe amar
sin prisa, sin tiempo.

El arroyo Feliciaria serpentea callado
como quien conoce secretos
y no se apura.
Corteja juncos, esquiva sauces,
se estira, se encrespa,
se entrega.
En su viaje hacia el Paraná Miní,
lleva la dulzura del Delta en sus aguas,
la memoria de siglos
y la promesa de quedarse para siempre
en quienes lo navegan con el alma abierta.
Allí, entre sus márgenes generosas,
se alza la biblioteca Santa Genoveva,
refugio de palabras y de sueños,
junto al Jardín 904,
donde los niños aprenden
a nombrar el mundo con ojos de isla.
Y más allá, la capilla Santa Teresita
se acuna entre árboles y oraciones,
como una luciérnaga encendida
en medio del monte húmedo.
La gente del Feliciaria
tiene esa magia silenciosa
que sólo se encuentra en la solidaridad.
te abren la puerta,
te convidan el tiempo,
te enseñan a leer el río.
Navegar sus aguas
es un ritual sagrado que repetimos,
semana tras semana,
como quien vuelve a un amor sereno
que no cansa, que no miente.
Y aunque siempre regresamos a otro sitio,
la esperanza late en cada remo,
en cada cruce de mirada con algún isleño,
de que un día será definitivo.
echar raíces en el Delta,
fundirse con la isla, ser parte del cauce.
Porque cada río aquí
tiene su propia historia,
su ritmo, su gente,
y en la vecindad de estos arroyos
se aprende que la vida
también puede fluir tranquila
sin dejar de ser intensa.
Feliciaria querido,
serás nuestro hogar,
cuando el corazón y la barca
decidan quedarse.
Capitancito, tierno y pequeño,
arroyo acogedor que en silencio me envuelve,
con tus aguas calmas
que rozan mi piel como caricias
de alguien que ya me conoce.
Sentado en tu orilla
libreta en mano, mate al lado
la brisa me dicta versos
y vos, como un viejo amigo,
me abrazas sin apuro,
dejándome ser.
Aquí, entre tus juncos
y ese reflejo tembloroso que dibuja el sol,
encuentro la loca tranquilidad
de saberte, compañero
casi mío, como ella.
Ella, que a diario me besa entre palabras,
me alcanza un mate y una sonrisa,
y en ese gesto pequeño,
me declara su amor sin hablar.
Y yo escribo, mientras vos pasas,
serpenteando despacito,
cómo si también escucharas.
Capitancito querido,
vos la viste llegar, vos la viste quedarse.
Vos sabes lo que siento,
porque en tus aguas
la vida se me ordena,
y en tus silencios
ella florece.

A escasos metros del Paraná,
Los Nogales susurran con el viento
una calma que solo el Delta conoce,
esa que habla en el idioma del silencio,
con saludos lejanos de alguna lancha
y el canto pausado de las aves del lugar.
Todo se transforma en único
cuando estás vos,
con esos ojos que saben mirar profundo
y ese pelo corto, castaño,
que brilla al sol
mientras caminamos los bordes del río
como antes lo hacíamos
en las calles de Buenos Aires,
tratando de encontrarnos
sin buscarnos.
Hoy ya no hace falta huir del ruido,
porque acá entre ceibos, sauces y sombra de nogal
cada paso tuyo me alcanza.
Los Nogales son testigos
del amor que se fue haciendo casa,
del mate compartido en la galería,
de tu risa entre la bruma de la mañana,
y del sabor dulce de tus labios
que cada amanecer
le da nombre al día.
El agua nos rodea, sí,
pero es tu abrazo el que me ancla.
Y así, en Los Nogales,
todo es poesía, todo es música,
y todo, amor.

Cien hectáreas de amor sembró Ortúzar
al sur de Villanueva,
y entre sauces y ceibales
le levantó un nombre a su ternura,
La Ñata como le decía a ella,
su compañera, su dulce río.
Así nació este rincón del Tigre
donde el agua conversa con las veredas
y los vecinos saludan
como si el mundo entero
fuese una gran familia de río y tierra.
El Luján lo acaricia en las tardes
cuando el sol se acuesta en su reflejo,
y el perfume a frutas, barro y viento
viste de historia cada estación.
En sus calles vibra el arte.
alguna vez, bajo estas mismas estrellas,
Xul Solar soñó otros mundos,
quizá inspirado por el murmullo del delta
y la mística tranquila
que aún se respira entre paredes y pastizales.
Hoy, La Ñata es un poema abierto,
un barrio sin igual
donde el amor se parece a la brisa,
y cada encuentro tiene
la tibieza del primer mate compartido.
Y si alguna vez andas perdido,
basta seguir el canto de los pájaros
o el aroma del pan casero
para encontrarte con ella.
la que dio nombre a este lugar,
la que aún habita en sus rincones
como un susurro enamorado
que el agua no olvida.

Desliza el bote, callado,
por las venas verdes del Delta.
El Banco nos guarda su lengua secreta
entre juncos, ceibales y agua que reza.
Ella espera a la sombra de un sauce,
con un mate y los labios despiertos.
La canoa se arrima al murmullo
que en su cuerpo encuentre su puerto.
Nos saludan los pájaros lentos,
una garza vigila desde el barro.
El sol va cayendo en su hombro desnudo,
y el río se torna un abrazo.
El Banco susurra su curso
y en su cauce se enciende el deseo,
sus manos recorren la seda del aire,
mis dedos descubren el fuego.
No hay relojes, no hay orillas,
solo el vaivén del cuerpo y del río.
Ella ríe y se inclina en mi pecho,
la tarde se vuelve un suspiro.
Su falda, rendida al viento,
se mezcla con lirios y besos.
Un pez salta cerca, curioso,
como si el Paraná escuchara nuestro juego.
Pero allá, más allá de las lenguas de barro,
donde el Banco se entrega al gigante,
nuestro amor, silvestre y mojado,
se disuelve en el Paraná palpitante.
Y así, en la unión de aguas y piel,
entre sauces, latidos y cielo,
nos amamos sin nombre ni dueño,
como el Delta, sin tiempo, sin miedo.
Los fines de semana se estiran
como el sauce cansado del viento,
y la isla, con sus brazos vacíos,
se acurruca en la orilla del silencio.
El río se aquieta,
como si supiera que nadie lo espera,
que no hay remos ni risas,
ni abrazos flotando en las balsas.
Llora la isla su llanto de bruma,
y cada gota que cae de los álamos
es una palabra no dicha,
una caricia que no llegó.
En las tardes que se apagan tan pronto,
el mate se enfría entre suspiros,
y el fuego apenas logra
ahuyentar el temblor del alma.
El invierno no es cruel,
solo es honesto,
dice la verdad de lo que falta,
y deja al corazón
mirándose en el río.
Y sin embargo,
en este rincón del Delta,
donde todo parece callar,
una voz leve me susurra
que volverá la primavera,
que alguna lancha traerá
lo que hoy parece tan lejos.
Mientras tanto, la isla me abraza
como puede. . . .

Era de tarde, y el sol se filtraba
por la vidriera, como una caricia antigua
sobre mármol y pana.
Las sillas Thonet susurraban historias
en sus patas gastadas,
y la boiserie, cómplice,
guardaba secretos de trajes y faldas.
Un café humeaba en su taza,
la cucharita temblaba en su danza,
y entre papeles, togas y palabras,
se colaban murmullos de óperas pasadas.
Arañas de luz, colgadas del cielo,
parecían sostener el tiempo detenido,
como si el telón del Colón, al frente,
se extendiera hasta cada rincón del recinto.
Allí la ciudad bajaba su voz,
y hasta los jueces dejaban el juicio,
para perderse en un gesto,
en un sorbo, en el rito sagrado del inicio.
A la noche, todo brillaba distinto,
la pana roja, el dorado, el suspiro.
Ella llegaba envuelta en perfume
y en eco de algún aria escondido.
Tomaba asiento sin prisa,
su cartera al respaldo,
sus ojos de escenario,
sus labios de aplauso pausado.
Y yo, como un actor sin libreto,
esperaba mi parte en silencio,
mientras la lámpara marcaba
el ritmo lento del recuerdo.
Hoy paso por Libertad y Lavalle,
y el aire, por un instante, me engaña,
huelo el café, escucho la risa,
veo su sombra en la ventana.
Porque hay lugares que nunca envejecen,
aunque no sean tan viejos en años,
se llenan de escenas, de voces, de pausas,
y de amores que siguen esperando.

 
Si cruzas la avenida de Mayo despacio,
con la tarde arrastrando nostalgias al paso,
hay un umbral que no cambia la cara,
aunque el mundo de afuera se vista de estragos.
Es el Tortoni, hermano, el de siempre,
el de mozos con traje y mirada de tiempo,
el que guarda en su mármol la tinta y el eco
de mil noches gastadas en vino y en cuentos.
Ahí adentro no rige la prisa,
ni el silbido filoso del dólar o el juez.
Ahí, la bohemia se sienta en tu mesa
y te pide otro negro con leche, otra vez.
Está el piano dormido en su esquina,
con el alma cansada de tanto llorar.
Y hay un duende enredado en la lámpara
que a veces, si escucha un verso, se echa a bailar.
Las paredes chorrean recuerdos
de un Borges jovato, de un Gardel cantor,
de Macedonio armando teorías
entre un vaso de agua y un poco de sol.
Y qué me decís de los tiempos del tango,
cuando un fuelle lloraba detrás del telón,
y en la trastienda se armaba la historia
de un amor perdido que no regresó.
Hay fantasmas que pagan la cuenta,
hay fantasmas que aún piden vino y papel.
Hay poetas que escriben dormidos
y al morir se despiden del mozo también.
Y sigue de pie, como un viejo testigo,
de repúblicas muertas y glorias de ayer,
de patriadas que alzaron las copas
y de tipos que hablaban de amor sin saber.
Hoy entrás y el perfume es el mismo,
café con tostadas, madera, humedad.
Y aunque el siglo haya cambiado su traje,
el Tortoni mantiene su propia verdad.
Porque un bar no es un bar si no tiene memoria,
si no suena a tertulia, si no canta un dolor,
si no tiene una historia en cada ceniza,
si no sangra un poema detrás del reloj.
Y el Tortoni, mi amigo, lo sabe,
lo aprendió entre tangos y noches de piel.
Por eso resiste, por eso aún se abre,
por eso aún respira con voz de Gardel.
Así que sentate, pedí lo de siempre,
mirá cómo cae la noche
y brindá por los que ya no vienen,
pero siguen tomando café.

En la esquina donde el tiempo
se recuesta a bostezar,
vive el alma de un boliche
que no quiere envejecer.
Sanabria lo vio nacer
con mirada de arrabal,
y en los muros, la ciudad
dejó historias para beber.
Metodio puso la barra,
Carolina el corazón,
y el perfume de las glicinas
le dio tango al callejón.
Un farol, como testigo,
tiembla en cada confesión,
mientras suena un bandoneón
que no está, pero está vivo.
Mesas largas de billar
donde el eco da lecciones,
y unos tacos con candado
guardan duelos y pasiones.
Hay murales de emociones,
retratos, viejas canciones,
y en la barra, las razones
que no explican los campeones.
Vino fino, picadita,
charla lenta y sin apuro,
el ayer pide una cita
y el presente, un trago oscuro.
Coppola pasó de apuro,
y Francescoli, seguro,
firmó al lado de un maduro
que lo aplaudió con orgullo.
Qué milagro de baldosa,
Qué reliquia de ciudad,
En García, la verdad
te la sirven sin excusa.
No hay mentira que se use
ni futuro que se apure,
porque allí todo perdura
aunque el mundo se rehúse.
Y aunque cambien las señales,
y se callen los botines,
el café, entre sus vitrales
de glicinas y jardines,
sigue siendo ese lugar
que no está en los anaqueles,
pero late en los burdeles,
en los tangos y en Devoto.

 En la entraña de Corrientes,
donde el humo huele a cuentos,
un gato negro, siempre atento
vigila siglos de inventos.
Victoriano, andaluz,
cruzó el mapa por amor,
con el alma en un baúl
y el aroma del sabor.
Desde Úbeda hasta el Plata
trajo el sol de las especias,
el recuerdo que no mata
y la historia que no cesa.
Montó un reino entre infusiones,
tés de Ceilán, clavo y canela,
y en sus noches orientales
una cena fue leyenda.
Gato negro en el menú,
con cascabel y figura,
como amuleto y tributo
de una cena con ternura.
Madrid le dejó su huella
en un café de otro tiempo,
y al poner nombre a su estrella
honró su viejo epicentro.
Roble, mármol y nobleza,
pisos que crujen historia,
de un linaje con firmeza
que aún respira memoria.
Un café no es solo un trago,
es ritual, charla, poema,
y este gato negro y mago
te lo sirve en cada mesa.
Hoy el nieto cuenta y cuida
lo que el abuelo sembró:
una esquina que es abrigo,
donde el alma se quedó.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...