miércoles, 23 de abril de 2025

El primer rayo no llegó de golpe,
vino colándose despacio por entre las ramas,
pintando el agua de un dorado tímido.
El río, como nosotros, aún no se decidía a despertar del todo.
Y en esa bruma baja, como un velo que se resiste a caer,
te miré, no decías nada, pero sonreías
como si el sol supiera que primero tenía que tocar tu cara
antes de iluminar el resto del mundo.
El mate ya estaba frío.
La radio se había rendido al silencio.
Y yo… Yo tenía un nudo en la garganta
y un anillo invisible ardiendo en el bolsillo del alma.
Y si nos quedamos, te dije sin mirarte del todo.
Acá. En la isla.
Con un galpón hecho casa,
una huerta desprolija,
y un perro viejo que elija vivir con nosotros.
Te reíste, pero no con burla.
Con esa risa que se escapa cuando el corazón se sorprende
porque algo muy adentro ya lo había soñado.
Y de qué vamos a vivir, preguntaste, probándome.
De vos dije, y lo sentí cierto.
Y de los días así.
Del río, del pan hecho en horno de barro.
De escribirte poemas en las tablas de la galería.
El sol ya se asomaba entero
y el agua se volvió espejo.
Te acercaste, apoyaste la cabeza en mi hombro,
y dijiste, bajito_Acepto.
No dijiste más.
Pero en ese acepto estaba todo,
el sí, al río,
el sí, al silencio,
el sí, a una vida de barro en los pies
y besos lentos al costado del muelle.
Y en ese instante,
el Delta fue testigo de un amor que decidió quedarse
para siempre a la orilla del Carapachay.

 No sabés cuánto te esperaba.
Sí, a vos… que estás leyendo ahora.
A vos que abriste este libro 
como quien abre una ventana en la siesta,
dejando que entre la brisa sin preguntar de dónde viene.
No lo planeé. No tenía trama.
Sólo palabras que flotaban como camalotes,
pedacitos de isla sueltos en un río de tinta.
Y sin embargo, acá estamos,
vos leyendo,
yo… siendo leído.
Te imaginé muchas veces,
pero nunca acerté.
Porque sos más que una idea:
sos quien le da sentido a esta magia.
Porque yo escribí una lluvia,
y vos escuchaste la que te mojó en tu infancia.
Dibujé una orilla,
y vos recordaste ese muelle donde ella dijo adiós.
Puse un mate,
y vos lo cebaste en silencio,
como si estuviéramos juntos bajo el alero de madera,
viendo caer la noche.
Y así, sin vernos,
sin conocernos,
nos fuimos encontrando.
Yo puse palabras.
Vos, los latidos.
Y entonces entendí:
no soy autor de este libro.
Apenas fui el primero en llegar.
El verdadero creador sos vos,
que cada vez que pasás una página
le das vida a este mundo inesperado,
que ni yo sabía que existía.
Gracias por eso.
Por leerme como quien mira al río:
con calma, con respeto,
y con la esperanza secreta
de encontrarse en la corriente
un reflejo propio.

martes, 22 de abril de 2025

El sol bajaba lento sobre el Paraná de las Palmas, pintando el agua de naranja y cobre. Ella apoyó la cabeza sobre mi hombro, en silencio. La corriente nos llevaba sin apuro, como si el río mismo quisiera que estuviéramos juntos un poco más. Cada tanto, el viento jugaba con su pelo y me rozaba la mejilla. Era imposible no enamorarse así.
Sabías que este río está vivo, le dije, con la voz apenas más alta que un susurro.
Y cómo late —preguntó, sin moverse.
Late en cada ola, en cada crujido de las ramas, en los remolinos que se arman sin motivo. Como vos agregué, girando apenas la cabeza para mirarla. Que llegaste como una corriente inesperada y me cambiaste el cauce.
Ella sonrió. Pero no de esas sonrisas fugaces. Sonrió como si lo que le había dicho fuera el remanso donde quería quedarse a vivir.
Nos detuvimos a la vera de una isla, justo donde un sauce se inclinaba al agua como si también quisiera besarse con el río. Amarramos la lancha y nos sentamos en la orilla. Ella sacó de su bolso una botella de vino blanco, frío todavía, y un par de vasos plásticos que tintinearon al chocar.
Brindemos dijo.
¿Por qué?
Por nosotros. Por este lugar. Por lo que sea que está naciendo.
Bebimos. No hablamos mucho más. Caminamos por la orilla descalzos, entre juncos y raíces. La llevé de la mano por un sendero que apenas se abría entre los árboles. La humedad del aire, el canto de las aves al atardecer, el murmullo de las hojas… todo parecía cómplice.
Y ahí, entre troncos viejos y reflejos de luna creciente, nos besamos de nuevo. Pero esta vez fue distinto. Fue más lento, más profundo. Como si el Delta nos hubiera elegido para contarnos un secreto, para darnos su bendición.
Nos abrazamos largo rato. Sentí su respiración en mi cuello, sus dedos recorriéndome el alma. No había necesidad de decir nada. En ese instante, ella y yo éramos parte del paisaje. Éramos isla, agua, raíz. Éramos todo lo que el mundo dejaba de lado cuando se apaga el ruido.
La noche cayó. Subimos de nuevo a la lancha y navegamos despacio, guiados por la luna. Ella se quedó dormida con la cabeza en mi regazo. Yo la miré, sintiéndome el hombre más afortunado del mundo.
Ahí, donde el Canal Arias se encuentra con el Paraná de las Palmas, en el corazón del Delta, supe que el amor, el de verdad,  no se busca. Te encuentra, como ella, como ese beso, como esa noche eterna en que el río, por fin, nos abrazó.
La tarde caía despacio sobre el Delta, como una caricia tibia, mientras la proa cortaba el canal con esa elegancia que solamente tienen los días sin apuro. Ella iba sentada adelante, con el viento jugando en su pelo suelto, y los ojos encendidos por la luz dorada del sol.
¿Sabes que este canal no siempre estuvo acá? Le dije, mientras me acomodaba cerca del timón. Lo abrieron a mano, hace más de un siglo, para unir el río Luján con el Paraná de las Palmas.
Ella giró apenas, me miró con una sonrisa entre curiosa y divertida.
¿A mano? ¿Todo esto?
A pico y pala asentí. Lo trazaron a través de las islas, buscando una línea recta que rompiera el laberinto del Delta. Una obra de ingeniería increíble. Casi diez kilómetros. Tres metros de profundidad. Setenta y cinco de ancho.
¿Y por qué lo hicieron?
Para unir. Como tantas cosas que se hacen por necesidad… o por amor.
El silencio se quedó flotando unos segundos. El canal seguía su curso recto, con leves codos al principio y al final, como si quisiera despistar a los que se creen que todo camino es siempre recto. Ella se acercó y apoyó una mano sobre mi brazo.
Me gusta que me cuentes estas cosas. Hacen que el lugar respire distinto.
Fue bautizado en honor a José Inocencio Arias, gobernador de Buenos Aires a principios del siglo XX. Pero el canal… el canal es de todos. Lo cruzan los isleños, los pescadores, los enamorados...
Como nosotros. La miré. El sol, ya en retirada, le marcaba los pómulos con fuego leve. Y entonces sí, me animé. Bajé la velocidad del motor, dejé que la lancha se deslizara apenas, como un susurro, y la tomé de la cintura. Nos besamos ahí, en el centro de esa línea de agua cavada con esfuerzo y visión, rodeados de verdes espesos y un cielo que parecía hecho para nosotros.
En ese momento entendí que hay canales que no solamente conectan ríos. Algunos, como el Arias, también enlazan historias. Porque desde ese paseo con ella, cada vez que navego esas aguas, siento que algo me une a esa tarde. A su risa, a su voz, al modo en que el Delta, de pronto, pareció dibujar un puente entre dos almas.

lunes, 21 de abril de 2025

 El paseo Victorica guarda una historia que pocos cuentan mientras caminan a la orilla del río. Las luces tenues, las mesas repletas de risas, los aromas que escapan de las parrillas, todo invita a pensar que siempre fue así: calmo, encantador, lleno de vida. Pero bajo esas baldosas late la memoria de un país que se expandía a sangre y fuego, y que en algún rincón del tiempo decidió homenajear a uno de sus generales dándole nombre a esta calle.
A ella le conté eso mientras caminábamos tomados de la mano, descalzos casi, entre los bancos y los sauces, en una de esas noches tibias de enero en que el río parece quedarse despierto. Escuchaba en silencio, con esa forma suya de mirar el mundo como si pudiera desarmarlo con los ojos.
Y vos venís seguido por acá? me preguntó cuando nos detuvimos a ver un bote pasar, lento, deslizándose como un suspiro sobre el agua.
Antes sí. Ahora más, desde que venís conmigo.
Sonrió, y en ese gesto se encendió todo lo que la historia no cuenta: lo que se vive, lo que se toca, lo que se guarda.
Nos sentamos en un murito, frente al club de remo, mientras los faroles pintaban su cara de luz dorada. Me contó que de chica venía con sus padres a comer helado, que siempre se quedaban hasta tarde, escuchando el agua y los grillos. Yo le hablé de los veranos con amigos, de algún beso fugaz, de las carreras en bici bajo el mismo cielo.
Pero esa noche fue distinta. No por lo que dijimos, sino por lo que callamos. Por la forma en que el río nos envolvía, por el calor que se filtraba entre nuestros dedos, por el perfume de su piel mezclado con el de la madreselva.
En un momento, sin buscarlo, me apoyé sobre su hombro. Ella giró apenas el rostro. No hizo falta más que eso.
El beso fue suave, como el aire del Luján cuando no sopla. Y después vino el abrazo, la risa floja, el prometer volver, como si necesitáramos excusas para seguir encontrándonos.
Dicen que el amor es memoria. Y quizás tengan razón. Porque cada vez que paso por el Paseo Victorica y escucho el río, me acuerdo de ella. De su voz, de su risa, de sus labios en verano. pero es un gusto saber que sentada a mi lado disfruta del paisaje como yo.
 El arroyo Tres Bocas
lleva en su cauce
el ritmo de tu respiración,
cuando la tarde se estira
y el calor nos envuelve lento,
como tus brazos
cuando me encontrás.
La vegetación se cierra,
nos esconde, como si supiera
que entre sombra y reflejo
vamos desnudando palabras
y también la piel.
Tus labios rojos, vivos
dibujan deseos
en cada sorbo de vino,
y yo, callado,
los miro bailar entre frases
que ya no disimulan nada.
Tu risa, suave,
me toca más que el viento.
Tus dedos,
que rozan al hablar,
queman más que el sol filtrado.
Y yo,
que vine a buscarte en la orilla,
me hundo sin miedo
en el remanso de tus besos,
donde el agua calla
para escuchar el lenguaje
de nuestros cuerpos.
En Tres Bocas,
entre sauces y secretos,
me hiciste tuyo
sin promesas,
pero con toda el alma y la piel.
La noche llegó
mojada de promesas,
y la lluvia fina al principio
empezó a caer
como si el cielo quisiera
bendecir el deseo.
Las chapas del techo
cantaban su ritmo,
mientras la vela temblaba,
entre tus manos y las mías.
La luz era apenas un suspiro,
suficiente para ver
cómo tu piel brillaba
con cada gota que te buscaba
desde el pelo hasta el ombligo.
Nos reímos bajito,
desnudos de palabras,
cubiertos solo por el vapor
que subía de nuestros cuerpos.
Tus besos sabían a agua dulce,
a fruta madura y urgente.
Tus piernas,
envolviéndome como lianas,
me llevaron lejos
de todo lo que dolía.
Afuera, el arroyo crecía.
Adentro, también.
Tus gemidos se mezclaban
con el retumbar del cielo,
y entre cada relámpago
descubrí nuevas formas
de decirte "te deseo"
sin pronunciarlo.
La noche no duró lo suficiente.
Pero quedó escrita en mi cuerpo,
como la lluvia en la tierra,
como tus uñas en mi espalda,
como vos, en mí.

En el Delta,
cuando el sol se inclinaba lento
sobre los juncos quietos,
nos abrazamos.
La tarde era una manta tibia
que se posaba en nuestras espaldas,
y vos, con la cabeza en mi pecho,
dibujabas con tus dedos
un mapa que no quería final.
Las lanchas pasaban lejos,
sin sonido. La ciudad,
allá en el fondo del tiempo,
no existía todavía.
Los relojes se rindieron.
La lluvia no vino.
El otoño nos regaló
un respiro dorado
para quedarnos quietos,
mirándonos,
sin pedir nada más.
Todo era simple,
como el agua clara,
como tus manos en las mías,
como ese no digas nada
que nos decía todo.
No queríamos partir.
Pero sabíamos
que lo que se detiene tanto
deja huella.
Nos fuimos con las mochilas llenas
de caricias lentas,
de hojas secas guardadas,
de un silencio que hablaba
de todo lo que el amor,
cuando es verdadero,
no necesita explicar.
Ya en la ciudad
los sonidos duelen un poco más.
Las bocinas no saben de caricias,
y los semáforos jamás vieron
un atardecer como el de ayer,
cuando tus ojos
eran todo lo que miraba.
Las paredes no huelen a madera mojada,
ni hay muelle,
ni sombra de sauces
que cobije este deseo
de volver a tu abrazo
sin tiempo.
Todo es más rápido,
más ruidoso, más ajeno.
Pero vos seguís ahí,
dentro mío,
como un murmullo de agua
que no cesa.
A veces cierro los ojos en el subte
y siento tu respiración
acompasada a la mía.
Me acuerdo de tus dedos,
de la curva de tu cuello
cuando la brisa jugaba
a despeinarte el alma.
El Delta no se fue.
Lo traje conmigo.
En cada paso,
en cada calle de esta ciudad sin río,
llevo escondida
una tarde infinita,
el calor de tu cuerpo,
y ese instante perfecto
donde el mundo se detuvo
para que nosotros existiéramos

Habían pasado semanas sin poder encontrarse. Entre el ruido de la ciudad, las obligaciones y los silencios que a veces se instalan entre los cuerpos sin razón, ambos sabían que necesitaban escapar, aunque fuera por un día, a ese rincón del Delta que ya les pertenecía: el arroyo El Pajarito.
Llegaron una tarde tibia, cuando el sol ya no quemaba, pero seguía acariciando. El río los recibió con su murmullo de siempre, con las ramas inclinadas sobre el agua como testigos que no juzgan. Atracaron en un pequeño muelle de madera. Ella bajó primero, con los pies descalzos sobre la madera húmeda. Él la siguió con una sonrisa contenida, esa que siempre usaba cuando sabía que el momento que venía sería inolvidable.
La cabaña los esperaba con la galería abierta, perfumada por el aroma al río, a vegetación mojada y a promesas viejas. El sonido del viento entre los sauces y el canto de algún zorzal marcaban el ritmo lento de la tarde. No había prisa. No había ciudad.
Sentados frente al agua, compartieron unos mates, sin hablar demasiado. A veces, el amor tiene ese lenguaje secreto que no necesita palabras. Las miradas se detuvieron más de lo normal. Las manos se encontraron solas. Y fue entonces cuando los abrazos comenzaron a decir lo que las bocas todavía no se animaban.
Cuando la tarde se fue escondiendo detrás de los árboles, entraron al cuarto. Afuera, el río seguía su curso, ajeno y cómplice. Adentro, el silencio se llenó de suspiros. Se desnudaron sin apuro, como si desvestirse fuera también una forma de volver a conocerse. La piel buscó refugio en la piel. Las bocas se encontraron una y otra vez, como si el tiempo no alcanzara.
Hicieron el amor entre risas, caricias y ese calor húmedo que solo el Delta sabe dar. Con la lluvia que empezó a caer despacito sobre el techo de chapa, se quedaron abrazados, como si el mundo afuera hubiera dejado de existir. Él le acarició el pelo. Ella apoyó su cara en su pecho.
¿Te acordás la primera vez que vinimos acá? susurró ella.
Sí respondió él, besándola en la frente. Pero esta vez fue mejor.
El Pajarito, en silencio, los arrulló hasta el amanecer.



 Nadie pasaba por el arroyo Gallo Fiambre ese martes gris. La bruma lo abrazaba todo como una manta tibia, y solo se escuchaban los remos,cortando el agua cada tanto, suaves, sin apuro.Sofía y Julián se habían escapado por unas horas. 
La ciudad los tenía agotados, y ese lugar perdido del Delta, con nombre raro y misterio viejo, les pareció perfecto para desaparecer.
¿Sabés por qué se llama así?, preguntó ella, mientras ataba la canoa al muellecito de madera.
Algo escuché… ¿no era por unas monjas que hervían gallos viejos?
Sí dijo ella sonriendo. Los cocinaban hasta ablandarlos, y después los fileteaban como fiambre.
Julián la miró con ternura. Había algo en ella en ese modo de contar, de mirar, de dejar que el silencio hable que lo atrapaba más que cualquier historia.
Se acomodaron en una vieja casita isleña, prestada por un amigo. El lugar era sencillo pero acogedor. A través de los postigos, se filtraba la luz pálida de la tarde, y el murmullo de los árboles era como una canción antigua.
No necesitaban mucho. Se sentaron en la galería con un termo, compartiendo mates y miradas. El tiempo parecía estirarse entre risas y anécdotas. No hablaban del trabajo, ni del ruido, ni de los relojes. Solo estaban ahí, con el río lento frente a ellos, y el corazón latiendo más despacio.
En un momento, Julián la abrazó desde atrás. Sofía se recostó sobre él. Sus dedos jugaron con los mechones de su cabello húmedo. No había apuro. Ni planes. Solo esa calma que rara vez llega en la vida, y que uno aprende a valorar cuando ya casi no existe.
El primer beso fue tibio y dulce, como si viniera desde mucho antes. No buscaron intensidad, sino abrigo. Se fundieron en una ternura lenta, callada, como el mismo arroyo que los rodeaba.
Esa tarde en el Gallo Fiambre no cambió el mundo. Pero para ellos, significó algo inmenso. Era apenas un paréntesis, un momento robado entre dos rutinas, pero bastó para recordar por qué se seguían eligiendo, aún con el tiempo encima.
Cuando el cielo empezó a oscurecer, Sofía se volvió hacia él.
Me gusta cuando todo se detiene.
Julián asintió.
Yo también. Y ojalá este lugar nos espere siempre, cuando haga falta parar.
Y así, en un rincón escondido del Delta, con el nombre más curioso y el silencio más necesario, dos almas se reencontraron sin decirlo, y se juraron sin promesas seguir buscando momentos así: breves, verdaderos, inolvidables.

Remamos desde que el cielo apenas se insinuaba,
cuando el sol era apenas una promesa
y el silencio del Delta dormía bajo la bruma.
Las ramas aún mojadas, el perfume de la tierra húmeda,
y tus ojos atentos, curiosos,
como si el río te hablara en voz baja.
Pasamos, juncales, muelles dormidos,
casas de madera que olían a historia
y sauces que se inclinaban sobre el agua
como queriendo escuchar nuestro paso lento.
Charlamos poco, bastaba el crujir del remo,
las miradas que decían más
que cualquier palabra.
Y así, después de horas de remar abrazando la corriente,
llegamos al Santa Rosa.
Ese arroyo escondido,
tan tibio, tan nuestro.
El sol se había acomodado en lo alto,
pero entre las sombras del monte
el tiempo parecía haberse detenido.
Apenas tocamos tierra,
nos sentamos entre los sauces,
y sin pensar, o pensándolo todo,
me acerqué y antes de cruzar el puente
te robé un beso
pero también una entrega.
Tus labios húmedos como la orilla,
tus manos tibias,
la respiración entrecortada
como si el río hubiese aprendido a suspirar.
Después, lo de siempre, el mate, la charla,
los pies en el agua, el cuerpo cerca.
Pero ese beso quedó,
como un ancla en el alma,
como un murmullo que el río aún repite
cuando paso por ahí, solo, remando
con el recuerdo latiendo.
Y aunque la ciudad nos devuelva a sus ruidos,
aunque la semana nos atrape otra vez,
hay un rincón del Delta
donde el tiempo se dobló
y nos guarda abrazados,
para siempre,
en aquel domingo
en que te robé un beso
en el puente del Santa Rosa.

sábado, 19 de abril de 2025

Fue idea de ella, después de tantos días de correr, de saltar entre reuniones, mandados, compromisos y teléfonos que no paraban de sonar, lo único que deseaba era estar con él. Sin hablar mucho. Sin hacer nada. Sólo estar.
Le mandó un mensaje _ Si conseguimos dos horas, ¿te venís conmigo a algún lado?”
Él no dudó. Contestó con una sola palabra: —Sí.
No hicieron grandes planes. No había tiempo.
Eligieron una pequeña cabaña de madera en la orilla del río, a la que se llegaba por un camino de tierra entre sauces. No era lejos, pero se sentía como otro mundo. El silencio era casi total, salvo por el canto de algún pájaro perdido y el rumor suave del agua corriendo.
Ella llegó primero.
Abrió las ventanas, dejó entrar el aire tibio de la tarde.
Se sentó en el borde de la cama, descalza, con la mirada puesta en los reflejos que el río dejaba bailar en el techo.
Cuando él llegó, no se dijeron gran cosa.
Se abrazaron, apenas se vieron, como si se hubieran estado esperando hace días. Y en realidad sí. Se estaban esperando desde hacía mucho.
El abrazo duró más de lo habitual. Ninguno tenía apuro.
Las palabras sobraban.
Él la besó en la sien, luego en la boca.
Y así, sin urgencia, fueron desnudándose del todo: de la ropa, del peso, de la velocidad de los días. Se acostaron juntos en la cama de sábanas limpias, envueltos en la luz tenue que entraba por las cortinas.
No buscaron nada grandioso. Sólo querían sentir el cuerpo del otro.
Ella apoyó la cabeza en su pecho y él le acariciaba la espalda, una y otra vez, como si pudiera borrar con los dedos todo lo que dolía.
Se besaron despacio. Se acariciaron con paciencia. Se encontraron con ternura y deseo.
Hicieron el amor sin decir una palabra.
Con los ojos bien abiertos.
Con la respiración mezclada.
Con esa intensidad suave de quienes no se buscan por fuego, sino por abrigo.
Después se quedaron así, abrazados.
Mirando el techo, oyendo el río.
Sintiendo que el mundo, por fin, se había callado.
Cuando llegó la hora de volver, ninguno dijo nada.
Se vistieron despacio.
Se prometieron repetirlo, aunque sabían que a veces no se puede.
Pero se fueron distintos, más livianos, más cerca.
Porque a veces, un rato a solas es más fuerte que cualquier promesa.

La lluvia golpeaba el techo como un tambor antiguo
y el arroyo Espera, crecido,
corría salvaje, oscuro,
desbordando su cauce
igual que nuestras ganas.
Se fue la luz.
Una vela que vibraba su llama en la mesa
dibujó tu silueta recostada,
la piel apenas cubierta por esa manta vieja
que no pudo esconder el deseo.
Nos miramos como si fuera la primera vez.
Como si la tormenta nos hubiera desnudado también por dentro.
Tus dedos jugaron con el fuego del vino,
y mi boca encontró el calor en tu cuello,
en ese hueco donde el alma se arropa.
Nos fuimos acercando sin palabras.
El murmullo del agua, el latido del río,
todo era música.
Te desnudé sin apuro,
como se despeja un paisaje al amanecer.
La manta cayó como un suspiro,
una rendición.
Tu cuerpo brillaba en la luz dorada
como si la vela hubiera nacido para adorarte.
Y el mío te buscaba como un náufrago al borde de su isla.
Nos hicimos el amor con la urgencia de los que no saben
cuándo será la última vez,
pero con la ternura de quienes ya no necesitan decirlo.
Fuimos ríos cruzándose, corrientes encontradas,
agua sobre agua, piel sobre piel.
Y mientras afuera el mundo se desbordaba,
adentro todo se detenía.
Solo nosotros.
Tu aliento en mi boca.
Mis manos en tu espalda.
Y la vela, agotada, ardiendo hasta el final.
Cuando amaneció, no sabíamos qué día era.
Ni importaba, el arroyo bajaba lento,
y vos dormías sobre mi pecho
como si el silencio hubiera sido siempre nuestro hogar.
El sol caía oblicuo
sobre tus hombros descubiertos,
y el arroyo Boraso brillaba
como si supiera que esa mañana
íbamos a confesarnos algo más que amor.
Cebabas el mate lento,
como si cada movimiento
fuera parte de un rito.
Te miraba los labios,
el modo en que los rozabas con la bombilla,
el suspiro corto que dejabas al tragar.
Y me hervía algo adentro,
más que el agua.
El calor de marzo se metía entre la ropa,
y también entre los gestos.
Tu pierna rozó la mía,
como al descuido, pero no lo fue.
Nos reímos bajito, nos callamos más.
Y ahí, entre una cebada y otra,
me miraste fijo, como si el río no existiera
y dijiste te deseo… desde hace días.
La yerba se enfrió.
Yo no, tomé tu mano,
la acerqué a mi pecho,
y respondí con la boca
rozando tu oído, _Yo también.
Tus labios buscaron los míos,
ansiosos, salados,
con sabor a río, a fruto, a ganas.
Nos besamos sin culpa,
con el sol como testigo
y el agua quieta como un espejo.
La orilla fue colchón,
la sombra, abrigo,
y vos, fuego.
El río empezó a subir esa misma tarde.
Dicen que fue por la crecida.
Yo sé que fue por nosotros.

viernes, 18 de abril de 2025

Sobre el muelle viejo,
donde la madera guarda
el eco de tantos veranos,
nos encontramos sin palabras,
con el sol en la espalda
y el deseo latiendo en los dedos.
El río San Antonio corría lento,
como si supiera lo que venía,
como si nos diera tiempo
para desnudarnos sin apuro,
con la delicadeza de quien
ha esperado toda una vida.
Tus ojos tenían ese brillo
que sólo da el calor
y el hambre por otro cuerpo.
Me llamaste sin voz,
apenas con un roce,
y yo acudí
como la marea al llamado de la luna.
Te desvestí ahí mismo,
sobre la madera tibia,
y tus pezones fueron mi primer altar.
Los besé uno a uno,
mientras tus piernas se abrían
como alas rendidas al cielo.
El río aplaudía con sus olas suaves,
y los juncos se mecían como si bailaran
nuestro ritmo lento,
nuestro juego salvaje.
Te tomé entre mis brazos
y nos unimos al borde del muelle,
tu espalda contra el mundo,
tus gemidos contra mi boca,
tus caderas marcando el compás
de una danza que no se olvida.
Eras toda agua,toda fuego,
toda río desbordando.
Y cuando tu cuerpo tembló,
cuando tu alma se quebró en un gemido bajo,
el San Antonio pareció detenerse,
sólo por un instante,
para darnos su bendición de verano.
Después, quedamos ahí, enredados,
con la piel pegajosa y el alma liviana,
mirando cómo el río seguía su camino
como si no hubiera pasado nada…
aunque entre nosotros,
había pasado todo.

 La luna flotaba baja,
como si quisiera mirar de cerca.
El calor no se iba,
ni con el viento que a veces soplaba
desde el Paraná,
ese que sabe guardar secretos.
Ella y yo, nada más.
Ni faroles, ni caminos,

ni testigos.
Sólo la noche, el Paraná,
y ese deseo antiguo
que empezaba a crecer
en el roce de una risa
y una mano que no se apartaba.
Descalzos en la arena,
nos metimos bajo un árbol,
donde las sombras jugaban a esconder
todo lo que estábamos por mostrar.
La besé despacio,
como se besa lo sagrado,
pero en el centro del cuerpo
ya ardíamos sin tregua.
Sus piernas se abrieron
con la suavidad de quien confía
y con la urgencia de quien busca.
Y yo, sin apuro,
recorrí con la lengua
cada rincón de su verano.
El sudor nos cubría como una segunda piel,
el calor del aire
era un abrazo más.
Y el ritmo que marcábamos juntos
era el mismo del agua
rompiendo mansa en la orilla.
Gimió mi nombre
como si la noche la hubiera poseído,
y se arqueó hacia el cielo
con los ojos cerrados
y la boca entreabierta,
como si el placer también se respirara.
Hicimos el amor una vez,
y otra,hasta que el cielo empezó a aclarar
muy de a poco,
y los primeros pájaros
nos trajeron el final del mundo
que habíamos creado.
La abracé fuerte, pegada a mí,
con su espalda mojada
y su olor a río, a sexo, a luna.
Y supe, sin decirlo, que en esa noche
habíamos vivido más
que en cien días de sol.

El silencio era denso,
como si el mundo entero respirara despacio
y solamente el murmullo del río
nos decía que aún estábamos vivos.
Las hojas secas crujían bajo nuestros pies,
pero no importaba el frío,
ni el viento que pasaba
susurrando cosas viejas
entre las ramas.
Estabas ahí,
con un poncho ligero sobre los hombros
y esa mirada tibia
que ya sabía lo que iba a pasar.
Nos metimos en la cabaña
como dos animales que huyen del invierno,
pero en realidad
íbamos directo al fuego.
Te acerqué al hogar,
el fuego apenas crepitaba,
pero vos ya ardías.
Tus pechos de miel
pedían caricias sin palabras,
y mis manos, obedientes,
hicieron camino
por el cuello, la espalda,
la curva suave de tu deseo.
Te sentaste sobre mí
con la calma de quien manda,
pero con los ojos
llenos de súplica.
Desnuda sobre mi pecho,
tus caderas marcaban un ritmo
antiguo y exacto,
y el crujir de la madera
se mezclaba con los jadeos
como si la casa también respirará con nosotros.
La madrugada caía honda,
el otoño se colaba entre las hendijas,
pero no había frío,
sólo cuerpos enlazados,
vapor en las ventanas,
y un gemido largo
que rompía el silencio
como una hoja cayendo al agua.
Después,
nos cubrimos con una manta
y nos dormimos así,
pegados,
con olor a piel y leña quemada,
mientras afuera
las hojas seguían cayendo,
y el río, eterno,
nos bendecía otra vez,
allá en el Carapachay.

 La tarde caía gris,
una bruma leve
acariciaba las ramas del sauce
como un secreto que se moja en silencio.
Y ahí,
en esa orilla desierta del Carapachay,
te encontré.
El frío buscaba meterse entre la ropa,
pero vos inquieta, serena
encendías con la mirada
lo que la llovizna no podía apagar.
Te acercaste,
y cada paso tuyo
era un latido más rápido en mi pecho.
El aire olía a río,
a madera mojada,
a deseo contenido.
Tus dedos, tibios,
buscaron los míos,
y fue como si el invierno retrocediera
un instante.
Nos refugiamos bajo un alero viejo,
pero no nos protegíamos de la lluvia
nos cobijamos del mundo.
Tus labios encontraron los míos
como si recordaran otros inviernos,
y en esa caricia húmeda,
despacio,
el deseo comenzó a desvestirnos.
Las gotas repicaban en el techo,
el viento soplaba entre los árboles,
y nosotros,
piel con piel,
jugábamos a perdernos
sin tiempo ni pudor.
Tu cuerpo se curvaba bajo mis manos
como un río que no quiere ser domado.
Tus muslos se abrían
al compás de una urgencia callada,
y en cada movimiento tuyo,
la llovizna parecía danzar.
Hice el amor
como quien escribe en la niebla,
dejando huellas que sólo el calor revela.
Y vos,
con la espalda arqueada
y la boca apenas abierta,
me dijiste todo
sin decir una palabra.
Después,
con la lluvia cayendo más suave,
nos quedamos abrazados,
mudos y plenos,
escuchando al río pasar,
como si bendijera lo que habíamos hecho
bajo su cielo gris.

 El sol caía lento,
como si supiera
que esa tarde no era de despedidas,
si no de reencuentros.
La piel del río brillaba
y nosotros,
a pocos metros del Paraná,
nos buscábamos otra vez
sin palabras,
como dos que ya se saben
de memoria y fuego.
Tus manos, qué decir
me encontraron
como si hubieran estado esperando
toda la tarde.
Y yo,
me abrí al roce de tus dedos
como el agua al reflejo de la luna.
El calor no venía del sol,
sino de tu cuerpo
acercándose al mío,
despacio,
con esa urgencia dulce
que tiene el deseo
cuando también es ternura.
Nos dejamos caer sobre la tierra húmeda,
rodeados de sombras verdes,
de grillos,
de perfumes salvajes.
Tu boca bajaba lenta,
mi espalda arqueaba el cielo,
y el río —silencioso—
guardaba nuestro secreto.
Eras marea en mis piernas,
latido entre mis muslos,
tormenta contenida
rompiendo en caricias
la orilla de mi espera.
Nos amamos como si el mundo
fuera sólo eso:
vos adentro mío,
yo rodeándote
como una canción sin final.
Y después,
enredados bajo la luna,
quedamos en silencio,
respirando el uno al otro,
como dos ramas
que el río no se atreve a separar.


martes, 15 de abril de 2025


 Qué hondura tiene el silencio
cuando el cuerpo ya no arde
pero aún respira en suspiros
como quien no quiere irse del todo.
Tus dedos dejaron su idioma
en mi piel, como si quisieran escribirme
un poema que sólo se entiende 
con los ojos cerrados.
No hubo prisa.
Sólo tiempo dilatado en el vaivén exacto
donde el alma se asoma a ver si es cierto
que dos pueden tocarse tan hondo
y no romperse.
Tu aliento aún flota como una brisa tibia
que no se resigna a partir.
Y yo, con el pecho lleno de tu calma,
me dejo habitar por este amor
que sabe ser caricia después del fuego.

 Solos.
Ni el viento se atreve a interrumpirnos.
Hay un murmullo de agua
y tu piel luz de luna
brillando sobre las sábanas tibias.
La posada nos abraza,
como si supiera
que el mundo quedó allá lejos,
entre las cañas,
donde el río olvida los nombres.
Desnudos, sí,
pero no por el deseo solo,
sino por esa otra desnudez
que sucede cuando el alma
también se entrega.
Tu cuerpo y el mío,
mecidos como dos canoas
deslizándose lento
bajo el hechizo de las estrellas,
sin más mapa que el temblor
de un suspiro compartido.
Me mirás con los ojos del agua,
y entonces todo lo demás
deja de importar:
la ciudad, los relojes, las palabras.
Sólo quedan tus dedos en mi espalda
y la certeza de que el amor,
cuando es hondo,
sabe ser también abrigo.

sábado, 5 de abril de 2025

 Dos vasos de boca ancha, pesados de whisky
para ser más exacto, hielo y debajo del brazo
la botella, ya por la mitad, a unos metros
no muchos y a orillas del río el muelle
sobre el río Carapachay, hacia el este la luna sobre
la espesa arboleda y el reflejo sobre las aguas
qué justo ahora vienen bajando del Paraná.
Una medida no más, y así pasábamos
la noche de sábado, después de la cena
antes de dormir y sin apuro, a la luz
de un simple y tenue farol sentados en la vieja escalera
mientras muy juntos y mirando correr la luna,
una y otra noche,vos, me acompañabas suavemente
con tiernos acordes de guitarra, yo te escribía
una y otra vez poesías, al color se tus mejillas, al tono
azabache de tu cabello, a tu hermoso timbre de voz,
y al corazón que encierras y desplegando
ternura en  tu mirada, las horas pasaban.
Cuando ya la luna dejaba el río nos íbamos a dormir
abrazando la noche en besos y los cuerpos en alma
para juntos despertar el domingo entre medias lunas,
allá en el Tigre, donde el Carapachay se adueña
de los sueños y los convierte por algunas horas en realidad.

 Atado a la curva de tu cintura,
me estiro como río entre tus valles,
agrando mi ser, me vuelvo fuego lento,
para entrar en vos sin prisa, sin medida,
como un loco que ha dejado la razón
en la orilla donde empieza tu perfume.
Me hundo en tus silencios con los ojos cerrados,
beso el temblor que se enciende en tu vientre
y me dejo llevar, torrente y naufragio,
por las rutas que dibuja tu deseo.
En cada pliegue me reinvento,
en cada jadeo me descubro,
y estallo, sí, como un grito contenido,
como un relámpago que no avisa,
como la última gota de una tormenta larga
que se evapora en tu piel,
dejando en el aire el aroma del temblor.
Perturbo mi calma, y la tuya,
como quien encuentra en el otro
el punto exacto donde arder sin miedo.
Y ahí, en el pulso compartido,
donde ya no hay tiempo ni distancia,
me ato a tu sombra, a tu voz entrecortada,
al placer que no se nombra
pero que todo lo llena.
Sé, sin pensar, que encontré
el puerto donde desembarco,
el suelo firme que mis pies desearon
en todas las noches sin abrazo.
Y allí me quedo,
en tu abrazo profundo y sin medida,
seguro del terreno que pisaré,
y del cielo que me cubrirá cuando te nombro
sin hablar, desde adentro.


lunes, 17 de febrero de 2025

 
Que el agua cante sobre tu piel
y arrastré la prisa de este día,
que cada gota, como un pincel,
dibuje en tu cuerpo la calma tibia.
Que el vapor acaricie en el aire
las últimas sombras de la jornada,
y al roce templado sobre tu piel
se funda el cansancio en la nada.
Deja que el perfume de la noche
se mezcle en tu aliento pausado,
que la cama reciba tu dulce derroche,
el sueño venciendo a lo agitado.
Duerme, sin peso ni prisa,
que la luna vele tu suave latido,
y si el viento llega con tenue brisa,
te llevé mi voz en un beso escondido.
Que el alba respete tu sueño profundo,
que el tiempo se rinda a tu descanso,
y cuando despiertes, en tu mundo,
se encienda el sol en tu abierta ventana.
 Llega el viento, susurro callado,
despeinando sombras, rozando la piel,
y en su frescura de aroma liviano
se lleva el ardor de este largo ayer.


En su danza tierna y secreta
apaga el calor que quemó la jornada,
se enreda en tu piel, caricia discreta,
y arrulla tu sueño con brisa templada.
Duerme, amor, que el viento te guía,
te eleva entre nubes, te envuelve en su vuelo,
y en el paraíso de la noche fría
descansas liviana, flotando en el cielo.
Que baje la fiebre del sol que ardía,
que el cuerpo encuentre su dulce equilibrio,
y en cada suspiro que el aire te envía
se quede mi beso, eterno alivio.









sábado, 15 de febrero de 2025

 
El viento te trajo en una noche callada,
donde la soledad pesaba en el alma.
Tu mirada incierta, un brillo escondido,
como quien teme volver a soñar.
Al principio, tus pasos dudaban,
la desconfianza era un eco lejano,
pero en cada palabra, en cada silencio,
dejabas caer el miedo en mis manos.
Bajo la luna de plata serena,
con el mate humeante y el río al compás,
largas historias tejimos al viento,
como dos almas que aprenden a volar.
Pero entonces llegó la tormenta,
el cielo rugió su canción ancestral,
y en tus pupilas danzaba el espanto,
un viejo temor difícil de ahogar.
Te cubriste el rostro, buscaste refugio,
susurraste en voz alta, no quiero mirar.
Las gotas, feroces, besaban la tierra,
y el trueno en la noche rompió tu paz.
Me quedé a tu lado, sin prisa, en silencio,
tomé tu mano con dulce calor,
es solo la lluvia, te dije despacio,
solo un susurro de nubes en flor.
Te aferraste sola con un gesto callado,
hasta que el miedo se echó a dormir,
y en tu sonrisa, tan pura y traviesa,
vi que la lluvia empezaba a partir.
Desde ese día, entre risas y cuentos,
el agua no trajo más soledad,
porque en mis brazos hallaste cobijo,
y yo, en los tuyos, mi eternidad.

sábado, 8 de febrero de 2025


 El alivio llega, como llega tu abrazo,
en una tarde de lluvia pausada,
cuando los pájaros se esconden callados
y el cielo nos cubre con su manta plateada.
El sol, que ardía sobre las horas,
cede su reino a la brisa serena,
y el mundo respira en tu risa de fuego,
en el roce sutil de tu voz que me quema.
Así llegas vos, con el alma encendida,
con palabras que bailan, que envuelven, que atrapan,
con tu picardía que enciende la vida
y vuelve con ternura lo que era a distancia.
El río murmura lo que no decimos,
testigo callado de nuestro secreto,
las gotas que caen dibujan en juncos
un mapa invisible de abrazos eternos.
No hay soledad si tu piel me nombra,
si tus ojos cantan en medio del viento,
y en la brisa dulce que juega en el agua
se enreda el latido de nuestro misterio.
Qué hermoso es saber que el tiempo se rinde,
que la tarde no es sombra, sino caricia,
porque en tu presencia todo es infinito,
y la vida, con vos, es pura poesía.

No hay muchas como ella,
contadas en los dedos de un destino caprichoso,
tallada en un molde que el tiempo rompió
para que nadie más pudiera imitarla.
Es un susurro de río en la siesta del campo,
un relámpago que no anuncia tormenta,
el vino exacto servido en la copa correcta,
la carta ganadora que nadie esperaba.
Tiene en los ojos la chispa de la infancia
y en la risa un eco que vuelve.
Camina sin prisa, pero deja huella,
como si la tierra la reconociera suya.
No es de nadie, ni siquiera del viento,
aunque el aire se enreda en su pelo
y la luna se inclina un poco más
cuando la ve pasar los viernes de verano.
Pero si me nombra, si me elige,
si sus manos buscan las mías en la oscuridad,
entonces el mundo entero se apaga
y solo existimos ella y yo.
Edición limitada, irrepetible,
un amor que no se mide en tiempo,
si no en la certeza absoluta
de que a su lado todo cobra sentido.

viernes, 31 de enero de 2025


 Su rostro guarda sombras leves,
preocupaciones que el viento disfraza,
pero en su boca florecen las risas,
curtidas por tiempo y batallas.
Camina ligera, esquivando el sol,
molesta del aire que abrasa la piel,
más nunca le tiembla la risa en la voz,
ni deja su vida doblarse en papel.
Entre cafés y palabras sueltas,
desarma el día con manos de seda,
divide el tiempo en finas rebanadas,
y siempre está donde la espera.
Su arte es ser única sin pretenderlo,
burlarse del mundo sin perder la fe,
ser fuerte en la selva de los atropellos,
y dulce refugio al caer la sed.

jueves, 30 de enero de 2025


 Me escapo del mundo
entre estrellas y barriletes,
escuchando un tango mezclado
con difuntos acordes de un viejo rock
en decadencia queriendo volver
a las inolvidables bateas de las disquerías.
Me escapo, y te llevo de la mano
intentando volver en poesías,
a vivir como lo hice antes del colapso global
y entre flores marchitas, busco
sonrisas dejando lágrimas, busco en tus ojos
la vida que vendrá, y cuelgo
la nostalgia en el camino, 
volando a la luna, que solo vos
me haces mirar ente las sombras
de un  país en quiebra, donde algún día
revivirá el amor de la palabra,
si todos sonreímos, como
vos ante la adversidad.
Me escapo y te llevo conmigo,
porque juntos reconstruiremos
con locas poesías de amor en bicicleta
un camino al sol en libertad,
pasando alguna frontera, buscando
lo que nos sacaron sin permiso
y por un largo tiempo guardaron 
para hacernos esclavos de su pensamiento
pero nosotros siempre buscamos la libertad, 
nadie ni nada nos detendrá porque,
como lo hicimos alguna vez entre balas
lo volveremos a realizar por nuestras ideas.

miércoles, 29 de enero de 2025

Entre trigales y cielos abiertos,
la casa respira en su lento latir,
donde el sol se demora en los huertos
y el viento susurra al venir.
Las mañanas despiertan con mate y rocío,
las tardes se estiran en sombra y en paz,
en la leña que crepita, en el río,
en la risa que no se va.
Una vez por semana, la ciudad nos reclama,
nos envuelve su ritmo fugaz,
pero vuelve la calma en la huella gastada,
cuando el campo nos vuelve a abrazar.
Y así pasa el tiempo, sencillo y eterno,
con la luna velando el umbral,
somos dos y la casa, el amor y el invierno,
y un domingo en la ruta rural.

martes, 28 de enero de 2025

Camina ella, la ciudad la respira,
sus zapatos rojos rozan el asfalto
como un susurro que enamora al aire,
como un tango que se desviste al paso.
El cielo porteño se inclina a mirarla,
le presta su gris, su azul desbordado;
y ella, con su andar de flor de milonga,
escribiendo en la brisa versos dorados.
Lleva un corazón tan grande, tan vasto,
que en sus latidos caben universos,
la romántica llama que arde en secreto,
y en su mirada, promesas y sueños.
Las calles la abrazan con su bullicio,
pero ella danza, ligera, invencible,
con ese fuego que la hace eterna,
con ese arte de ser imposible.
Zapatos rojos, pasos eternos,
bajo las luces de la ciudad despierta,
ella es poema, luna y misterio,
Buenos Aires la llama, y ella contesta. 
 Bajo el sol ardiente de este día de abrazos,
donde la piel busca refugio y las almas comparten su calor, descubrí que hay abrazos que no son solo gestos,si no mundos que se cruzan en un instante eterno.
Tus brazos, una galaxia que me envuelve,
un nudo perfecto entre el deseo y la ternura.
Nunca nadie me abrazó como vos,
como si supieras el mapa secreto de mis vacíos
y los llenarás con caricias de fuego lento.
Tu abrazo no es solo contacto,
es un idioma que dice lo que las palabras callan.
Es un refugio en la tormenta,
un relámpago que ilumina la noche más oscura.
Hoy, mientras los abrazos danzan bajo este cielo cálido,
pienso en todos los que se entrelazan,
en los que curan, en los que hieren,
en los que esperan y en los que transforman.
Pero el tuyo, es diferente,
es un verano eterno en mi invierno,
un puente que me lleva directo a tu esencia.
Eres fuego que arde y no consume,
el abrazo que hace que mi piel y mi alma sean tuyas.
Por eso, en este día que celebra la unión,
mi corazón proclama:
nunca, nunca nadie me abrazó como vos.
Y, quizás, nunca nadie lo hará.

 El muelle parecía suspendido en el tiempo, como si esperara su llegada para volverse parte de un instante inolvidable. Ella caminaba con paso curioso, su figura reflejada en el agua tranquila del arroyo. Era la primera vez que llegaba al corazón del Delta, y su asombro se reflejaba en cada gesto. Es hermoso, dijo, mientras su mirada recorría los juncos mecidos por la brisa, el sol que descendía lentamente, y el arroyo que serpenteaba como una caricia entre la espesura. No pensé que un lugar así existiera tan cerca de todo y tan lejos a la vez. Él sonrió, sosteniendo una canasta con torta frita recién hecha. El Delta tiene esa magia. Es un mundo aparte. Le entregó el mate que había preparado al llegar y se sentaron juntos en el borde del muelle. La madera crujía suavemente bajo sus movimientos, acompañando con un ritmo tenue la conversación que apenas comenzaba. Mientras el sol pintaba el cielo de naranjas y rosas, ella no dejaba de preguntar: Siempre fue así de tranquilo, cuántas veces viniste aquí, cuántos secretos guarda este arroyo. Él le contó de sus días de infancia, de las tardes pescando con sus amigos y de las noches en las que el croar de las ranas era el único canto bajo el cielo estrellado. Ella, a su vez, compartió historias de su vida en la ciudad: las avenidas ruidosas, las luces que nunca se apagan, y los sueños que parecían estar siempre atrapados en el asfalto. Nunca imaginé que me sentiría tan en paz, confesó mientras el mate iba y venía entre ellos, tibio y reconfortante.La torta frita, suave y esponjosa, acompañó las risas y las miradas cómplices. El arroyo reflejaba sus gestos, duplicando la intimidad de ese momento. Cada detalle de la conversación los acercaba más: el tono de voz que se suavizaba al contar algo importante, las sonrisas que se extendían como las olas diminutas en la orilla. Cuando el sol finalmente desapareció tras los álamos y el cielo se llenó de estrellas, una tímida luna se alzó sobre el agua. La brisa traía el aroma de los juncos y el murmullo lejano de un bote que avanzaba lentamente. Ella, que hasta entonces había contemplado el paisaje como quien descubre un tesoro, se giró hacia él y le tomó la mano. Volveremos, preguntó con un hilo de voz, casi como si temiera que la respuesta pudiera romper la magia de ese instante. Él apretó suavemente su mano. Siempre que quieras. Y aunque no lo dijeron en palabras, ambos sabían que no era solo el lugar al que volverían, sino a esa sensación de compañía que había nacido entre ellos. Se levantaron juntos, dejando atrás el muelle y el mate,
enfriándose en el termo. Caminaron por el sendero que llevaba de regreso, con la luna iluminando su camino. Decidieron que ese sería el primer paso de un viaje compartido, un trayecto que seguirían juntos, río arriba o río abajo, hasta que la muerte los separara.


Transpira Buenos Aires los días de enero sobre sus calles. Ella va, ella viene, y su rostro sonriente, a pesar del calor, se dibuja entre el sudor que el día derrama sin descanso. El bondi es un respiro; una porción de ciudadanos se ha ido de vacaciones, y la ciudad parece respirar con menos fuerza, aunque el calor persista. Al caminar, se percibe el alivio de las oficinas, refugios donde el aire acondicionado suelta suspiros fríos, a veces demasiado intensos. Pero el saquito que siempre pasea en la cartera o la mochila es suficiente para nivelar el sofocón.
En la esquina, un tango transpira el mediodía, esperándola noche para el dos por cuatro. El agua fresca de una botella da un alivio fugaz, algunos minutos robados al calor antes de seguir con la rutina. Las horas se estiran mientras ella espera el momento de regresar.
Cuando llega, lo hace envuelta en el cansancio que deja la jornada. La ducha es el momento más esperado, donde el agua se lleva no solo el sudor, sino también el peso del día. Después, la paz se mide en minutos preciosos, debajo del ventilador que gira lento, acompasado, mientras ella recupera su aliento y su silencio.
Buenos Aires transpira, y ella también, pero encuentra en esos instantes breves un oasis dentro del infierno del verano porteño.
La luz del día sacudió a alguien 
que estaba durmiendo,
ese alguien tuvo un sueño, 
con más vida, incluso sin despertar.
La oscuridad golpeó el rostro 
de alguien que caminaba
entre la multitud, bajo 
los impacientes y fuertes rayos del sol.
De repente oscureció,
como cuando caía la barrera
del ferrocarril hacia el sur;
en una habitación con espacio 
para cualquier momento,
como la sala de estar de un museo de mariposas.
Aquí, sin embargo, el sol brillaba 
con tanta fuerza como antes,
los vinilos impacientes,
dieron música al barrio
y todo brilló como nunca, 
fue tan simple comprender
el  rompecabezas de la vida, 
que en un instante comprendí 
por qué escribía, sin saber 
que vos existías y hoy . . . sos mis letras
las que te sacuden a distancia
y vos no sabes aún quién soy,
pero día a día me estás descubriendo.
 Se cortó el cabello,
dijo que los días de calor
eran un peso que su cuerpo ya no quería llevar,
y al verla, con mechones más cortos
y una sonrisa aún más libre,
Entonces entendí que hasta el aire
quería danzar alrededor de ella.
Nos encontramos a orillas del río,
donde las estrellas se mezclaban con el reflejo del agua,
y entre risas que flotaban como canciones en la brisa,
me contó su vida.
Hablaba con una emoción tan pura
que sus ojos, brillaban y
se encendían como constelaciones propias.
La luna, celosa,
se detuvo a escucharla,
iluminando cada uno de sus gestos,
su sonrisa, su perfil,
y yo, absorto,
sentí que estaba descubriendo un universo.
Entre palabras y silencios,
ella también me descubría,
desnudando mis miedos y mis sueños
como quien sopla el polvo
de un libro antiguo y valioso.
Y en ese juego de confesiones,
entonces entendí que frente a mí
no había solo una mujer,
si no un alma infinita,
un diamante en bruto,
tan único, tan lleno de vida
que ni la piedra más brillante
podría compararse a su ser.
Pulir un diamante así no es fácil,
es un arte de paciencia y cuidado,
pero al hallarlo,
el mundo entero parece detenerse.
Y mientras el río susurraba secretos
y la luna la vestía de plata,
yo supe que no hay regalo más grande
que cruzarse con alguien
que brilla desde lo más hondo de su ser.


En un rincón íntimo de la noche,
donde las estrellas susurran secretos
y la luna ilumina nuestros deseos,
nos encontramos entrelazados
en un juego de sensaciones.
Tus labios, suaves y ardientes,
exploran mi piel como versos
que buscan su ritmo perfecto.
Desnudos ante la pasión que arde
como fuego en la penumbra,
cada caricia se convierte en un poema
que escribimos con manos ansiosas
y cuerpos enlazados.
Las sombras danzan al compás
de nuestros suspiros,
mientras el deseo se eleva,
una sinfonía de gemidos en la penumbra.
En este éxtasis de sensaciones,
somos poetas del placer,
creando versos prohibidos
que solo el viento de la noche conoce.
Tu piel, un pergamino donde trazo
mis versos más íntimos,
y tus susurros, la melodía
que acompaña esta danza de deleite.
Cierro los ojos y me pierdo en la sinfonía
de nuestros cuerpos, explorando
cada rincón con la avidez
de un amante enamorado.
En este universo de éxtasis,
nos perdemos y nos encontramos,
una y otra vez, hasta que la aurora
nos sorprende con su luz tenue.
Nos despedimos con la promesa
de seguir escribiendo nuestros secretos
en la próxima noche interminable,
cuando la pasión vuelva a encontrarnos.

 El calor es insoportable en la ciudad. Ella se pone de mal humor; todo le pesa, incluso los minutos. Los colectivos apenas ofrecen un alivio insignificante, siempre que consiga asiento. Afuera, la ciudad transpira humedad, y la sensación térmica se pega al cuerpo. Brazos, piernas y rostro brillan en el mediodía como si el aire mismo fuese un sudor colectivo. La gente va y viene, atrapada en burbujas de problemas sin resolver. Los rostros tensos son espejos de un hastío generalizado, de un gobierno que nunca define nada. El día es una jornada doblemente pesada, y ella lo sufre… pero sonríe. Es esa sonrisa suya, irónica, la que parece intentar comprender lo incomprensible. Pero en el fondo, sabe que todo está inerte, dormido, esperando un algo que nadie puede nombrar. Los días se amontonan, iguales y grises, salvo por esos pequeños descansos que rasguñan la rutina. Buenos Aires, mientras tanto, transpira junto con el país entero, buscando soluciones que nunca llegan. Entre gritos y palabras fuera de contexto, ella también espera. No sabe bien qué, pero espera. Quizás sea un tango el que le traiga alivio, un susurro de melodía que haga más liviana la carga. O tal vez esas poesías escondidas detrás del Obelisco, dibujadas en servilletas olvidadas, sean el soplo de aire fresco que necesita. Y entonces, en el último feriado improvisado, en ese instante que parece robado al caos de los minutos, lo ve. Él estaba
ahí, con una mirada serena que parece extraña en medio del tumulto. Lleva un libro viejo bajo el brazo y una sonrisa de las que se contagian, las que desarman armaduras de mal humor. No hace falta mucho más. Un cruce de miradas en las últimas horas de la tarde son suficiente para cambiar el ritmo de su jornada. Tal vez todo lo que ella esperaba era un instante así, inesperado. Quizás, entre el ruido de Buenos Aires, hay algo de poesía en los silencios que se crean cuando dos almas se reconocen.


 Cuando se refugia en sus brazos, el mundo tal como lo conoce deja de existir. Dentro de ese abrazo, el tiempo pierde toda lógica. Los minutos se estiran como eternidades dulces, y las horas se deslizan como brisas ligeras. No importa cuán gris ha sido el día, ni cuánto ruido rodea su existencia; en ese lugar, todo se apaga y todo sana.Para él, ese abrazo no tiene puertas ni ventanas, pero está lleno de luz. Es un refugio donde puede despojarse de toda pretensión. Ríe hasta quedarse sin aliento o llora sin esconder las lágrimas, dejando que caigan sin el menor reparo. Sabe que no habrá juicios ni miradas inquisitivas. En ese espacio que juntos construyen, la vida cobra un significado distinto: los colores son más vivos, las texturas más suaves y las penas menos pesadas. Es un lugar donde no hay cabida para las mentiras ni para las sombras. Hay momentos en los que el silencio habla por ellos. No necesitan palabras. Basta con el ritmo acompasado de sus respiraciones, con el calor que se transmite a través de la piel, con los latidos que resuenan como un eco compartido. En esos instantes, el mundo parece detenerse. La realidad se suspende, y solo quedan ellos, creando un universo propio. Nada más existe. Nada más importa. Cuando finalmente sale de ese refugio, no lo hace del todo. Algo de ese abrazo siempre lo acompaña. Lo lleva en el pecho, como un resplandor tibio que se niega a extinguirse. Ese recuerdo, esa sensación, se convierte en palabras, en versos, en fragmentos que intentan capturar lo inexplicable. Pero, por más que escriba, sabe que ningún poema ni relato será suficiente para contener la magnitud de lo que han creado simplemente abrazándose.
Para él, ese abrazo no es solo un gesto. Es un lugar. Un mundo entero. Y, cada vez que lo vive, entiende que no hay nada más importante que ese instante compartido, donde las fronteras se desdibujan y la felicidad encuentra su forma más pura.

domingo, 26 de enero de 2025

 Mayo siempre ha sido un mes que desafía al tiempo y al orden establecido, un mes en el que la historia, los astros y los corazones parecen alinearse para dar paso a cambios trascendentales. Es un mes que, en nuestro país, lleva la marca indeleble de la revolución, de las luchas populares y de los encuentros inesperados que transforman vidas.
El 25 de mayo de 1810, las calles de Buenos Aires se llenaron de voces que clamaban libertad, marcando el inicio de un camino que fundó las bases de nuestra patria. La Revolución de Mayo no fue solo un acto político, fue también un grito del espíritu colectivo, una declaración de independencia que resonó en el corazón de cada habitante de estas tierras. Fue el comienzo de un sueño que, aunque aún imperfecto, nos definió como un pueblo capaz de levantarse ante la injusticia.
Años después, el 29 de mayo de 1969, el Cordobazo sacudió nuevamente las entrañas de la nación. Obreros y estudiantes salieron a las calles de Córdoba en una revuelta que marcó un punto de inflexión en nuestra historia reciente. Fue un acto de rebeldía pura, de resistencia contra un sistema que pretendía silenciar las voces del pueblo. Aquellos verdaderos sindicalistas, con sus banderas al viento y su coraje en alto, demostraron que la lucha por la dignidad y la justicia social nunca será en vano.
Mayo no solo pertenece a la historia argentina. En el lejano 1968, el Mayo Francés encendió la chispa de una revolución cultural que trascendió fronteras. París se llenó de barricadas, de gritos de libertad, de estudiantes y obreros que soñaron con un mundo distinto. Las paredes hablaban con grafitis que invitaban a imaginar lo imposible: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Ese mayo demostró que las ideas también pueden ser revolucionarias y que el deseo de cambio es universal.
Y, sin embargo, no son solo los grandes acontecimientos los que convierten a mayo en un mes especial. En ese telar de revoluciones y transformaciones, también se entrelazan los hilos de historias personales, esas pequeñas revoluciones que también merecen ser contadas.
Fue en un mayo de esos, cuando la casualidad —o el destino, o los astros, o quien sabe qué fuerza— hizo que dos personas que durante años habían caminado las mismas calles, frecuentado los mismos lugares y hasta compartido los mismos silencios, finalmente se encontraran. Durante mucho tiempo, sus vidas habían sido paralelas, como dos ríos que corren cerca pero nunca se cruzan. Sin embargo, aquella noche de mayo, algo cambió.
La luna estaba alta y llena, como si quisiera ser testigo de ese momento. Entre palabras y miradas, decidieron que ya era hora de dejar de pisarse los talones. Ya no había necesidad de competir por un espacio en el mismo camino; comprendieron que podían caminar juntos. Fue un encuentro que no necesitó explicaciones, porque todo lo vivido antes, todos esos años de coincidencias silenciosas, parecían haber sido una preparación para ese instante.
Mayo es así. Es el mes en que los corazones encuentran su revolución, en que las historias cambian de rumbo y en que lo extraordinario se viste de casualidad. Mayo tiene ese “qué sé yo” que lo hace inolvidable. Porque, como la historia nos enseña y como la vida nos recuerda, mayo siempre será el mes de las revoluciones y los encuentros que cambian todo.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...