En el transcurso de mis días,
mientras el reloj avanza,
mi mirada siempre te busca,
anhelando tu presencia.
Nada ni nadie en este mundo
puede llenar el vacío que tú ocupas en mi corazón. Detrás de los frondosos bosques,
más allá de los serenos lagos y
las majestuosas sierras,
sigues existiendo.
Siento tu espíritu a mi lado,
como una caricia etérea que susurra secretos al viento,
y tu esencia se entrelaza con la mía
de una manera que va más allá de las palabras.
En las noches en que la luna pinta
su luz de plata en el lienzo del cielo,
tus ojos, como dos luceros, iluminan mi camino.
Percibo tu voz en el suave susurro del viento,
y en mis sueños, tu nombre es una melodía
que se repite una y otra vez.
Aunque despierte en la realidad,
sé que tú, mi eterna compañera,
habitas en algún rincón del intrincado laberinto
de los días que dan forma a nuestra existencia.
Cada día, cada hora, cada minuto,
somos dos almas que se entrelazan
en esta danza incesante de la vida.
Mi amor por ti crece con cada latido
de mi corazón, y mi deseo de encontrarte
es un faro que guía mis pasos en esta travesía terrenal.
Cuando finalmente llegue el día
en que la brisa de la vida me lleve,
estoy convencido de que nos encontraremos
en algún plano superior,
donde el tiempo y la distancia ya no serán obstáculos.
Nuestro amor trascenderá todas las barreras,
y allí, en ese reencuentro eterno,
nuestros corazones latirán al unísono,
como dos almas destinadas
a estar juntas por toda la eternidad.
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