martes, 2 de septiembre de 2025

 Cuando comencé a subir la escalera, el perfume inundó mi olfato. No fue necesario verla todavía; en décimas de segundo supe que me esperaba, y no me esperaba de cualquier manera, me aguardaba con esa ansiedad que late en el cuerpo antes de un encuentro que se sabe inevitable.
La reconocí en cada detalle, ese andar que habla sin palabras, ese modo en que deja rendida la ropa sobre el piso, como si cada prenda caída fuera un anticipo, un signo secreto de lo que vendrá, había en el aire una tensión cálida, un lenguaje invisible que anunciaba la intensidad de la noche.
El viejo reloj de péndulo del pasillo marcaba las veintidós. Teníamos, entonces, largas horas para perdernos el uno en el otro, hasta que la primera claridad se filtrara por el ventiluz del escritorio. Y allí, cuando el sol del nuevo día nos descubriera exhaustos y desnudos, ella se vestiría con calma, encendería la hornalla, llenaría la pava y, entre mates y silencios sonrientes, sellaríamos otra noche de entrega con un abrazo prolongado.
Pero todo eso era todavía promesa, lo cierto era que me esperaba. La encontré detrás de la puerta, más que insinuante, su  mirada, fija, no pedía permiso, ordenaba. 
Me acerqué, la descubrí lentamente, y el roce de mi mano sobre su piel tibia encendió un estremecimiento que recorrió ambos cuerpos sus labios buscaron los míos con una urgencia delicada, una mezcla de hambre y ternura y el beso fue creciendo, abriéndose paso hacia lo inevitable, los cuerpos encontrándose, fundiéndose.
Ella me guió con una paciencia ardiente, como si quisiera enseñarme cada rincón de sí misma, la suavidad de su cuello, el pulso acelerado en su pecho, la respiración cortada que se hacía jadeo cuando mis labios bajaban por su vientre, su piel era un mapa húmedo que se dejaba recorrer sin apuro, y cada caricia era un territorio conquistado a la noche.
El reloj seguía marcando el tiempo, pero para nosotros no corría. Todo era presente, intensidad, deseo que crecía y se desbordaba. Nuestros movimientos eran primero torpes, urgentes, y luego cada vez más acompasados, como si la pasión hubiera encontrado un ritmo secreto que solo nosotros dos podíamos escuchar.
Nos hicimos uno, entre suspiros, gemidos apagados contra la almohada, y manos que se aferraban buscando no soltar, fuimos atravesando las horas, una y otra vez, en distintas formas, con distintos gestos, pero siempre con esa misma sensación de descubrimiento, la de estar viviendo la única noche posible, aunque supiéramos que habría muchas más.
Cuando la luz del día se filtró por el ventiluz, ella se incorporó con calma. Se vistió despacio, como quien sabe que aún está siendo mirada y deseada, puso la pava sobre el fuego, y el silbido del agua hirviendo nos trajo de regreso al mundo. Tomamos mate entre risas, agotados, pero plenos, y al final, antes de que el cansancio nos venciera, nos abrazamos fuerte, como quien agradece sin palabras la intensidad de lo vivido.
Desde entonces, cada vez que el reloj marca las diez y el perfume vuelve a inundar la escalera, sé que me espera y que la noche, otra vez, será nuestra.

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