De vez en cuando se producía la magia de poder hacerlo, y allá íbamos.
El bondi negro y rojo que fue primero el 405 y después el 156, nos dejaba en la estación Núñez, y desde allí el tren Mitre a Tigre. Desde ese instante ya todo era fiesta, porque sabíamos que lo que venía era distinto, especial, inolvidable.
En Tigre nos esperaba la lancha colectiva, cuarenta minutos navegando, mirando el río, abrirse y cerrarse entre las islas, hasta que sobre el Carapachay aparecía El Pájaro Loco.
Esa casa con un nombre tan particular, tan simpático, que ya anunciaba lo que allí se vivía, alegría, amistad y un mundo propio. Apenas bajábamos de la lancha, comenzaba la magia de un fin de semana diferente.
La rutina era simple y hermosa, cañas de pescar listas, líneas que cruzaban el río, el sonido de una radio con casetes en el muelle, y amigos dispuestos a compartir todo.
Y así empezaban esas conversaciones interminables que nos encontraban sentados hasta altas horas de la madrugada. Hablábamos de la vida, de sueños, de cosas serias y de pavadas, siempre con el río al lado, como un testigo silencioso.
Algunas noches eran frías, otras sofocantes; a veces los mosquitos nos volvían locos, otras veces el viento fresco nos obligaba a abrigarnos, pero nada importaba, porque lo esencial estaba ahí, la amistad, la música, el asado chisporroteando, las cañas esperando el pique y la luna caminando sobre el agua.
Esa luna que parecía acercarse un poco más al Pájaro Loco y que nos regalaba escenas que todavía hoy puedo ver con solo cerrar los ojos.
En ese lugar se construyeron recuerdos que no se borran, cada viaje fue distinto, pero todos fueron parte de una misma historia, la de un grupo de amigos que encontró en una casa del Delta mucho más que un espacio de descanso.
Encontramos un refugio, una manera de ser felices.
Hoy, cada vez que navego el Carapachay y paso frente al Pájaro Loco, no puedo evitar mirarlo y en esa mirada se mezclan la nostalgia, la alegría y la certeza de que esos momentos quedaron grabados para siempre. Porque no era solo una casa, era un pedazo de vida, un capítulo hermoso de nuestra historia, un lugar donde la amistad se volvía eterna.
El Pájaro Loco no era solo una casa en el Delta, era un corazón latiendo entre los árboles y el río. Pero también era Alberto y Rubén, que con generosidad infinita nos invitaban, nos recibían y compartían con nosotros ese refugio, y era también la anuencia del padre, Emilio, que con su confianza nos abría la puerta a algo mucho más grande que una casa, nos abría la puerta a su amistad.
Allí aprendimos que la felicidad se mide en charlas interminables, en una caña apoyada en el muelle, en una luna que se refleja sobre el agua y en el calor humano que hace de cualquier lugar un hogar.
Hoy, cada vez que paso por el Carapachay y miro el Pájaro Loco, siento que todavía nos espera.
Porque más allá de las paredes y el río, lo que permanece es el recuerdo de quienes nos recibieron con el corazón abierto, y la certeza de que la amistad verdadera nunca se apaga, simplemente queda grabada para siempre en el alma.

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