Cuando caminamos por Saavedra y miramos el cartel de la estación, muchos lo vemos como algo cotidiano, casi invisible.
Pero detrás de esas letras que dicen Luis María Saavedra hay una historia de familia, de tierras, de sueños y hasta de caballos que vale la pena volver a contar.
Pero de algún modo, gracias a ese hombre, el barrio empezó a tener nombre, forma y memoria.
Luis María nació en 1829, sobrino de Cornelio de Saavedra, aquel vecino del otro Saavedra, el de la Revolución de Mayo.
A mediados del siglo XIX compró una chacra en las afueras de Buenos Aires, en lo que por entonces era San Isidro, eran tierras amplias, con hornos de ladrillo, corrales y un arroyo, el Medrano, que de tanto en tanto se desbordaba y arruinaba todo a su paso. Con los años fue ampliando su propiedad y terminó quedándose con terrenos que habían pertenecido a los White, dueños del primer hipódromo organizado de Buenos Aires, que funcionó justo en estas tierras antes de que lo destruyera la tormenta de Santa Rosa de 1866.
En su chacra, Saavedra levantó una casa grande y elegante, de estilo italiano, con galerías, patios, cocheras y hasta dependencias para los peones.
Criaba caballos de carrera y toros de raza que se lucían en exposiciones, sus hijas mellizas, Estela y Tomasa, se dedicaban a las aves; miles de patos y gallinas que poblaban el campo.
No faltaba nada, había tambo, palomar, corrales y hasta un lago artificial rodeado de eucaliptos, que todavía algunos recuerdan por las postales viejas. Así fue como empezó a conocerse como la Chacra Los Eucaliptos.
En 1891, el ferrocarril llegó a la zona y ahí, don Luis María hizo un gesto que marcaría para siempre la identidad de estas tierras, donó los terrenos para levantar la estación, pero pidió una condición. Quería que llevara el nombre de su hijo, también llamado Luis María, que había muerto siendo muy chico. Así nació la estación Luis María Saavedra, la misma que hoy usamos sin saber que guarda la memoria de un padre que quiso dejar viva la huella de su hijo.
Unos años antes, en 1873, ya se había hecho la fundación oficial del barrio, con toda la pompa de la época, discursos, música, remate de lotes y hasta góndolas navegando en el Lago Saavedra, ese espejo de agua artificial que en su momento fue orgullo de la ciudad, fue un acto único: ningún otro barrio porteño tuvo una inauguración así, tan formal y celebrada.
Don Luis María murió en 1900, la chacra siguió en pie un tiempo, pero poco a poco su actividad se fue apagando. En 1936, el Estado terminó por expropiar esas tierras y las destinó a parques y paseos públicos. El Parque Saavedra quedó como símbolo de lo que alguna vez fueron esas hectáreas de campo.
Con el correr de las décadas, el barrio fue creciendo, aparecieron las fábricas como Nestlé o Philips, los clubes, las bibliotecas, las murgas y el fútbol de Platense. Llegaron también los artistas y los escritores que hicieron de Saavedra una fuente de inspiración, Leopoldo Marechal con su Adán Buenosayres.
Hoy, cuando vemos edificios nuevos levantarse donde antes hubo casonas o negocios de toda la vida, cuando los vecinos ya no se conocen tanto como antes, es importante no olvidar de dónde venimos. Porque así como recordamos la parrilla de Justo, la librería Bramanti, a Julio el diariero, a la tienda de Vega o a tantos otros personajes que hicieron barrio, también tenemos que recordar a don Luis María Saavedra, aquel vecino lejano que dio nombre a todo esto.
Él no pudo imaginarlo, pero su chacra, su gesto de donar la tierra para la estación y su apellido, quedaron grabados para siempre. Y cada vez que alguien dice me bajo en Saavedra o yo soy de Saavedra, de alguna manera lo estamos nombrando.
Pero un barrio no son solo calles y edificios, son las historias, los vecinos y los recuerdos que lo hacen latir. Y Saavedra, con su túnel nuevo, con sus cambios y con su gente, sigue latiendo al compás del tiempo.
Pero detrás de esas letras que dicen Luis María Saavedra hay una historia de familia, de tierras, de sueños y hasta de caballos que vale la pena volver a contar.
Pero de algún modo, gracias a ese hombre, el barrio empezó a tener nombre, forma y memoria.
Luis María nació en 1829, sobrino de Cornelio de Saavedra, aquel vecino del otro Saavedra, el de la Revolución de Mayo.
A mediados del siglo XIX compró una chacra en las afueras de Buenos Aires, en lo que por entonces era San Isidro, eran tierras amplias, con hornos de ladrillo, corrales y un arroyo, el Medrano, que de tanto en tanto se desbordaba y arruinaba todo a su paso. Con los años fue ampliando su propiedad y terminó quedándose con terrenos que habían pertenecido a los White, dueños del primer hipódromo organizado de Buenos Aires, que funcionó justo en estas tierras antes de que lo destruyera la tormenta de Santa Rosa de 1866.
En su chacra, Saavedra levantó una casa grande y elegante, de estilo italiano, con galerías, patios, cocheras y hasta dependencias para los peones.
Criaba caballos de carrera y toros de raza que se lucían en exposiciones, sus hijas mellizas, Estela y Tomasa, se dedicaban a las aves; miles de patos y gallinas que poblaban el campo.
No faltaba nada, había tambo, palomar, corrales y hasta un lago artificial rodeado de eucaliptos, que todavía algunos recuerdan por las postales viejas. Así fue como empezó a conocerse como la Chacra Los Eucaliptos.
En 1891, el ferrocarril llegó a la zona y ahí, don Luis María hizo un gesto que marcaría para siempre la identidad de estas tierras, donó los terrenos para levantar la estación, pero pidió una condición. Quería que llevara el nombre de su hijo, también llamado Luis María, que había muerto siendo muy chico. Así nació la estación Luis María Saavedra, la misma que hoy usamos sin saber que guarda la memoria de un padre que quiso dejar viva la huella de su hijo.
Unos años antes, en 1873, ya se había hecho la fundación oficial del barrio, con toda la pompa de la época, discursos, música, remate de lotes y hasta góndolas navegando en el Lago Saavedra, ese espejo de agua artificial que en su momento fue orgullo de la ciudad, fue un acto único: ningún otro barrio porteño tuvo una inauguración así, tan formal y celebrada.
Don Luis María murió en 1900, la chacra siguió en pie un tiempo, pero poco a poco su actividad se fue apagando. En 1936, el Estado terminó por expropiar esas tierras y las destinó a parques y paseos públicos. El Parque Saavedra quedó como símbolo de lo que alguna vez fueron esas hectáreas de campo.
Con el correr de las décadas, el barrio fue creciendo, aparecieron las fábricas como Nestlé o Philips, los clubes, las bibliotecas, las murgas y el fútbol de Platense. Llegaron también los artistas y los escritores que hicieron de Saavedra una fuente de inspiración, Leopoldo Marechal con su Adán Buenosayres.
Hoy, cuando vemos edificios nuevos levantarse donde antes hubo casonas o negocios de toda la vida, cuando los vecinos ya no se conocen tanto como antes, es importante no olvidar de dónde venimos. Porque así como recordamos la parrilla de Justo, la librería Bramanti, a Julio el diariero, a la tienda de Vega o a tantos otros personajes que hicieron barrio, también tenemos que recordar a don Luis María Saavedra, aquel vecino lejano que dio nombre a todo esto.
Él no pudo imaginarlo, pero su chacra, su gesto de donar la tierra para la estación y su apellido, quedaron grabados para siempre. Y cada vez que alguien dice me bajo en Saavedra o yo soy de Saavedra, de alguna manera lo estamos nombrando.
Pero un barrio no son solo calles y edificios, son las historias, los vecinos y los recuerdos que lo hacen latir. Y Saavedra, con su túnel nuevo, con sus cambios y con su gente, sigue latiendo al compás del tiempo.
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