viernes, 26 de septiembre de 2025

 Hubo un tiempo en que el parque Saavedra tenía un aire de cuento. Entre sus árboles, donde hoy los chicos andan en bicicleta y los abuelos se sientan a tomar sol, se levantaba un molino que en realidad nunca fue molino. 
Era un tanque de agua, parte de la vieja chacra de un sobrino de Cornelio Saavedra, su estructura, con forma de torre fantástica, parecía fuera de lugar, como si alguien la hubiera traído desde otra historia para plantarla en el corazón del barrio.
Los vecinos lo miraban con cariño, no era útil, no giraban aspas ni sacaba agua, pero estaba ahí, dándole identidad al parque, como esos detalles que no tienen explicación y, sin embargo, se vuelven imprescindibles. 
Fue declarado Patrimonio Cultural y se sostuvo durante años gracias a la voluntad de quienes lo sentían suyo, hasta que, un día, el tiempo pudo más y el molino desapareció.
Hoy ya no se lo puede ver, pero basta caminar por el parque para sentir que sigue allí, escondido entre los recuerdos, quien cierre los ojos quizá lo vea reflejado en un lago que tampoco está, aquel Paseo del lago” alimentado por el arroyo Medrano, donde se navegaba en pequeñas barcas y las familias se sacaban fotos en blanco y negro.
La historia del parque es la historia de la vida barrial, donde antes sonaban los organitos y giraba la calesita con su música de campanitas que aun esta, hoy los chicos corren detrás de una pelota o trepan los juegos modernos, pero la risa es la misma, la de la infancia, eterna, que llena de vida las tardes de Saavedra.
Los fines de semana, el parque se convierte en un ritual compartido, hay rondas de mate bajo la sombra, grupos de amigos que se tiran en el pasto, vecinos que se cruzan y se saludan con la confianza de toda la vida. En los caminos se mezclan los que hacen gimnasia, los que salen a correr, los que pasean al perro o simplemente buscan un respiro en medio de la ciudad.
El molino ya no está, pero el parque sigue siendo su herencia. Es un espacio de encuentro, un punto de unión entre generaciones, donde los mayores cuentan cómo era aquel parque con lago y los más chicos inventan sus propias aventuras. Entre las ramas, las veredas y los bancos, parece flotar la certeza de que los lugares no mueren cuando son queridos: cambian, se transforman, pero siguen latiendo en la memoria colectiva.
Así, cada tarde en el parque Saavedra es un puente entre el ayer y el hoy. El molino, la calesita, el lago, los organitos, las bicicletas, los mates y los juegos forman parte de un mismo hilo invisible. Un hilo que nos recuerda que no solamente caminamos un parque, caminamos una historia que nos pertenece a todos.


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