martes, 9 de septiembre de 2025

 La toca en el cabello, también llamada tubi o vuelta, era más que una técnica para alisar el pelo sin calor, era casi un ritual. 
Las abuelas de hoy, que en ese entonces eran muy jóvenes y llenas de sueños, se hacían la toca con paciencia infinita, enrollaban el cabello húmedo alrededor de la cabeza, sujetándolo con pinzas o una red, hasta formar un círculo perfecto. 
Así, al día siguiente, se soltaban la melena lacia, brillante, como si hubiesen pasado por una peluquería, pero sin gastar un centavo.
Nosotros, adolescentes de esos años, sabíamos que la toca era un signo de cuidado, de coquetería y también de espera, esperar que se secara, esperar que quedara bien. 
La vida parecía estar hecha de esas esperas, el sábado a la tarde, cuando nos juntábamos a caminar por la avenida Cabildo, mirando vidrieras como si fueran escaparates de un futuro posible; o más tarde, a eso de las diez de la noche, cuando salíamos rumbo a los bailes de división, organizados para juntar dinero con vistas al viaje a Bariloche.
Bariloche, ese viaje soñado que era, al mismo tiempo, un destino y una promesa, cada baile, cada rifa, cada pequeño sacrificio económico tenía sentido porque, al final del camino, nos esperaba esa aventura compartida que quedaría grabada como una postal imborrable.
Hoy, cuando uno mira hacia atrás, esas escenas se revisten de una ternura especial, porque no eran solo caminatas, bailes o tocas en el pelo, eran gestos cotidianos que iban tejiendo una identidad común, un modo de crecer en compañía, de hacerse adultos entre risas, música y pequeñas complicidades.
Las abuelas de hoy, que entonces eran muchachas de mirada traviesa, siguen recordando cómo se preparaban con esmero para la salida del sábado. el pelo alisado con la toca, un vestido sencillo pero cuidado, los zapatos lustrados.
Los varones, a su manera, también se arreglaban. una camisa planchada, un poco de perfume barato, y el corazón latiendo fuerte por si había ocasión de bailar con esa chica que los desvelaba.
Los bailes no eran solo entretenimiento, eran, sobre todo, excusas para encontrarse, para mirarse a los ojos, para cruzar palabras que en otro contexto no nos animábamos a decir. 
Había en esas noches una ilusión colectiva, cada pareja que se formaba, cada grupo de amigos que se armaba alrededor de una mesa, era una pieza más de esa juventud compartida que hoy, décadas después, recordamos con una mezcla de alegría y nostalgia.
Y es que el tiempo pasó, los cabellos alisados por la toca ahora son canas que asoman con dignidad, los que corríamos de un lado a otro, hoy caminamos más despacio, acompañados de nietos curiosos que nos preguntan cómo era todo en nuestra época. Y nosotros les contamos, a veces con orgullo, a veces con un dejo de melancolía, que antes no existían los celulares, que para vernos había que encontrarse en persona, que las conversaciones se daban cara a cara, mirando a los ojos, y que en esa mirada estaba la verdad del momento.
Hoy, los amigos de entonces no se llaman por teléfono tantas veces como quisiéramos, pero cuando nos encontramos, aunque pasen meses o años, el tiempo se encoge, basta una mirada, un chiste compartido, una anécdota repetida mil veces para sentir que seguimos siendo aquellos jóvenes que caminaban por Cabildo o que bailaban hasta la madrugada para juntar plata para Bariloche.
Son postales de otra época, sí, pero siguen vivas, no como recuerdos lejanos, sino como parte de lo que somos. Porque aquellas tardes, aquellas noches y aquellos viajes fueron más que momentos felices, fueron la trama que nos unió y que hoy, como abuelos y abuelas, sigue vibrando en cada risa, en cada abrazo, en cada memoria que compartimos con quienes vinieron después.


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