La tormenta había terminado casi con un suspiro, con la última gota de lluvia resbalando por la tela, ella cerró el paraguas antes de cruzar la avenida. El semáforo le daba paso, y al fondo, en medio del caos de autos y colectivos, un rayo de sol tibio rompía la tarde anunciando su despedida.
Él también cruzaba y entre el tumulto de cuerpos y pasos apurados, se miraron. Fue un instante breve, pero tan intenso que ninguno de los dos pudo seguir caminando igual, ella aceleró hasta la vereda, él dudó, pero al segundo volvió sobre sus pasos para seguirla.
Cuando ella puso los dos pies sobre la acera, giró la cabeza, quería comprobar si lo había imaginado, si aquel hombre se había perdido en la multitud, pero estaba allí, a su lado, demasiado cerca como para fingir casualidad.
Sin decir palabra, le tomó la mano, ella no se resistió y caminaron juntos, como si los uniera un acuerdo antiguo, secreto.
Avanzaron por la avenida iluminada de ocaso, minutos después, bajo un cartel de cine ya desgastado por el tiempo, se detuvieron. Él la miró fijo, como si buscara permiso en su respiración agitada, y se inclinó.
El beso fue torpe primero, urgente después, hasta que ambos se reconocieron en esa mezcla de labios húmedos y ternura contenida.
La ciudad desapareció, la gente, el ruido, el tránsito, todo quedó lejos, solo quedaron ellos dos, enredados en un deseo súbito que los arrastró hasta una esquina olvidada, donde las persianas bajas y los portales cerrados les ofrecieron refugio.
Allí, entre sombras húmedas, él apoyó su espalda contra la pared y la atrajo hacia sí, ella dejó caer el paraguas, y con manos temblorosas buscó su cuello, su pecho, su cintura.Él deslizó los dedos por su cabello mojado, bajando luego por la curva de su espalda hasta sentir el calor de sus caderas. se besaban como si quisieran devorarse, como si el tiempo se hubiera acortado y solo quedara esa oportunidad.
Ella, con una mezcla de timidez y osadía, se pegó contra él, sintiendo el cuerpo erguido y fuerte que la reclamaba.
Los labios se multiplicaron en el cuello, en los hombros, en la piel recién descubierta cuando la blusa cedió a los botones apresurados, el roce de sus manos, la respiración entrecortada, el temblor de las piernas, todo fue creciendo como una tormenta distinta, que no se derramaba en agua, sino en deseo.
Cuando finalmente se perdieron en la penumbra de aquel pasillo, dejaron que el mundo se apagara afuera.
Allí, entre caricias ansiosas y silencios cómplices, se entregaron, fue un encuentro breve, urgente, húmedo todavía por la lluvia, pero tan intenso que se grabó en la memoria de ambos como el verdadero inicio de todo.
Hoy, pasados los años, aún caminan por la misma avenida van de la mano a hacer las compras, se detienen en los mismos lugares, sonríen ante el mismo cine que ya no proyecta películas, sino que anuncia reuniones religiosa y cada vez que lo miran, no pueden evitar recordar aquella primera tarde, cuando se cruzaron en medio de la avenida y descubrieron, entre beso y deseo, que la vida entera podía empezar en un instante.
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