Entre el río Carapachay y el Caraguatá se escondía uno de los secretos más preciados de nuestros sábados, un corredor natural, un pasillo angosto y exuberante que parecía inventado por la selva. La excursión de la linda caminata, era más que un simple trayecto, un rito, una travesía que repetíamos una y otra vez como quien regresa a un lugar sagrado.
Aquel pasillo estaba formado por la espesura de la vegetación, los sauces llorones inclinaban sus ramas hasta casi rozarnos la cabeza, los juncos crecían como muros desordenados y las enredaderas se colgaban de árbol en árbol, formando arcos improvisados que parecían portales hacia un mundo oculto, por el medio, serpenteaba un arroyo pequeño, una zanja, decíamos en broma, pero que a nuestros ojos tenía la solemnidad de un río místico.
Ese arroyo era como un hilo conductor que nos llevaba, paso a paso, desde el Carapachay hasta el Caraguatá, atravesando un terreno que parecía inventado para el asombro.
Íbamos como podíamos, algunos en zapatillas viejas y húmedas, otros descalzos, desafiando las espinas y el barro, el vestuario variaba según el clima y el humor, shorts en verano, camperas y hasta bufandas en los días más fríos, no importaba demasiado la incomodidad, lo esencial era estar ahí, caminar juntos, reírnos y sentirnos dueños de una aventura que parecía infinita.
Conversábamos de todo y de nada, a veces sobre chicas, otras sobre música, política o sueños que nunca se cumplían, muchas veces simplemente nos gastábamos chanzas, como si el tiempo fuera eterno y no hubiera nada más serio que hacernos reír. Alguien sacaba un cigarrillo, otro improvisaba una historia fantástica y todos la seguíamos como si fuese cierta, el humo se mezclaba con el olor húmedo del monte, y en ese aire espeso quedaban suspendidas nuestras voces jóvenes.
La caminata tenía algo de libro de aventuras, yo solía pensar en Robinson Crusoe o en La isla del tesoro. El Delta, con su vegetación cerrada y sus sonidos misteriosos, nos envolvía como un escenario preparado para nosotros: el croar de las ranas al caer la tarde, el zumbido constante de los mosquitos, los pájaros que se cruzaban de rama en rama como centinelas invisibles, todo parecía formar parte de un cuento que, sin embargo, era real.
El grupo variaba, siempre estábamos con Alberto y Rubén, infaltables compañeros de andanzas, a veces se sumaba algún otro amigo, atraído por las historias que contábamos después. Cruzar aquel pasadizo era como pasar una prueba: había barro hasta los tobillos, ramas que se enredaban en la ropa, algún susto cuando un bicho se nos cruzaba de golpe. Pero lo hacíamos con la convicción de que, del otro lado, nos esperaba el premio, la libertad de sentir que éramos exploradores en un mundo secreto.
El punto de encuentro, casi siempre, era la famosa casa el Pájaro Loco. Esa casa, mezcla de refugio y leyenda, era la base desde donde partíamos hacia el corazón del Delta.
Entrar y salir de allí era como firmar un pacto tácito lo que sucedía en esas travesías quedaba guardado entre nosotros y la selva.
Hoy, con el paso de los años, miro hacia atrás y recuerdo todo aquello con un sabor agridulce, la nostalgia me invade como un río lento, por un lado, la alegría inmensa de haber vivido esas aventuras, y por otro, cierta inquietud.
Pienso en los riesgos que corrimos, en las locuras que hicimos sin medir consecuencias, algunas me provocan un estremecimiento, como si recién ahora, a la distancia, entendiera que nos la jugábamos más de la cuenta, a veces hasta me da vergüenza recordarlas, pero es una vergüenza tibia, mezclada con satisfacción.
Porque lo cierto es que lo hicimos, lo vivimos.
En su momento, cuando debíamos hacerlo, sin pedir permiso y sin esperar a que llegara un tiempo más seguro. Y hoy, al recordarlo, siento que aquellas caminatas eran mucho más que un pasatiempo de juventud, eran una manera de afirmarnos, de gritarle al mundo que estábamos vivos, que teníamos derecho a equivocarnos y a soñar.
Entre el Carapachay y el Caraguatá quedó guardada una parte de nosotros, en ese pasillo selvático, en ese arroyo que parecía insignificante y en esa casa del Pájaro Loco, todavía respira un pedazo de nuestra juventud y cuando cierro los ojos, puedo vernos otra vez, descalzos, embarrados, riendo a carcajadas, cruzando ese corredor como si fuese la entrada a un mundo mágico que, de algún modo, sigue existiendo en mi memoria.

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