sábado, 18 de enero de 2025

Ella es la emoción que despierta la vida,
dulzura escondida en la simpleza infinita.
Es una palabra que danza con firmeza y calma,
pronunciando auxilio que acaricia el alma.
Ella son mis lágrimas, mi risa, mi anhelo,
en el silencio donde la escucho y me vuelo.
Guarda en sus manos problemas y claves,
casillas de vida con soluciones suaves.
Es sonrisa y fuerza, refugio y valor,
guarda las palabras como un fiel fulgor.
Es el sol, la luna, las estrellas lejanas,
la lluvia que canta, el viento que emana.
Es mi musa, mi poesía, mi melodía,
pero debería ser un libro, una vida.
Páginas enteras que cuenten su ser,
relatos sin fin de su modo de querer.
Todo en sus ojos, en su voz tan sincera,
en sus consejos, su esencia entera.
Ella, única en el vasto universo,
y en la vida, mi verso más sentido.
El cielo plomizo baña Buenos Aires,
las palomas esperan en el campanario.
Una lluvia se anticipa, refresco anhelado
para una ciudad sofocada por el calor.
Días de asfalto ardiente y pasos lentos,
de ventanas abiertas buscando un respiro,
mientras los ventiladores cantan su letanía.
Es la quincena de vacaciones,
el mar retrocede ante el bullicio.
La oposición se queja, calculadora en mano,
cuentan turistas, porcentajes, estadísticas.
En el peaje, el conteo no se detiene:
autos, familias, rutinas en tránsito.
Mientras tanto, aquí en la ciudad,
el asfalto comienza a dejarnos transitar
más libre y rápidamente.
El aire, aunque denso, promete alivio.
En la orilla del río, donde el mundo desacelera,
las sillas que manos trabajadoras restauraron con amor
aguardan como siempre nuestra llegada.
El mate nos acompaña, humeante y paciente,
mientras las primeras gotas intentan limpiar el cielo.
Conversamos como solo se conversa junto al agua:
sin apuro, sin tiempo, sin final.
Las palabras fluyen como el río,
tocando temas hondos y livianos,
tejiendo historias entre risas y silencios.
Y cuando la lluvia cede, la luna emerge.
Nos encuentra abrazados bajo miles de estrellas,
unidos no solo por el cielo inmenso,
si no, también por los sueños y los recuerdos
qué noche a noche compartimos al borde del río.
Mientras tanto, mirando por la ventana
en la paz del día plomizo, ella: toma café.

lunes, 13 de enero de 2025

 
Aquella tarde de magia sencilla,
apoyé mi cabeza en tu pecho,
y el mundo entero pareció detenerse.
En la penumbra suave que nos envolvía,
las palabras fluyeron como un río sereno,
descubriendo anécdotas guardadas,
tesoros escondidos en los recovecos del tiempo.
Hablamos de vidas largas y plenas,
de risas atrapadas en el recuerdo,
de sueños que aún esperan su turno.
Cada frase era una llave
que abría puertas secretas,
y entre palabra y suspiro,
nos perdimos en la complicidad del momento.
Todo fue fantástico, inolvidable.
Los relojes, rendidos ante nuestra unión,
clavaron sus agujas en un instante eterno.
El sol, celoso quizás, detuvo su camino,
y la luna se quedó quieta,
observando desde lejos
la magia que en silencio tejíamos.
¿Y cuál magia?
Esa que nace de algo más profundo
que las palabras pueden explicar.
Esa que solo tú conoces,
como un misterio guardado en tu voz,
en tu risa, en la forma en que miras.
Una magia que el resto del mundo
nunca podrá entender.
En medio de la oscuridad,
sin más luz que la de nuestra entrega,
creamos un universo propio,
un rincón secreto donde el tiempo no existe.
Allí, éramos solo nosotros,
sin prisa, sin miedo,
solo un par de almas que se encontraron
y decidieron quedarse.


 El sol comienza a despedirse sobre la laguna Idahome,
tiñendo el agua de tonos dorados y cobrizos,
reflejando la calidez de tu cuerpo,
que una y otra vez se desliza con gracia sobre el agua,
como una sirena que ha decidido reinar en la tarde.
Cada movimiento tuyo es poesía,
una danza que se funde con las ondas del agua,
mientras el bote se acuna suavemente,
acompañado por el susurro de la vegetación
y el canto lejano de las aves,
guardianas de este silencio profundo y sagrado.
Estamos escondidos en el corazón del delta,
a pocos metros del Carapachay,
un refugio donde el mundo se olvida de nosotros
y nosotros del mundo.
Subes y bajas del bote,
como un juego que no necesita reglas,
y entre risas intentas que me una,
que deje la seguridad de mi rincón
para abrazar la libertad del agua con vos.
El atardecer se viste de fiesta,
adornando el cielo con pinceladas de fuego.
Y allí, entre risas y miradas,
una danza de placer nos envuelve.
El agua, cálida y cómplice,
nos invita a ser niños y amantes a la vez,
a explorar ese instante eterno
donde todo lo demás deja de importar.
Es un sábado más,
una tarde más en este paraíso secreto,
pero cada momento contigo
parece nuevo, irrepetible,
como si el delta nos reinventara con cada encuentro.
Tu voz, dulce y melodiosa,
se convierte en la canción del verano,
una melodía que llena el aire
y que solo los que aman profundamente pueden escuchar.
Cuando el crepúsculo comienza a ceder,
y las sombras anuncian la llegada de la noche,
nos abrazamos, envueltos en un amor que no conoce tiempo.
El bote, fiel compañero, nos lleva río arriba,
a un destino que solo nosotros conocemos.
El nido que construimos es un misterio,
un rincón escondido en el delta,
donde el amor nos cobija
y la belleza del mundo parece detenerse para contemplarnos.
Las estrellas, una a una,
comienzan a guiarnos con su brillo silencioso.
Ellas son testigos de nuestro secreto,
del amor que crece en medio de estas aguas,
donde el delta se convierte en cómplice
de lo que solo vos y yo compartimos.
Allí, bajo el manto nocturno,
con el río como testigo eterno,
nos dejamos llevar por la corriente,
sin importar el destino,
porque en este refugio de amor y naturaleza,
todo lo que importa es que estamos juntos,
y el resto del mundo puede esperar.

 El sol se hundía con pereza tras el horizonte, bañando el paraje de Las Palmas en tonos dorados y anaranjados. Allí, al final de la ruta 25, donde la civilización parecía ceder ante la inmensidad de la naturaleza, el mundo se ralentizaba, y el tiempo, como una brisa tibia, envolvía todo con suavidad. Ella apareció como si formara parte de aquel paisaje, caminando entre los altos pastizales, con una delicadeza que hacía dudar si sus pasos realmente tocaban el suelo. Sus ojos capturaban los colores del atardecer y los multiplicaban en matices que parecían infinitos. Su cabello, libre y rebelde, danzaba al compás del viento, y su risa –una música que ninguna melodía podría igualar– se deslizaba sobre las aguas tranquilas del río cercano. Desde el momento en que sus miradas se cruzaron, algo en el aire cambió. Hablaron poco al principio, porque el lenguaje de las palabras era torpe comparado con lo que sus gestos y silencios decían. Él, un viajero que había llegado buscando soledad, halló en ella un hogar al que nunca había pertenecido.Ella lo condujo a un rincón escondido, donde las palmas se alzaban como columnas que sostenían el cielo. Bajo su sombra compartieron historias y risas, mientras el tiempo parecía doblarse para extender cada instante. Esa noche, a la orilla del río, ella le propuso lo impensable: partir juntos.¿Adónde?, preguntó él, aunque sabía que no importaba. Donde nos lleve el río, respondió ella, y su sonrisa contenía todas las promesas que el mundo podía ofrecer. Al amanecer, con el canto de los pájaros como despedida, subieron a un viejo bote de madera que parecía esperarles. Con el río como guía, dejaron atrás Las Palmas, llevándose en sus almas la esencia del paraje. El agua reflejaba sus rostros, iluminados por un nuevo amanecer. No sabían a dónde los llevaría la corriente, pero la incertidumbre era un alivio cuando estaban juntos. Ella cantaba canciones antiguas, y él remaba al ritmo de su voz. Ambos aprendieron a leer en los susurros del río y en las señales del cielo.Con el tiempo, el mundo cambió a su alrededor, pero su amor permaneció inmutable. Cada puerto que tocaban era un capítulo nuevo; cada río que navegaban, un hilo más en la trama de su historia.
Nunca regresaron a Las Palmas, pero el paraje vivía en ellos, en cada mirada, en cada risa compartida, como un recuerdo de la primera vez que el destino los unió.


 Los domingos son mares sin viento,
silencios de arena en el reloj,
calma que asfixia entre tanto intento
de encontrarle sentido al sol.
El cielo se tiñe de una pereza amarga,
la brisa no arrastra promesas ni flor,
y el tiempo se cuelga como una carga,
ajeno a la prisa, ajeno al fervor.
Se cuelan las horas con pasos de plomo,
la luz desgastada dibuja un rincón;
el alma se enreda, sin rumbo, en el lomo
de un sueño que nunca tendrá conclusión.
Busco en la mesa algún eco de vida,
pero el mantel solo guarda el ayer.
La tarde se extiende, doliente y herida,
con un horizonte que no quiere ceder.
Domingo eterno, jornada baldía,
donde el aire pesa y el pecho se hundió.
Si acaso el reloj acelerará el día,
quizás su condena me deje en paz hoy.


 El lunes empieza con la parsimonia de enero, como si hasta el calendario se negara a correr. Los colectivos retoman su ritmo habitual, aunque con un aire distinto, casi resignado. Enero tiene esa calma rara, como un bostezo largo entre días iguales. ¿Qué sé yo, viste?, pienso mientras espero en la parada.
Subo al colectivo que me deja cerca del trabajo. Apenas me acomodo en el asiento, siento el dolor punzante en el dedo del pie, recuerdo el golpe torpe de ayer por la mañana. Una esquina de la cama me ganó la batalla antes de salir. Ahora el dolor sube hasta las muelas y no puedo evitar dibujar con los dedos en el aire globos de historieta: caricaturas mudas que protestan por el calor pegajoso.
Las calles, un poco más vacías que de costumbre, respiran esa mezcla de letargo y transpiración que trae enero. El viento, ese aliado ocasional, parece haberse tomado vacaciones, dejando al sol su reino. El aire está denso, como si cada bocanada costara un poco más.
El colectivo avanza, y el vaivén monótono me arrulla, aunque no tanto como para olvidarme de que es lunes. Lunes otra vez, pienso, y no puedo evitar tararear en mi cabeza esa canción de Sui Generis que habla de semanas que empiezan y terminan en un suspiro.
La rutina es un engranaje bien aceitado. Las mismas caras en las mismas paradas. Las mismas conversaciones que parecen un eco de semanas anteriores. Aun así, hay algo en esta repetición que me reconforta. Es como caminar por un sendero conocido, aunque el paisaje no sea especialmente emocionante.
Unas horas más, unos días más, y quién sabe, quizás algo cambie. Por ahora, el sudor del sol nos empuja hacia adelante, como si cada paso, cada respiración, fuera un pequeño triunfo sobre este calor aplastante.
El colectivo dobla la esquina, ya estoy cerca. Y aunque el día recién empieza, ya puedo imaginarme en casa, con un ventilador girando como una promesa de alivio después de la ducha nocturna. Porque sí, enero es pesado, lento, y a veces insoportable. Pero, al final, Alla vamos ¡¡¡, como decía una famosa que se autoproclamaba inmortal:  porque siempre, hay algo que nos espera al final del camino.

 En la plaza que me vio crecer,
entre toboganes altos de madera
y hamacas que rozaban el cielo,
un busto de Alberdi guardaba el centro,
y la calesita giraba sin tregua,
como si el tiempo quisiera quedarse.
Los domingos eran una fiesta,
el paseo entre risas y pasos lentos,
con la promesa dulce de la panadería,
donde la cola interminable,
como un río de aromas y charlas,
anunciaba las facturas que cerraban el día.
Hoy vuelvo, pero no estoy solo.
Ella camina a mi lado,
su risa es la brisa que acaricia la tarde.
Nos sentamos en el mismo banco de antaño,
los mates calientan las manos
mientras el sol se despide del cielo.
La plaza nos envuelve en su abrazo,
los árboles murmuran secretos del viento,
y la noche, tímida, se une al encuentro.
Bajo el manto estrellado de un verano,
la poesía se escribe en silencio,
con cada mirada, con cada suspiro,
y el amor florece donde la infancia dejó su huella.


 La luna llena, altiva y eterna,
asciende esta noche desde el río,
pero en su resplandor hay un dejo de envidia,
pues sabe que tus ojos iluminan más que ella.
Ese brillo, tan profundo como el cielo estrellado,
no solo acaricia la noche;
la domina, la transforma, la hace suya.
Tus ojos, faroles de un verde o un azul indescifrables,
como el agua que corre en el delta,
conducen miradas, despiertan sonrisas,
y esconden secretos que ni la luna puede alcanzar.
Con picardía dibujan días enteros,
y son el faro de los paseos a orillas del río,
donde el viento murmura historias de amor
y el agua refleja nuestras sombras, tan juntas.
La luna, esta noche, parece detenerse;
queda suspendida, embelesada por tu presencia.
Intenta igualar la fuerza de tu mirada,
pero se pierde en su propia distancia.
Mientras tanto, tú, aquí cerca,
con esa risa suave que embriaga
y esos ojos que movilizan todo a su paso,
conviertes al delta en un escenario eterno.
Cada ola que besa la orilla lleva tu nombre,
cada estrella que aparece lo hace por ti.
Y yo, perdido entre las luces de tus pupilas,
me encuentro y me pierdo a la vez.
El universo esta noche se rinde ante ti:
la luna, gigante y orgullosa, se inclina;
el río, eterno y paciente, te canta;
y yo, en esta poesía que nunca basta,
intento atrapar en palabras lo inalcanzable:
el color inigualable de tus ojos
y el amor infinito que despiertan en mí.








jueves, 9 de enero de 2025

 Eres mujer de fuerza y de vuelo,
luchadora incansable en mares de tormenta,
y aun así, en medio del correr de la vida,
guardas la ternura de un susurro al amanecer.
Tu inteligencia es luz que guía caminos,
en la noche más oscura,
y con cada palabra, construyes puentes
hacia un mundo que entiendes y transformas.
Eres capaz, poderosa,
con manos que levantan y sostienen,
con una voluntad que desafía los vientos
y un corazón que late al compás de la esperanza.
Hermosa, sí, pero más allá del reflejo,
tu belleza es la calma de una mirada sincera,
el misterio de un gesto que no se agota,
la gracia que encuentras hasta en lo sencillo.
Eres amada, profundamente, sin medida,
porque en ti habita el fuego de los sueños,
la suavidad de un abrazo en el momento justo
y la promesa de un mañana que siempre florece.
En vos se mezclan las mareas y los cielos,
la pasión ardiente y la dulzura calma.
Eres la llama que calienta mi pecho
y el agua que apacigua mi sed.
Tu risa es un canto que llena la casa,
tu piel, un lienzo que guarda historias,
y tu voz, la melodía que me acompaña
en cada uno de mis días y mis noches.
Eres un libro que nunca dejo de leer,
una aventura que no deseo terminar,
el motivo por el que mi mundo
tiene sentido y horizonte.
Tu sensualidad no está en el artificio,
sino en la manera en que existes, plena.
En cada mirada que entrega y reclama,
en cada gesto que promete universos.
Por todo esto y más, mujer amada,
luchadora de días y noches,
te celebro, te admiro y te deseo.
Sos vos, el eje de mi alma y mi verso.
Sos vos, la razón de este poema.

miércoles, 8 de enero de 2025

 Evitarte es imposible,
tu sonrisa tiene el don de alegrar el día,
de convertir la rutina en un destello,
y tus palabras,
esas mágicas pinceladas de tiempo,
hacen que los minutos vuelen
y las horas se desvanecen.
A tu lado,
todo se transforma.
Cada instante lleva tu marca,
única como vos,
una huella que el corazón atesora.
La felicidad, incompleta sin tu presencia,
se complementa solo cuando estás.
Sentados al cordón de la vereda,
a orillas del río,
vemos caminar a la luna,
como si nos observara en su andar celoso.
Las estrellas, viajeras del cielo,
dibujan versos en su luz tenue,
y bajo ese manto,
nosotros caminamos,
creando juntos una poesía inédita.
Cada momento es un poema,
un susurro del universo
que nos elige para ser su voz.
A tu lado,
el mundo es un rincón perfecto,
y el amor,
un reflejo infinito de lo que somos.




 La tarde se deshace en oro,
deslizándose suave entre los juncos,
el río susurra historias antiguas,
y el remo acaricia la piel del agua.
Las embarcaciones se mecen, lentas,
como hojas que el viento olvida.
Aquí el tiempo pierde su prisa,
y el alma se hermana con la corriente.
El sauce inclina su verde melena,
secreto confidente del Paraná,
y un coro de aves dibuja melodías
que se pierden en el cielo azul.
El sol, cansado, desciende, despacio,
tiñendo de cobre las sombras del delta.
Cada reflejo es un verso fugaz
que el río canta y la tarde atesora.
Navegar es sentir la caricia
de un mundo que no sabe de muros,
es perderse para encontrarse,
como el agua que siempre regresa al mar.
En el delta, la tarde es poesía,
un instante eterno que nunca se olvida.
 Había un tiempo en que no necesitábamos un celular para organizar una cita. No había fotos trucadas, ni mensajes que se leían y se respondían al instante. Éramos nosotros, reales, sin más filtros que la luz del sol sobre nuestras caras. Caminábamos por las calles con una tranquilidad que ahora parece lejana. El mundo era menos inmediato, pero también menos ansioso.
Salir de noche era una aventura simple. Íbamos a bailar, no hasta el amanecer, sino hasta esa hora donde el cansancio comenzaba a susurrar. Entrábamos a los clubes o los salones, y la música hacía el resto. Las miradas cruzadas, un tímido "¿bailamos?" y el primer paso sobre la pista eran suficientes para romper el hielo. No había necesidad de alcohol en exceso, y las drogas, aunque existían, no eran protagonistas. Eran sombras que sabíamos dónde se ocultaban y que muchos preferíamos evitar.
Conocerse era todo un ritual. Si la conversación fluía y las risas eran sinceras, al final de la noche había un momento casi solemne: el intercambio de números. No eran largos códigos internacionales ni identificadores digitales. Eran apenas siete u ocho dígitos, anotados con cuidado en un papel o memorizados con el compromiso de no olvidarlos al llegar a casa. Cada llamada, desde el teléfono fijo del hogar, llevaba consigo un nerviosismo casi infantil, porque del otro lado no había una pantalla fría, sino una voz cálida.
Todo era distinto, quizás más lento, quizás más auténtico. Algunos dirán que era peor, otros que era mejor. Yo, con una sonrisa melancólica, prefiero recordar esos días con cariño. Había algo especial en la conexión humana sin mediadores tecnológicos.
Pero no todo ha cambiado para mal. Aunque el presente está saturado de pantallas, redes sociales y la inmediatez que a veces abruma, aún es posible encontrar a personas únicas. De vez en cuando, entre tanto ruido digital, aparece alguien que logra cruzar la barrera, alguien que no se pierde en la superficialidad del mundo moderno. Esas personas son un recordatorio de que la autenticidad no se ha perdido por completo.
Sin embargo, entre todos esos momentos de conexión real, hubo uno que lo cambió todo. Fue cuando la encontré a ella. En su mirada había algo que desarmaba cualquier artificio, algo que hacía que el mundo se sintiera tan sencillo y verdadero como aquellos días que tanto extraño. No hizo falta más que una conversación, un gesto, un instante para darme cuenta de que, por sobre todo a mi alrededor pareciera digital y efímero, ella era diferente.
Con ella me sentí más real que nunca. No fue una llamada ni un mensaje lo que construyó ese puente entre nosotros, sino algo mucho más humano, más antiguo y esencial. Y desde ese momento, supe que no importa cuánto cambie el mundo, siempre habrá algo en nosotros capaz de resistir la marea de lo artificial.
Ella fue, y sigue siendo, mi recuerdo más vivo de lo que significa ser real.
 El sol de enero golpea sin piedad, y su rostro lo refleja. Transpira la calurosa mañana mientras camina hacia el trabajo. La calle, menos ruidosa que en otros meses, parece un eco amortiguado del caos de siempre. Los días pasan en un viaje monótono, acompañada por la incertidumbre, los negociados y el desastre que dejaron los gobiernos anteriores.
Las resoluciones van y vienen, vacías, sin contenido. Intentan hacer lo que no saben, improvisando en un país que parece estar siempre al borde del abismo. Y en medio de todo, un examen para evaluar la capacitación. Ridículo desde su anuncio, terminó siendo una farsa más, un trámite inútil que se suma al cúmulo de decisiones absurdas.
En cada fin de mes, la misma pregunta flota en el aire: ¿qué pasará? Familias enteras, que dependen de un sueldo mensual para sobrevivir, viven pendientes de las decisiones de un inútil de turno. Mientras tanto, los que realmente conocen el trabajo, los que durante años se capacitaron y construyeron carreras con esfuerzo, esperan sentados en una silla que nunca se mueve.
El poder, como siempre, elige a los amigos. No importa el mérito, no importa la experiencia. Los que saben, los que podrían marcar un rumbo diferente, quedan relegados a la sombra, mientras el tiempo corre y las tareas importantes quedan paralizadas.
Argentina, tierra del lo arreglamos con alambre. Aquí, las decisiones vitales se postergan, las promesas quedan en el aire y la incertidumbre reina. Y mientras tanto, aquellos que conocen el cómo y el cuándo, aquellos que podrían hacer la diferencia, se van. Emigran detrás de las fronteras, buscando un lugar donde sus talentos sean valorados.
Y aquí, en esta tierra que alguna vez fue prometedora, seguimos viviendo la odisea de los giles. Veinte años de saqueo han pasado sin que nadie diga una palabra, porque hay quienes no pueden ser criticados. Intocables, blindados por un sistema que los protege y perpetúa.
Vivimos en un país jardín de infantes, donde el viva la pepa es el pan de cada día. Un lugar donde el esfuerzo parece no valer nada, donde los que podrían construir algo mejor son ignorados o empujados al exilio, y donde los mediocres, los oportunistas y los improvisados manejan el timón de un barco que hace aguas por todas partes.
Y aun así, seguimos caminando, bajo el sol implacable, con la esperanza de que algún día el rumbo cambie. Aunque el alambre que sostiene este país parece cada vez más delgado, algunos aún sueñan con un futuro donde el trabajo, el mérito y la justicia sean la base de todo.

martes, 7 de enero de 2025

 El amanecer siempre encuentra a María antes que a muchos. Con el primer rayo de sol, ella ya está de pie, dejando que el aroma del café recién hecho la despierte del todo. La rutina es su aliada y su desafío, un baile que domina con gracia y precisión.
Primero, pone a lavar la ropa, cuidando que cada prenda quede impecable. Luego, la cocina se llena de vida: olores, sabores, un ritmo que solo ella comprende. Ordena cada rincón de su casa con una dedicación casi ceremonial. Pero siempre, siempre falta algo. Corre al supermercado, como quien persigue el último detalle para completar un cuadro perfecto.
El balcón es su pequeño refugio de tareas: despeja el espacio de su mascota, acariciada por un sol que parece querer abrazarla. Después, viaja hacia su trabajo. María no solo trabaja, ella entrega. Su día transcurre en medio de los más necesitados, ofreciéndoles no solo ayuda, sino también esperanza, una oportunidad.
Cuando el sol se despide y el cansancio pesa, María regresa a su hogar. Sus pasos son más lentos, pero su espíritu sigue encendido. Prepara la cena con la misma devoción con la que inicia su día. Tras una ducha reparadora, se desliza entre las sábanas, dejando que el cuerpo se rinda al descanso.
Pero antes, siempre hay tiempo para él. En esos minutos robados al sueño, le da un beso suave y susurra palabras que solo ellos comprenden. No siempre lo encuentra personalmente, pero cuando lo hace, juntos construyen un mundo único. Un refugio donde el amor rompe la rutina, donde las horas se alargan y el cansancio desaparece.
Así es María, única e irreemplazable. Su vida, aunque llena de deberes, se ilumina con esos momentos de amor y complicidad. Y aunque el día siguiente traiga nuevamente la rutina, ella lo enfrentará con la misma fuerza y ternura, porque sabe que, en su esencia, la vida es un acto de amor constante.


 

El amanecer siempre encuentra a María antes que a muchos. Con el primer rayo de sol, ella ya está de pie, dejando que el aroma del café recién hecho la despierte del todo. La rutina es su aliada y su desafío, un baile que domina con gracia y precisión.
Primero, pone a lavar la ropa, cuidando que cada prenda quede impecable. Luego, la cocina se llena de vida: olores, sabores, un ritmo que solo ella comprende. Ordena cada rincón de su casa con una dedicación casi ceremonial. Pero siempre, siempre falta algo. Corre al supermercado, como quien persigue el último detalle para completar un cuadro perfecto.
El balcón es su pequeño refugio de tareas: despeja el espacio de su mascota, acariciada por un sol que parece querer abrazarla. Después, viaja hacia su trabajo. María no solo trabaja, ella entrega. Su día transcurre en medio de los más necesitados, ofreciéndoles no solo ayuda, sino también esperanza, una oportunidad.
Cuando el sol se despide y el cansancio pesa, María regresa a su hogar. Sus pasos son más lentos, pero su espíritu sigue encendido. Prepara la cena con la misma devoción con la que inicia su día. Tras una ducha reparadora, se desliza entre las sábanas, dejando que el cuerpo se rinda al descanso.
Pero antes, siempre hay tiempo para él. En esos minutos robados al sueño, le da un beso suave y susurra palabras que solo ellos comprenden. No siempre lo encuentra personalmente, pero cuando lo hace, juntos construyen un mundo único. Un refugio donde el amor rompe la rutina, donde las horas se alargan y el cansancio desaparece.
Así es María, única e irreemplazable. Su vida, aunque llena de deberes, se ilumina con esos momentos de amor y complicidad. Y aunque el día siguiente traiga nuevamente la rutina, ella lo enfrentará con la misma fuerza y ternura, porque sabe que, en su esencia, la vida es un acto de amor constante.


Hay nombres que se dicen con cuidado, como si al pronunciarlos el aire pudiera quebrarse. Así es María, un eco que despierta lágrimas cuando la pienso y que me devuelve pequeños momentos en los que el mundo parece detenerse.
A veces, solo hay tiempo para extrañarla; otras, para compartir la simpleza de una risa, un café, o un instante en el que su presencia lo llena todo. No necesito más, porque su sonrisa me desarma y su abrazo me construye de nuevo. Tiene la fuerza de la luna, esa que guía en la oscuridad, y el brillo de las estrellas que alumbran en silencio.
Cuando la noche se enfría y el viento sopla con intensidad, María es el sol que no se esconde. Me calienta con palabras suaves y me sostiene con su luz, incluso cuando intento esconder mi vulnerabilidad. Me muerdo los labios para no emocionarme, pero es inútil. Ella me lee como un libro abierto, descifrando cada página con una ternura que jamás conocí.
María tiene el don de saber cuándo hacerme reír y arrullarme con historias de vida a orillas de la luna. En esos momentos, entre la quietud de la noche y el resplandor del cielo, nos encontramos a conversar la vida.
Es simplemente única, no por las grandes gestas, sino por los detalles que la hacen eterna. Cuando el sol nos da permiso, salimos a explorar un mundo que solo existe entre nosotros, donde no hay relojes ni prisas. Allí, somos solo ella y yo, y el amor que en su sencillez se vuelve infinito.
Así es María, un puente entre la rutina y el ensueño, entre la realidad y aquello que nunca quiero dejar de sentir.
 

 Los sábados tienen un perfume tuyo,
mezcla de humo de cigarrillo,
de sonrisa infinita y ojos
que parecen hechos del tiempo.
Me acompañas durante horas
a orillas del río,
donde los minutos
se deslizan lentos,
y las palabras fluyen,
como el agua que lleva
nuestros secretos,
envueltos en papel de caramelo.
Tu rostro brilla,
enfurece a la luna,
que se esconde tras las nubes,
celosa de tu luz.
En cada abrazo,
el mundo gira y gira,
y la noción del tiempo se desvanece.
El momento se vuelve eterno,
solo nuestro,
hecho para ser poesía,
única e inolvidable,
solo para vos.

 ¿Por qué sos poeta?
preguntó sorprendida
aquella noche entre cafés.
La miré y dije
por qué es el nombre
que designó alguien
a quienes intentamos escribir como yo.
Me miró fijamente y dijo
_ Tienen un corazón enamorado,
espíritu rebelde y romántico.
No saben ocultar lo que sienten
están hechos de amor
y nacieron para alabar las bellezas
en especial a la mujer
su máxima obra, siempre
es y será en nosotras,
lo veo en tus ojos antes de leerte
en tu amor no existe métrica,
ortografía menos signos gramaticales.
Solo existe un sentimiento
puro que llega al alma de la mujer.
Hay mujeres poetas conteste.
_ Si las hay, son expresivas, románticas,
enamoradas, soñadoras,
con la fuerza del amor que enloquece
al hombre, son las bellas poetisas.
_ ¿Y vos a qué mujer le escribís?
_ A todas como dijiste,
le escribo a la mujer ¡¡!
_ En tus ojos veo una mujer,
no me dirás quien es,
sus ojos son . . .
_ Bueno, basta, ya sabes demasiado,
_ Soy bruja, no te habías dado cuenta,
que paso cuando la desnudaste,
como fue el primer encuentro.
_ La desnudé en letras
por eso nos  encontramos,
de lo contrario ni ella ni yo
estaríamos conversando a diario
y no sabría tanto de ella
como cuando me abraza el alma.
El dia que escuche su voz
y esa sonrisa nerviosa
que me desnudo antes de que cualquiera
sin  quitarme la ropa, ni yo a ella.
 Un bondi con aire acondicionado, una tarjeta SUBE y una ilusión en los bolsillos. Ella viaja hacia el centro de Buenos Aires, pérdida entre las páginas de un libro que nadie más lee, entre líneas que quizás solo ella entiende. Afuera, la ciudad despierta lentamente, como si cada día tuviera que recordar cómo ponerse en movimiento. Los autos serpentean en las avenidas, el asfalto empieza a emanar su calor, y las esquinas, con su propio ritmo, cobran vida.
Ella viaja, desconectándose del ruido, conectada a otra realidad que solo le pertenece: un universo hecho de palabras, pensamientos y anhelos. Lleva una vianda en la mochila, una flor que quizás recogió por casualidad, y un mensaje sin enviar en su celular. Suspira, contando los minutos hasta llegar al trabajo, donde la rutina la espera paciente, como siempre, pero no más que sus propios deseos de escapar.
Mientras tanto, Buenos Aires respira su enero caluroso y lento. La ciudad parece haber hecho una tregua consigo misma: el tráfico mengua, las calles se alargan en la quietud, y el metrobus se convierte en una pista infinita donde los colectivos avanzan como sombras fugaces. Las plazas reposan, el aire se siente más liviano, y las oficinas comienzan su jornada en un silencio que sabe a verano.
Las clases llegarán, antes o después del carnaval, pero esa discusión parece tan lejana, tan absurda como negociar febrero entre el ruido de la ciudad y la brisa de una playa. Por ahora, ella se deja mimar por el aire acondicionado del bondi. Sus labios dibujan una sonrisa fugaz, como quien guarda un secreto o quizás un recuerdo.
Al llegar, la espera se resuelve con un cigarrillo. Un instante de pausa antes de enfrentarse a las horas largas, al bullicio que poco a poco despierta en los edificios. Pero entre esa espera y su rutina, hay algo más: las palabras que se quedan en su mente, las poesías que alguien, en algún lugar, escribe para ella. Porque alguien la piensa, la imagina entre versos, la envuelve en letras que buscan acariciar su alma.
Y así, un día más, una ilusión más, y un día menos en la ciudad. Las tardes se alargan y las sombras del Obelisco comienzan a marcar el ritmo del ocaso. A las 20, el sol se esconde, y los bohemios, con su andar desganado y su aire nostálgico, toman las calles, saludan a los monumentos, como si fueran viejos amigos. El Molino duerme, las palomas sueñan bajo el calor, y el conjunto escultórico de la plaza parece sonreír, tal vez recordando tiempos mejores.
Mientras tanto. Espero que entre todo ese caos, entre el vaivén de colectivos y esquinas llenas de vidas cruzadas que ella encuentre, y descubra mis palabras, esas que le escribo para cuidarla, para mimarla desde lejos. Porque entre el ruido de Buenos Aires y su desidia tan porteña, también hay poesía. Y ella, aunque no lo sepa, es la musa que la inspira.
 Un grupo de amigos, conocidos hace 56 años en la escuela. Un grupo que comenzó siendo compañeros de pupitre, confidentes de travesuras, cómplices de aprendizajes y, con el tiempo, se convirtió en algo mucho más grande. La vida los llevó por caminos distintos, pero las raíces, esas que crecieron juntas en la infancia, nunca dejaron de unirlos.
Son confidentes, compañeros de escucha, de risas y de silencios. Entre ellos hay un compadre de uno, otro compadre de otro, una amiga que es como una hermana, y una mesa que nunca está completa con los mismos rostros, pero que siempre está llena de historias. Uno se ausenta porque viaja a conocer la vida en el viejo mundo; otro falta porque la edad, con sus dolencias inevitables, empieza a marcar su paso. Pero no importa quién esté sentado o quién falte: la esencia siempre permanece.
Las pastillas, esas que un día aparecieron en la mesa como un chiste, hoy se intercambian con la naturalidad de quien comparte el pan. Esta es para la presión, aquella para dolor de cintura, y así, entre risas, hacen liviana la carga de los años. Pero también están los saludos cariñosos: un apretón de manos con el profe, un abrazo cálido con el calculista, y hasta un beso afectuoso con el experto en pastas frescas que llegó con un mensaje que le mandó un ausente desde el norte de América donde fue a visitar a sus hijos.
Los viernes, no importa si el primero o el último del mes, la cita es sagrada. La mesa se llena de pizzas, empanadas, flanes y café. Los brindis resuenan como una promesa de seguir adelante, de mantener viva la llama de esa amistad que desafía al tiempo.
Las diferencias políticas, deportivas, o de gustos no tienen lugar en ese espacio. Todo es respetado, porque lo que importa no es ganar discusiones, sino celebrar la vida que compartieron y siguen compartiendo. La mesa, testigo de cientos de historias, guarda los secretos de casi una vida entera.
Es un refugio, un pequeño mundo donde el tiempo parece detenerse. Y aunque el futuro es incierto, algo es seguro: esa llama seguirá encendida. Cada encuentro, cada risa, cada anécdota revivida le da fuerza para seguir iluminando a esos amigos y amigas de toda una vida.
Porque, al final, no importa cuántos años pasen ni cuántas sillas queden vacías. Mientras haya alguien dispuesto a sentarse en esa mesa, la amistad seguirá siendo eterna.


 El viento trajo su sonrisa, volando por la avenida, rozando el viejo cine de la infancia, ese que hoy solo vive en el recuerdo. Allí donde alguna vez vibraron risas y películas, ahora hay cajas, miles de cajas de medicamentos que se venden en cadena, pero solo en la capital. Pero, a unas pocas cuadras de distancia, en ese lugar gobernado por el supuesto genio de la economía, está prohibida la entrada. Ella baila, canta y sonríe. Su alegría parece desafiar la realidad, esa que muestra un país reducido a pedazos, a lo que quedó después de años de robo sistemático, de saqueo diario. Lo que antes fue una república, hoy está guardado en los bolsillos de unos pocos. Fiesta de billetes, operaciones fraudulentas, y un genio de las finanzas que, con el tupé de ser presidente, con decisiones que desafían la lógica. Y, aun así, muchos lo votaron, pero perdió y se refugió en su localidad de origen, entre narcos amigos, y ríos que conforman el hermoso delta. Ella sigue bailando, sonríe mientras el país parece un barco a la deriva, y finalmente se sienta a la orilla del río. Allí, contempla la vida con esa sabiduría que no necesita palabras. "Es lo que hay", dice con un suspiro, consciente de que nadie obliga al ignorante a ver la realidad, pero que muchos, con sus acciones, perpetúan esta ceguera que los mantiene en el poder.
A su lado, el mate pasa de mano en mano. En ese rincón del río, las palabras sobran y la resignación se mezcla con el deseo de algo mejor. Pero, aunque ella sonríe y baila, sabe que así, como estamos, no iremos a ningún lado. Aun así al menos, entre risas y mates, podemos encontrar un respiro, un momento para soñar con que algún día las cosas cambien. las cárceles dejen de albergar perejiles y se llenen de quienes, durante años, se hicieron millonarios a costillas del pueblo. Sirve otro mate, sonríe, deja caer una lágrima, y ella, baila.


 María tiene una sonrisa que brilla con el encanto de la sana picardía, esa chispa que alegra cualquier momento y desarma los problemas con la gracia de quien entiende la vida como un juego de equilibrio y magia. Ella no camina por el mundo: lo atraviesa, y a su paso, las dificultades se rinden, los nudos se deshacen y las sombras encuentran la luz que llevaban dentro sin saberlo.
Cuando los problemas aparecen, no los evade ni los deja crecer; los toma entre sus manos y, como una artesana del alma, los elabora con paciencia, hasta transformarlos en algo ligero. Jamás deja que pesen sobre sus espaldas ni que ocupen un rincón en su mente que merezca el gozo del presente. Porque María vive el ahora, no como un escape, sino como un homenaje constante a la vida.
Camina por el mundo como la hormiguita viajera, siempre con un destino en mente, pero dispuesta a detenerse por un paisaje inesperado o un momento de contemplación. Y cuando abraza, lo hace como una osa: fuerte, cálida, protectora. Hay en sus abrazos una promesa implícita de refugio, de hogar.
Es la compañera de vida que transforma lo cotidiano en extraordinario. Con un café amargo en la madrugada o un mate compartido al atardecer, María hace que las horas vuelen y las conversaciones se vuelvan eternas. En su compañía, los silencios no pesan, las palabras fluyen como un río y, aunque no haya libros abiertos, cada momento con ella se siente más valioso que el mejor bestseller.
Así es María, un alma libre que camina de la mano del río, dejando su magia en cada orilla donde se detiene, donde el agua canta en complicidad con sus pasos. Y así seguirá, con su sonrisa y su andar, hasta que la vida decida otra cosa. Muy lejos, dentro de muchos años, cuando las aguas del río extrañen el mate en sus manos y el eco de sus risas bajo el cielo. Mientras tanto, sigue dejando su huella, la más hermosa y sincera, en el corazón de quienes tienen la suerte de compartir su camino.


 Es un susurro de luz en la penumbra,
un destello que al tiempo desafía,
la calma que en el caos se deslumbra,
la risa que transforma el día.
Tu sonrisa, única e infinita,
es un canto que rompe el silencio,
es el puerto donde mi alma se agita,
el principio y fin de todo anhelo.
Cuando la dibujas en tus labios,
el mundo entero pierde su razón.
Es mi impulso, mi guía, mis pasos,
mi motivo para seguir esta canción.
Es la chispa que aviva mi pluma,
la que escribe lo que el corazón dicta.
Por ella, cada verso se suma,
por ella, la poesía se abisma.
Tu sonrisa, la razón que me inspira,
el hilo que une cada palabra sentida.
Mientras exista, seguiré escribiendo,
porque en ella vive mi vida.


 En tus labios, vive la poesía,
y en tus ojos, una sonrisa brilla.
Eres río que viene y va,
y el Delta que abraza tus pasos al andar.
Como el mar frío canta a las sirenas,
el viento te nombra entre las arenas.
Docente isleña, fuerza y razón,
tu espíritu es madre, alma y canción.
Llevas la escuela entre las manos,
un faro encendido en días lejanos.
Fuera del territorio, creas caminos,
día a día, forjes destinos.
Tu trabajo es amor, segundo a segundo,
la paciencia infinita que mueve el mundo.
Entre aguas quietas y corrientes bravas,
eres la maestra que nunca se cansa.
Los niños del Delta, tu herencia viva,
te llevan en sus risas y en sus miradas.
Eres guía, refugio y fe,
el alma de un río que nunca se ve.
Docente del Delta, noble y serena,
en tu entrega florece la vida plena.
Por vos, los días crecen con sentido,
por vos, el Delta guarda su latido.



Por el sinuoso camino de la vida he andado, con pasos a veces firmes y otros temblorosos, recorriendo senderos que se bifurcaban en direcciones desconocidas. Algunos caminos eran claros y luminosos, llenos de promesas que parecían fáciles de cumplir, pero que, con el tiempo, demostraron ser espejismos en medio de una inmensa llanura. Otros, en cambio, eran oscuros, estrechos y plagados de obstáculos, como si el mismo destino quisiera ponerme a prueba. Cada sendero tenía su color, su aroma, su propio sol. Caminé por campos dorados, por selvas sombrías y por desiertos infinitos. Cada rumbo parecía tan único como los latidos del corazón que me empujaban hacia delante. Me detuve a menudo a contemplar las estrellas, buscando en su danza silenciosa alguna señal, alguna certeza de que iba en la dirección correcta. Pero las estrellas, como la vida, guardaban silencio, dejando que fuera yo quien descifrara el mapa. Conocí lugares hermosos, pero ninguno me llenaba del todo. En algunos sentí el calor de un hogar, pero pronto se disipaba como el rocío bajo el sol de la mañana. En otros hallé aprendizajes, lecciones que calaron hondo en mi alma, no obstante también dejaron cicatrices. Por momentos pensé que no existía un lugar para mí, que mi destino era simplemente andar, siempre andar. Hasta que un día, el menos pensado, sucedió. No hubo fuegos artificiales ni trompetas celestiales, solo una simple sensación de paz que se posó sobre mi corazón como el susurro de un viento suave. Era un espacio sencillo, y, sin embargo, tenía algo que ningún otro había ofrecido: la certeza de que no necesitaba buscar más. Allí estaba ella. No la buscaba; aun así, parecía como si todo el camino me hubiera guiado hacia su sonrisa. Bajo la sombra de un árbol anciano y con el murmullo de un río cercano, ella leía un libro mientras el viento jugaba con su cabello. Su risa flotaba en el aire como una melodía, y en ese instante supe que no era solo el lugar lo que hacía todo tan perfecto, sino su presencia. Con su mirada llena de historias y su voz como un refugio en medio de la tormenta. Era su fuerza y su dulzura, su sencillez y su profundidad, lo que me ancló allí para siempre. Fue como si el universo hubiese guardado ese rincón para nosotros, esperando el momento exacto para reunirnos. Ese lugar, que ahora se convertía en nuestro mundo, no era perfecto, pero ella lo hacía así. Más allá de los paisajes o de la calma que ofrecía, lo que lo hacía único era que allí estaba ella: construyendo un hogar, sembrando días nuevos, tejiendo sueños con cada segundo que compartíamos. Me quedé, no porque el camino hubiera terminado, sino porque por fin entendí que no se trata de recorrerlo todo, sino de hallar a quien te hace sentir en casa. Y ella, con su sonrisa y su risa flotando en el aire, era ese lugar que siempre había buscado sin saberlo.


Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...