martes, 7 de enero de 2025

 María tiene una sonrisa que brilla con el encanto de la sana picardía, esa chispa que alegra cualquier momento y desarma los problemas con la gracia de quien entiende la vida como un juego de equilibrio y magia. Ella no camina por el mundo: lo atraviesa, y a su paso, las dificultades se rinden, los nudos se deshacen y las sombras encuentran la luz que llevaban dentro sin saberlo.
Cuando los problemas aparecen, no los evade ni los deja crecer; los toma entre sus manos y, como una artesana del alma, los elabora con paciencia, hasta transformarlos en algo ligero. Jamás deja que pesen sobre sus espaldas ni que ocupen un rincón en su mente que merezca el gozo del presente. Porque María vive el ahora, no como un escape, sino como un homenaje constante a la vida.
Camina por el mundo como la hormiguita viajera, siempre con un destino en mente, pero dispuesta a detenerse por un paisaje inesperado o un momento de contemplación. Y cuando abraza, lo hace como una osa: fuerte, cálida, protectora. Hay en sus abrazos una promesa implícita de refugio, de hogar.
Es la compañera de vida que transforma lo cotidiano en extraordinario. Con un café amargo en la madrugada o un mate compartido al atardecer, María hace que las horas vuelen y las conversaciones se vuelvan eternas. En su compañía, los silencios no pesan, las palabras fluyen como un río y, aunque no haya libros abiertos, cada momento con ella se siente más valioso que el mejor bestseller.
Así es María, un alma libre que camina de la mano del río, dejando su magia en cada orilla donde se detiene, donde el agua canta en complicidad con sus pasos. Y así seguirá, con su sonrisa y su andar, hasta que la vida decida otra cosa. Muy lejos, dentro de muchos años, cuando las aguas del río extrañen el mate en sus manos y el eco de sus risas bajo el cielo. Mientras tanto, sigue dejando su huella, la más hermosa y sincera, en el corazón de quienes tienen la suerte de compartir su camino.


 Es un susurro de luz en la penumbra,
un destello que al tiempo desafía,
la calma que en el caos se deslumbra,
la risa que transforma el día.
Tu sonrisa, única e infinita,
es un canto que rompe el silencio,
es el puerto donde mi alma se agita,
el principio y fin de todo anhelo.
Cuando la dibujas en tus labios,
el mundo entero pierde su razón.
Es mi impulso, mi guía, mis pasos,
mi motivo para seguir esta canción.
Es la chispa que aviva mi pluma,
la que escribe lo que el corazón dicta.
Por ella, cada verso se suma,
por ella, la poesía se abisma.
Tu sonrisa, la razón que me inspira,
el hilo que une cada palabra sentida.
Mientras exista, seguiré escribiendo,
porque en ella vive mi vida.


 En tus labios, vive la poesía,
y en tus ojos, una sonrisa brilla.
Eres río que viene y va,
y el Delta que abraza tus pasos al andar.
Como el mar frío canta a las sirenas,
el viento te nombra entre las arenas.
Docente isleña, fuerza y razón,
tu espíritu es madre, alma y canción.
Llevas la escuela entre las manos,
un faro encendido en días lejanos.
Fuera del territorio, creas caminos,
día a día, forjes destinos.
Tu trabajo es amor, segundo a segundo,
la paciencia infinita que mueve el mundo.
Entre aguas quietas y corrientes bravas,
eres la maestra que nunca se cansa.
Los niños del Delta, tu herencia viva,
te llevan en sus risas y en sus miradas.
Eres guía, refugio y fe,
el alma de un río que nunca se ve.
Docente del Delta, noble y serena,
en tu entrega florece la vida plena.
Por vos, los días crecen con sentido,
por vos, el Delta guarda su latido.



Por el sinuoso camino de la vida he andado, con pasos a veces firmes y otros temblorosos, recorriendo senderos que se bifurcaban en direcciones desconocidas. Algunos caminos eran claros y luminosos, llenos de promesas que parecían fáciles de cumplir, pero que, con el tiempo, demostraron ser espejismos en medio de una inmensa llanura. Otros, en cambio, eran oscuros, estrechos y plagados de obstáculos, como si el mismo destino quisiera ponerme a prueba. Cada sendero tenía su color, su aroma, su propio sol. Caminé por campos dorados, por selvas sombrías y por desiertos infinitos. Cada rumbo parecía tan único como los latidos del corazón que me empujaban hacia delante. Me detuve a menudo a contemplar las estrellas, buscando en su danza silenciosa alguna señal, alguna certeza de que iba en la dirección correcta. Pero las estrellas, como la vida, guardaban silencio, dejando que fuera yo quien descifrara el mapa. Conocí lugares hermosos, pero ninguno me llenaba del todo. En algunos sentí el calor de un hogar, pero pronto se disipaba como el rocío bajo el sol de la mañana. En otros hallé aprendizajes, lecciones que calaron hondo en mi alma, no obstante también dejaron cicatrices. Por momentos pensé que no existía un lugar para mí, que mi destino era simplemente andar, siempre andar. Hasta que un día, el menos pensado, sucedió. No hubo fuegos artificiales ni trompetas celestiales, solo una simple sensación de paz que se posó sobre mi corazón como el susurro de un viento suave. Era un espacio sencillo, y, sin embargo, tenía algo que ningún otro había ofrecido: la certeza de que no necesitaba buscar más. Allí estaba ella. No la buscaba; aun así, parecía como si todo el camino me hubiera guiado hacia su sonrisa. Bajo la sombra de un árbol anciano y con el murmullo de un río cercano, ella leía un libro mientras el viento jugaba con su cabello. Su risa flotaba en el aire como una melodía, y en ese instante supe que no era solo el lugar lo que hacía todo tan perfecto, sino su presencia. Con su mirada llena de historias y su voz como un refugio en medio de la tormenta. Era su fuerza y su dulzura, su sencillez y su profundidad, lo que me ancló allí para siempre. Fue como si el universo hubiese guardado ese rincón para nosotros, esperando el momento exacto para reunirnos. Ese lugar, que ahora se convertía en nuestro mundo, no era perfecto, pero ella lo hacía así. Más allá de los paisajes o de la calma que ofrecía, lo que lo hacía único era que allí estaba ella: construyendo un hogar, sembrando días nuevos, tejiendo sueños con cada segundo que compartíamos. Me quedé, no porque el camino hubiera terminado, sino porque por fin entendí que no se trata de recorrerlo todo, sino de hallar a quien te hace sentir en casa. Y ella, con su sonrisa y su risa flotando en el aire, era ese lugar que siempre había buscado sin saberlo.


miércoles, 25 de diciembre de 2024

 El encanto de una tarde de domingo,
cuando el sol del verano
acaricia tu rostro humedecido,
y ese aroma a azahares recién cortados
se desliza por el aire
como un susurro de la tierra.
Una brisa tenue, cómplice del río,
acompaña el murmullo de las aguas
que cantan historias de encuentros.
Tu sonrisa ilumina el paisaje,
tu mirada, esa chispa que convierte
lo simple en eterno.
Las nubes, en su cabalgata interminable,
dibujan formas que solo la imaginación
pueden descifrar.
Un elefante, un barco,
un corazón efímero,
todo pasa, pero en el cielo queda la esencia
de lo soñado.
Buenos Aires respira esta tarde,
a veces triste, a veces alegre.
El eco de un tango lejano
se desliza entre las calles,
con ese dejo de nostalgia
que solo el bandoneón sabe traer.
Es el fin de la tarde,
el preludio de una semana
que se asoma detrás del horizonte.
Las rutinas aguardan,
bajo los zapatos gastados,
pero por ahora, todo se detiene.
La vida es este instante:
la brisa, el río, y vos.
Tu risa suave se mezcla con el aire,
y yo descubro,
en el encanto de esta tarde de domingo,
que no hay tiempo más perfecto
que aquel que comparto con vos.
 El sol se escondía detrás de los sauces del Delta del Tigre, pintando el río con tonos dorados y rojizos, como si el cielo supiera que esa noche sería especial. Ella encendió las luces del pequeño árbol que habían armado juntos en la cabaña. Él, con una sonrisa que le iluminaba el rostro, terminaba de acomodar la mesa en el muelle, bajo un cielo que prometía estrellas infinitas.

No había grandes decoraciones ni bullicio, solo el murmullo del agua acariciando la madera y el canto lejano de algún ave nocturno. Esa sencillez les bastaba; era su primera Nochebuena juntos y querían que fuera un reflejo de lo que habían encontrado en el otro: paz, complicidad y un amor que no necesitaba adornos.
Se sentaron frente a frente, rodeados de velas y con una brisa que traía el aroma de los pinos cercanos. Brindaron con copas que reflejaban la luna, agradeciendo el año que los había unido y soñando con los días por venir.
—No puedo imaginar un lugar mejor para estar —dijo ella, entrelazando su mano con la de él.
—Ni una persona mejor con quien compartirlo —respondió él, con una ternura que le llenó los ojos de lágrimas.
Tras la cena, decidieron caminar por la orilla, llevando una linterna que apenas necesitaban gracias al fulgor del cielo despejado. Los sonidos del Delta eran su música: el croar de las ranas, el crujir de las ramas al ritmo del viento y el chapoteo suave de los peces.
De regreso, se sentaron en el muelle, en silencio, mirando las luces de las casas vecinas que parpadeaban como estrellas terrenales. Él sacó una guitarra que había escondido como sorpresa y comenzó a tocar una melodía suave, una canción que hablaba de amor y nuevos comienzos.
Esa noche no hubo fuegos artificiales ni grandes festejos, pero mientras se abrazaban bajo el cielo del Delta, supieron que habían creado un recuerdo único, un momento que guardarían en el corazón como el verdadero espíritu de la Navidad: el de estar juntos, en paz y llenos de amor.


Se va el año, compadre, y en su retirada
quedan las calles de un tango dolido,
el empedrado guarda en su mirada
las mil ausencias que nos trajo el olvido.
Fuelle que llora, desde un balcón lejano,
como si supiera que el tiempo no espera.
Las noches de humo y vino en la mano
se vuelven fantasmas de otra primavera.
Se va el año, porteño, y en cada esquina
late el murmullo de un barrio cansado,
pero el amor, ese que nos ilumina,
brilla en tu abrazo, mi refugio sagrado.
Con vos viví lo dulce y lo amargo,
la milonga eterna de un mundo que gira.
Bailamos entre sueños que se hicieron largos
y en tus ojos hallé la paz que suspira.
Brindemos, querida, por lo que partimos,
por las esquinas que nunca olvidamos,
y que el año nuevo traiga caminos
donde el amor sea lo que armamos.
Fuelle, seguí llorando, que esta despedida
tiene nostalgia, pero no es derrota.
El tango sabe que en la vida vivida
cada compás es un beso que flota.
Se va el año, compadre, bajo la luna,
y el reloj marca que todo empieza.
En Buenos Aires, donde el alma es una,
y cada final; siempre tiene una sorpresa.

domingo, 22 de diciembre de 2024


 El sol esquiva las nubes,
las estrellas juegan con la luna,
y el pasado se divierte en el presente,
sabedor de que, en el futuro,
todo será olvido.
Tus cabellos,
libres en el aire,
parecen retratos
de momentos maravillosos.
Tus labios,
brillantes y suaves,
lucen matices que bailan
dentro de la misma gama,
como si el invierno y el verano
se encontrasen en ellos.
Hoy, el sol se va
pocos minutos después de las veinte,
despidiéndose con un abrazo cálido,
pero hace meses,
a esa misma hora,
ya cenábamos en la oscuridad.
El cielo, antes cerrado y mudo,
se alzaba sobre nosotros
como un refugio eterno,
y yo te abrazaba.
Sonreías entonces,
como sonríes hoy,
aunque ahora bailes al compás
del calor que enciende la piel.
Recuerdas la ropa que te abrigaba,
los tejidos gruesos
que el frío exigía.
Pero todo cambia,
menos el amor.
Ese amor que permanece,
firme como la raíz de un árbol
que no cede ante las estaciones.
En cada cambio,
en cada giro,
hay una constante:
la amistad que florece en el alma,
el amor que nos envuelve
en sus brazos invisibles,
y esos momentos donde,
a solas,
nos decimos los secretos más íntimos
al oído,
sin que la luna se entere.
Ella, testigo eterna,
nuestra fiel compañera,
es la única que sabe,
entre las sombras y la luz,
que de cambio en cambio,
el amor incondicional
es siempre el mismo.

 El sabor del café,
recién filtrado,
y ese aroma a tostadas del amanecer,
pintan la cocina
con los colores de un nuevo día.
La mesa, las sillas,

los pequeños detalles
hablan en susurros de un amor eterno,
un amor que no se detiene
ni con el tiempo,
ni con la distancia.
En cada rincón,
en cada sombra cálida,
están los que se fueron.
Danzan entre el perfume del café,
se ocultan entre los pliegues del silencio,
y con cada rayo de sol
acarician nuestras mejillas,
recordándonos que nunca se han ido del todo.
Ellos sonríen desde el misterio.
Sonríen al vernos avanzar,
al ver que la vida continúa,
que aprendamos a caminar
aunque falten sus pasos junto a los nuestros.
Porque saben,
saben que la existencia
es un río que no deja de fluir,
y nos animan desde sus cielos invisibles
a sumergirnos en sus aguas,
a abrazar lo que viene
sin olvidar lo que fue.
En la risa de los niños,
en el canto de los pájaros,
en las miradas que cruzamos con otros,
están ellos.
Aplauden nuestros logros,
celebran nuestras pequeñas victorias.
No quieren lágrimas infinitas,
sino sonrisas que florezcan
del recuerdo de los momentos compartidos.
La vida sigue,
y ellos lo saben.
Nos ven preparar la mesa,
compartir un mate,
buscar nuevos caminos
con la fuerza que heredamos de ellos.
Y en su eterna sabiduría,
nos abrazan con alegría,
nos susurran sin palabras
que la continuidad es la mejor forma de honrarles.
No hay tristeza en sus ojos,
solo un brillo cálido,
un aliento suave que nos dice:
Vivan, vivan con todo lo que son,
porque en cada paso que den,
en cada sueño que alcancen,
ahí estaremos,
aplaudiendo desde el horizonte.
Así,
el café sigue humeando,
las tostadas crujen en la mañana,
y la vida,
tan frágil y tan fuerte,
se despliega ante nosotros.
Con ellos en el corazón,
y nosotros,
viviendo por los que están
y también por los que partieron.




 Llámame cuando quieras,
cuando tengas ganas,
sin ataduras ni horarios,
sin la carga de la obligación.
Llámame cuando tu corazón
te lo cuente al oído,
cuando sientas que las palabras
se escapan de tus labios.
A cualquier hora,
en cualquier instante,
porque el tiempo no importa
cuando el deseo es sincero.
No hay reglas,
solo el pulso de las emociones
marcando el compás
de un diálogo que espera.
Es tan simple,
tan perfecto,
como el murmullo del viento
que roza suavemente las hojas,
como el sol que entra tímido
por la ventana,
sin preguntar si es el momento adecuado.
Llámame cuando lo desees,
cuando el silencio busque compañía,
o cuando tu risa busque un ancla
en mi voz.
Porque ese momento,
tan pequeño y tan grande,
será un regalo,
uno que compartiremos
sin expectativas,
solo por el placer de estar.
Entonces, ese instante,
será maravilloso para los dos.


 Llámame cuando quieras,
cuando tengas ganas,
sin ataduras ni horarios,
sin la carga de la obligación.
Llámame cuando tu corazón
te lo cuente al oído,
cuando sientas que las palabras
se escapan de tus labios.
A cualquier hora,
en cualquier instante,
porque el tiempo no importa
cuando el deseo es sincero.
No hay reglas,
solo el pulso de las emociones
marcando el compás
de un diálogo que espera.
Es tan simple,
tan perfecto,
como el murmullo del viento
que roza suavemente las hojas,
como el sol que entra tímido
por la ventana,
sin preguntar si es el momento adecuado.
Llámame cuando lo desees,
cuando el silencio busque compañía,
o cuando tu risa busque un ancla
en mi voz.
Porque ese momento,
tan pequeño y tan grande,
será un regalo,
uno que compartiremos
sin expectativas,
solo por el placer de estar.
Entonces, ese instante,
será maravilloso para los dos.


Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...