domingo, 22 de diciembre de 2024

 El sabor del café,
recién filtrado,
y ese aroma a tostadas del amanecer,
pintan la cocina
con los colores de un nuevo día.
La mesa, las sillas,

los pequeños detalles
hablan en susurros de un amor eterno,
un amor que no se detiene
ni con el tiempo,
ni con la distancia.
En cada rincón,
en cada sombra cálida,
están los que se fueron.
Danzan entre el perfume del café,
se ocultan entre los pliegues del silencio,
y con cada rayo de sol
acarician nuestras mejillas,
recordándonos que nunca se han ido del todo.
Ellos sonríen desde el misterio.
Sonríen al vernos avanzar,
al ver que la vida continúa,
que aprendamos a caminar
aunque falten sus pasos junto a los nuestros.
Porque saben,
saben que la existencia
es un río que no deja de fluir,
y nos animan desde sus cielos invisibles
a sumergirnos en sus aguas,
a abrazar lo que viene
sin olvidar lo que fue.
En la risa de los niños,
en el canto de los pájaros,
en las miradas que cruzamos con otros,
están ellos.
Aplauden nuestros logros,
celebran nuestras pequeñas victorias.
No quieren lágrimas infinitas,
sino sonrisas que florezcan
del recuerdo de los momentos compartidos.
La vida sigue,
y ellos lo saben.
Nos ven preparar la mesa,
compartir un mate,
buscar nuevos caminos
con la fuerza que heredamos de ellos.
Y en su eterna sabiduría,
nos abrazan con alegría,
nos susurran sin palabras
que la continuidad es la mejor forma de honrarles.
No hay tristeza en sus ojos,
solo un brillo cálido,
un aliento suave que nos dice:
Vivan, vivan con todo lo que son,
porque en cada paso que den,
en cada sueño que alcancen,
ahí estaremos,
aplaudiendo desde el horizonte.
Así,
el café sigue humeando,
las tostadas crujen en la mañana,
y la vida,
tan frágil y tan fuerte,
se despliega ante nosotros.
Con ellos en el corazón,
y nosotros,
viviendo por los que están
y también por los que partieron.




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