viernes, 26 de septiembre de 2025

La Pelota Pulpo nació en 1936 en el barrio de Saavedra,  gracias a Gerildo Lanfranconi, un ex operario de Pirelli experto en caucho. 
Su apodo “Pulpo”, ganado por su fuerza, dio nombre a la pelota, que se distinguió por su diseño a rayas rojas y blancas, su dureza y su rebote impredecible.
Junto a su hermano Arístides, fundó la empresa G. Lanfranconi SRL, que además fabricaba ventosas, pelotas de tenis y otros productos. En su época de auge llegaron a producir 5.000 pelotas diarias, y dominarla en el juego era un desafío que entrenaba a generaciones enteras de chicos en los barrios.
Tras la muerte de los fundadores, la empresa pasó a Juan Carlos, hijo de Gerildo. Pero la crisis de los 90 golpeó fuerte, y en 1994 dejó la producción.
La familia Cena tomó el relevo y mantuvo viva la marca. Hoy, Luis Cena y su hijo Nicolás continúan fabricando la Pulpo en Villa Lynch, aunque en menor escala, preservando la esencia original.
Este ícono argentino también fue homenajeado en el arte: una muestra en 2013 (Alma de Pulpo) y un documental en 2017 reafirmaron su lugar en la cultura popular.
La Pelota Pulpo es mucho más que un juguete, es un pedazo de memoria colectiva. En cada callejón, baldío o potrero, esa pelota desafiante enseñó a gambetear no solo a rivales, sino también a la vida.
Su permanencia, aun con los vaivenes económicos, demuestra que ciertos objetos no son reemplazables porque están cargados de identidad. 
La Pulpo es argentina como el asado, el mate o la camiseta albiceleste, y sigue recordándonos que jugar también es un modo de construir cultura.

 Hubo un tiempo en que la primavera no solo llegaba con flores y perfumes nuevos, sino también con música, color y alegría en el corazón de Buenos Aires. Eran los desfiles de la Avenida Santa Fe, que desde 1952 supieron transformar la ciudad en una pasarela abierta, donde carrozas, modelos y vecinos celebraban la estación más esperada del año.
El tramo entre Riobamba y Plaza San Martín se convertía, cada septiembre, en un escenario de fiesta popular. La elección de la reina de la primavera, las carrozas engalanadas y el bullicio de comerciantes y vecinos dibujaban un paisaje urbano lleno de vitalidad, donde la moda y la cultura se encontraban con el espíritu barrial.
Pero como tantas otras expresiones de alegría colectiva, aquella tradición fue silenciada durante los años oscuros de la última dictadura militar. El color se apagó, las calles quedaron mudas, y la primavera quedó reducida a una estación en el calendario.
Hoy, al mirar hacia atrás, los desfiles de la Avenida Santa Fe aparecen teñidos de nostalgia. Eran mucho más que un espectáculo: eran la expresión de una comunidad que encontraba en la calle un punto de encuentro, un motivo para festejar juntos.
Tal vez la enseñanza que nos dejan sea simple pero profunda: las tradiciones no se decretan ni se imponen, nacen de la gente, de la unión, del deseo compartido de celebrar. Y cuando se apagan, lo que queda es la memoria, un eco dulce y melancólico que nos recuerda que hubo días en que Buenos Aires supo florecer en medio del asfalto.

Al mirar hacia atrás y recordar mis años en la Escuela Félix de Azara, siento que no solo hablo de un período escolar, sino de un verdadero capítulo de mi vida, mi paso por estas aulas dejó huellas profundas, porque aquí aprendí no solo a sumar, leer o escribir, sino a descubrirme en relación con los demás, a convivir, a respetar y a crecer como persona.
La historia de la escuela es también la historia de nuestro barrio y, en parte, la de cada uno de nosotros desde aquel 25 de febrero de 1925, cuando abrió sus puertas en un modesto edificio de madera en Coghlan, hasta convertirse en la institución moderna y amplia que conocemos hoy, su recorrido ha sido siempre de compromiso y esfuerzo colectivo. 
Me emociona pensar que los sueños de aquellas primeras familias, que pedían un espacio para educar a sus hijos siguen latiendo en las risas de los chicos y chicas que hoy pueblan sus patios y aulas.
Por esas aulas pasé yo, pero también pasaron mi padre y mi tío, cuando la entrada aún estaba sobre la calle Estomba y las clases se daban en aulas de madera. 
Esa continuidad familiar me hace sentir parte de una historia aún más grande, unida por generaciones que encontraron en esta escuela un espacio de aprendizaje, de afecto y de comunidad.
Mi experiencia personal se enlaza con esa larga tradición, fui testigo de una comunidad que nunca dejó de sostener a su escuela. 
Lo vi en la cooperadora, en las familias que acompañaban cada proyecto, en los docentes que iban mucho más allá de sus horas de clase. Siempre sentí que pertenecía a algo más grande que yo: una institución que abría puertas, que me ofrecía conocimientos y que, al mismo tiempo, me transmitía valores de solidaridad, esfuerzo y compromiso con los demás.
Cada rincón guarda un recuerdo,el patio donde jugué y soñé, la biblioteca que me abrió mundos nuevos, las aulas donde descubrí el poder de la palabra y de la ciencia. 
Recuerdo también a las maestras y maestros que me marcaron con su paciencia, con su exigencia justa, con su mirada alentadora cuando flaqueaban mis fuerzas, ellos son parte esencial de lo que soy hoy , porque en su tarea diaria supe reconocer no solo la enseñanza, sino el cariño y la entrega.
El nombre de Félix de Azara, aquel explorador y naturalista que dedicó más de dos décadas a estudiar estas tierras, también cobra un significado especial. Porque, al igual que él, aquí aprendí a mirar con atención, a observar lo que me rodea, a valorar la riqueza de nuestro entorno y a ser curioso frente a lo desconocido. En cierto modo, ser alumno de esta escuela fue también aprender a ser un explorador de la vida.
Hoy, a cien años de su fundación, no puedo dejar de sentir orgullo y gratitud. Orgullo porque pertenezco a una institución que creció junto al barrio, que se adaptó a cada época, que supo transformarse sin perder su esencia. 
Gratitud porque me brindó herramientas para ser quien soy, ya que me dio amistades que todavía conservo, y porque me enseñó que la educación es mucho más que aprender contenidos: es aprender a ser parte de una comunidad.
Sé que mi paso fue uno entre tantos, pero también sé que cada alumno y alumna deja una marca en la historia de la escuela. Yo guardo en el corazón la certeza de haber sido acompañado, formado y querido en este espacio. Y por eso, cuando pienso en la Escuela Félix de Azara, pienso en un hogar educativo que nos trasciende a todos, que nos une y que sigue siendo faro para las nuevas generaciones.
Gracias, querida Escuela N.° 22 DE 15, por todo lo que me diste. Gracias por ser testigo de mis primeros pasos, por acompañar mi crecimiento y por enseñarme que el conocimiento tiene sentido cuando se comparte y se pone al servicio de la vida. A un siglo de tu nacimiento, celebro tu historia, tu presente y tu futuro, con la emoción de quien siempre llevará tu nombre grabado en el alma.

La Sirena ya no está, pero yo la sigo viendo, como si las paredes todavía respiraran el humo de los cigarrillos, el murmullo de las discusiones, el chocar de los vasos llenos de vermut. 
Era más que un bar; era una especie de templo laico donde la vida se tejía entre charlas políticas, risas cómplices y silencios que también decían lo suyo.
En los comienzos de los 80, cuando el país despertaba de su propia sombra, yo empecé a escribir mis  poesías en esas mesas. Entre botellas de Cinzano y servilletas manchadas de tinta, descubrí que las palabras podían ser refugio y también trinchera. 
Allí aprendí que la poesía no nace en soledad, sino entre amigos que discuten, sueñan, se equivocan y vuelven a empezar.
Recuerdo los domingos como un rito sagrado, almuerzo sencillo, vermut con hielo, discusiones de política que duraban horas y que a veces terminaban en abrazos, a veces en promesas de seguir luchando. Todo parecía posible en esa esquina, porque el barrio tenía corazón y La Sirena lo hacía latir.
Hoy, en ese lugar que fue testigo de nuestras vidas, se levantan góndolas frías de un supermercado. 
Donde había canciones, hay ofertas; donde hubo abrazos, hay pasillos y, sin embargo, no pudieron borrarla del todo, porque La Sirena habita en la memoria, en cada poema que nació allí, en cada brindis compartido, en cada amigo que quedó en el camino.
No es nostalgia solamente, es agradecimiento, porque en ese bar empecé a ser yo, ya que allí comprendí que la poesía podía nacer de un vaso de vermut, de una charla de política, de un amigo que te tiende la mano. La Sirena se fue, pero nos dejó a nosotros con la tarea de mantenerla viva en la palabra.

 Hubo un tiempo en que el parque Saavedra tenía un aire de cuento. Entre sus árboles, donde hoy los chicos andan en bicicleta y los abuelos se sientan a tomar sol, se levantaba un molino que en realidad nunca fue molino. 
Era un tanque de agua, parte de la vieja chacra de un sobrino de Cornelio Saavedra, su estructura, con forma de torre fantástica, parecía fuera de lugar, como si alguien la hubiera traído desde otra historia para plantarla en el corazón del barrio.
Los vecinos lo miraban con cariño, no era útil, no giraban aspas ni sacaba agua, pero estaba ahí, dándole identidad al parque, como esos detalles que no tienen explicación y, sin embargo, se vuelven imprescindibles. 
Fue declarado Patrimonio Cultural y se sostuvo durante años gracias a la voluntad de quienes lo sentían suyo, hasta que, un día, el tiempo pudo más y el molino desapareció.
Hoy ya no se lo puede ver, pero basta caminar por el parque para sentir que sigue allí, escondido entre los recuerdos, quien cierre los ojos quizá lo vea reflejado en un lago que tampoco está, aquel Paseo del lago” alimentado por el arroyo Medrano, donde se navegaba en pequeñas barcas y las familias se sacaban fotos en blanco y negro.
La historia del parque es la historia de la vida barrial, donde antes sonaban los organitos y giraba la calesita con su música de campanitas que aun esta, hoy los chicos corren detrás de una pelota o trepan los juegos modernos, pero la risa es la misma, la de la infancia, eterna, que llena de vida las tardes de Saavedra.
Los fines de semana, el parque se convierte en un ritual compartido, hay rondas de mate bajo la sombra, grupos de amigos que se tiran en el pasto, vecinos que se cruzan y se saludan con la confianza de toda la vida. En los caminos se mezclan los que hacen gimnasia, los que salen a correr, los que pasean al perro o simplemente buscan un respiro en medio de la ciudad.
El molino ya no está, pero el parque sigue siendo su herencia. Es un espacio de encuentro, un punto de unión entre generaciones, donde los mayores cuentan cómo era aquel parque con lago y los más chicos inventan sus propias aventuras. Entre las ramas, las veredas y los bancos, parece flotar la certeza de que los lugares no mueren cuando son queridos: cambian, se transforman, pero siguen latiendo en la memoria colectiva.
Así, cada tarde en el parque Saavedra es un puente entre el ayer y el hoy. El molino, la calesita, el lago, los organitos, las bicicletas, los mates y los juegos forman parte de un mismo hilo invisible. Un hilo que nos recuerda que no solamente caminamos un parque, caminamos una historia que nos pertenece a todos.


 En la esquina de Larralde y Plaza antiguamente Republiqueta y Plaza vivió uno de los símbolos más entrañables de nuestro barrio, el Club Saavedra.
Fue uno de los primeros clubes de la zona, y su presencia marcó una época de esplendor social y deportivo.
Allí se alzaban dos hermosas canchas de tenis de polvo de ladrillo, orgullo de los vecinos que descubrieron en aquel deporte una pasión compartida.
Su sede, de estilo señorial, recibía con calidez a todos los que cruzaban sus puertas y en el jardín de entrada, una palmera majestuosa se erguía como emblema, brillando con la fuerza de una postal imborrable.
El club no era solo un espacio deportivo: era también el corazón de las reuniones y celebraciones.
Los bailes de carnaval quedarán para siempre en la memoria de quienes tuvieron la fortuna de vivirlos, noches de música, alegría y comunidad que hacían vibrar las calles del barrio.
Muchos vecinos, pioneros en aquel tiempo, fueron forjando la identidad barrial a través de la práctica del tenis y de la vida social en torno a su sede.
Hoy, quienes cruzan la barrera y caminan por la actual calle Plaza que se extiende donde antes el terreno se interrumpía entre Larralde y Núñez ven un edificio y la continuidad de una calle. Pero pocos saben que, justo en ese lugar, latió alguna vez uno de los clubes más importantes que tuvo Saavedra.
Y aunque el club ya no esté, todavía queda en pie aquel símbolo, la palmera sigue allí, silenciosa y fiel, recordándonos la grandeza de un tiempo que no se olvida.

 


Todavía me acuerdo de la parrilla de Justo. No era un restaurante de salón, ni un lugar con mesas y mozos.
Era apenas una barra en la vereda, con unas pocas banquetas y sin embargo, parecía que todo el barrio pasaba por ahí.
Justo estaba siempre detrás de la parrilla, firme, con ese aire de hombre sencillo que cocinaba como en su casa, sacaba la carne justa del fuego, servía chorizos, vacíos, pero también tenía sus especialidades, unas lentejas inolvidables, bien de olla, y unas empanadas que todavía extraño, eran cosas simples, pero con ese sabor que solo tienen los platos hechos con el corazón.
Cuando Justo murió en 2021, a los 92 años, su parrilla murió con él. Aunque las puertas tardaron un tiempo en cerrarse del todo, el barrio ya sabía que algo se había apagado. 
A la parrilla no se iba solo a comer, uno iba a encontrarse con la gente. Enfrente estaba julio, el diariero, que se quedaba hasta la medianoche, Julio era como un faro, siempre tenía algo para contar, algún chisme, alguna noticia, muchos íbamos más a charlar con él que a comprarle el diario, era parte de la vida cotidiana, como la vereda misma.
Saavedra tuvo muchos lugares así, que parecían eternos, la librería Bramanti, por ejemplo, entré de chico con mi abuelo, después con mi viejo y más tarde con mis hijos, entre libros, cigarros y carpetas, siempre había algo para llevarse, pero también una conversación, un gesto conocido, hasta que un día cerró, y al barrio le quedó un vacío más.
Me acuerdo también de Vega con su tienda, de La Vitoria, de El Calamar, de El Colmao. Nombres que hoy parecen historias contadas, pero que para nosotros fueron parte de la vida diaria.
Hoy en esos mismos lugares se levantan torres, hay vecinos nuevos, pero ya no se conoce a nadie como antes, antes uno cruzaba la calle y se cruzaba con caras amigas, ahora es distinto.
El túnel de la Balbín trajo otro ritmo, otro tiempo, pero yo sigo caminando por Saavedra y en cada esquina me vienen los recuerdos, la barra de Justo en la vereda, las lentejas que no se olvidan, las charlas de medianoche con Julio, las carpetas de Bramanti, los helados de Firensze.
El barrio cambia, sí. Sin embargo, adentro mío, Saavedra sigue latiendo al compás de todo eso que ya no está y que, sin embargo, me acompaña cada vez que vuelvo a caminar sus calles.
 Hablar de Saavedra es hablar de murga; desde hace más de un siglo, las calles del barrio se llenan de música, baile y color en cada carnaval, transformando las veredas y la avenida en un escenario a cielo abierto. 
Pero no se trata solo de bombos y lentejuelas; la murga en Saavedra es una cultura, una identidad, una manera de entender la vida y dentro de esa tradición, Los Reyes del Movimiento ocupan un lugar central, llevando con orgullo el estandarte del barrio desde 1986 hasta hoy.
En los recuerdos de los vecinos más grandes todavía vive la imagen de la avenida cortada, cuando el corso era la gran cita del verano. Familias enteras se acercaban con reposeras, heladeras portátiles, mates o botellas de gaseosa. 
Los chicos corrían detrás de la espuma, los adolescentes se preparaban para desfilar, y los abuelos aplaudían emocionados, recordando sus propias noches de carnaval. No era un espectáculo para ver desde afuera; era la fiesta de todos, la avenida se volvía peatonal y se transformaba en un gran escenario popular, donde cada vecino tenía un rol.
En ese marco festivo, Los Reyes del Movimiento fueron creciendo y consolidándose como una de las agrupaciones más representativas de la Ciudad de Buenos Aires. 
Su historia arranca en los pasillos de Barrio Mitre, cuando Pantera su histórico director jugaba de chico a hacer murga con tachos de basura en lugar de bombos. 
En aquellos tiempos, cuando los reyes magos no siempre llegaban con juguetes, aparecía el Dios Momo para traer alegría en forma de baile, canto y juego, ese espíritu lúdico, nacido de la necesidad de transformar la tristeza en risa, sigue siendo la esencia de Los Reyes hasta el día de hoy.
La trayectoria de la murga está marcada por hitos, primero fue la época de Los Rejuntados de Saavedra, luego Los Calamares, hasta que en 1986 la agrupación tomó el nombre que la consagraría, Los Reyes del Movimiento.
El nombre no fue casual, resumía en tres palabras lo que los caracterizaba sobre el escenario y en la vida. Movimiento, porque el baile de Saavedra siempre tuvo algo distinto, quiebre de cintura, hombros en permanente vaivén, una cadencia heredada de las danzas afro y de las fiestas de la Casa Suiza, donde muchos murgueros del barrio aprendieron a mover el cuerpo con un estilo único. Y reyes, porque en el barrio se los reconocía como referentes, como guardianes de una tradición que no se dejó apagar ni siquiera en los años más difíciles.
Los carnavales en la avenida eran el gran escenario donde Los Reyes del Movimiento desplegaban todo ese potencial. Con sus trajes brillantes, sus estandartes flameando y el bombo marcando el pulso, se ganaban la ovación del público. Pero detrás de cada desfile había mucho más que brillo: horas de ensayo en las plazas, costureras del barrio que dejaban el alma en cada lentejuela, familias que se organizaban para juntar fondos y vecinos que abrían las puertas de sus casas para que los chicos tuvieran un lugar de reunión. La murga no era un espectáculo importado: era una construcción colectiva.
Pantera, al frente desde aquel 1986, siempre remarca que la murga no es solo baile y canto, sino también un trabajo social enorme. Los Reyes del Movimiento funcionan como una gran familia que contiene a chicos en situación de riesgo, ofreciéndoles un espacio donde sentirse valorados y protagonistas. Ahí, en el ensayo o en el desfile, cada pibe puede cargarse de autoestima, aprender un oficio (ya sea tocar un instrumento, coser un traje o dirigir una formación) y encontrar una red de apoyo que muchas veces el barrio mismo se encarga de sostener.
La dimensión familiar de la murga se refleja en la propia historia de Pantera: sus hijos y nietos forman parte de la agrupación, así como los hijos y nietos de muchos de los fundadores. En Los Reyes del Movimiento, las generaciones se cruzan naturalmente: los mayores transmiten los pasos y las canciones, los más jóvenes aportan energía y nuevas ideas. Así, la murga se mantiene viva y actual, sin perder nunca las raíces.
Hoy, Los Reyes del Movimiento son más de 200 integrantes que siguen saliendo cada carnaval, fieles a la tradición de no haber faltado a ninguno desde 1974. Esa constancia los convirtió en un símbolo de resistencia cultural. Porque no cualquiera logra darle alegría a la gente durante tanto tiempo, y hacerlo con la misma pasión que cuando eran chicos jugando en los pasillos del barrio.
Los corsos en la avenida quedaron grabados en la memoria colectiva como una postal de barrio: vecinos abrazados, calles iluminadas, niños correteando entre serpentinas y espuma, el sonido inconfundible del bombo con platillo marcando el pulso de la noche. Y en el centro de esa escena, Los Reyes del Movimiento, dueños de una energía contagiosa que convertía cada desfile en una celebración inolvidable.
Saavedra y Los Reyes del Movimiento son, en definitiva, inseparables. El barrio le dio vida a la murga, y la murga le devolvió al barrio una identidad, un orgullo y un lugar en la historia del carnaval porteño. Hoy, después de tantas décadas, Los Reyes siguen reinando en movimiento, llevando en cada paso y cada golpe de bombo el eco de aquellos primeros juegos de infancia, transformados en una de las expresiones culturales más potentes y queridas de la Ciudad de Buenos Aires.
Cuando caminamos por Saavedra y miramos el cartel de la estación, muchos lo vemos como algo cotidiano, casi invisible. 
Pero detrás de esas letras que dicen Luis María Saavedra hay una historia de familia, de tierras, de sueños y hasta de caballos que vale la pena volver a contar. 
Pero de algún modo, gracias a ese hombre, el barrio empezó a tener nombre, forma y memoria.
Luis María nació en 1829, sobrino de Cornelio de Saavedra, aquel vecino del otro Saavedra, el de la Revolución de Mayo. 
A mediados del siglo XIX compró una chacra en las afueras de Buenos Aires, en lo que por entonces era San Isidro, eran tierras amplias, con hornos de ladrillo, corrales y un arroyo, el Medrano, que de tanto en tanto se desbordaba y arruinaba todo a su paso. Con los años fue ampliando su propiedad y terminó quedándose con terrenos que habían pertenecido a los White, dueños del primer hipódromo organizado de Buenos Aires, que funcionó justo en estas tierras antes de que lo destruyera la tormenta de Santa Rosa de 1866.
En su chacra, Saavedra levantó una casa grande y elegante, de estilo italiano, con galerías, patios, cocheras y hasta dependencias para los peones. 
Criaba caballos de carrera y toros de raza que se lucían en exposiciones, sus hijas mellizas, Estela y Tomasa, se dedicaban a las aves; miles de patos y gallinas que poblaban el campo. 
No faltaba nada, había tambo, palomar, corrales y hasta un lago artificial rodeado de eucaliptos, que todavía algunos recuerdan por las postales viejas. Así fue como empezó a conocerse como la Chacra Los Eucaliptos.
En 1891, el ferrocarril llegó a la zona y ahí, don Luis María hizo un gesto que marcaría para siempre la identidad de estas tierras, donó los terrenos para levantar la estación, pero pidió una condición. Quería que llevara el nombre de su hijo, también llamado Luis María, que había muerto siendo muy chico. Así nació la estación Luis María Saavedra, la misma que hoy usamos sin saber que guarda la memoria de un padre que quiso dejar viva la huella de su hijo.
Unos años antes, en 1873, ya se había hecho la fundación oficial del barrio, con toda la pompa de la época, discursos, música, remate de lotes y hasta góndolas navegando en el Lago Saavedra, ese espejo de agua artificial que en su momento fue orgullo de la ciudad, fue un acto único: ningún otro barrio porteño tuvo una inauguración así, tan formal y celebrada.
Don Luis María murió en 1900, la chacra siguió en pie un tiempo, pero poco a poco su actividad se fue apagando. En 1936, el Estado terminó por expropiar esas tierras y las destinó a parques y paseos públicos. El Parque Saavedra quedó como símbolo de lo que alguna vez fueron esas hectáreas de campo.
Con el correr de las décadas, el barrio fue creciendo, aparecieron las fábricas como Nestlé o Philips, los clubes, las bibliotecas, las murgas y el fútbol de Platense. Llegaron también los artistas y los escritores que hicieron de Saavedra una fuente de inspiración, Leopoldo Marechal con su Adán Buenosayres.
Hoy, cuando vemos edificios nuevos levantarse donde antes hubo casonas o negocios de toda la vida, cuando los vecinos ya no se conocen tanto como antes, es importante no olvidar de dónde venimos. Porque así como recordamos la parrilla de Justo, la librería Bramanti, a Julio el diariero, a la tienda de Vega o a tantos otros personajes que hicieron barrio, también tenemos que recordar a don Luis María Saavedra, aquel vecino lejano que dio nombre a todo esto.
Él no pudo imaginarlo, pero su chacra, su gesto de donar la tierra para la estación y su apellido, quedaron grabados para siempre. Y cada vez que alguien dice me bajo en Saavedra o yo soy de Saavedra, de alguna manera lo estamos nombrando.
Pero un barrio no son solo calles y edificios, son las historias, los vecinos y los recuerdos que lo hacen latir. Y Saavedra, con su túnel nuevo, con sus cambios y con su gente, sigue latiendo al compás del tiempo.

Siempre digo que mi vida y la del barrio están marcadas por el Apolo.
En el 1936 se inauguró el club, y en el 1971 se unió con el Club Saavedra y el Machaín; allí nació el Círculo Apolo Machaín Saavedra.
El club ocupaba toda la esquina; con los años se achicó, pero nunca dejo de salir adelante, porque más que un edificio, siempre fue un bastión para el barrio, un lugar para los chicos, para las familias, un refugio donde nos criamos todos.
El Apolo era famoso por sus fiestas de carnaval, aquellos 8 bailes 8” que llenaban la cuadra de alegría, mis padres eran de los primeros en llegar, las mesas eran tablones de madera con familias enteras compartiendo la noche.
De pibe jugaba, corría, soñaba, más grande, con mis amigos, nos sentábamos a tomar un vermú en el buffet, hablando de la vida.
El Apolo también fue escenario de historias, en el 47, por ejemplo, una mujer ganó por primera vez en ciclismo barrial dentro de los juegos deportivos que había creado Eva Perón, la copa creo que todavía se guarda en el club como un tesoro, un símbolo de aquellas épocas de gloria. Si hablamos de música, hay que decirlo, por acá pasaron las mejores orquestas. D’Arienzo, Troilo, Pugliese, Di Sarli, todos tocaron en nuestro club. Una vez invitaron a un colectivero de la línea 19 que cantaba lindo.
Ese colectivero era nada menos que Roberto Goyeneche, También fue vecino nuestro, casi toda su vida, Edmundo Rivero. Muchos no lo querían en las orquestas, hasta que Pichuco, Troilo, lo invitó a grabar un tango nuevo en 1948: Sur. Esa grabación se hizo acá mismo, en Saavedra, en la RCA Victor.
El barrio que rodeaba al Apolo era un barrio de fábricas y trabajo, como comenté más de una vez, acá laburaba todo el mundo.
Apolo también fue fútbol. El equipo Valderrama ganó más de un campeonato en su canchita, con al menos cuarenta años de historia encima. Jugaron mi viejo, mi tío, y después me tocó a mí, acompañando a mis amigos de la esquina de Tamborini y Tronador, alentando contra los pibes de Manuela Pedraza. Cada partido era una fiesta, cada gol una epopeya que todavía se recuerda entre risas y abrazos.
El barrio cambió mucho, ya no están los mismos cines, ni los mismos negocios, ni la misma vida de antes, pero hay algo que sigue emocionando: salir a la vereda y saludar a la señora que barre, cruzarse con los de siempre, mantener la costumbre de conocerse y reconocerse.
Por eso, aunque las torres se levanten, aunque cambie el paisaje, para mí el Apolo y el barrio siguen latiendo. Porque en esas paredes, en esa cancha, en esos tablones de carnaval, se guardan las historias de mi familia, de mis amigos, de mi vida entera. Y mientras alguien las recuerde, el club y Saavedra seguirán vivos.

lunes, 22 de septiembre de 2025

No suelo atender llamadas inesperadas, pero aquella vez lo hice. Antes había llegado un mensaje breve, inquietante, de una amiga del Delta, del río Carapachay. En la llamada me pidió que fuera a su casa: ella y su esposo querían hablarme de un proyecto, un negocio con perspectivas en la zona, algo de lo que prefería no dar detalles por teléfono. Su tono me dejó más preguntas que respuestas. Ante tanta intriga, lo primero que intenté fue averiguar un poco más, pero fue imposible. Ella se mantuvo hermética, casi juguetona, y yo, resignado, comencé a preparar un bolso con lo indispensable. Estaba sin trabajo con un proyecto nuevo, pero en los primeros pasos, si la oferta era valida aceptaría sin mayores inconvenientes, ella es de mi mayor confianza, amiga y alguna vez vecina, nos conocemos desde muy pequeños y pasar unos días en el delta era una buena idea. Al amanecer siguiente, después de un desayuno breve, apenas unos mates, bajé al garaje y encendí el auto y comencé a andar.El tránsito por la Panamericana era un murmullo constante de motores y bocinas, pero yo iba absorto, pensando en las palabras de mi amiga, un negocio en el Delta…qué podía significar exactamente. Llegué a Tigre poco antes de las once. El cielo estaba despejado y el aire húmedo olía a río. Estacioné cerca del museo y, tal como habían prometido, los vi esperándome con una lancha amarrada a pocos metros, ella agitó una mano en alto para saludarme; su esposo, detrás del timón, me observaba en silencio. Subí a bordo, y apenas el motor rugió, sentí que dejaba atrás más que el muelle: era como si cruzara una frontera invisible, el río Carapachay nos esperaba entre laberintos de juncos y casas sobre pilotes, mientras el murmullo del agua golpeando contra el casco parecía marcar un compás secreto, ninguno de los dos hablaba, y el silencio pesaba más que cualquier palabra.El río se abría ante nosotros como una cinta brillante bajo el sol de mediodía, ella sacó un termo y un mate que no tardó en cebar, mientras el esposo mantenía firme el rumbo entre los juncos y las casas de madera que parecían flotar sobre el agua. El primer sorbo fue amargo, como siempre, pero el segundo ya trajo esa calidez conocida que invita a conversar. —Te acordás del verano que casi nos quedamos sin remo en medio del río —dijo ella, riendo.
Y enseguida comenzaron a desfilar anécdotas; tormentas que aparecían de la nada, noches a la luz de un farol, vecinos imposibles, reímos varias veces; el mate circulaba sin pausa, el viaje se volvió una mezcla de nostalgia y alegría, una tregua luminosa antes de lo que fuera que estuviera por venir. La lancha se detuvo suavemente en su muelle propio, firme y cuidado. Aún sin decir una sola palabra sobre el motivo de mi visita, me invitaron a recorrer el terreno antes de subir a la casa. Caminamos hacia el fondo, donde los frutales se alzaban generosos bajo el sol: un limonero cargado que perfumaba el aire, un naranjo con frutos dorados, un duraznero de ramas bajas cuajado de melocotones. Me mostraban cada árbol con una delicadeza casi ceremonial, como si cada fruto tuviera una historia que contar. Subimos luego al porche. La casa era grande, hermosa y cómoda, levantada sobre pilotes, con galerías abiertas al río y una estructura pensada para aguantar las crecidas: ventanas altas, maderas bien tratadas, cunetas y un acceso claro al muelle. Me llevaron al cuarto preparado para mí, sencillo pero luminoso; cuando dejé el bolso, me dijeron que encenderían el fuego: aquella noche habría asado para celebrar mi llegada. El asado fue maravilloso. Las brasas lanzaban su olor a campo, el humo subía en tiras doradas, y entre bocado y bocado el gesto del esposo, que al principio me había parecido algo seco, se ablandó. Hablamos de todo: recuerdos compartidos, vecinos, algún chisme de la zona y hasta de política, con la facilidad de quienes llevan años midiendo la distancia entre una opinión y otra sin romper la mesa. Hubo silencios cómodos, risas, y esa sensación doméstica de pertenencia. Cuando los ruidos de la casa se calmaron y el último mate pasó de mano en mano, él se reclinó en la silla y comenzó a hablar de su proyecto. Su voz cambió de abrupta a pausada; explicó que habían venido trabajando en un emprendimiento de cabañas y gastronomía pensado para el Delta: varias posadas pequeñas y puntos de comida local distribuidos a lo largo de distintos brazos del río, conectados por rutas en lancha. Un proyecto grande, decía, que aprovechaba la belleza de la región y la demanda creciente de turismo de naturaleza. Si yo quería, al día siguiente podríamos recorrer todo el lugar en la lancha: era extenso y se extendía por más de un río; desde el agua se veía mejor la escala del plan. —Y si te decidieras a quedarte —me dijo de pronto, mirándome directo—, podés elegir en cuál de los emprendimientos vivir. Tenés que pensarlo, claro, pero la posibilidad está. Antes de que pudiera responder, ella tomó aire y dijo algo que me atravesó: quería tener hijos. Lo soltó con la misma naturalidad con la que me había mostrado el duraznero, pero el peso de la frase fue distinto. Me contó que él no podía concebir, que habían evaluado la adopción y las técnicas de reproducción asistida, y que, después de mucho hablar, habían pensado en alguien de confianza. «Decidí saber de quién era —me dijo con una risa nerviosa— y te elegí a vos, con el consentimiento de él». El esposo asintió con la cabeza, sin necesidad de palabras; su gesto, ahora más amable, confirmaba lo dicho. La propuesta era un enigma: no solo se trataba de un negocio, sino de algo íntimo, profundo, que los unía y los separaba al mismo tiempo. Ellos no me pedían una respuesta inmediata; querían que lo pensara. Explicaron que, una vez que ella quedara embarazada, planeaban mudarse a Europa, y que yo permanecería en el Delta, a cargo del proyecto que eligiera, comunicándonos por WhatsApp y a través de transferencias bancarias supervisadas por abogados y contadores. Me quedé en silencio, atrapado entre lo práctico y lo íntimo. Y en ese silencio, de golpe, algo volvió a mí: un recuerdo que creí enterrado. Años atrás, mucho antes de que él entrara en la vida de ella, un fin de semana en Villa Gesell nos había unido de manera breve y desordenada. Fue un tiempo de alcohol, de rock, de amigos que todavía no sabían quiénes eran. Lo que pasa en Gesell queda en Gesell, dijo ella al regreso. Y así fue: nunca más se habló de aquella noche, como si hubiera quedado sepultada bajo la arena. Pero ahora lo recordaba… y sospechaba que ella también. Esa certeza me acompañó cuando caminé hasta el muelle. Me senté en el borde, mirando el río, la luna y el silencio. No me di cuenta de que ella se había acercado hasta que, de pronto, se sentó a mi lado. —¿En qué pensás? —preguntó suavemente.Me quedé unos segundos en silencio, y luego hablé despacio:—Sabes bien que lo mío siempre fueron los fierros. Soy mecánico, no contador ni administrador. Más bicho de ruta que de oficina. Desde hace un tiempo vengo planeando abrir mi propio taller: después de años como empleado en una concesionaria, quiero dedicarme de lleno a la mecánica, más ahora que todo es electrónico, computado, y exige especializarse. Ahí siento que está mi futuro. Ella me escuchaba con atención, sin interrumpir. —Por otro lado —seguí—, tu propuesta… no me parece del todo correcta. No te voy a mentir: pienso que, si algún día naciera un hijo mío, por más papeles que se firmen, por más kilómetros de distancia que haya, tarde o temprano yo buscaría acercarme. Y si ese hijo o hija llegara a saber la verdad, lo que hoy parece tu felicidad podría convertirse en una desgracia. El río siguió corriendo. Ella bajó la mirada, pensativa, y el silencio entre nosotros ya no era el mismo que antes. Ella levantó la cabeza y me miró fijo, con esos ojos que siempre supieron leerme más allá de lo que decía. —Por eso pensé en vos —susurró—. Porque no sos un número, ni un trámite. Sos real. Y sé que, si algún día naciera, no sería un hijo sin historia… sería un hijo con raíces. Su mano buscó la mía con una naturalidad peligrosa. Sentí el calor de su piel, y en ese contacto mínimo había algo más que palabras, un recuerdo de Gesell, una chispa vieja que volvía a encenderse. Se inclinó apenas, como tanteando un límite, y el perfume de su cabello me rozó la cara. —Vos y yo sabemos que esto no empieza ahora —agregó, casi en un suspiro. El corazón me golpeaba fuerte, pero antes de que pudiera responder, se levantó de golpe. El banco de madera crujió con violencia y ella caminó hacia la casa, sin mirar atrás, con sus pies descalzos y pasos duros sobre el muelle. El agua volvió a sonar sola contra los pilotes. La luna seguía ahí, indiferente. Y yo me quedé inmóvil, con la mano todavía caliente por el roce, preguntándome si lo que había pasado era una invitación o una advertencia. La noche fue larga. No pegué un ojo. Me quedé en vela en la cama que me habían asignado, escuchando el rumor constante del río y repasando una y otra vez lo que había pasado en el muelle. Ella también había pasado la noche sin dormir, me lo confesó con una sonrisa cansada al amanecer, como si los dos hubiéramos compartido un insomnio sin hablarnos. Cuando subimos a la lancha para recorrer los emprendimientos, llevé conmigo un dejo de tristeza que no pude ocultar. No sabía qué hacer con lo que me habían propuesto, ni con lo que había sentido la noche anterior. Ella, a mi lado, parecía arrastrar el mismo peso, aunque intentara cubrirlo con frases ligeras. El esposo, en cambio, se mostraba distinto; sobrador, mandón, con ese aire de superioridad aprendido. Lo noté en cada gesto, la forma de dar órdenes para maniobrar la lancha, los comentarios cortantes hacia ella, la manera de inflar el pecho al hablar de su proyecto. Había en él un desprecio sutil, apenas disfrazado, que caía siempre sobre su mujer como una sombra. Mientras navegábamos entre canales, fue él mismo quien me contó su historia. No lo hizo como una confesión, sino como quien marca territorio:
—Todo esto empezó con mis viejos, ellos fueron pioneros del turismo en el Delta, cuando acá no había nada —dijo, señalando la ribera como si le perteneciera—. Yo crecí entre estas islas, y cuando mis padres murieron me quedé. Mi abuelo me acompañó hasta que fui mayor; aprendí a remar antes que a caminar. Su voz tenía un tono de orgullo heredado; después bajó la mirada hacia ella, como para subrayar lo que diría. —La conocí cuando yo daba clases de esquí acuático, ella no podía pagarse las lecciones, pero yo la llevé igual, y bueno… después vino todo lo demás, el casamiento, la mudanza, la Se le iluminó la cara, como si esa respuesta hubiera dado en el blanco. —¡Ah, entonces sabes de lo que hablo! —exclamó, y sin darme tiempo, arrancó con un relato tras otro de sus autos. Empezó con un Peugeot viejo que había heredado de su padre, un tanque que aguantaba todo. Después saltó a los importados: un BMW que había comprado usado, un Audi que casi le costó un accidente en la Panamericana, un coupé japonés que recordaba con nostalgia. Cada auto venía con su aventura, viajes, anécdotas de rutas, noches de velocidad con amigos. Los fierros son una pasión —decía, mientras el sol le arrancaba destellos al agua. El auto no es solo un vehículo, es una extensión de uno mismo.Yo asentía, aportando algún comentario técnico, reconociendo virtudes de cada modelo, explicando lo que había que ajustar o mejorar, era como si, por primera vez desde que llegué, él encontrara un terreno común conmigo. Mientras tanto, ella se mantenía en silencio, observando la ribera como si la conversación la dejara afuera. Al cabo de un rato, amarramos en una de las cabañas del emprendimiento, desde afuera parecía sacada de un catálogo, madera clara, techo a dos aguas, ventanales grandes que dejaban entrar el verde del Delta. El aire estaba caliente y pesado, así que al entrar lo primero que hicieron fue ofrecerme algo fresco, una jarra de limonada con hielo apareció sobre la mesa. Nos sentamos bajo el alero, la vista al río, y por un momento el murmullo del agua volvió a imponerse sobre cualquier palabra. El calor apretaba incluso bajo el alero, él se levantó diciendo que iba a revisar el motor de la lancha, que había notado un ruido raro al llegar, quedamos solos. Ella se acomodó en una reposera, con esa malla que dejaba poco a la imaginación. la luz del mediodía resaltaba cada curva, cada pliegue de su piel húmeda por el río. Intenté apartar la mirada, pero fue imposible, mis ojos recorrieron su cuerpo con una intensidad que no logré disimular. Ella lo notó. No dijo nada, pero sonrió apenas, como si hubiera estado esperando ese gesto. El silencio se hizo espeso, solo interrumpido por el canto de algún pájaro y el zumbido de los insectos, me incliné hacia ella, y sin medir demasiado las palabras le solté: —¿De verdad estás enamorada de él? Su sonrisa se borró, pero no hubo enojo. Solo me miró fijo, como midiendo hasta dónde me animaba a llegar. Pasaron unos segundos antes de que respondiera, esquivando con delicadeza: —¿Y vos? Por qué seguís solo todavía… ya con más de treinta encima. Su voz era suave, pero el filo de la pregunta me atravesó como una lanza.Me pase la mano por la nuca, como si buscara aire. —Quizás porque nunca encontré algo que me llenara del todo —dije, mirándola de frente—. Tuve historias, claro… pero nada que me hiciera pensar en un para siempre. Capaz soy yo, que me refugio en los motores, en la rutina, en lo que sé hacer, los autos no fallan como las personas. Ella me escuchaba sin parpadear, con las piernas cruzadas, la tela de la malla tensándose sobre su piel, el calor hacía brillar pequeñas gotas en sus hombros, y yo no podía evitar seguir cada línea de su cuerpo como si fuera un mapa. No sos el único que se refugia respondió al fin, con un dejo de tristeza. Yo también me refugié en este lugar, en este matrimonio… en esta vida que parece perfecta pero que a veces me ahoga. La brisa movió apenas su cabello, y me invadió su perfume, mezclado con limón y río. La distancia entre nosotros era mínima, podía sentir el calor de su piel, escuchar cómo respiraba más lento, más profundo.Me incliné un poco más, mi voz apenas un murmullo —Si no estás enamorada de él… ¿de qué te aguarrás? Ella sonrió con los labios entreabiertos, y su mirada descendió fugazmente hacia mi boca. —De la costumbre… y de cosas que no puedo decir en voz alta. Un silencio cargado nos envolvió, yo sentí el impulso de rozar su brazo, de perder la cordura en ese instante, sus piernas se descruzaron con lentitud, como si la respuesta estuviera en ese simple gesto. El crujido de la madera al otro lado de la galería nos sobresaltó, el sonido del esposo volviendo, ella se incorporó rápido, enderezando la espalda, recuperando una compostura ensayada, yo me quedé inmóvil, con el pulso acelerado y un fuego contenido que me quemaba por dentro.Él apareció con gesto satisfecho, asegurando que el ruido de la lancha no era nada grave, nos propuso seguir viaje para recorrer otras cabañas, y en cuestión de minutos volvimos al agua. Yo intentaba mantener la vista en el paisaje, pero ella se sentó frente a mí en la embarcación. Cada tanto se acomodaba la malla, dejando que el sol resaltara aún más su piel. Fingía mirar el río, pero sus ojos me buscaban fugazmente, como si cada cruce de miradas fuera un roce invisible. Mientras él hablaba, orgulloso, de la historia familiar, del turismo en el Delta y de cómo había heredado no solo la tierra sino también el don de mando, ella jugaba con un mechón de su cabello, lo mordía suavemente, y yo entendía que aquello no era casual, en una de las paradas, cuando bajamos a ver una de las cabañas, él se adelantó para abrir el lugar y mostrarnos los detalles, ella se quedó apenas detrás, tan cerca que pude sentir su respiración en mi cuello, sus dedos rozaron mi brazo, como por accidente, y un escalofrío me recorrió entero.—¿Sabes qué es lo peor? —susurró tan bajo que solo yo pude escuchar—. Que hace años que no me siento viva… y ahora estoy empezando a recordarlo. Se alejó antes de que pudiera contestar, entrando a la cabaña con paso ligero, dejando tras de sí el eco de sus palabras. Yo me quedé clavado en el muelle, con el corazón latiendo a un ritmo imposible y la certeza de que ese juego apenas había comenzado. La cabaña era amplia, de madera lustrada y ventanales al río. El marido caminaba con paso seguro, golpeando las paredes con la palma como quien presume una obra propia. Enumeraba cada detalle: la calidad de las maderas, los techos altos, la vista privilegiada.Yo lo escuchaba a medias, porque ella había desaparecido unos minutos, cuando volvió, casi se me detuvo el aire, había cambiado la malla por un bikini diminuta, apenas dos tiras y un triángulo mínimo de tela, el sol entraba por la ventana y dibujaba sombras que realzaban cada curva. Ella se movía como si nada, como si el cambio fuera natural, pero sabía lo que hacía, se inclinó exageradamente para dejar su bolso sobre una silla, y mi cuerpo reaccionó de inmediato, sin pedir permiso, sentí la sangre arderme, una erección que me descolocó en medio del discurso solemne de su marido.Me acerqué a la ventana, fingiendo interés en el paisaje, tratando de ocultar mi estado. Ella pasó detrás de mí, tan cerca que el roce de su cadera contra mi brazo fue un golpe eléctrico. —¿Te incomoda? —susurró apenas, con una sonrisa traviesa que solo yo pude ver. Tuve que respirar hondo, me giré apenas hacia ella y, en voz baja, casi suplicante, le dije: —Pará un poco… no me hagas esto.  Ella me miró fija, con una mezcla de desafío y deseo que me desarmó, pero no dijo nada, solo se mordió el labio inferior y se alejó con lentitud, como si disfrutara estirando mi agonía. No pude más, me excusé torpemente diciendo que necesitaba lavarme la cara, caminé hasta el pequeño baño de la cabaña, cerré la puerta y apoyé la frente contra el espejo, el agua fría no alcanzaba a apagar el incendio que me consumía, afuera seguían las voces, las risas, el río. Yo, en cambio, estaba atrapado entre la culpa, el deseo y la imposibilidad de escapar de esa atracción feroz. Cuando volví del baño, con el pulso todavía descontrolado, ellos estaban en la galería. El marido servía unos vasos con jugo fresco, orgulloso de su hospitalidad, hablándome de números, inversiones y lo bien que les iba en temporada alta, yo intentaba responder con calma, recuperar la compostura. Pero entonces ocurrió, ella se sentó a mi lado, tan cerca que sus muslos desnudos rozaban los míos. Fingía escuchar las explicaciones del esposo, pero bajo la mesa sus dedos se deslizaron por mi rodilla, subiendo apenas unos centímetros, fue un gesto rápido, imperceptible para cualquiera que no estuviera en mi lugar, pero suficiente para hacerme temblar por dentro.—No te imaginas lo que significa este proyecto para nosotros —dijo él, levantando el vaso para brindar. —Claro… lo imagino —contesté, tragando saliva, mientras apartaba disimuladamente la mano de ella de mi pierna. Ella me miró de reojo, con esa sonrisa apenas insinuada que decía más que mil palabras. El fuego estaba ahí, a centímetros, y yo me sentía atrapado en una trampa perfecta, el marido hablando de futuro y negocios, y su esposa encendiéndome en silencio. Cuando por fin retomamos la lancha, el sol empezaba a caer y el cielo se teñía de naranja, el día había sido largo, cargado de imágenes que no lograba ordenar en mi cabeza, cenamos ligero, y el cansancio del recorrido nos llevó a cada uno a nuestras habitaciones. Yo me tendí en la cama amplia, pero el sueño no llegó, tenía los ojos clavados en el techo, reviviendo cada gesto de ella, cada roce, cada palabra susurrada. Me preguntaba hasta dónde estaba dispuesto a dejarme arrastrar, y qué consecuencias tendría si cruzaba un límite que ya se sentía demasiado cerca. El murmullo del río entraba por la ventana, mezclado con algún insecto nocturno, el Delta parecía dormir, pero dentro mío la tormenta seguía despierta. La casa estaba en silencio, apenas roto por el murmullo lejano del río y algún crujido de la madera vieja, intenté dormir, pero cada vez que cerraba los ojos aparecía su imagen: la sonrisa insinuante, el roce de su mano, el desafío de ese bikini mínimo. De pronto, un leve golpeteo en la puerta no necesitaba abrir para saber quién era, me quedé inmóvil, el corazón desbocado, hasta que la vi entrar en penumbras, no dijo una palabra, se deslizó hacia mí, y en un instante su cuerpo estuvo sobre el mío, tibio, palpitante. Lo que siguió fue un torbellino en un silencio absoluto, solo respiraciones entrecortadas y movimientos desesperados, era como si ambos hubiéramos estado reteniendo años de deseo, y de golpe todo explotara esa noche, sus labios, su piel húmeda, el vaivén frenético de dos cuerpos que sabían que no había retorno posible. Afuera, el río corría indiferente, mientras adentro nos devorábamos sin freno, en la oscuridad cómplice. Cuando terminó, quedó tendida a mi lado, con la piel brillante de sudor y los ojos cerrados, como si quisiera detener el tiempo, pero yo sabía que no podía, apenas despuntó la primera luz del amanecer, ya había tomado mi decisión. Me levanté despacio, sin despertarla, preparé el bolso en silencio, cada movimiento pesando como una sentencia, miré por última vez la habitación, la casa, el Delta que tanto me atraía… y a ella, dormida, hermosa, peligrosa. El río esperaba allá afuera, yo sabía que, si me quedaba un minuto más, corría el riesgo de perderme para siempre. Apenas despuntaba el sol, salí en silencio con un bote, dejando atrás la casa, el río y todo lo que habíamos compartido. Reme sin pensar cuanto tiempo me llevaría llegar a Tigre, pero lo logree a pleno sol, amarré el bote discretamente en un club que no recuerdo el nombre y regresé en auto a mi casa. Mientras manejaba, el motor rugía bajo mis manos y mi mente no dejaba de repasar cada gesto de ella, cada provocación, cada instante que había desbordado los límites. El Delta quedaba atrás, pero su sombra me acompañaba, intensa, peligrosa, imposible de olvidar. Cuando entré a mi casa, tiré el bolso en un rincón y me desplomé en el sillón. El silencio del lugar era brutal después del murmullo del Delta. Encendí la tele, pero no registré nada, preparé un mate, pero lo dejé enfriar. Esa noche dormí poco, con imágenes que se mezclaban: el río brillando a mediodía, el asado bajo las estrellas, la penumbra de mi cuarto y ella entrando sin decir palabra. Los días siguientes fueron de insomnio y rutina rota, salía a caminar por el barrio, iba a la ferretería sin comprar nada, volvía a casa y me quedaba mirando el techo. me preguntaba si ella habría hablado de lo que pasó, si él sospechaba algo, si esa historia quedaría sepultada como lo de Gesell o si en algún momento iba a resurgir, cada vez que sonaba el celular, el corazón me daba un salto, pero nunca era ella. Al tercer día, mientras intentaba arreglar una vieja licuadora en la mesa de la cocina, entendí lo que me faltaba y era volver a los fierros. Esa era mi vida, lo único que me anclaba a algo sólido, entonces llamé a Martín, un amigo de la adolescencia, compañero de picadas de barrio y horas interminables de taller improvisado en el garaje de su viejo. —Che, ¿te acordás del proyecto del taller que siempre soñamos? —le solté, sin vueltas. Hubo un silencio corto en la línea, y después su risa de siempre: —¿Y qué estamos esperando? Dos días después lo tenía en casa, con planos arrugados, cuadernos viejos con cálculos de costos y una energía que me arrastró de inmediato. Empezamos a buscar un galpón chico, algo que pudiéramos pagar entre los dos, no queríamos un local de concesionaria, sino un taller de barrio, especializado en lo que pocos sabían hacer: electrónica automotriz, diagnóstico por escáner, ajustes finos. Ahí está la plata, decía él, y yo asentía, porque era exactamente lo que pensaba. El primer fin de semana nos lo pasamos recorriendo depósitos, sacando cuentas, soñando en voz alta y terminamos alquilando un garaje para dos o tres autos como mucho con techo alto y portón grande para que entraran camionetas. Las paredes estaban descascaradas, el piso tenía manchas de aceite de años, pero para mí era como un templo. Pasamos días enteros limpiando, pintando, instalando herramientas, entre mate y mate, Martín me cargaba: —¿Y esa cara de trasnoche? Parece que te hubieras ido de joda al Delta. Yo sonreía sin responder, el Delta se había convertido en mi secreto, en un peso y un motor al mismo tiempo. Con cada máquina que conectábamos, con cada banco de trabajo que armábamos, sentía que el recuerdo de ella se acomodaba en algún rincón de la memoria, no desaparecía, pero ya no me frenaba, me empujaba.La tarde que encendimos por primera vez el compresor y escuchamos el aire silbar en las mangueras, supe que había tomado la decisión correcta, ese ruido, metálico y limpio, era mi nueva música. Miré a Martín y le dije:—Ahora sí, arrancamos. Él me palmó la espalda, el taller olía a pintura fresca y a fierro limpio, afuera el barrio seguía con su ritmo de siesta, pero adentro había un futuro en marcha. El Delta, ella, el marido, las cabañas y la propuesta imposible seguían allá atrás, como un sueño cargado de deseo y peligro. Yo, en cambio, estaba acá, con los pies firmes en el piso de cemento, el ruido del compresor de fondo y un motor esperando en el banco de trabajo. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba donde debía estar. Desperté temprano, antes del amanecer. Los truenos y relámpagos de un domingo pesado me habían desvelado, el aire estaba húmedo, cargado, como si la tormenta decidiera quedarse a observarme, el cielo estaba gris, cerrado, y cada respiración traía un olor a tierra mojada que me hacía sentir vivo y a la vez inquieto. Encendí la radio y dejé que las voces lejanas llenaran la casa; preparé mate y me senté frente a la ventana, viendo cómo las primeras gotas caían, golpeando el techo y el alféizar. El diario cayó bajo la puerta con un golpe seco, lo recogí, todavía con la pava silbando, y me dispuse a leerlo, apenas mojaba la yerba para un segundo mate, el timbre sonó. Viejo, metálico, insistente; refunfuñé, pero me levanté, siempre preferí abrir la puerta a dejar que la modernidad nos separara. Abrí, y la lluvia me sorprendió primero; luego, ella. La vi, empapada, respirando con rapidez, y no necesité preguntar nada, sus brazos me envolvieron, y por un instante el mundo desapareció, la llevé adentro, cerré la puerta tras nosotros, y el aroma a lluvia se mezcló con el de su cabello húmedo. —No sé qué me pasa sin vos —susurró—. No sé qué hacer, necesito que vuelvas. La miré, respirando profundo, sintiendo que mi corazón latía con una fuerza que hacía temblar mis manos.—No —dije despacio—. Sos vos la que tiene que dejar todo y quedarte conmigo.El silencio que siguió fue absoluto, solo la lluvia, el silbido de la pava y nuestra respiración compartida llenaban la cocina; sus manos húmedas buscaron las mías; nuestros dedos se entrelazaron, y en ese gesto simple, en ese roce mínimo, todo lo que habíamos sentido durante años explotó como un relámpago. Se levantó y quedó frente a mí, la ropa pegada al cuerpo, brillando con el agua que todavía resbalaba de su piel, la atraje suavemente hacia mí, y por fin pude sentir el calor de su cuerpo, la cercanía que había sido imposible durante tanto tiempo, el mundo se redujo a ese instante: los dos, la lluvia, el murmullo de la ciudad dormida. Pasaron horas que parecían no medirse por relojes ni calendarios, mates olvidados, caricias, miradas que decían todo lo que no podía decirse en palabras; afuera, la tormenta golpeaba los vidrios y el techo; adentro, el tiempo se había detenido. Los recuerdos, el deseo, la nostalgia, todo convergía en un solo presente que parecía eterno.Pero la noche llegó, y con ella, la realidad, se apartó lentamente y se colocó junto a la puerta, la mirada baja, cargada de tristeza y decisión.—Tengo que irme —susurró—. No puedo dejar mi vida atrás.Me levanté y la abracé por última vez.—Lo sé —dije—. Pero siempre… siempre vamos a estar unidos de alguna manera.Apoyó la cabeza un instante contra mi pecho, respirando profundo, como intentando retener ese momento, como si quisiera que el tiempo se detuviera, luego se apartó lentamente, dejando que cada gesto quedara grabado en mi memoria. la curva de su espalda, el brillo de sus ojos, la sonrisa que nunca se permitía del todo. —Adiós —dijo, y salió.
El golpe de la puerta resonó y luego se apagó, me quedé solo en la casa, con el eco de sus pasos todavía flotando en el aire, y el murmullo lejano de la lluvia que empezaba a ceder. Caminé hasta la cocina, encendí la radio y puse la pava al fuego, el silbido del agua que comenzaba a calentar parecía marcar el tiempo, lento y pesado, minuto a minuto, mientras la noche caía afuera.
Tomé mate, mirando la ventana, viendo cómo la oscuridad se extendía sobre la calle y el río invisible del Delta que aún habitaba mis recuerdos, pensando solo en ella, en su risa, en su piel mojada, en el abrazo que me dejó marcado para siempre.
Una lágrima rodó por mi mejilla y cayó en el mate, pequeña, silenciosa, casi como una confesión. 
La noche avanzaba, inexorable, y yo permanecía allí, atrapado entre la rutina y la memoria, con la certeza de que algo muy fuerte nos había unido durante años y que, aunque ella ya no estaba, su sombra seguiría acompañándome siempre, minuto a minuto.
Desde aquel día no dejo de recordarla. Pasan los días, los meses, y todo sigue igual… o peor.
Una tarde, después de más de tres meses sin verla, estaba debajo de un auto ajustando unas piezas cuando escuché mi nombre. Esa voz… su voz.
Me deslicé con el carrito hacia afuera, asomando primero la cabeza. Ella estaba allí, mirándome desde arriba, y nuestros ojos se encontraron como si el tiempo no hubiera pasado. Pero había algo distinto: entre los dos, brillando como un secreto imposible de ocultar, estaba su hermosa pancita, redonda, perfecta, gestando una vida.
Mi rostro habló antes que mis labios. Me incorporé de golpe, la abracé con torpeza, y ella, con un murmullo apenas audible, me dijo:
—Vine para que conozcas cómo va creciendo tu hijo.
Y en ese instante se desvaneció en mis brazos.
Quise atenderla, pero la verdad es que era yo quien necesitaba que me atendieran. Mi socio, al escuchar mi grito, corrió hacia nosotros. Después todo se volvió confuso: apenas recuerdo un mareo, un vacío. Cuando volví en mí, la ambulancia ya estaba allí, y nos estaban asistiendo a los dos.
Por suerte, en pocos minutos todo volvió a la normalidad. Cerramos el taller; entendimos que no era el lugar para ese reencuentro. El sol de la tarde caía fuerte sobre el asfalto y nos obligaba a buscar refugio.
En cambio, en casa estaríamos mejor, más cómodos… y, sobre todo, podríamos conversar. Conversar de nosotros, de ese hijo que llevaba en su vientre, y de todo lo que no habíamos sabido —o querido— enfrentar juntos.
El sol de la tarde caía fuerte sobre el asfalto, cegador, como recordándome, que nada debía resolverse allí, bajo esas chapas y ese ruido de fierros. En casa, pensé, estaríamos mejor, más cómodos, y podríamos hablar de lo que realmente importaba.
Cuando llegamos, ella se recostó en el sillón. Yo la miraba en silencio, sin saber si tocarle la mano o pedirle perdón primero. Entonces lo hice todo junto: me senté a su lado, le acaricié los dedos con torpeza, y las lágrimas se me escaparon sin aviso.
Tendría que haber estado con vos… —murmuré, apenas audible.
Ella me miró, cansada, pero serena, y con una ternura que me desarmó, me llevó la mano hacia su vientre. Sentí ese calor nuevo, esa vida latiendo, y un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza.
La besé en la frente, con miedo y con amor. Y mientras lo hacía, la culpa me atravesaba como un hierro candente. La amaba, la había amado siempre, y, sin embargo, la había dejado sola en el camino más importante de su vida.
En esa mezcla de dulzura y reproche hacia mí mismo, entendí que ya no había vuelta atrás: éramos tres. Y tenía que encontrar la manera de estar presente, aunque las palabras nunca alcanzaran para curar lo que no supe dar a tiempo. Ella apoyó mi mano en su vientre y me miró fijo, como buscando fuerzas en mis ojos. Después bajó la mirada, respiró hondo y, en un susurro que parecía dolerle, dijo:
—Las cosas no están bien con mi marido… Él quiere irse a Europa. Dice que el niño debería nacer allá, que allá tendremos otra vida y quiere hacerlo cuanto antes.
Sentí un nudo en la garganta, la acariciaba sin soltar su mano, pero por dentro la culpa y el miedo me devoraban, había llegado tarde, y ahora la posibilidad de perderla otra vez —a ella y a ese hijo que apenas comenzaba a latir bajo su piel— me estremecía.
 —¿Y vos? —me animé a preguntar, con un hilo de voz. 
Ella me miró de nuevo, y en sus ojos había cansancio, tristeza y algo más… un destello de amor que seguía vivo a pesar de todo.
—Yo no quiero irme —dijo—. No así. No con él.
Su confesión me atravesó como un rayo, quise besarla, abrazarla, gritarle que no se fuera, que yo estaría allí, qué juntos podíamos empezar de nuevo, pero al mismo tiempo la culpa me ahogaba: ¿qué derecho tenía yo a pedírselo,
El silencio llenó la habitación, un silencio cargado de todo lo que no nos habíamos dicho en meses y allí, con su mano en la mía y nuestro hijo creciendo en medio, supe que cada palabra y cada decisión a partir de ese instante podían cambiarlo todo.
Desde aquel día no dejo de recordarla, pasan los días, los meses, y todo sigue igual… o quizá peor. Pasaron dos meses más, grises, interminables. Hasta que una mañana, en el taller, entre facturas y repuestos, recibí un sobre anónimo. Dentro había un mensaje escrito a máquina:
“¿Está seguro de ser el padre de ese niño que se gesta en el Delta? ¿O es parte de una jugada de despecho, de un negocio, de una trampa? ¿Está seguro? ¿Es su hijo?”
El papel temblaba en mis manos, la duda entró como un veneno lento, y durante días enteros me carcomió por dentro, ya no dormía, ya no comía, hasta que entendí que no podía seguir así: tenía que enfrentarla, mirarla a los ojos y arrancar la verdad, aunque me destruyera.
Un viernes al mediodía cerré el taller y viajé al Delta, llegué a su casa con el corazón desbocado. Allí estaban ella y su marido, como una postal de familia acomodada. Apenas me vieron, el aire se tensó.
—Necesito saber la verdad —dije, sosteniendo el papel en la mano.
El marido me miró con furia, como un animal acorralado. Ella bajó la vista, y el silencio pesó más que los gritos que vendrían después.
—¿Es mío ese hijo? —pregunté, casi implorando.
El marido estalló, los insultos llovieron, los gritos retumbaron contra las paredes de madera. Ella intentó hablar, pero cada palabra suya parecía avivar más la pelea. En un instante nos vimos empujándonos, forcejeando, como dos hombres, disputando no solo una verdad sino el sentido de una vida entera.
Todo terminó muy mal: golpes, portazos, lágrimas. Yo me fui con el rostro ardido y el alma hecha trizas. Nada había quedado claro. Solo el eco de mi propia voz preguntando sin respuesta:
¿Es mi hijo?
Espera un minuto, dijo:
Me quedé inmóvil, todavía jadeando. Él se pasó una mano por la cara, buscó fuerzas, y habló como si soltara una verdad que llevaba mucho tiempo escondida.
—Yo quería que ese hijo fuera tu hijo como habíamos conversado, era lo que tenía sentido para nosotros, para nuestra vida acá en el Delta. Pero ella… —se detuvo, mirándola de reojo— tuvo un desliz, una noche con un desconocido y ahora… ahora la paternidad está en duda.
El golpe fue seco, directo, sentí como si me arrancaran el aire de los pulmones. 
Ella bajaba la cabeza, no lo negaba, no decía nada.
El marido siguió, con voz cansada: —Yo estoy dispuesto a separarme, a dejarla ir. 
No me importa ya. Solo espero que ella se vaya del Delta, que decida de una vez. Pero no quiere… no quiere irse de acá, ni dejar esta vida. 
El silencio posterior fue insoportable. Mis ojos iban de él a ella, buscándola, esperando un gesto, una palabra que me salvara de ese abismo. 
Pero ella seguía callada, atrapada en sus propios miedos, enredada entre su capricho y su indecisión.
En ese instante entendí que no había triunfo posible para mí, solo dolor. 
El amor estaba, sí, pero atado con nudos de dudas, engaños y medias verdades y en el centro de todo, la vida inocente de un hijo que quizá fuera mío… o quizá no.
Me quedé parado, con la carta en un bolsillo y la certeza de que el Delta, con su calma aparente y sus aguas turbias, había sepultado lo poco que quedaba de nosotros.

viernes, 12 de septiembre de 2025

 Ese vínculo que creció día tras día,
paso a paso, como una flor que se abre lenta
hasta alcanzar su máxima belleza,
así nació lo nuestro; hermoso, luminoso, inevitable.
Te espero con ansias, con el deseo intacto
de verte llegar, de sentir tu presencia,
de saber si cumpliste mi pedido,
si en tu andar te acordaste de mí.
Cada día más me sorprendo aguardándote.
Y cuando apareces a lo lejos,
tu sonido me estremece; único, particular,
como una melodía escrita solo para mí.
Entonces sonrío, porque sé que llegaste.
Y en ese instante la espera se justifica,
el tiempo se detiene, y el territorio respira.
No sos un amor de carne y hueso,
pero lo que despiertas en mí es puro romance,
un encuentro fiel, necesario, vital.
Por eso te nombro, querida y esperada:
vos, la lancha almacén.


martes, 9 de septiembre de 2025

La Enlace

 Nació de un sueño en el patio de una casa antigua, de esas donde todas las habitaciones se abrían hacia un centro común y en el fondo,  la cocina y el baño, eran testigos de la vida diaria. 
Allí no había maderas ni astilleros, sino el inconfundible aroma, a papel de imprenta, a tinta fresca y a trabajo constante, y, en medio de ese escenario cotidiano, Emilio fue imaginando y dando forma a una embarcación distinta. No llevaba ruedas, sino un corazón de motor Ford Falcon, dispuesto no a rodar por caminos de tierra, sino a latir sobre los ríos del Delta.
La bautizó Enlace, y aquel nombre no era casual, había sido también el de la primera imprenta familiar, el signo de unión entre tintas, papeles, cartones y colores brillantes y ahora, sobre el agua, se convertía en un puente aún más profundo, el enlace entre la familia y los amigos, entre el taller y el descanso, entre la ciudad y el río, entre los sueños y la vida misma.
De un naranja encendido y con un tapizado impecable realizado por Lito, la Enlace parecía una llamarada flotando bajo el sol. 
Descansaba en el muelle del Pájaro Loco, atada a sus postes, y allí lucía como una joya, pero apenas se soltaba, se transformaba, ya no era madera ni hierro, era pura vida deslizándose entre juncales y riachos escondidos.
El primer capitán fue Emilio, quien la había soñado y construido con sus propias manos. Más tarde, el timón pasó a sus hijos, Rubén y Alberto, que heredaron no solo la lancha, sino también la pasión de guiarla por los rincones más hermosos del Delta. Juntos la llevaron a recorrer espejos de agua donde el río conversa con el sol y a perderse en senderos líquidos que parecían no tener fin.
La Enlace no fue solo una embarcación, fue compañía en tardes enteras de navegación, fue risas compartidas al quedarnos alguna vez sin nafta en medio del río, fue silencio y contemplación cuando el agua reflejaba un cielo de oro al atardecer. Fue, sobre todo, un lazo, con los amigos, con la naturaleza, con los trabajos de la imprenta y con los afectos que daban sentido a cada jornada.
Hoy, al evocarla, la memoria no la deja descansar; basta cerrar los ojos para verla pasar todavía, encendida en su naranja brillante, con el eco de su motor Falcón
marcando el pulso del viaje.
En cada brazada del río parece esconderse un pedazo de infancia, una conversación suspendida, una mirada cómplice desde la proa.
Verla surcar el agua era más que contemplar una lancha, era contemplar la historia de una época, el espíritu de una familia y el reflejo de un tiempo que, aunque lejano, sigue vivo en nosotros.
Porque hay barcos que se olvidan y barcos que se vuelven eternos. La Enlace pertenece a los segundos, no importa cuánto cambien los días: seguirá navegando, luminosa e inalcanzable, en la memoria y en el corazón de quienes la vieron pasar… y de quienes tuvimos el privilegio de navegar en ella.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...