
No suelo atender llamadas inesperadas, pero aquella vez lo hice. Antes había llegado un mensaje breve, inquietante, de una amiga del Delta, del río Carapachay. En la llamada me pidió que fuera a su casa: ella y su esposo querían hablarme de un proyecto, un negocio con perspectivas en la zona, algo de lo que prefería no dar detalles por teléfono. Su tono me dejó más preguntas que respuestas. Ante tanta intriga, lo primero que intenté fue averiguar un poco más, pero fue imposible. Ella se mantuvo hermética, casi juguetona, y yo, resignado, comencé a preparar un bolso con lo indispensable. Estaba sin trabajo con un proyecto nuevo, pero en los primeros pasos, si la oferta era valida aceptaría sin mayores inconvenientes, ella es de mi mayor confianza, amiga y alguna vez vecina, nos conocemos desde muy pequeños y pasar unos días en el delta era una buena idea. Al amanecer siguiente, después de un desayuno breve, apenas unos mates, bajé al garaje y encendí el auto y comencé a andar.El tránsito por la Panamericana era un murmullo constante de motores y bocinas, pero yo iba absorto, pensando en las palabras de mi amiga, un negocio en el Delta…qué podía significar exactamente. Llegué a Tigre poco antes de las once. El cielo estaba despejado y el aire húmedo olía a río. Estacioné cerca del museo y, tal como habían prometido, los vi esperándome con una lancha amarrada a pocos metros, ella agitó una mano en alto para saludarme; su esposo, detrás del timón, me observaba en silencio. Subí a bordo, y apenas el motor rugió, sentí que dejaba atrás más que el muelle: era como si cruzara una frontera invisible, el río Carapachay nos esperaba entre laberintos de juncos y casas sobre pilotes, mientras el murmullo del agua golpeando contra el casco parecía marcar un compás secreto, ninguno de los dos hablaba, y el silencio pesaba más que cualquier palabra.El río se abría ante nosotros como una cinta brillante bajo el sol de mediodía, ella sacó un termo y un mate que no tardó en cebar, mientras el esposo mantenía firme el rumbo entre los juncos y las casas de madera que parecían flotar sobre el agua. El primer sorbo fue amargo, como siempre, pero el segundo ya trajo esa calidez conocida que invita a conversar. —Te acordás del verano que casi nos quedamos sin remo en medio del río —dijo ella, riendo.
Y enseguida comenzaron a desfilar anécdotas; tormentas que aparecían de la nada, noches a la luz de un farol, vecinos imposibles, reímos varias veces; el mate circulaba sin pausa, el viaje se volvió una mezcla de nostalgia y alegría, una tregua luminosa antes de lo que fuera que estuviera por venir. La lancha se detuvo suavemente en su muelle propio, firme y cuidado. Aún sin decir una sola palabra sobre el motivo de mi visita, me invitaron a recorrer el terreno antes de subir a la casa. Caminamos hacia el fondo, donde los frutales se alzaban generosos bajo el sol: un limonero cargado que perfumaba el aire, un naranjo con frutos dorados, un duraznero de ramas bajas cuajado de melocotones. Me mostraban cada árbol con una delicadeza casi ceremonial, como si cada fruto tuviera una historia que contar. Subimos luego al porche. La casa era grande, hermosa y cómoda, levantada sobre pilotes, con galerías abiertas al río y una estructura pensada para aguantar las crecidas: ventanas altas, maderas bien tratadas, cunetas y un acceso claro al muelle. Me llevaron al cuarto preparado para mí, sencillo pero luminoso; cuando dejé el bolso, me dijeron que encenderían el fuego: aquella noche habría asado para celebrar mi llegada. El asado fue maravilloso. Las brasas lanzaban su olor a campo, el humo subía en tiras doradas, y entre bocado y bocado el gesto del esposo, que al principio me había parecido algo seco, se ablandó. Hablamos de todo: recuerdos compartidos, vecinos, algún chisme de la zona y hasta de política, con la facilidad de quienes llevan años midiendo la distancia entre una opinión y otra sin romper la mesa. Hubo silencios cómodos, risas, y esa sensación doméstica de pertenencia. Cuando los ruidos de la casa se calmaron y el último mate pasó de mano en mano, él se reclinó en la silla y comenzó a hablar de su proyecto. Su voz cambió de abrupta a pausada; explicó que habían venido trabajando en un emprendimiento de cabañas y gastronomía pensado para el Delta: varias posadas pequeñas y puntos de comida local distribuidos a lo largo de distintos brazos del río, conectados por rutas en lancha. Un proyecto grande, decía, que aprovechaba la belleza de la región y la demanda creciente de turismo de naturaleza. Si yo quería, al día siguiente podríamos recorrer todo el lugar en la lancha: era extenso y se extendía por más de un río; desde el agua se veía mejor la escala del plan. —Y si te decidieras a quedarte —me dijo de pronto, mirándome directo—, podés elegir en cuál de los emprendimientos vivir. Tenés que pensarlo, claro, pero la posibilidad está. Antes de que pudiera responder, ella tomó aire y dijo algo que me atravesó: quería tener hijos. Lo soltó con la misma naturalidad con la que me había mostrado el duraznero, pero el peso de la frase fue distinto. Me contó que él no podía concebir, que habían evaluado la adopción y las técnicas de reproducción asistida, y que, después de mucho hablar, habían pensado en alguien de confianza. «Decidí saber de quién era —me dijo con una risa nerviosa— y te elegí a vos, con el consentimiento de él». El esposo asintió con la cabeza, sin necesidad de palabras; su gesto, ahora más amable, confirmaba lo dicho. La propuesta era un enigma: no solo se trataba de un negocio, sino de algo íntimo, profundo, que los unía y los separaba al mismo tiempo. Ellos no me pedían una respuesta inmediata; querían que lo pensara. Explicaron que, una vez que ella quedara embarazada, planeaban mudarse a Europa, y que yo permanecería en el Delta, a cargo del proyecto que eligiera, comunicándonos por WhatsApp y a través de transferencias bancarias supervisadas por abogados y contadores. Me quedé en silencio, atrapado entre lo práctico y lo íntimo. Y en ese silencio, de golpe, algo volvió a mí: un recuerdo que creí enterrado. Años atrás, mucho antes de que él entrara en la vida de ella, un fin de semana en Villa Gesell nos había unido de manera breve y desordenada. Fue un tiempo de alcohol, de rock, de amigos que todavía no sabían quiénes eran. Lo que pasa en Gesell queda en Gesell, dijo ella al regreso. Y así fue: nunca más se habló de aquella noche, como si hubiera quedado sepultada bajo la arena. Pero ahora lo recordaba… y sospechaba que ella también. Esa certeza me acompañó cuando caminé hasta el muelle. Me senté en el borde, mirando el río, la luna y el silencio. No me di cuenta de que ella se había acercado hasta que, de pronto, se sentó a mi lado. —¿En qué pensás? —preguntó suavemente.Me quedé unos segundos en silencio, y luego hablé despacio:—Sabes bien que lo mío siempre fueron los fierros. Soy mecánico, no contador ni administrador. Más bicho de ruta que de oficina. Desde hace un tiempo vengo planeando abrir mi propio taller: después de años como empleado en una concesionaria, quiero dedicarme de lleno a la mecánica, más ahora que todo es electrónico, computado, y exige especializarse. Ahí siento que está mi futuro. Ella me escuchaba con atención, sin interrumpir. —Por otro lado —seguí—, tu propuesta… no me parece del todo correcta. No te voy a mentir: pienso que, si algún día naciera un hijo mío, por más papeles que se firmen, por más kilómetros de distancia que haya, tarde o temprano yo buscaría acercarme. Y si ese hijo o hija llegara a saber la verdad, lo que hoy parece tu felicidad podría convertirse en una desgracia. El río siguió corriendo. Ella bajó la mirada, pensativa, y el silencio entre nosotros ya no era el mismo que antes. Ella levantó la cabeza y me miró fijo, con esos ojos que siempre supieron leerme más allá de lo que decía. —Por eso pensé en vos —susurró—. Porque no sos un número, ni un trámite. Sos real. Y sé que, si algún día naciera, no sería un hijo sin historia… sería un hijo con raíces. Su mano buscó la mía con una naturalidad peligrosa. Sentí el calor de su piel, y en ese contacto mínimo había algo más que palabras, un recuerdo de Gesell, una chispa vieja que volvía a encenderse. Se inclinó apenas, como tanteando un límite, y el perfume de su cabello me rozó la cara. —Vos y yo sabemos que esto no empieza ahora —agregó, casi en un suspiro. El corazón me golpeaba fuerte, pero antes de que pudiera responder, se levantó de golpe. El banco de madera crujió con violencia y ella caminó hacia la casa, sin mirar atrás, con sus pies descalzos y pasos duros sobre el muelle. El agua volvió a sonar sola contra los pilotes. La luna seguía ahí, indiferente. Y yo me quedé inmóvil, con la mano todavía caliente por el roce, preguntándome si lo que había pasado era una invitación o una advertencia. La noche fue larga. No pegué un ojo. Me quedé en vela en la cama que me habían asignado, escuchando el rumor constante del río y repasando una y otra vez lo que había pasado en el muelle. Ella también había pasado la noche sin dormir, me lo confesó con una sonrisa cansada al amanecer, como si los dos hubiéramos compartido un insomnio sin hablarnos. Cuando subimos a la lancha para recorrer los emprendimientos, llevé conmigo un dejo de tristeza que no pude ocultar. No sabía qué hacer con lo que me habían propuesto, ni con lo que había sentido la noche anterior. Ella, a mi lado, parecía arrastrar el mismo peso, aunque intentara cubrirlo con frases ligeras. El esposo, en cambio, se mostraba distinto; sobrador, mandón, con ese aire de superioridad aprendido. Lo noté en cada gesto, la forma de dar órdenes para maniobrar la lancha, los comentarios cortantes hacia ella, la manera de inflar el pecho al hablar de su proyecto. Había en él un desprecio sutil, apenas disfrazado, que caía siempre sobre su mujer como una sombra. Mientras navegábamos entre canales, fue él mismo quien me contó su historia. No lo hizo como una confesión, sino como quien marca territorio:
—Todo esto empezó con mis viejos, ellos fueron pioneros del turismo en el Delta, cuando acá no había nada —dijo, señalando la ribera como si le perteneciera—. Yo crecí entre estas islas, y cuando mis padres murieron me quedé. Mi abuelo me acompañó hasta que fui mayor; aprendí a remar antes que a caminar. Su voz tenía un tono de orgullo heredado; después bajó la mirada hacia ella, como para subrayar lo que diría. —La conocí cuando yo daba clases de esquí acuático, ella no podía pagarse las lecciones, pero yo la llevé igual, y bueno… después vino todo lo demás, el casamiento, la mudanza, la Se le iluminó la cara, como si esa respuesta hubiera dado en el blanco. —¡Ah, entonces sabes de lo que hablo! —exclamó, y sin darme tiempo, arrancó con un relato tras otro de sus autos. Empezó con un Peugeot viejo que había heredado de su padre, un tanque que aguantaba todo. Después saltó a los importados: un BMW que había comprado usado, un Audi que casi le costó un accidente en la Panamericana, un coupé japonés que recordaba con nostalgia. Cada auto venía con su aventura, viajes, anécdotas de rutas, noches de velocidad con amigos. Los fierros son una pasión —decía, mientras el sol le arrancaba destellos al agua. El auto no es solo un vehículo, es una extensión de uno mismo.Yo asentía, aportando algún comentario técnico, reconociendo virtudes de cada modelo, explicando lo que había que ajustar o mejorar, era como si, por primera vez desde que llegué, él encontrara un terreno común conmigo. Mientras tanto, ella se mantenía en silencio, observando la ribera como si la conversación la dejara afuera. Al cabo de un rato, amarramos en una de las cabañas del emprendimiento, desde afuera parecía sacada de un catálogo, madera clara, techo a dos aguas, ventanales grandes que dejaban entrar el verde del Delta. El aire estaba caliente y pesado, así que al entrar lo primero que hicieron fue ofrecerme algo fresco, una jarra de limonada con hielo apareció sobre la mesa. Nos sentamos bajo el alero, la vista al río, y por un momento el murmullo del agua volvió a imponerse sobre cualquier palabra. El calor apretaba incluso bajo el alero, él se levantó diciendo que iba a revisar el motor de la lancha, que había notado un ruido raro al llegar, quedamos solos. Ella se acomodó en una reposera, con esa malla que dejaba poco a la imaginación. la luz del mediodía resaltaba cada curva, cada pliegue de su piel húmeda por el río. Intenté apartar la mirada, pero fue imposible, mis ojos recorrieron su cuerpo con una intensidad que no logré disimular. Ella lo notó. No dijo nada, pero sonrió apenas, como si hubiera estado esperando ese gesto. El silencio se hizo espeso, solo interrumpido por el canto de algún pájaro y el zumbido de los insectos, me incliné hacia ella, y sin medir demasiado las palabras le solté: —¿De verdad estás enamorada de él? Su sonrisa se borró, pero no hubo enojo. Solo me miró fijo, como midiendo hasta dónde me animaba a llegar. Pasaron unos segundos antes de que respondiera, esquivando con delicadeza: —¿Y vos? Por qué seguís solo todavía… ya con más de treinta encima. Su voz era suave, pero el filo de la pregunta me atravesó como una lanza.Me pase la mano por la nuca, como si buscara aire. —Quizás porque nunca encontré algo que me llenara del todo —dije, mirándola de frente—. Tuve historias, claro… pero nada que me hiciera pensar en un para siempre. Capaz soy yo, que me refugio en los motores, en la rutina, en lo que sé hacer, los autos no fallan como las personas. Ella me escuchaba sin parpadear, con las piernas cruzadas, la tela de la malla tensándose sobre su piel, el calor hacía brillar pequeñas gotas en sus hombros, y yo no podía evitar seguir cada línea de su cuerpo como si fuera un mapa. No sos el único que se refugia respondió al fin, con un dejo de tristeza. Yo también me refugié en este lugar, en este matrimonio… en esta vida que parece perfecta pero que a veces me ahoga. La brisa movió apenas su cabello, y me invadió su perfume, mezclado con limón y río. La distancia entre nosotros era mínima, podía sentir el calor de su piel, escuchar cómo respiraba más lento, más profundo.Me incliné un poco más, mi voz apenas un murmullo —Si no estás enamorada de él… ¿de qué te aguarrás? Ella sonrió con los labios entreabiertos, y su mirada descendió fugazmente hacia mi boca. —De la costumbre… y de cosas que no puedo decir en voz alta. Un silencio cargado nos envolvió, yo sentí el impulso de rozar su brazo, de perder la cordura en ese instante, sus piernas se descruzaron con lentitud, como si la respuesta estuviera en ese simple gesto. El crujido de la madera al otro lado de la galería nos sobresaltó, el sonido del esposo volviendo, ella se incorporó rápido, enderezando la espalda, recuperando una compostura ensayada, yo me quedé inmóvil, con el pulso acelerado y un fuego contenido que me quemaba por dentro.Él apareció con gesto satisfecho, asegurando que el ruido de la lancha no era nada grave, nos propuso seguir viaje para recorrer otras cabañas, y en cuestión de minutos volvimos al agua. Yo intentaba mantener la vista en el paisaje, pero ella se sentó frente a mí en la embarcación. Cada tanto se acomodaba la malla, dejando que el sol resaltara aún más su piel. Fingía mirar el río, pero sus ojos me buscaban fugazmente, como si cada cruce de miradas fuera un roce invisible. Mientras él hablaba, orgulloso, de la historia familiar, del turismo en el Delta y de cómo había heredado no solo la tierra sino también el don de mando, ella jugaba con un mechón de su cabello, lo mordía suavemente, y yo entendía que aquello no era casual, en una de las paradas, cuando bajamos a ver una de las cabañas, él se adelantó para abrir el lugar y mostrarnos los detalles, ella se quedó apenas detrás, tan cerca que pude sentir su respiración en mi cuello, sus dedos rozaron mi brazo, como por accidente, y un escalofrío me recorrió entero.—¿Sabes qué es lo peor? —susurró tan bajo que solo yo pude escuchar—. Que hace años que no me siento viva… y ahora estoy empezando a recordarlo. Se alejó antes de que pudiera contestar, entrando a la cabaña con paso ligero, dejando tras de sí el eco de sus palabras. Yo me quedé clavado en el muelle, con el corazón latiendo a un ritmo imposible y la certeza de que ese juego apenas había comenzado. La cabaña era amplia, de madera lustrada y ventanales al río. El marido caminaba con paso seguro, golpeando las paredes con la palma como quien presume una obra propia. Enumeraba cada detalle: la calidad de las maderas, los techos altos, la vista privilegiada.Yo lo escuchaba a medias, porque ella había desaparecido unos minutos, cuando volvió, casi se me detuvo el aire, había cambiado la malla por un bikini diminuta, apenas dos tiras y un triángulo mínimo de tela, el sol entraba por la ventana y dibujaba sombras que realzaban cada curva. Ella se movía como si nada, como si el cambio fuera natural, pero sabía lo que hacía, se inclinó exageradamente para dejar su bolso sobre una silla, y mi cuerpo reaccionó de inmediato, sin pedir permiso, sentí la sangre arderme, una erección que me descolocó en medio del discurso solemne de su marido.Me acerqué a la ventana, fingiendo interés en el paisaje, tratando de ocultar mi estado. Ella pasó detrás de mí, tan cerca que el roce de su cadera contra mi brazo fue un golpe eléctrico. —¿Te incomoda? —susurró apenas, con una sonrisa traviesa que solo yo pude ver. Tuve que respirar hondo, me giré apenas hacia ella y, en voz baja, casi suplicante, le dije: —Pará un poco… no me hagas esto. Ella me miró fija, con una mezcla de desafío y deseo que me desarmó, pero no dijo nada, solo se mordió el labio inferior y se alejó con lentitud, como si disfrutara estirando mi agonía. No pude más, me excusé torpemente diciendo que necesitaba lavarme la cara, caminé hasta el pequeño baño de la cabaña, cerré la puerta y apoyé la frente contra el espejo, el agua fría no alcanzaba a apagar el incendio que me consumía, afuera seguían las voces, las risas, el río. Yo, en cambio, estaba atrapado entre la culpa, el deseo y la imposibilidad de escapar de esa atracción feroz. Cuando volví del baño, con el pulso todavía descontrolado, ellos estaban en la galería. El marido servía unos vasos con jugo fresco, orgulloso de su hospitalidad, hablándome de números, inversiones y lo bien que les iba en temporada alta, yo intentaba responder con calma, recuperar la compostura. Pero entonces ocurrió, ella se sentó a mi lado, tan cerca que sus muslos desnudos rozaban los míos. Fingía escuchar las explicaciones del esposo, pero bajo la mesa sus dedos se deslizaron por mi rodilla, subiendo apenas unos centímetros, fue un gesto rápido, imperceptible para cualquiera que no estuviera en mi lugar, pero suficiente para hacerme temblar por dentro.—No te imaginas lo que significa este proyecto para nosotros —dijo él, levantando el vaso para brindar. —Claro… lo imagino —contesté, tragando saliva, mientras apartaba disimuladamente la mano de ella de mi pierna. Ella me miró de reojo, con esa sonrisa apenas insinuada que decía más que mil palabras. El fuego estaba ahí, a centímetros, y yo me sentía atrapado en una trampa perfecta, el marido hablando de futuro y negocios, y su esposa encendiéndome en silencio. Cuando por fin retomamos la lancha, el sol empezaba a caer y el cielo se teñía de naranja, el día había sido largo, cargado de imágenes que no lograba ordenar en mi cabeza, cenamos ligero, y el cansancio del recorrido nos llevó a cada uno a nuestras habitaciones. Yo me tendí en la cama amplia, pero el sueño no llegó, tenía los ojos clavados en el techo, reviviendo cada gesto de ella, cada roce, cada palabra susurrada. Me preguntaba hasta dónde estaba dispuesto a dejarme arrastrar, y qué consecuencias tendría si cruzaba un límite que ya se sentía demasiado cerca. El murmullo del río entraba por la ventana, mezclado con algún insecto nocturno, el Delta parecía dormir, pero dentro mío la tormenta seguía despierta. La casa estaba en silencio, apenas roto por el murmullo lejano del río y algún crujido de la madera vieja, intenté dormir, pero cada vez que cerraba los ojos aparecía su imagen: la sonrisa insinuante, el roce de su mano, el desafío de ese bikini mínimo. De pronto, un leve golpeteo en la puerta no necesitaba abrir para saber quién era, me quedé inmóvil, el corazón desbocado, hasta que la vi entrar en penumbras, no dijo una palabra, se deslizó hacia mí, y en un instante su cuerpo estuvo sobre el mío, tibio, palpitante. Lo que siguió fue un torbellino en un silencio absoluto, solo respiraciones entrecortadas y movimientos desesperados, era como si ambos hubiéramos estado reteniendo años de deseo, y de golpe todo explotara esa noche, sus labios, su piel húmeda, el vaivén frenético de dos cuerpos que sabían que no había retorno posible. Afuera, el río corría indiferente, mientras adentro nos devorábamos sin freno, en la oscuridad cómplice. Cuando terminó, quedó tendida a mi lado, con la piel brillante de sudor y los ojos cerrados, como si quisiera detener el tiempo, pero yo sabía que no podía, apenas despuntó la primera luz del amanecer, ya había tomado mi decisión. Me levanté despacio, sin despertarla, preparé el bolso en silencio, cada movimiento pesando como una sentencia, miré por última vez la habitación, la casa, el Delta que tanto me atraía… y a ella, dormida, hermosa, peligrosa. El río esperaba allá afuera, yo sabía que, si me quedaba un minuto más, corría el riesgo de perderme para siempre. Apenas despuntaba el sol, salí en silencio con un bote, dejando atrás la casa, el río y todo lo que habíamos compartido. Reme sin pensar cuanto tiempo me llevaría llegar a Tigre, pero lo logree a pleno sol, amarré el bote discretamente en un club que no recuerdo el nombre y regresé en auto a mi casa. Mientras manejaba, el motor rugía bajo mis manos y mi mente no dejaba de repasar cada gesto de ella, cada provocación, cada instante que había desbordado los límites. El Delta quedaba atrás, pero su sombra me acompañaba, intensa, peligrosa, imposible de olvidar. Cuando entré a mi casa, tiré el bolso en un rincón y me desplomé en el sillón. El silencio del lugar era brutal después del murmullo del Delta. Encendí la tele, pero no registré nada, preparé un mate, pero lo dejé enfriar. Esa noche dormí poco, con imágenes que se mezclaban: el río brillando a mediodía, el asado bajo las estrellas, la penumbra de mi cuarto y ella entrando sin decir palabra. Los días siguientes fueron de insomnio y rutina rota, salía a caminar por el barrio, iba a la ferretería sin comprar nada, volvía a casa y me quedaba mirando el techo. me preguntaba si ella habría hablado de lo que pasó, si él sospechaba algo, si esa historia quedaría sepultada como lo de Gesell o si en algún momento iba a resurgir, cada vez que sonaba el celular, el corazón me daba un salto, pero nunca era ella. Al tercer día, mientras intentaba arreglar una vieja licuadora en la mesa de la cocina, entendí lo que me faltaba y era volver a los fierros. Esa era mi vida, lo único que me anclaba a algo sólido, entonces llamé a Martín, un amigo de la adolescencia, compañero de picadas de barrio y horas interminables de taller improvisado en el garaje de su viejo. —Che, ¿te acordás del proyecto del taller que siempre soñamos? —le solté, sin vueltas. Hubo un silencio corto en la línea, y después su risa de siempre: —¿Y qué estamos esperando? Dos días después lo tenía en casa, con planos arrugados, cuadernos viejos con cálculos de costos y una energía que me arrastró de inmediato. Empezamos a buscar un galpón chico, algo que pudiéramos pagar entre los dos, no queríamos un local de concesionaria, sino un taller de barrio, especializado en lo que pocos sabían hacer: electrónica automotriz, diagnóstico por escáner, ajustes finos. Ahí está la plata, decía él, y yo asentía, porque era exactamente lo que pensaba. El primer fin de semana nos lo pasamos recorriendo depósitos, sacando cuentas, soñando en voz alta y terminamos alquilando un garaje para dos o tres autos como mucho con techo alto y portón grande para que entraran camionetas. Las paredes estaban descascaradas, el piso tenía manchas de aceite de años, pero para mí era como un templo. Pasamos días enteros limpiando, pintando, instalando herramientas, entre mate y mate, Martín me cargaba: —¿Y esa cara de trasnoche? Parece que te hubieras ido de joda al Delta. Yo sonreía sin responder, el Delta se había convertido en mi secreto, en un peso y un motor al mismo tiempo. Con cada máquina que conectábamos, con cada banco de trabajo que armábamos, sentía que el recuerdo de ella se acomodaba en algún rincón de la memoria, no desaparecía, pero ya no me frenaba, me empujaba.La tarde que encendimos por primera vez el compresor y escuchamos el aire silbar en las mangueras, supe que había tomado la decisión correcta, ese ruido, metálico y limpio, era mi nueva música. Miré a Martín y le dije:—Ahora sí, arrancamos. Él me palmó la espalda, el taller olía a pintura fresca y a fierro limpio, afuera el barrio seguía con su ritmo de siesta, pero adentro había un futuro en marcha. El Delta, ella, el marido, las cabañas y la propuesta imposible seguían allá atrás, como un sueño cargado de deseo y peligro. Yo, en cambio, estaba acá, con los pies firmes en el piso de cemento, el ruido del compresor de fondo y un motor esperando en el banco de trabajo. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba donde debía estar. Desperté temprano, antes del amanecer. Los truenos y relámpagos de un domingo pesado me habían desvelado, el aire estaba húmedo, cargado, como si la tormenta decidiera quedarse a observarme, el cielo estaba gris, cerrado, y cada respiración traía un olor a tierra mojada que me hacía sentir vivo y a la vez inquieto. Encendí la radio y dejé que las voces lejanas llenaran la casa; preparé mate y me senté frente a la ventana, viendo cómo las primeras gotas caían, golpeando el techo y el alféizar. El diario cayó bajo la puerta con un golpe seco, lo recogí, todavía con la pava silbando, y me dispuse a leerlo, apenas mojaba la yerba para un segundo mate, el timbre sonó. Viejo, metálico, insistente; refunfuñé, pero me levanté, siempre preferí abrir la puerta a dejar que la modernidad nos separara. Abrí, y la lluvia me sorprendió primero; luego, ella. La vi, empapada, respirando con rapidez, y no necesité preguntar nada, sus brazos me envolvieron, y por un instante el mundo desapareció, la llevé adentro, cerré la puerta tras nosotros, y el aroma a lluvia se mezcló con el de su cabello húmedo. —No sé qué me pasa sin vos —susurró—. No sé qué hacer, necesito que vuelvas. La miré, respirando profundo, sintiendo que mi corazón latía con una fuerza que hacía temblar mis manos.—No —dije despacio—. Sos vos la que tiene que dejar todo y quedarte conmigo.El silencio que siguió fue absoluto, solo la lluvia, el silbido de la pava y nuestra respiración compartida llenaban la cocina; sus manos húmedas buscaron las mías; nuestros dedos se entrelazaron, y en ese gesto simple, en ese roce mínimo, todo lo que habíamos sentido durante años explotó como un relámpago. Se levantó y quedó frente a mí, la ropa pegada al cuerpo, brillando con el agua que todavía resbalaba de su piel, la atraje suavemente hacia mí, y por fin pude sentir el calor de su cuerpo, la cercanía que había sido imposible durante tanto tiempo, el mundo se redujo a ese instante: los dos, la lluvia, el murmullo de la ciudad dormida. Pasaron horas que parecían no medirse por relojes ni calendarios, mates olvidados, caricias, miradas que decían todo lo que no podía decirse en palabras; afuera, la tormenta golpeaba los vidrios y el techo; adentro, el tiempo se había detenido. Los recuerdos, el deseo, la nostalgia, todo convergía en un solo presente que parecía eterno.Pero la noche llegó, y con ella, la realidad, se apartó lentamente y se colocó junto a la puerta, la mirada baja, cargada de tristeza y decisión.—Tengo que irme —susurró—. No puedo dejar mi vida atrás.Me levanté y la abracé por última vez.—Lo sé —dije—. Pero siempre… siempre vamos a estar unidos de alguna manera.Apoyó la cabeza un instante contra mi pecho, respirando profundo, como intentando retener ese momento, como si quisiera que el tiempo se detuviera, luego se apartó lentamente, dejando que cada gesto quedara grabado en mi memoria. la curva de su espalda, el brillo de sus ojos, la sonrisa que nunca se permitía del todo. —Adiós —dijo, y salió.

El golpe de la puerta resonó y luego se apagó, me quedé solo en la casa, con el eco de sus pasos todavía flotando en el aire, y el murmullo lejano de la lluvia que empezaba a ceder. Caminé hasta la cocina, encendí la radio y puse la pava al fuego, el silbido del agua que comenzaba a calentar parecía marcar el tiempo, lento y pesado, minuto a minuto, mientras la noche caía afuera.
Tomé mate, mirando la ventana, viendo cómo la oscuridad se extendía sobre la calle y el río invisible del Delta que aún habitaba mis recuerdos, pensando solo en ella, en su risa, en su piel mojada, en el abrazo que me dejó marcado para siempre.
Una lágrima rodó por mi mejilla y cayó en el mate, pequeña, silenciosa, casi como una confesión.
La noche avanzaba, inexorable, y yo permanecía allí, atrapado entre la rutina y la memoria, con la certeza de que algo muy fuerte nos había unido durante años y que, aunque ella ya no estaba, su sombra seguiría acompañándome siempre, minuto a minuto.
Desde aquel día no dejo de recordarla. Pasan los días, los meses, y todo sigue igual… o peor.
Una tarde, después de más de tres meses sin verla, estaba debajo de un auto ajustando unas piezas cuando escuché mi nombre. Esa voz… su voz.
Me deslicé con el carrito hacia afuera, asomando primero la cabeza. Ella estaba allí, mirándome desde arriba, y nuestros ojos se encontraron como si el tiempo no hubiera pasado. Pero había algo distinto: entre los dos, brillando como un secreto imposible de ocultar, estaba su hermosa pancita, redonda, perfecta, gestando una vida.
Mi rostro habló antes que mis labios. Me incorporé de golpe, la abracé con torpeza, y ella, con un murmullo apenas audible, me dijo:
—Vine para que conozcas cómo va creciendo tu hijo.
Y en ese instante se desvaneció en mis brazos.
Quise atenderla, pero la verdad es que era yo quien necesitaba que me atendieran. Mi socio, al escuchar mi grito, corrió hacia nosotros. Después todo se volvió confuso: apenas recuerdo un mareo, un vacío. Cuando volví en mí, la ambulancia ya estaba allí, y nos estaban asistiendo a los dos.
Por suerte, en pocos minutos todo volvió a la normalidad. Cerramos el taller; entendimos que no era el lugar para ese reencuentro. El sol de la tarde caía fuerte sobre el asfalto y nos obligaba a buscar refugio.
En cambio, en casa estaríamos mejor, más cómodos… y, sobre todo, podríamos conversar. Conversar de nosotros, de ese hijo que llevaba en su vientre, y de todo lo que no habíamos sabido —o querido— enfrentar juntos.
El sol de la tarde caía fuerte sobre el asfalto, cegador, como recordándome, que nada debía resolverse allí, bajo esas chapas y ese ruido de fierros. En casa, pensé, estaríamos mejor, más cómodos, y podríamos hablar de lo que realmente importaba.
Cuando llegamos, ella se recostó en el sillón. Yo la miraba en silencio, sin saber si tocarle la mano o pedirle perdón primero. Entonces lo hice todo junto: me senté a su lado, le acaricié los dedos con torpeza, y las lágrimas se me escaparon sin aviso.
Tendría que haber estado con vos… —murmuré, apenas audible.
Ella me miró, cansada, pero serena, y con una ternura que me desarmó, me llevó la mano hacia su vientre. Sentí ese calor nuevo, esa vida latiendo, y un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza.
La besé en la frente, con miedo y con amor. Y mientras lo hacía, la culpa me atravesaba como un hierro candente. La amaba, la había amado siempre, y, sin embargo, la había dejado sola en el camino más importante de su vida.
En esa mezcla de dulzura y reproche hacia mí mismo, entendí que ya no había vuelta atrás: éramos tres. Y tenía que encontrar la manera de estar presente, aunque las palabras nunca alcanzaran para curar lo que no supe dar a tiempo. Ella apoyó mi mano en su vientre y me miró fijo, como buscando fuerzas en mis ojos. Después bajó la mirada, respiró hondo y, en un susurro que parecía dolerle, dijo:
—Las cosas no están bien con mi marido… Él quiere irse a Europa. Dice que el niño debería nacer allá, que allá tendremos otra vida y quiere hacerlo cuanto antes.
Sentí un nudo en la garganta, la acariciaba sin soltar su mano, pero por dentro la culpa y el miedo me devoraban, había llegado tarde, y ahora la posibilidad de perderla otra vez —a ella y a ese hijo que apenas comenzaba a latir bajo su piel— me estremecía.
—¿Y vos? —me animé a preguntar, con un hilo de voz.
Ella me miró de nuevo, y en sus ojos había cansancio, tristeza y algo más… un destello de amor que seguía vivo a pesar de todo.
—Yo no quiero irme —dijo—. No así. No con él.
Su confesión me atravesó como un rayo, quise besarla, abrazarla, gritarle que no se fuera, que yo estaría allí, qué juntos podíamos empezar de nuevo, pero al mismo tiempo la culpa me ahogaba: ¿qué derecho tenía yo a pedírselo,
El silencio llenó la habitación, un silencio cargado de todo lo que no nos habíamos dicho en meses y allí, con su mano en la mía y nuestro hijo creciendo en medio, supe que cada palabra y cada decisión a partir de ese instante podían cambiarlo todo.
Desde aquel día no dejo de recordarla, pasan los días, los meses, y todo sigue igual… o quizá peor. Pasaron dos meses más, grises, interminables. Hasta que una mañana, en el taller, entre facturas y repuestos, recibí un sobre anónimo. Dentro había un mensaje escrito a máquina:
“¿Está seguro de ser el padre de ese niño que se gesta en el Delta? ¿O es parte de una jugada de despecho, de un negocio, de una trampa? ¿Está seguro? ¿Es su hijo?”
El papel temblaba en mis manos, la duda entró como un veneno lento, y durante días enteros me carcomió por dentro, ya no dormía, ya no comía, hasta que entendí que no podía seguir así: tenía que enfrentarla, mirarla a los ojos y arrancar la verdad, aunque me destruyera.
Un viernes al mediodía cerré el taller y viajé al Delta, llegué a su casa con el corazón desbocado. Allí estaban ella y su marido, como una postal de familia acomodada. Apenas me vieron, el aire se tensó.
—Necesito saber la verdad —dije, sosteniendo el papel en la mano.
El marido me miró con furia, como un animal acorralado. Ella bajó la vista, y el silencio pesó más que los gritos que vendrían después.
—¿Es mío ese hijo? —pregunté, casi implorando.
El marido estalló, los insultos llovieron, los gritos retumbaron contra las paredes de madera. Ella intentó hablar, pero cada palabra suya parecía avivar más la pelea. En un instante nos vimos empujándonos, forcejeando, como dos hombres, disputando no solo una verdad sino el sentido de una vida entera.
Todo terminó muy mal: golpes, portazos, lágrimas. Yo me fui con el rostro ardido y el alma hecha trizas. Nada había quedado claro. Solo el eco de mi propia voz preguntando sin respuesta:
¿Es mi hijo?
Espera un minuto, dijo:
Me quedé inmóvil, todavía jadeando. Él se pasó una mano por la cara, buscó fuerzas, y habló como si soltara una verdad que llevaba mucho tiempo escondida.
—Yo quería que ese hijo fuera tu hijo como habíamos conversado, era lo que tenía sentido para nosotros, para nuestra vida acá en el Delta. Pero ella… —se detuvo, mirándola de reojo— tuvo un desliz, una noche con un desconocido y ahora… ahora la paternidad está en duda.
El golpe fue seco, directo, sentí como si me arrancaran el aire de los pulmones.
Ella bajaba la cabeza, no lo negaba, no decía nada.
El marido siguió, con voz cansada: —Yo estoy dispuesto a separarme, a dejarla ir.
No me importa ya. Solo espero que ella se vaya del Delta, que decida de una vez. Pero no quiere… no quiere irse de acá, ni dejar esta vida.
El silencio posterior fue insoportable. Mis ojos iban de él a ella, buscándola, esperando un gesto, una palabra que me salvara de ese abismo.
Pero ella seguía callada, atrapada en sus propios miedos, enredada entre su capricho y su indecisión.
En ese instante entendí que no había triunfo posible para mí, solo dolor.
El amor estaba, sí, pero atado con nudos de dudas, engaños y medias verdades y en el centro de todo, la vida inocente de un hijo que quizá fuera mío… o quizá no.
Me quedé parado, con la carta en un bolsillo y la certeza de que el Delta, con su calma aparente y sus aguas turbias, había sepultado lo poco que quedaba de nosotros.