Todo era muy simple, tan simple que casi duele evocarlo, como si la memoria insistiera en rozar con nostalgia aquellas escenas cotidianas, sencillas, perfectas en su modesta humanidad.Solo había que salir a la calle, abrir la puerta con ese sonido viejo de bisagras que parecían saludar, sentir el sol o el fresco del día, y encarar con paso tranquilo hacia la esquina.
Doblábamos media vuelta a la manzana, o a veces ni eso, hasta toparnos con esa casa conocida, que guardaba más historias que paredes.
Allí estaba el timbre, un botón negro plantado en el centro de una tapa plástica, cuadrada, un poco ajada, siempre con el eco oculto de tantas manos que lo habían apretado antes.
Bastaban dos toques cortos, casi un guiño cómplice, y enseguida bajaba Alberto, o desde adentro surgía la pregunta ritual, ¿quién es?
De ahí en más el día tomaba un color distinto.
El encuentro era casi diario, como si lo hubiésemos pactado sin palabras desde siempre. Bastaba con mirarnos para saber que algo bueno iba a suceder, aunque ese algo fuera simplemente compartir un rato sin reloj, sin destino preciso.
Nos íbamos para la esquina, a veces ni llegábamos, y quedábamos ahí, parados junto al buzón rojo, ese centinela mudo de la cuadra que escuchó todas nuestras confesiones adolescentes.
Nos encontrábamos para discutir de cualquier cosa, los autos, los goles del domingo, los equipos de fútbol, los chismes mínimos del barrio y, sin darnos cuenta, hilábamos planes y sueños entre risa y risa.
No existían celulares para preguntar dónde estás, porque sabíamos bien dónde encontrarnos. No había chats ni redes que mediaran nuestras voces. El encuentro era crudo, directo, con la respiración cerca y los ojos mirándose de verdad. La amistad se alimentaba caminando juntos, hablando sin apuro, decidiendo sobre la marcha, si seguir hasta la otra esquina, si sentarnos en el cordón o si dar la vuelta entera a la manzana.
Así surgían los viajes que después contaríamos mil veces, las vacaciones planeadas con monedas contadas y entusiasmo sin medida, la salida al cine con algún estreno que a veces ni mirábamos atentos, porque la charla valía más que la pantalla. O el baile de los sábados, donde la expectativa se tejía a carcajadas desde la vereda hasta el club.
Nada nos faltaba. no bluetooth, ni GPS, ni estados en línea, bastaba caminar y hablar, eso era todo. Eso, y un latido compartido que sin saberlo edificaba una amistad de esas que duran toda una vida.
Hoy miro atrás y entiendo que la felicidad era eso, un botón negro en el centro de una tapa plástica, un buzón que nos escuchaba soñar, y nosotros, caminando despacio por la misma calle de siempre, diciendo tonterías que el tiempo convirtió en tesoros.
Tan simple. Tan enorme y tan feliz.
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