miércoles, 2 de julio de 2025

No hay fotos, ni registros, solamente quedan las historias que repetimos, como si fuesen un conjuro para que el tiempo no se las lleve del todo.
En Tamborini, que antes se llamaba Guayra, y en Iberá y Plaza, donde corren las vías del Mitre, existían los famosos boquetes. 
Eran simples huecos en los alambrados que separaban el barrio del mundo del tren. Cruces clandestinos, improvisados por generaciones de vecinos, que necesitaban un atajo más rápido que caminar muchas cuadras para encontrar un paso a nivel habilitado. 
Nosotros éramos pibes. Jugábamos a la pelota en la esquina, juntábamos ramas secas para la fogata de San Juan, o simplemente deambulábamos, porque el barrio era nuestro patio. 
Hasta que aparecía el patrullero doblando despacio, o el Falcón verde, tan temido en esos años, donde bastaba una mirada equivocada para desaparecer. Y entonces el boquete se convertía en salvación.
Atravesábamos el hueco del alambrado sin pensarlo, con el corazón golpeando en el pecho, saltábamos las vías y corríamos un rato largo hasta escondernos entre los pastizales del otro lado. 
Allí nos quedábamos agazapados, mirándonos con sonrisas nerviosas, mientras el peligro pasaba de largo.
Había algo de aventura, claro. Algo de esa épica infantil que convierte cualquier peligro en un juego. 
Pero también, con el tiempo, se volvió un recuerdo cargado de nostalgia, de esa ternura que tienen las cosas que hoy sabemos que pudieron haber terminado mal.
El boquete era un portal a otro lado. A la libertad, aunque fuera precaria, clandestina, un poco sucia de óxido y tierra. 
Hoy ya no está, o tal vez sí, oculto entre yuyos, esperando a otros chicos que necesiten huir, no de un patrullero o un Falcón, sino del aburrimiento, del encierro o de la rutina.
Porque en el fondo, esos boquetes que el barrio inventaba para cruzar las vías sin permiso, eran también una forma de cruzar la frontera invisible entre la niñez y la vida que vendría después. una frontera mucho más difícil de saltar.

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