Hay algo en tus ojos
que no pertenece del todo a este mundo;
un fulgor secreto, casi infantil,
una forma de mirar que enciende las hojas
y hace danzar el agua del arroyo,
como si el sol mismo se hubiera refugiado allí
para brillar desde adentro tuyo.
Tus ojos guardan otoños enteros,
las lluvias que se quedaron sin caer,
y la promesa de un verano que se alarga
solo para verte sonreír.
A veces me pierdo en ellos
como quien se hunde en un remanso profundo,
sin miedo a no volver,
feliz de ahogarme en su ternura.
Y luego están tus manos,
esos dedos tan suaves que hablan sin voz,
que tiemblan apenas cuando me rozan,
que buscan el borde tibio del mate
mientras el vapor sube a enredarse en tu cabello.
Dedos que podrían ser la flor más delicada,
o la brasa más intensa,
según cómo me toquen.
Tus pies, tan pequeños,
tan sencillos y, sin embargo, tan perfectos,
se mojan en la orilla del muelle
como si saludaran al agua.
Amo mirarlos bailar sobre la madera caliente,
ver cómo se estiran o se abrazan,
cómo parecen acariciar la vida misma
cada vez que dan un paso hacia mí.
Y tu cabello, esa cascada de luz o de sombras,
según le susurré el día.
Hoy, con el sol cayendo lento,
tu pelo se tiñe de miel oscura,
y el viento juguetea entre los hilos finos,
tejiendo secretos que después vendrán
a contarme en mis sueños.
Pero lo que más me desarma
es esa sonrisa tuya, única,
que no solo ilumina tu rostro
sino que se derrama sobre el agua,
y el arroyo entero parece despertar,
saltan pequeños peces,
las hojas aplauden en los sauces,
y hasta el silencio se vuelve música.
Te sentás en el muelle con el mate entre las manos,
las piernas colgando, rozando el aire,
y yo me siento a tu lado sin decir nada,
porque nada hay que explicar
cuando la felicidad se muestra tan simple,
tus ojos que me buscan,
tus dedos que juegan con los míos,
tus pies mojados salpicando luz,
tu cabello bailando en el ocaso,
y esa sonrisa que convierte la tarde entera
en el milagro más dulce que el amor me pudo regalar.
que no pertenece del todo a este mundo;
un fulgor secreto, casi infantil,
una forma de mirar que enciende las hojas
y hace danzar el agua del arroyo,
como si el sol mismo se hubiera refugiado allí
para brillar desde adentro tuyo.
Tus ojos guardan otoños enteros,
las lluvias que se quedaron sin caer,
y la promesa de un verano que se alarga
solo para verte sonreír.
A veces me pierdo en ellos
como quien se hunde en un remanso profundo,
sin miedo a no volver,
feliz de ahogarme en su ternura.
Y luego están tus manos,
esos dedos tan suaves que hablan sin voz,
que tiemblan apenas cuando me rozan,
que buscan el borde tibio del mate
mientras el vapor sube a enredarse en tu cabello.
Dedos que podrían ser la flor más delicada,
o la brasa más intensa,
según cómo me toquen.
Tus pies, tan pequeños,
tan sencillos y, sin embargo, tan perfectos,
se mojan en la orilla del muelle
como si saludaran al agua.
Amo mirarlos bailar sobre la madera caliente,
ver cómo se estiran o se abrazan,
cómo parecen acariciar la vida misma
cada vez que dan un paso hacia mí.
Y tu cabello, esa cascada de luz o de sombras,
según le susurré el día.
Hoy, con el sol cayendo lento,
tu pelo se tiñe de miel oscura,
y el viento juguetea entre los hilos finos,
tejiendo secretos que después vendrán
a contarme en mis sueños.
Pero lo que más me desarma
es esa sonrisa tuya, única,
que no solo ilumina tu rostro
sino que se derrama sobre el agua,
y el arroyo entero parece despertar,
saltan pequeños peces,
las hojas aplauden en los sauces,
y hasta el silencio se vuelve música.
Te sentás en el muelle con el mate entre las manos,
las piernas colgando, rozando el aire,
y yo me siento a tu lado sin decir nada,
porque nada hay que explicar
cuando la felicidad se muestra tan simple,
tus ojos que me buscan,
tus dedos que juegan con los míos,
tus pies mojados salpicando luz,
tu cabello bailando en el ocaso,
y esa sonrisa que convierte la tarde entera
en el milagro más dulce que el amor me pudo regalar.

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