Los leños crujían en la noche,
pequeñas bocas abiertas
cantando su secreto de brasas.
Afuera, el frío mojaba Buenos Aires,
entraba por rendijas,
pero se estrellaba contra la piel tibia
de nuestra casa cerrada.
Solo el whisky hablaba entre nosotros,
solo el chocolate en barra se derretía
como nuestros labios,
que buscaban el sabor exacto
de lo dulce, de lo amargo,
de lo prohibido.
La sensualidad caminaba descalza
por los pasillos, dejando huellas húmedas
en cada puerta, trepando las cortinas,
apoyando su boca en las esquinas.
Éramos amor profundo
pero también deseo abierto,
carne que se reconoce,
que se celebra, que se quema.
Veinticuatro horas después
decidimos rendirnos al sueño.
En un abrazo largo, casi eterno,
nos fundimos, y allí el tiempo se quedó quieto,
mirándonos, de pie, junto a la cama,
mientras respirábamos
el milagro simple de existir juntos,
únicos, irrepetibles, románticos,
sensuales, irremediablemente nuestros.
pequeñas bocas abiertas
cantando su secreto de brasas.
Afuera, el frío mojaba Buenos Aires,
entraba por rendijas,
pero se estrellaba contra la piel tibia
de nuestra casa cerrada.
Solo el whisky hablaba entre nosotros,
solo el chocolate en barra se derretía
como nuestros labios,
que buscaban el sabor exacto
de lo dulce, de lo amargo,
de lo prohibido.
La sensualidad caminaba descalza
por los pasillos, dejando huellas húmedas
en cada puerta, trepando las cortinas,
apoyando su boca en las esquinas.
Éramos amor profundo
pero también deseo abierto,
carne que se reconoce,
que se celebra, que se quema.
Veinticuatro horas después
decidimos rendirnos al sueño.
En un abrazo largo, casi eterno,
nos fundimos, y allí el tiempo se quedó quieto,
mirándonos, de pie, junto a la cama,
mientras respirábamos
el milagro simple de existir juntos,
únicos, irrepetibles, románticos,
sensuales, irremediablemente nuestros.

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