domingo, 27 de julio de 2025

Escribo lo que pasa o lo que me pasa,
lo que veo o lo que invento;
lo que sueño o lo que apenas toco
cuando la vida me roza con el viento.
No sé si escribo verdades o reflejos,
si mis palabras caminan solas
o si son mis dedos quienes las arrastran
en un intento torpe de nombrarlas,
Te interpelo, lector,
no para que respondas,
si no para que sientas
esa misma pregunta quemándote la boca.
Por qué
así somos.
Hechos de pensamientos que tropiezan,
de sueños que se olvidan,
de realidades que se disfrazan.
Más allá de la forma,
más allá de la coma o del punto,
hay algo que busca decir sin saber qué dice,
como si cada palabra tejiera un mapa
sin rumbo fijo, pero con deseo.
No escribo por claridad, escribo por necesidad.
Por locura, por ternura.
Por esa grieta mínima entre el ser y el parecer.
Escribo poesía, simplemente.
Confusa, hilada, desbordada, rebuscada, sí,
como la vida misma.

El sol aún dormía en nuestra piel,
pegado como un secreto tibio,
y el ardor del día se fundía con la luna,
lentamente, como lo hacían nuestras miradas.
En los médanos, la arena raspaba suave
nuestra intimidad temblorosa,
y una brisa apenas murmuraba
historias viejas por la peatonal dormida,
ya sin luces ni bullicios, solo nosotros,
el mar y el deseo.
Eran noches de pueblo chico,
de la ciudad costera, donde el amor se tejía
entre puestos de artesanos y faroles apagados,
y se desataba en rincones sin testigos.
En el muelle de madera, crujía la vida entera,
cada paso vibraba como nuestros cuerpos
al borde de la marea.
Te besé con arena entre los dedos,
y tus manos, saladas, buscaron abrigo
debajo de mi ropa vencida.
Allí, en ese pedazo de mundo
que olía a pino y a crepúsculo,
se nos escapó la inocencia
envuelta en carcajadas y jadeos.
Locos recuerdos, de una noche de verano,
cuando el tiempo no pesaba
y el amor se sacudía como un medio mundo
lleno de ilusiones y piel de fuego.

martes, 8 de julio de 2025

La desventura de lo posible
solo sucede entre tus labios y los míos,
donde se derrumban los miedos
y nacen certezas tibias.
Entre nuestros dedos entrelazados
y nuestras piernas enredadas
el mundo pierde forma;
todo límite se desvanece.
Nada es imposible cuando el sol
penetra la ventana y baña la sábana,
donde nuestros cuerpos se confunden
en un solo instante, en un suspiro que se vuelve
eterno, sagrado, único.
El éxtasis florece lento,
se alza como un dios al que adoramos
con gemidos suaves, con miradas profundas,
con el roce piel a piel que incendia,
que eleva, que purifica.
La ropa cae lejos, sin sentido,
porque lo que somos trasciende la tela.
Somos alma contra alma,
latido con latido,
un milagro desnudo que respira amor
y se pronuncia en caricias,
en besos que rompen el tiempo.
Allí, entre tus brazos,
mi cuerpo es templo y ofrenda,
porque lo que sentimos es fuego,
es más que deseo, es amor hecho carne,
es un cielo conquistado en tu vientre,
es lo sublime hecho por nosotros.




Rodamos por la cinta infinita,
la ruta desierta se estira como un suspiro,
bajo un sol que nos promete el mar,
pero antes nos regaló este tiempo secreto.
Tus dedos viajan por mi piel
como otro auto, más veloz,
saltando baches de lunares,
frenando suavemente en mi cintura,
rozando el borde del abismo
donde la respiración se corta.
Las ventanillas bajan un poco,
buscando aire, aunque adentro
arde más que afuera.
El calor sube, se pega, nos funde.
Tus labios, estación obligada,
detienen mi voz y encienden
una hoguera que ni el océano apagará.
Faltan kilómetros para el destino,
pero ya llegamos a ese lugar
donde el deseo grita y la vergüenza calla.
Con cada curva, un gemido;
con cada recta, un latido más fuerte.
Nos desarmamos en la ruta,
para volver a armarnos en la arena,
cuando el mar sea testigo tardío
de un incendio que empezó
mucho antes de verlo.

Sentado en la escalera del muelle
sobre el viejo río Carapachay,
veo pasar los días como barcas lentas,
cargando sombras y recuerdos
que crujen igual que la madera húmeda
bajo mis pies.
El agua arrulla secretos que nadie escucha,
y yo me quedo aquí,
con los codos en las rodillas,
la mirada perdida entre juncos y reflejos,
pensando en tu cuerpo
que aún guardo en la palma de mis manos.
Tu largo cabello sigue danzando
en el aire cansado de la tarde,
como si el viento tejiera para mí
la ilusión de que vas a volver,
descalza, riendo, con el sol brillando
en tus hombros desnudos.
A veces cierro los ojos
y tu aroma me encuentra,
suave, dulzón, tan tuyo,
mezclado con el perfume del río
y el murmullo terco de las hojas.
Qué fácil sería dejarme caer
en este remanso gris,
naufragar sin lucha,
y dormir allí donde tus recuerdos
ya no duelan,
donde tu nombre sea apenas
un susurro que se pierde
entre los camalotes.
Pero permanezco aquí,
sentado en la escalera del muelle,
viendo correr los días
como quien mira un reloj roto,
sabiendo que ninguno
traerá de regreso
la magia tibia de tu piel.

 No fue un cuento
fue la simple locura de encontrarnos aquella noche,
entre vasos de whisky moviéndose en nuestras manos,
y ese hielo que ansiaba derretirse
fuera del vaso para aventurarse por tu piel,
trazando ríos tibios en la oscuridad,
mientras mis dedos viajaban por tus caderas
y tu boca encontraba en la mía
la promesa urgente de un gemido.
Nos amamos sin nombre ni destino,
al ritmo de las agujas del viejo reloj
que, allá, en la cúspide oscura de la iglesia,
marcaba hora tras hora nuestro pecado,
sin saber que era un milagro.
Nos bebimos hasta el último suspiro,
nos desnudamos el alma
mientras mi lengua escribía versos húmedos,
sobre el altar de tu vientre,
y tus manos se aferraban a mi espalda
como si quisieran quedarse a vivir allí.
Al salir el sol, el taxi te llevó
vaya a saber dónde,
y el silencio nos hizo extranjeros.
Nunca más supimos el uno del otro.
Quizá aún me recuerdes
como yo te recuerdo,
o quizá no, y la vida sigue corriendo
bajo tus ruedas,
persiguiendo la última curva,
o esa recta infinita
donde un día, sin aviso,
descubrirás algo nuevo, único,
tan inolvidable como aquella noche
en que el deseo fue rey
y nosotros, su más dulce herejía.




 De fondo, suavemente, sonaba una guitarra. 
Los besos iban subiendo de tono 
mientras la luz comenzaba a descender, tenue, cómplice. 
Santana acariciaba las cuerdas como nadie, 
y Europa se expandía por toda la casa, 
llenando cada rincón de esa melancolía 
extraordinaria que estremece.
Las prendas fueron cayendo una a una, 
lentamente, casi con timidez, 
hasta quedar tu cuerpo desnudo, 
bañado por la penumbra y la música. 
Mis labios viajaron desde el empeine hasta la nuca, 
trazando un mapa ardiente 
de besos que susurraban con vos.
Fueron largos minutos 
en los que Samba Pa Ti siguió envolviéndonos, 
marcando el ritmo pausado de caricias y suspiros. 
Europa regresaba, repetida, 
como un oleaje que no se cansa de besar la orilla, 
mientras la noche se deslizaba sin prisa, sin reloj.
Así pasaron los minutos hasta el instante supremo, 
el amanecer irrumpiendo con suavidad, 
cuando, con el último aliento, 
el saxo de Gato Barbieri selló el clímax del tema, 
cerrando con Santana el epílogo 
perfecto de esa madrugada.
Fue poesía intensa, casi salvaje. 
Sensual en cada nota y en cada gemido, 
como si la música misma 
hubiera querido escribir su propio poema sobre tu piel.

Niebla en el Delta.
Todo parece suspenderse,
los sauces, el murmullo del agua,
los pájaros que callan
como si temieran romper el hechizo.
Miro por la ventana
con el mate humeando entre mis manos,
y el mundo se vuelve un cuadro tenue,
donde los contornos se difuminan
y solo quedan las ganas
de abrazar este instante suave
que se posa sobre el río.
Pienso en vos,
en cómo sería este silencio compartido,
tu cabeza en mi hombro,
tu risa leve rompiendo la bruma,
tus dedos buscándome bajo la manta
mientras afuera la niebla se adueña,
de cada orilla, cada tronco, cada flor.
Y así, mate tras mate,
dejo que el Delta se pierda en el gris
mientras te invento a mi lado,
y la soledad se vuelve dulce,
casi compañera,
como la niebla misma,
que entra despacio,
y me acaricia el alma.

La niebla se instaló en Buenos Aires
como un velo pálido que cubre todo,
las calles, los autos, las voces,
los sueños que se pierden en avenidas
donde apenas se distinguen las luces titilando,
como faroles tímidos que dudan en existir.
Esta mañana, amor,
la ciudad se volvió un susurro blanco,
un laberinto de bruma donde cada esquina
invita a perdernos sin miedo,
a caminar juntos, de la mano,
sintiendo cómo el mundo desaparece
bajo esta caricia fría y silenciosa.
El río parece un fantasma inmóvil,
los barcos son sombras inmensas
que se adivinan apenas,
y Buenos Aires toda con calles, plazas, y balcones
adopta un aire de Londres prestado,
como si la distancia se hubiera achicado
para regalarnos un instante único,
distinto, irrepetible.
Te miro mientras la niebla se cuela
en tu cabello, en tus pestañas,
dibujando gotitas que titilan como diminutas estrellas.
Hay algo en tus ojos que se enciende más fuerte
cuando el resto del mundo se borra.
Quizá porque en esta ciudad difusa,
solo vos brillás nítida, sólo tu sonrisa tiene color,
sólo tu abrazo tiene la certeza
de un faro que no se deja apagar.
Tomemos un café, amor,
mientras allá afuera la visibilidad se pierde
en cien metros de misterio.
Dejemos que los autos toquen bocina,
que los vuelos se desvíen,
que la ciudad entera suspire bajo este manto blanco.
Acá, en la tibieza de tus manos,
mi Buenos Aires tiene la claridad suficiente,
un rincón donde refugiarme,
donde la niebla no entra,
y donde tu voz suave, cercana
me nombra y me salva
de perderme para siempre
en la bruma infinita del olvido.

 Fuego en tus ojos,
un incendio callado que me llama,
que me envuelve con solo mirarme
y deja mi piel temblando
como hoja al borde del abismo.
Fuego en tu mirada,
que atraviesa el aire
y quema la distancia,
que acaricia con brasas invisibles
y me desnuda el alma
antes de rozarme.
Fuego en tus labios,
ese umbral ardiente donde se funden
mis temores y mis ganas.
Tus labios saben a pecado dulce,
a promesa infinita,
a delirio que solo entiende
el lenguaje secreto del deseo.
Fuego en tus besos,
que prenden luces en mi vientre,
que estallan como chispas suaves
y se enredan en mi voz,
dejándome sin palabras,
sin mundo, sin más tiempo
que el exacto instante
en que me perteneces.
Fuego en tu cuerpo,
ese territorio encendido
que recorro con urgencia y asombro,
descubriendo paisajes nuevos
en cada curva, en cada gemido,
en cada latido que se abre para mí.
Fuego en tu cama,
donde somos llama viva,
donde tu piel y la mía hablan sin miedo,
y nos buscamos, nos bebemos,
nos quemamos dulcemente
hasta arder completos
en un mismo fuego.
Fuego, eso sos,
un incendio hermoso que no quiero apagar,
una hoguera donde mi corazón
arde feliz, sin remedio,
sabiendo que solo en tu abrazo
el fuego se vuelve hogar.

 Hay algo en tus ojos
que no pertenece del todo a este mundo;
un fulgor secreto, casi infantil,
una forma de mirar que enciende las hojas
y hace danzar el agua del arroyo,
como si el sol mismo se hubiera refugiado allí
para brillar desde adentro tuyo.
Tus ojos guardan otoños enteros,
las lluvias que se quedaron sin caer,
y la promesa de un verano que se alarga
solo para verte sonreír.
A veces me pierdo en ellos
como quien se hunde en un remanso profundo,
sin miedo a no volver,
feliz de ahogarme en su ternura.
Y luego están tus manos,
esos dedos tan suaves que hablan sin voz,
que tiemblan apenas cuando me rozan,
que buscan el borde tibio del mate
mientras el vapor sube a enredarse en tu cabello.
Dedos que podrían ser la flor más delicada,
o la brasa más intensa,
según cómo me toquen.
Tus pies, tan pequeños,
tan sencillos y, sin embargo, tan perfectos,
se mojan en la orilla del muelle
como si saludaran al agua.
Amo mirarlos bailar sobre la madera caliente,
ver cómo se estiran o se abrazan,
cómo parecen acariciar la vida misma
cada vez que dan un paso hacia mí.
Y tu cabello, esa cascada de luz o de sombras,
según le susurré el día.
Hoy, con el sol cayendo lento,
tu pelo se tiñe de miel oscura,
y el viento juguetea entre los hilos finos,
tejiendo secretos que después vendrán
a contarme en mis sueños.
Pero lo que más me desarma
es esa sonrisa tuya, única,
que no solo ilumina tu rostro
sino que se derrama sobre el agua,
y el arroyo entero parece despertar,
saltan pequeños peces,
las hojas aplauden en los sauces,
y hasta el silencio se vuelve música.
Te sentás en el muelle con el mate entre las manos,
las piernas colgando, rozando el aire,
y yo me siento a tu lado sin decir nada,
porque nada hay que explicar
cuando la felicidad se muestra tan simple,
tus ojos que me buscan,
tus dedos que juegan con los míos,
tus pies mojados salpicando luz,
tu cabello bailando en el ocaso,
y esa sonrisa que convierte la tarde entera
en el milagro más dulce que el amor me pudo regalar.
Remábamos el Carapachay,
camino al Paraná,
el agua amarronada murmuraba secretos
bajo el bote, que avanzaba lento,
como si también quisiera detenerse
a mirarla.
Ella iba delante,
con el cuerpo tendido al sol,
dejando que su piel cobriza
brillará, sin pudor, a la vista de todos,
y sobre todo a la mía.
El sol jugaba con su cintura,
dibujando sombras suaves
en cada curva, mientras yo remaba despacio
para alargar la tarde, 
para quedarme con esa postal
grabada en la sangre.
De vez en cuando
se giraba y me sonreía,
y el Paraná parecía reírse con ella,
ondeando apenas sus aguas
para hacernos cosquillas.
El tiempo se volvía líquido,
espeso y dulce como el río,
y yo solo quería seguir remando,
seguir mirándola, seguir viviendo
en ese instante perfecto
donde el sol, el agua y su cuerpo 
desnudo de temores eran toda la poesía
que yo necesitaba, aquella tarde de martes.

Era tan romántica
que me alcanzó una Tab,
yo solo tomaba Bidu,
pero acepté la gaseosa
como quien acepta un secreto.
Compré un cuarto de galletitas merengadas,
el panadero las puso en un paquete de papel
que pronto se llenó con el aroma fresco
de esa lata recién abierta.
Nos sentamos juntos en el cordón de la vereda,
las piernas apenas se rozaban,
y durante un largo rato
no dijimos una palabra.
El canto de los gorriones
llenaba todo el aire,
como si ellos mismos supieran
que no hacía falta nada más
que ese silencio compartido.
Después seguimos con nuestro juego,
un viejo desafío al tinenti,
donde el perder era excusa
para dejarnos mirar un poco más.
Ella no dejaba de mirarme,
yo tampoco podía apartar la vista.
Pasaron los meses.
Me mudé.
Nunca más volví al barrio.
A veces pienso en aquella tarde,
en el sabor dulce de las merengadas,
en las botellas de vidrio pesado,
en el canto de los gorriones
y en sus ojos mirándome
como si el tiempo entero
fuera un suspiro guardado
solo para nosotros.

El sonido de tu voz arregla el día,
acomoda las horas rotas, enciende las sombras,
y descansa la noche como un suspiro profundo
que roza mi piel aunque estés lejos.
Tu voz acompaña los momentos más difíciles
como un abrazo secreto que se cuela por mi pecho,
acaricia mis pensamientos más oscuros
y los convierte en suaves pliegues de luz.
Tierniza mis días más tristes,
los llena de un calor dulce que se derrama lento,
como miel tibia sobre mi cuello,
dejando un temblor que me pide cerrarte los ojos
y perderme allí, donde solo existimos nosotros.
A la noche, cuando el sol ya se ha rendido
y la luna pasea sin prisa, desnuda y blanca,
tu voz se desliza suave sobre las horas de descanso.
Se mete en mis sábanas, recorre mi cuerpo
como dedos invisibles que despiertan mi piel,
y entonces la vida cambia de colores:
del dorado que muere con el sol,
al azul profundo que late con las estrellas.
Tu voz me llama, me busca, me toma,
y sin tocarme logra incendiar mi sangre.
El tiempo se dobla, el mundo se aquieta,
y solamente quedamos vos y yo, danzando en un hilo de aliento,
bebiendo el uno del otro, en un silencio cargado
de promesas y deseo.
Cuando el sol se va, mi amor,
tu voz se convierte en mi noche,
oscura, intensa, infinita,
capaz de devorarme entera y al mismo tiempo
dejarme florecer en cada rincón
donde tu nombre se pronuncia.
Es siempre una incertidumbre placentera,
como quien aguarda un bondi en la madrugada.
Pero ella siempre llega,
minutos más, minutos menos,
y allí está, su sonido se escucha a lo lejos.
Conocemos bien el rugir de sus motores,
la hélice que empuja el agua,
y divisamos su marcha hacia nuestro muelle,
camino a territorios con vecinos conocidos,
con turistas curiosos,
pero todos compartiendo la armonía
y el deseo de llegar,
paseando entre las aguas del delta.
Inefable, siempre presente,
nuestra lancha colectiva,
amiga de jornadas enteras,
con su capitán, amigo también,
guía de este viaje que es tan nuestro
como el murmullo del río.


 El silencio estaba lleno de promesas;
solo se oía el murmullo del agua acariciando la madera,
y el latido secreto de dos corazones
que se descubrían en miradas largas y sonrisas tímidas.
Tomé tu mano, y allí, en ese gesto simple,
cabía todo el universo; la certeza de que el amor
es un delta inmenso donde confluyen todos los sueños.
Entre sauces que inclinaban su verde melena para vernos pasar,
nos juramos sin palabras que volveríamos siempre,
a remar juntos este río al amanecer,
a perdernos en sus curvas dulces,
a saborear despacio el milagro de amarnos
bajo el cielo infinito del Tigre.

viernes, 4 de julio de 2025

Todo ocurrió a orillas del Capitán,
donde la noche nos envolvió en su complicidad.
Bailamos en el muelle hasta que las estrellas
parecieron inclinarse a mirarnos,
y allí, entre risas y susurros que ardían,
tus manos exploraron mi piel
como si buscaran secretos antiguos.
Nos besamos con hambre,
con la urgencia de dos cuerpos que sabían
que el deseo podía devorarlos.
Caímos sobre la madera tibia, temblando,
y nuestros labios se extraviaron
en paisajes húmedos y temblorosos.
Mis dedos dibujaron tu geografía entre gemidos,
mientras tu boca inventaba caminos nuevos sobre mí,
despertando incendios donde antes solo habitaba el sosiego.
Al amanecer, abrazados y exhaustos,
prometimos en silencio vivir el delta
hasta el último suspiro,
hundirnos en sus aguas
como nos habíamos hundido el uno en el otro,
sin pudor, sin límites, eternamente sedientos.
Los leños crujían en la noche,
pequeñas bocas abiertas
cantando su secreto de brasas.
Afuera, el frío mojaba Buenos Aires,
entraba por rendijas,
pero se estrellaba contra la piel tibia
de nuestra casa cerrada.
Solo el whisky hablaba entre nosotros,
solo el chocolate en barra se derretía
como nuestros labios,
que buscaban el sabor exacto
de lo dulce, de lo amargo,
de lo prohibido.
La sensualidad caminaba descalza
por los pasillos, dejando huellas húmedas
en cada puerta, trepando las cortinas,
apoyando su boca en las esquinas.
Éramos amor profundo
pero también deseo abierto,
carne que se reconoce,
que se celebra, que se quema.
Veinticuatro horas después
decidimos rendirnos al sueño.
En un abrazo largo, casi eterno,
nos fundimos, y allí el tiempo se quedó quieto,
mirándonos, de pie, junto a la cama,
mientras respirábamos 
el milagro simple de existir juntos,
únicos, irrepetibles, románticos,
sensuales, irremediablemente nuestros.

jueves, 3 de julio de 2025

Lavalle; cómo explicarte hoy lo que fue para tantos de nosotros, esa calle peatonal vibrante, llena de luces, marquesinas, carteles gigantes anunciando los estrenos del momento. 
Un lugar donde el tiempo parecía detenerse solo para regalarnos instantes que, sin saberlo, estaban destinados a ser recuerdos imborrables.
Cada cine tenía su alma propia, su público, su murmullo expectante antes de la función y sus comentarios apasionados al salir. 
Era un ritual hermoso, elegir la película, hacer la fila entre charlas y risas, emocionarse o sorprenderse frente a la pantalla grande, y después terminar en un bar cercano para seguir la historia, pero ahora con palabras, miradas y tazas humeantes de café.
A veces, el paseo se prolongaba por Florida, esa otra arteria encantada de la ciudad, con sus locales tan bien presentados, sus vidrieras que brillaban invitándonos a soñar un rato con lo inalcanzable, sus músicos callejeros poniendo banda sonora a nuestras caminatas. 
Todo tenía un aire casi cinematográfico, como si nosotros mismos fuésemos parte de un gran film porteño.
Nosotros veníamos desde el barrio, con la sencilla alegría de quienes sabían que el viaje ya era parte de la aventura. 
El tren Mitre nos llevaba desde Coghlan directo al centro. Cuántos viernes o sábados repetimos esa salida, cuántas veces la estación se convirtió en punto de encuentro y de regreso.
Recuerdo bien la marea humana. Lavalle estaba llena de gente, tanto que bastaba que uno se distrajera mirando un afiche, un kiosco o algún artista ambulante para que el grupo se perdiera entre desconocidos. 
Pero eso también tenía su magia, el reencuentro unos metros más adelante, los saludos entre carcajadas, los dónde te habías metido. 
Hoy Lavalle ya no es lo que era. Sus cines en su mayoría cerraron, muchas de sus luces se apagaron, el bullicio se transformó en un murmullo lejano. Pero para nosotros, los que la caminamos cientos de veces, sigue tan viva como antes. Late en la memoria, en esas noches simples y felices que nos regalaron juventud, amistad y un poquito de ilusión.
Por eso la homenajeo hoy, desde este rincón de recuerdos, con el corazón un poco apretado pero agradecido. Lavalle no solo fue una calle, fue escenario de tantas historias mínimas, fue un puente a la fantasía, fue la excusa perfecta para encontrarnos, perdernos y volvernos a encontrar. Fue  y es, parte de quienes fuimos.
Tan simple y sencillo como levantar el tubo desde Saavedra y marcar el número de Mingo en Martínez. Bastaba un, que haces, a qué hora nos vemos. Para que el viernes a la noche ya estuviera escrito. No hacía falta mucho más. Un par de palabras, una hora, un lugar, y ahí estábamos listos para devorar la ciudad.
El plan arrancaba siempre igual, con esa mezcla de ansiedad y ganas de vivir. Primero, la cita estaba en algún punto estratégico, capaz en la esquina de la vieja avenida Del Tejar, donde los Picapiedras eran infaltables. Nos sentábamos ahí, pizza de por medio, mirábamos pasar la vida y hacíamos tiempo con historias medio inventadas, medio ciertas, siempre condimentadas con ese humor filoso y un toque de picardía porteña. Pero claro, si no había un par de cargadas, no éramos nosotros.
Después venían los cafés, esos que parecían eternos. Entre sorbos y anécdotas, planeábamos la próxima movida con la complicidad de quienes saben que lo importante no era a dónde ir, sino ir juntos.
Y cuando la noche ya estaba bien entrada, salíamos con la excusa de dar una vuelta que en realidad era todo un viaje.
Mingo, con su inolvidable multicarga Fiat 1500 , ese tanque con el que me enseñó a manejar por las calles de Talar, gritando, afloja, animal un poco cada vez que me zambullía en un cambio o después, con los infaltables Fiat 600 que parecían de juguete, pero nos llevaron a cada rincón de Buenos Aires.
Así nos íbamos hasta el acceso a Tigre, donde las picadas eran leyenda viva. Autos alineados, motores rugiendo, el olor a nafta quemada y a goma caliente. Y nosotros, con esa sonrisita cómplice, sabiendo que estábamos presenciando algo que mezclaba peligro y magia en partes iguales. O sino, poníamos proa a Pilar, donde el tránsito era casi inexistente y la posta estaba en ese carrito con los mejores choripanes del planeta. No importaba la hora, el hambre, ni el frío, un buen chori era sagrado.
Pero la vida no se reducía solo a autos y carreras. Estaban también las interminables charlas con Alberto y Rubén, esos amigos que son hermanos de otra sangre. Pegábamos la vuelta manzana, comentando el barrio, recordando viejas conquistas, o filosofando sobre la vida con una seriedad que duraba lo que tardaba en aparecer el primer chiste verde.
Esa imprenta de la vida la arrancamos bien de pibes. Con Mingo, desde que entramos a la secundaria, compartiendo bancos, y las primeras miradas cómplices cuando pasaba alguna chica linda. Y con Alberto y Rubén, desde mucho antes, cuando acompañábamos a mi viejo a visitar a Emilio, el padre de ellos. Mientras los grandes arreglaban el mundo, nosotros revolcábamos felices en el depósito, entre pilas de recortes de papel que para nosotros eran montañas mágicas.
Hoy, los años pasaron. Tenemos hijos, nietos, algunos con más canas que cabello y panzas que delatan cada asado que ser disfrutado sin culpa. Pero basta una llamada, la misma de siempre, con ese, que haces, para que volvamos a ser los de antes. Nos encontramos en algún café porteño, reeditamos las mismas historias con nuevos condimentos, y nos reímos hasta que nos duele la panza.
Pero así es la amistad verdadera, no importa cuántas vueltas dé la vida, ni cuántos calendarios arranquemos. Mientras haya una mesa, un café, y ganas de compartir la picardía de siempre, todo sigue igual. Y nosotros, aunque más viejos, estamos tan vivos como en aquellas noches de picadas, pizzas y choripanes.

miércoles, 2 de julio de 2025

No hay fotos, ni registros, solamente quedan las historias que repetimos, como si fuesen un conjuro para que el tiempo no se las lleve del todo.
En Tamborini, que antes se llamaba Guayra, y en Iberá y Plaza, donde corren las vías del Mitre, existían los famosos boquetes. 
Eran simples huecos en los alambrados que separaban el barrio del mundo del tren. Cruces clandestinos, improvisados por generaciones de vecinos, que necesitaban un atajo más rápido que caminar muchas cuadras para encontrar un paso a nivel habilitado. 
Nosotros éramos pibes. Jugábamos a la pelota en la esquina, juntábamos ramas secas para la fogata de San Juan, o simplemente deambulábamos, porque el barrio era nuestro patio. 
Hasta que aparecía el patrullero doblando despacio, o el Falcón verde, tan temido en esos años, donde bastaba una mirada equivocada para desaparecer. Y entonces el boquete se convertía en salvación.
Atravesábamos el hueco del alambrado sin pensarlo, con el corazón golpeando en el pecho, saltábamos las vías y corríamos un rato largo hasta escondernos entre los pastizales del otro lado. 
Allí nos quedábamos agazapados, mirándonos con sonrisas nerviosas, mientras el peligro pasaba de largo.
Había algo de aventura, claro. Algo de esa épica infantil que convierte cualquier peligro en un juego. 
Pero también, con el tiempo, se volvió un recuerdo cargado de nostalgia, de esa ternura que tienen las cosas que hoy sabemos que pudieron haber terminado mal.
El boquete era un portal a otro lado. A la libertad, aunque fuera precaria, clandestina, un poco sucia de óxido y tierra. 
Hoy ya no está, o tal vez sí, oculto entre yuyos, esperando a otros chicos que necesiten huir, no de un patrullero o un Falcón, sino del aburrimiento, del encierro o de la rutina.
Porque en el fondo, esos boquetes que el barrio inventaba para cruzar las vías sin permiso, eran también una forma de cruzar la frontera invisible entre la niñez y la vida que vendría después. una frontera mucho más difícil de saltar.
La camiseta del Valderrama Club era rayada verticalmente con tiras rojas y amarillas. Así eran todas las camisetas de aquel equipo. Recuerdo que una vez encontré el libro de actas y una de esas camisetas, pero con el correr del tiempo terminaron por deteriorarse. La camiseta estaba evidentemente mal guardada, y el papel del acta se deshizo, apenas lo toqué.
Mi padre era el presidente del club, acompañado por algunos vecinos que hacían de vocales. Siempre contaba, entre risas, que era muy malo jugando al fútbol, por eso se dedicaba a la parte administrativa.
Las medias a rombos que usaba el equipo las había tejido don Pedro, que vivía en la esquina y tenía allí mismo una fábrica de medias. Hoy de ese lugar solo queda una cortina verde y una puerta que da a lo que fue aquel local.
Donde hoy se alza la General Paz, antes había una canchita de fútbol y un campito donde el equipo se entrenaba. Toda esa zona era campo abierto. Desde la esquina de la calle Plaza, si uno miraba hacia el norte, lo único que se veía eran las vías del tren y el horizonte.
Aquí compró mi abuelo el terreno. De regalo, solían venir unos cuantos ladrillos, porque para muchos era el fondo de la Capital. Eran tiempos de calles de tierra, zanjas y casillas de madera, o piezas de madera, como decían mis abuelos, donde se instalaron cuando comenzaron a vivir en este pasaje.
Recuerdo también aquella mañana, ya pasado el tiempo, en que mi madre me sacó todo embarrado de la zanja donde jugaba, me sentó en la vereda de tierra, y juntos vimos cómo llegaban las máquinas que comenzaron a pavimentar la cuadra. Fue ahí mismo donde alguna vez, allá lejos y hace tiempo, estuvo la sede del querido Club Valderrama.
Desde allí, por las tardes, solían salir con los vecinos Yungue y el Pibe (Paul) en una bicicleta tándem (una bici doble) a pescar detrás de lo que hoy es el estadio de River. Si pasan por la Lugones, verán que al costado de la vía se levanta una pared bastante ancha, de un metro de altura, más o menos. 
Parados ahí, más de una vez iban a pescar, porque hasta esa altura llegaba el río en aquellos tiempos.
Estas son historias y recuerdos de una zona del barrio con mucha historia, poblada de vecinos que ya no están, y de memorias que se pierden en el tiempo, sin que los actuales habitantes sepan todo lo que pasó por este hoy tan transitado pasaje.

martes, 1 de julio de 2025

Todo era muy simple, tan simple que casi duele evocarlo, como si la memoria insistiera en rozar con nostalgia aquellas escenas cotidianas, sencillas, perfectas en su modesta humanidad.
Solo había que salir a la calle, abrir la puerta con ese sonido viejo de bisagras que parecían saludar, sentir el sol o el fresco del día, y encarar con paso tranquilo hacia la esquina. 
Doblábamos media vuelta a la manzana, o a veces ni eso, hasta toparnos con esa casa conocida, que guardaba más historias que paredes.
Allí estaba el timbre, un botón negro plantado en el centro de una tapa plástica, cuadrada, un poco ajada, siempre con el eco oculto de tantas manos que lo habían apretado antes. 
Bastaban dos toques cortos, casi un guiño cómplice, y enseguida bajaba Alberto, o desde adentro surgía la pregunta ritual, ¿quién es?
De ahí en más el día tomaba un color distinto. 
El encuentro era casi diario, como si lo hubiésemos pactado sin palabras desde siempre. Bastaba con mirarnos para saber que algo bueno iba a suceder, aunque ese algo fuera simplemente compartir un rato sin reloj, sin destino preciso.
Nos íbamos para la esquina, a veces ni llegábamos, y quedábamos ahí, parados junto al buzón rojo, ese centinela mudo de la cuadra que escuchó todas nuestras confesiones adolescentes. 
Nos encontrábamos para discutir de cualquier cosa, los autos, los goles del domingo, los equipos de fútbol, los chismes mínimos del barrio y, sin darnos cuenta, hilábamos planes y sueños entre risa y risa.
No existían celulares para preguntar dónde estás, porque sabíamos bien dónde encontrarnos. No había chats ni redes que mediaran nuestras voces. El encuentro era crudo, directo, con la respiración cerca y los ojos mirándose de verdad. La amistad se alimentaba caminando juntos, hablando sin apuro, decidiendo sobre la marcha, si seguir hasta la otra esquina, si sentarnos en el cordón o si dar la vuelta entera a la manzana.
Así surgían los viajes que después contaríamos mil veces, las vacaciones planeadas con monedas contadas y entusiasmo sin medida, la salida al cine con algún estreno que a veces ni mirábamos atentos, porque la charla valía más que la pantalla. O el baile de los sábados, donde la expectativa se tejía a carcajadas desde la vereda hasta el club.
Nada nos faltaba. no bluetooth, ni GPS, ni estados en línea, bastaba caminar y hablar, eso era todo. Eso, y un latido compartido que sin saberlo edificaba una amistad de esas que duran toda una vida.
Hoy miro atrás y entiendo que la felicidad era eso, un botón negro en el centro de una tapa plástica, un buzón que nos escuchaba soñar, y nosotros, caminando despacio por la misma calle de siempre, diciendo tonterías que el tiempo convirtió en tesoros.
Tan simple. Tan enorme y tan feliz.

 Mi barrio, mi querido barrio, tenía perfume propio. Se vestía cada mañana con un aroma dulce y envolvente, a chocolate recién fundido, a café tostado que viajaba en susurros por el aire. Y ese hollín travieso, nacido de los granos prensados en la Nestlé, volaba descarado, posándose sobre la ropa limpia que colgaba orgullosa en los balcones y tendederos. Mi madre, como tantas otras madres, corría a descolgar las sábanas, los camisones blancos, las camisas del domingo, intentando salvarlas de esa mancha inevitable que, sin embargo, era también una caricia del barrio.
Pero no solo olía el barrio que sonaba y cómo sonaba en la Sedalana, allá por Estomba y Congreso, los telares entonaban su canto metálico, un ritmo constante, casi hipnótico, que tejía no solo la lana, sino también la trama de nuestras vidas. Era una sinfonía obrera que se mezclaba con el pregón de los vendedores ambulantes, con el rumor del tranvía tembloroso, con las risas cristalinas de los chicos que jugaban a la pelota descalzos en la vereda.
Y tenía música, música verdadera, porque en la RCA transitaban artistas de todas partes, llevando guitarras, partituras y sueños. Se escuchaban tangos, boleros, folklore, jazz, un abanico sonoro que se filtraba por las ventanas abiertas, regalándonos serenatas inesperadas. 
Cuántas historias de amor habrán nacido solo porque una canción se coló en el corazón distraído de una vecina que regaba sus malvones.
Pero el barrio también tiene y siempre tuvo el verde generoso de sus parques. Ese verde que brota en los plátanos que dan sombra a las plazas, en los bancos gastados por tantas charlas de amigos y enamorados, en el pasto mullido donde las familias extienden mantas para compartir un mate o un picnic improvisado. Es el verde que acaricia la vista y calma el alma, el que invita a quedarse un rato más, a sentir que todo sigue bien mientras existan árboles que se mecían igual que antes.
Este, mi barrio, era un universo de fábricas. Cada cuadra latía con la fuerza de un taller que daba trabajo y orgullo. La Adams, con sus chicles famosos que perfumaron la niñez; la Philips, con sus lámparas, tubos y electrodomésticos que iluminaron tantos hogares. Por las veredas pasaban obreros saludándose, comentando el precio del pan o el resultado del partido, mientras el barrio entero parecía un enorme reloj, latiendo en un mismo compás.
Hoy, las fábricas son solo un eco. Sus portones, sus chimeneas, quedaron mudos o desaparecieron, tragados por el tiempo y la codicia. Pero persiste el recuerdo, tan vivo, tan testarudo, que si cierro los ojos todavía puedo verlos: los hombres fumando en la puerta, arreglando el mundo a fuerza de palabras, mientras el aroma del café se mezclaba con la bruma del tren mixto en la estación Saavedra.
Qué romántico era todo sin que lo supiéramos, qué manera de quererse tenía el barrio, con sus manos manchadas de hollín, su música popular flotando en el aire y el verde de sus parques, prometiéndonos siempre un mañana.  A veces pienso que ese tiempo sigue intacto en algún rincón secreto, aguardando que volvamos a caminarlo, para regalarnos otro sorbo de ese pasado que, aunque se haya ido, todavía nos pertenece.

Desde el umbral de casa hasta la vereda, la cuadra se desplegaba como una gran familia, unida no solo por la cercanía física, sino por un sinfín de historias compartidas. Cada vecino era un personaje único en este pequeño universo, donde los días transcurrían entre saludos, anécdotas y el ir y venir cotidiano.
Al salir de casa, justo al lado, vivían Tilde y Oscar, un matrimonio inolvidable con quienes compartimos tantas cosas: desde cumpleaños bulliciosos hasta la línea telefónica que, en aquellos tiempos, se volvía un bien preciado.
Siguiendo hacia Tronador estaba la casa de Alfredo, que vivía con su madre, doña Elena, y su hermano Francis. Con el tiempo, Francis y Alfredo se casaron y así la familia fue creciendo, sumando nuevas caras y alegrías a la cuadra.
Al llegar a la esquina, se alzaba la casa de don Pedro y doña Irma, siempre acompañados por sus dos hijas. Cruzando la calle vivía don Arnaldo con su esposa, padres de Ana María, Zulema, Kin y el pequeño Arnaldo. A su lado, donde hoy vive Ana María con su propia familia, había una casa que solía alquilarse, por donde pasaron varias familias que dejaron sus recuerdos.
Junto a ellos, en la casa que hoy ocupa Gustavo con los suyos, vivía Lili con su esposo y sus hijos, Juan y Ester, siempre alegres y llenos de vida. Más adelante, por la misma vereda, se encuentra ahora el taller de Marcelo, pero en otros tiempos allí vivieron sus padres y antes sus abuelos, testigos silenciosos del paso del tiempo.
Frente a nuestra casa vivía doña María, quien alquilaba parte de su hogar. Luego la casa se remodeló y llegó una nueva familia. Al lado estaba el alemán, un pintor que con su esposa y su hija iban y venían cargando grandes latas de pintura y altas escaleras, siempre dejando rastros de color en la cuadra.
A continuación vivía don Manuel con su señora y sus hijos, Jorge y Jesús, que durante años fueron dueños de la concesión del bar sobre el andén de la estación Saavedra, allí en la calle Plaza. Un poco más adelante, hacia la misma plaza, vivía Piyoco con su madre y su familia. Luego se mudó don Ángel con su esposa y sus tres hijas, y al lado estaba Alejandro, siempre atento a todo, junto a su madre.
Al lado de Alejandro y su madre vivía Chencho con toda su familia, justo en la esquina del pasaje y Plaza del lado impar. Cruzando, ya estaba la esquina donde vivía Loño, un exjugador de fútbol de Chacarita, amante del Delta, quien tuvo la idea y el empeño de traer los álamos que hoy están plantados en el terreno del ferrocarril, rodeando el alambrado de la vía.Viniendo hacia Tronador, al lado de Loño vivía Portela con su esposa y sus hijas, un enfermero de hospital que además criaba perros de raza. Su casa era un chalecito de madera y chapa, envuelto en vegetación, casi como un pequeño bosque urbano. A su lado, acercándonos a mi casa, vivía Juan Blanco con su familia; hasta hace poco allí habitaba Raúl, su hijo, con su señora.
Después venía la casa de Yunque y Pibe, hijos de un alemán sobreviviente del gran naufragio del Admiral Graf Spee, que decidieron quedarse en Argentina tras aquella tragedia en alta mar. Y al lado, una casa que conoció a tres familias distintas a lo largo de los años, hasta que se estableció un matrimonio que convivió largo tiempo, hasta que no hace mucho el hombre quedó solo, tras la partida de su esposa.
Y finalmente, mi casa: donde crecí junto a mis padres y mi hermana,    construyendo capítulo a capítulo nuestra propia historia, entrelazada con las de todos nuestros vecinos, en esta cuadra que siempre fue mucho más que un simple lugar en el mapa: un auténtico hogar compartido.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...