martes, 8 de julio de 2025

Remábamos el Carapachay,
camino al Paraná,
el agua amarronada murmuraba secretos
bajo el bote, que avanzaba lento,
como si también quisiera detenerse
a mirarla.
Ella iba delante,
con el cuerpo tendido al sol,
dejando que su piel cobriza
brillará, sin pudor, a la vista de todos,
y sobre todo a la mía.
El sol jugaba con su cintura,
dibujando sombras suaves
en cada curva, mientras yo remaba despacio
para alargar la tarde, 
para quedarme con esa postal
grabada en la sangre.
De vez en cuando
se giraba y me sonreía,
y el Paraná parecía reírse con ella,
ondeando apenas sus aguas
para hacernos cosquillas.
El tiempo se volvía líquido,
espeso y dulce como el río,
y yo solo quería seguir remando,
seguir mirándola, seguir viviendo
en ese instante perfecto
donde el sol, el agua y su cuerpo 
desnudo de temores eran toda la poesía
que yo necesitaba, aquella tarde de martes.

Era tan romántica
que me alcanzó una Tab,
yo solo tomaba Bidu,
pero acepté la gaseosa
como quien acepta un secreto.
Compré un cuarto de galletitas merengadas,
el panadero las puso en un paquete de papel
que pronto se llenó con el aroma fresco
de esa lata recién abierta.
Nos sentamos juntos en el cordón de la vereda,
las piernas apenas se rozaban,
y durante un largo rato
no dijimos una palabra.
El canto de los gorriones
llenaba todo el aire,
como si ellos mismos supieran
que no hacía falta nada más
que ese silencio compartido.
Después seguimos con nuestro juego,
un viejo desafío al tinenti,
donde el perder era excusa
para dejarnos mirar un poco más.
Ella no dejaba de mirarme,
yo tampoco podía apartar la vista.
Pasaron los meses.
Me mudé.
Nunca más volví al barrio.
A veces pienso en aquella tarde,
en el sabor dulce de las merengadas,
en las botellas de vidrio pesado,
en el canto de los gorriones
y en sus ojos mirándome
como si el tiempo entero
fuera un suspiro guardado
solo para nosotros.

El sonido de tu voz arregla el día,
acomoda las horas rotas, enciende las sombras,
y descansa la noche como un suspiro profundo
que roza mi piel aunque estés lejos.
Tu voz acompaña los momentos más difíciles
como un abrazo secreto que se cuela por mi pecho,
acaricia mis pensamientos más oscuros
y los convierte en suaves pliegues de luz.
Tierniza mis días más tristes,
los llena de un calor dulce que se derrama lento,
como miel tibia sobre mi cuello,
dejando un temblor que me pide cerrarte los ojos
y perderme allí, donde solo existimos nosotros.
A la noche, cuando el sol ya se ha rendido
y la luna pasea sin prisa, desnuda y blanca,
tu voz se desliza suave sobre las horas de descanso.
Se mete en mis sábanas, recorre mi cuerpo
como dedos invisibles que despiertan mi piel,
y entonces la vida cambia de colores:
del dorado que muere con el sol,
al azul profundo que late con las estrellas.
Tu voz me llama, me busca, me toma,
y sin tocarme logra incendiar mi sangre.
El tiempo se dobla, el mundo se aquieta,
y solamente quedamos vos y yo, danzando en un hilo de aliento,
bebiendo el uno del otro, en un silencio cargado
de promesas y deseo.
Cuando el sol se va, mi amor,
tu voz se convierte en mi noche,
oscura, intensa, infinita,
capaz de devorarme entera y al mismo tiempo
dejarme florecer en cada rincón
donde tu nombre se pronuncia.
Es siempre una incertidumbre placentera,
como quien aguarda un bondi en la madrugada.
Pero ella siempre llega,
minutos más, minutos menos,
y allí está, su sonido se escucha a lo lejos.
Conocemos bien el rugir de sus motores,
la hélice que empuja el agua,
y divisamos su marcha hacia nuestro muelle,
camino a territorios con vecinos conocidos,
con turistas curiosos,
pero todos compartiendo la armonía
y el deseo de llegar,
paseando entre las aguas del delta.
Inefable, siempre presente,
nuestra lancha colectiva,
amiga de jornadas enteras,
con su capitán, amigo también,
guía de este viaje que es tan nuestro
como el murmullo del río.


 El silencio estaba lleno de promesas;
solo se oía el murmullo del agua acariciando la madera,
y el latido secreto de dos corazones
que se descubrían en miradas largas y sonrisas tímidas.
Tomé tu mano, y allí, en ese gesto simple,
cabía todo el universo; la certeza de que el amor
es un delta inmenso donde confluyen todos los sueños.
Entre sauces que inclinaban su verde melena para vernos pasar,
nos juramos sin palabras que volveríamos siempre,
a remar juntos este río al amanecer,
a perdernos en sus curvas dulces,
a saborear despacio el milagro de amarnos
bajo el cielo infinito del Tigre.

viernes, 4 de julio de 2025

Todo ocurrió a orillas del Capitán,
donde la noche nos envolvió en su complicidad.
Bailamos en el muelle hasta que las estrellas
parecieron inclinarse a mirarnos,
y allí, entre risas y susurros que ardían,
tus manos exploraron mi piel
como si buscaran secretos antiguos.
Nos besamos con hambre,
con la urgencia de dos cuerpos que sabían
que el deseo podía devorarlos.
Caímos sobre la madera tibia, temblando,
y nuestros labios se extraviaron
en paisajes húmedos y temblorosos.
Mis dedos dibujaron tu geografía entre gemidos,
mientras tu boca inventaba caminos nuevos sobre mí,
despertando incendios donde antes solo habitaba el sosiego.
Al amanecer, abrazados y exhaustos,
prometimos en silencio vivir el delta
hasta el último suspiro,
hundirnos en sus aguas
como nos habíamos hundido el uno en el otro,
sin pudor, sin límites, eternamente sedientos.
Los leños crujían en la noche,
pequeñas bocas abiertas
cantando su secreto de brasas.
Afuera, el frío mojaba Buenos Aires,
entraba por rendijas,
pero se estrellaba contra la piel tibia
de nuestra casa cerrada.
Solo el whisky hablaba entre nosotros,
solo el chocolate en barra se derretía
como nuestros labios,
que buscaban el sabor exacto
de lo dulce, de lo amargo,
de lo prohibido.
La sensualidad caminaba descalza
por los pasillos, dejando huellas húmedas
en cada puerta, trepando las cortinas,
apoyando su boca en las esquinas.
Éramos amor profundo
pero también deseo abierto,
carne que se reconoce,
que se celebra, que se quema.
Veinticuatro horas después
decidimos rendirnos al sueño.
En un abrazo largo, casi eterno,
nos fundimos, y allí el tiempo se quedó quieto,
mirándonos, de pie, junto a la cama,
mientras respirábamos 
el milagro simple de existir juntos,
únicos, irrepetibles, románticos,
sensuales, irremediablemente nuestros.

jueves, 3 de julio de 2025

Lavalle; cómo explicarte hoy lo que fue para tantos de nosotros, esa calle peatonal vibrante, llena de luces, marquesinas, carteles gigantes anunciando los estrenos del momento. 
Un lugar donde el tiempo parecía detenerse solo para regalarnos instantes que, sin saberlo, estaban destinados a ser recuerdos imborrables.
Cada cine tenía su alma propia, su público, su murmullo expectante antes de la función y sus comentarios apasionados al salir. 
Era un ritual hermoso, elegir la película, hacer la fila entre charlas y risas, emocionarse o sorprenderse frente a la pantalla grande, y después terminar en un bar cercano para seguir la historia, pero ahora con palabras, miradas y tazas humeantes de café.
A veces, el paseo se prolongaba por Florida, esa otra arteria encantada de la ciudad, con sus locales tan bien presentados, sus vidrieras que brillaban invitándonos a soñar un rato con lo inalcanzable, sus músicos callejeros poniendo banda sonora a nuestras caminatas. 
Todo tenía un aire casi cinematográfico, como si nosotros mismos fuésemos parte de un gran film porteño.
Nosotros veníamos desde el barrio, con la sencilla alegría de quienes sabían que el viaje ya era parte de la aventura. 
El tren Mitre nos llevaba desde Coghlan directo al centro. Cuántos viernes o sábados repetimos esa salida, cuántas veces la estación se convirtió en punto de encuentro y de regreso.
Recuerdo bien la marea humana. Lavalle estaba llena de gente, tanto que bastaba que uno se distrajera mirando un afiche, un kiosco o algún artista ambulante para que el grupo se perdiera entre desconocidos. 
Pero eso también tenía su magia, el reencuentro unos metros más adelante, los saludos entre carcajadas, los dónde te habías metido. 
Hoy Lavalle ya no es lo que era. Sus cines en su mayoría cerraron, muchas de sus luces se apagaron, el bullicio se transformó en un murmullo lejano. Pero para nosotros, los que la caminamos cientos de veces, sigue tan viva como antes. Late en la memoria, en esas noches simples y felices que nos regalaron juventud, amistad y un poquito de ilusión.
Por eso la homenajeo hoy, desde este rincón de recuerdos, con el corazón un poco apretado pero agradecido. Lavalle no solo fue una calle, fue escenario de tantas historias mínimas, fue un puente a la fantasía, fue la excusa perfecta para encontrarnos, perdernos y volvernos a encontrar. Fue  y es, parte de quienes fuimos.
Tan simple y sencillo como levantar el tubo desde Saavedra y marcar el número de Mingo en Martínez. Bastaba un, que haces, a qué hora nos vemos. Para que el viernes a la noche ya estuviera escrito. No hacía falta mucho más. Un par de palabras, una hora, un lugar, y ahí estábamos listos para devorar la ciudad.
El plan arrancaba siempre igual, con esa mezcla de ansiedad y ganas de vivir. Primero, la cita estaba en algún punto estratégico, capaz en la esquina de la vieja avenida Del Tejar, donde los Picapiedras eran infaltables. Nos sentábamos ahí, pizza de por medio, mirábamos pasar la vida y hacíamos tiempo con historias medio inventadas, medio ciertas, siempre condimentadas con ese humor filoso y un toque de picardía porteña. Pero claro, si no había un par de cargadas, no éramos nosotros.
Después venían los cafés, esos que parecían eternos. Entre sorbos y anécdotas, planeábamos la próxima movida con la complicidad de quienes saben que lo importante no era a dónde ir, sino ir juntos.
Y cuando la noche ya estaba bien entrada, salíamos con la excusa de dar una vuelta que en realidad era todo un viaje.
Mingo, con su inolvidable multicarga Fiat 1500 , ese tanque con el que me enseñó a manejar por las calles de Talar, gritando, afloja, animal un poco cada vez que me zambullía en un cambio o después, con los infaltables Fiat 600 que parecían de juguete, pero nos llevaron a cada rincón de Buenos Aires.
Así nos íbamos hasta el acceso a Tigre, donde las picadas eran leyenda viva. Autos alineados, motores rugiendo, el olor a nafta quemada y a goma caliente. Y nosotros, con esa sonrisita cómplice, sabiendo que estábamos presenciando algo que mezclaba peligro y magia en partes iguales. O sino, poníamos proa a Pilar, donde el tránsito era casi inexistente y la posta estaba en ese carrito con los mejores choripanes del planeta. No importaba la hora, el hambre, ni el frío, un buen chori era sagrado.
Pero la vida no se reducía solo a autos y carreras. Estaban también las interminables charlas con Alberto y Rubén, esos amigos que son hermanos de otra sangre. Pegábamos la vuelta manzana, comentando el barrio, recordando viejas conquistas, o filosofando sobre la vida con una seriedad que duraba lo que tardaba en aparecer el primer chiste verde.
Esa imprenta de la vida la arrancamos bien de pibes. Con Mingo, desde que entramos a la secundaria, compartiendo bancos, y las primeras miradas cómplices cuando pasaba alguna chica linda. Y con Alberto y Rubén, desde mucho antes, cuando acompañábamos a mi viejo a visitar a Emilio, el padre de ellos. Mientras los grandes arreglaban el mundo, nosotros revolcábamos felices en el depósito, entre pilas de recortes de papel que para nosotros eran montañas mágicas.
Hoy, los años pasaron. Tenemos hijos, nietos, algunos con más canas que cabello y panzas que delatan cada asado que ser disfrutado sin culpa. Pero basta una llamada, la misma de siempre, con ese, que haces, para que volvamos a ser los de antes. Nos encontramos en algún café porteño, reeditamos las mismas historias con nuevos condimentos, y nos reímos hasta que nos duele la panza.
Pero así es la amistad verdadera, no importa cuántas vueltas dé la vida, ni cuántos calendarios arranquemos. Mientras haya una mesa, un café, y ganas de compartir la picardía de siempre, todo sigue igual. Y nosotros, aunque más viejos, estamos tan vivos como en aquellas noches de picadas, pizzas y choripanes.

miércoles, 2 de julio de 2025

No hay fotos, ni registros, solamente quedan las historias que repetimos, como si fuesen un conjuro para que el tiempo no se las lleve del todo.
En Tamborini, que antes se llamaba Guayra, y en Iberá y Plaza, donde corren las vías del Mitre, existían los famosos boquetes. 
Eran simples huecos en los alambrados que separaban el barrio del mundo del tren. Cruces clandestinos, improvisados por generaciones de vecinos, que necesitaban un atajo más rápido que caminar muchas cuadras para encontrar un paso a nivel habilitado. 
Nosotros éramos pibes. Jugábamos a la pelota en la esquina, juntábamos ramas secas para la fogata de San Juan, o simplemente deambulábamos, porque el barrio era nuestro patio. 
Hasta que aparecía el patrullero doblando despacio, o el Falcón verde, tan temido en esos años, donde bastaba una mirada equivocada para desaparecer. Y entonces el boquete se convertía en salvación.
Atravesábamos el hueco del alambrado sin pensarlo, con el corazón golpeando en el pecho, saltábamos las vías y corríamos un rato largo hasta escondernos entre los pastizales del otro lado. 
Allí nos quedábamos agazapados, mirándonos con sonrisas nerviosas, mientras el peligro pasaba de largo.
Había algo de aventura, claro. Algo de esa épica infantil que convierte cualquier peligro en un juego. 
Pero también, con el tiempo, se volvió un recuerdo cargado de nostalgia, de esa ternura que tienen las cosas que hoy sabemos que pudieron haber terminado mal.
El boquete era un portal a otro lado. A la libertad, aunque fuera precaria, clandestina, un poco sucia de óxido y tierra. 
Hoy ya no está, o tal vez sí, oculto entre yuyos, esperando a otros chicos que necesiten huir, no de un patrullero o un Falcón, sino del aburrimiento, del encierro o de la rutina.
Porque en el fondo, esos boquetes que el barrio inventaba para cruzar las vías sin permiso, eran también una forma de cruzar la frontera invisible entre la niñez y la vida que vendría después. una frontera mucho más difícil de saltar.
La camiseta del Valderrama Club era rayada verticalmente con tiras rojas y amarillas. Así eran todas las camisetas de aquel equipo. Recuerdo que una vez encontré el libro de actas y una de esas camisetas, pero con el correr del tiempo terminaron por deteriorarse. La camiseta estaba evidentemente mal guardada, y el papel del acta se deshizo, apenas lo toqué.
Mi padre era el presidente del club, acompañado por algunos vecinos que hacían de vocales. Siempre contaba, entre risas, que era muy malo jugando al fútbol, por eso se dedicaba a la parte administrativa.
Las medias a rombos que usaba el equipo las había tejido don Pedro, que vivía en la esquina y tenía allí mismo una fábrica de medias. Hoy de ese lugar solo queda una cortina verde y una puerta que da a lo que fue aquel local.
Donde hoy se alza la General Paz, antes había una canchita de fútbol y un campito donde el equipo se entrenaba. Toda esa zona era campo abierto. Desde la esquina de la calle Plaza, si uno miraba hacia el norte, lo único que se veía eran las vías del tren y el horizonte.
Aquí compró mi abuelo el terreno. De regalo, solían venir unos cuantos ladrillos, porque para muchos era el fondo de la Capital. Eran tiempos de calles de tierra, zanjas y casillas de madera, o piezas de madera, como decían mis abuelos, donde se instalaron cuando comenzaron a vivir en este pasaje.
Recuerdo también aquella mañana, ya pasado el tiempo, en que mi madre me sacó todo embarrado de la zanja donde jugaba, me sentó en la vereda de tierra, y juntos vimos cómo llegaban las máquinas que comenzaron a pavimentar la cuadra. Fue ahí mismo donde alguna vez, allá lejos y hace tiempo, estuvo la sede del querido Club Valderrama.
Desde allí, por las tardes, solían salir con los vecinos Yungue y el Pibe (Paul) en una bicicleta tándem (una bici doble) a pescar detrás de lo que hoy es el estadio de River. Si pasan por la Lugones, verán que al costado de la vía se levanta una pared bastante ancha, de un metro de altura, más o menos. 
Parados ahí, más de una vez iban a pescar, porque hasta esa altura llegaba el río en aquellos tiempos.
Estas son historias y recuerdos de una zona del barrio con mucha historia, poblada de vecinos que ya no están, y de memorias que se pierden en el tiempo, sin que los actuales habitantes sepan todo lo que pasó por este hoy tan transitado pasaje.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...