Remábamos el Carapachay,
camino al Paraná,
el agua amarronada murmuraba secretos
bajo el bote, que avanzaba lento,
como si también quisiera detenerse
a mirarla.
Ella iba delante,
con el cuerpo tendido al sol,
dejando que su piel cobriza
brillará, sin pudor, a la vista de todos,
y sobre todo a la mía.
El sol jugaba con su cintura,
dibujando sombras suaves
en cada curva, mientras yo remaba despacio
para alargar la tarde,
para quedarme con esa postal
grabada en la sangre.
De vez en cuando
se giraba y me sonreía,
y el Paraná parecía reírse con ella,
ondeando apenas sus aguas
para hacernos cosquillas.
El tiempo se volvía líquido,
espeso y dulce como el río,
y yo solo quería seguir remando,
seguir mirándola, seguir viviendo
en ese instante perfecto
donde el sol, el agua y su cuerpo
desnudo de temores eran toda la poesía
que yo necesitaba, aquella tarde de martes.
camino al Paraná,
el agua amarronada murmuraba secretos
bajo el bote, que avanzaba lento,
como si también quisiera detenerse
a mirarla.
Ella iba delante,
con el cuerpo tendido al sol,
dejando que su piel cobriza
brillará, sin pudor, a la vista de todos,
y sobre todo a la mía.
El sol jugaba con su cintura,
dibujando sombras suaves
en cada curva, mientras yo remaba despacio
para alargar la tarde,
para quedarme con esa postal
grabada en la sangre.
De vez en cuando
se giraba y me sonreía,
y el Paraná parecía reírse con ella,
ondeando apenas sus aguas
para hacernos cosquillas.
El tiempo se volvía líquido,
espeso y dulce como el río,
y yo solo quería seguir remando,
seguir mirándola, seguir viviendo
en ese instante perfecto
donde el sol, el agua y su cuerpo
desnudo de temores eran toda la poesía
que yo necesitaba, aquella tarde de martes.










