lunes, 8 de diciembre de 2025

Cuento sin nombre:

 
El amanecer sobre la cinta asfáltica de la General Paz parecía llegar lentamente, como si el cielo dudara en dejarse ver. 
El aire tenía ese perfume frío y limpio que solo existe antes del amanecer, cuando todavía el mundo no termina de despertar.
El motor del auto ronroneaba parejo, un sonido constante que acompañaba mis pensamientos. 
El tablero iluminado de un azul tenue, el reloj digital marcando las 5:04, y mi reflejo difuso en el parabrisas. 
Llevaba puesta una campera de cuero gastada de esas que conservan historias en los pliegues, un pantalón de Jean y una camisa celeste apenas arrugada; no era una elección pensada, más bien un intento de parecer tranquilo, aunque por dentro llevaba un torbellino.
A la derecha, el cielo comenzaba a aclararse, el gris se volvía malva, y una línea dorada asomaba tímida detrás de los edificios lejanos, el día nacía despacio, igual que mis pensamientos, que se iban poblando de su nombre, de su voz, de la última imagen que tenía de ella cuarenta años atrás, toda una vida.
Recordé la noche en que se fue, no quiero hacerlo, pero vuelve igual, tenía diecinueve años y una confusión que me duró décadas. 
Ella, en cambio, se me apareció un día cualquiera, en un curso de filosofía virtual. 
Yo apenas seguía las clases, distraído, hasta que apareció su nombre en la pantalla, no lo podía creer. 
Después, un mensaje, una conversación, una videollamada… y todo lo que había dormido en mí empezó a despertarse, desde entonces, cada noche fue un repaso de recuerdos, de gestos, de voces. 
Me sorprendía pensando en ella mientras cocinaba, mientras leía, mientras me dormía y esta última noche, antes de salir hacia el aeropuerto, no dormí. 
Encendí la luz del living, preparé un café, y me quedé mirando una foto vieja, la única que conservo los dos riendo con ese aire de juventud que no sabíamos que era frágil.
Ahora, mientras manejo, pienso en cómo será verla después de tanto tiempo. Cómo fue cambiado su voz, sus mismas manos finas, me reconocerá enseguida, o necesitará mirarme dos veces, nada de eso sucederá, la video llamada mostro todo lo que queríamos saber y lo conversamos con los detalles más lindos y feos de cada uno, conozco sus gestos y conoce los míos, desde aquella noche que durante seis horas conversamos mirando una pantalla de computadora, ella allá y yo en mi escritorio, donde entre libros y sonrisas nos confesamos la vida.
El tráfico sigue liviano, y un cartel anuncia la salida hacia Ricchieri. Faltan menos de veinte minutos.
La radio murmura un tango viejo, y pienso que quizás el destino no sea más que eso, un círculo que se cierra, un amanecer que tarda en llegar, pero llega igual.
Y aquí estoy, camino a buscarla.
Con el corazón apretado, con la ropa que elegí sin pensar, con la vida entera contenida en el próximo abrazo.
Sali demasiado temprano.
En menos de lo que esperaba ya estaba en el aeropuerto, la autopista estaba vacía, y el cielo terminaba de despertar entre nubes rosadas. 
Estacioné el auto, todavía con ese murmullo interno que no sabía si era ansiedad o simple emoción contenida, caminé hasta la confitería del primer piso y pedí un café.
El lugar olía a pan tostado y perfume ajeno; las voces de los pasajeros, los anuncios lejanos por los altavoces, el tintinear de las tazas, todo tenía una calma que contrastaba con lo que sentía por dentro.
Mientras removía el azúcar con la cucharita, me vino a la mente como si el tiempo se plegara sobre sí mismo, el día en que la conocí.
Fue en Pilar, un sábado cualquiera, aunque ahora lo recuerdo como si hubiera sido una noche escrita para nosotros.
Habíamos ido con tres amigos al boliche que solíamos frecuentar, más por cambiar de aire que por otra cosa. 
Salíamos de la Capital después de las veintidós, manejando por la ruta casi desierta, con la música alta y las ventanas bajas, buscando algo que no sabíamos nombrar.
Ella, según supe después, venía también de lejos, de Lima, un pequeño pueblo pasando Zárate.
Ambos estábamos lejos de nuestras casas, de nuestros mundos, y quizás por eso nos encontramos.
Recuerdo el momento exacto, la luz estroboscópica, el humo del lugar, una canción de moda y sus ojos mirándome con curiosidad. 
Bailamos, reímos, hablamos de cualquier cosa, de esas charlas que parecen no tener importancia y sin embargo se graban a fuego. 
Al final de la noche intercambiamos teléfonos todavía de línea fija y empezamos a hablar en los días siguientes, como si lleváramos esperándonos toda la vida.
Al poco tiempo me animé a ir hasta su casa, o más bien hasta cerca, porque vivía a varios kilómetros. 
Esa primera vez que la vi en su barrio, esperándome en la esquina, con una sonrisa tímida y el pelo suelto movido por el viento, entendí que algo me había pasado sin darme cuenta.
Y ahora, cuarenta años después, estoy sentado frente a una taza de café, en un aeropuerto que apenas despierta, esperando a la misma mujer.
La vida pienso no deja de sorprender con sus vueltas. 
Una hora después, el aeropuerto era un hormiguero de voces y pasos, e sol ya entraba por los ventanales altos del hall principal, filtrándose entre las columnas y tiñendo el piso de un color ámbar, los carros con valijas iban y venían, las familias se abrazaban, y en los monitores parpadeaban llegadas de ciudades que apenas recordaba haber escuchado.
Yo esperaba junto a la baranda, con las manos en los bolsillos de la campera y el corazón golpeando despacio, como si quisiera adelantarse al momento.
El café ya era un recuerdo tibio en el estómago, el vuelo desde Madrid había aterrizado hacía unos minutos. 
La gente comenzó a salir, una tras otra, rostros cansados, pasos apurados, miradas que buscaban.
Y entonces, entre todo ese movimiento, la vi.
Fue apenas un segundo, pero suficiente para que el ruido del aeropuerto se volviera un murmullo lejano, venía caminando despacio, con un abrigo claro, el cabello más corto, unos anteojos finos, y esa misma forma de mirar que no había cambiado, una mezcla de calma y curiosidad, como si todavía estuviera observando el mundo por primera vez.
Se detuvo, me miró, y sonrió.
No hubo dudas.
Era ella.
Me quedé quieto, sin poder moverme al principio.
No era timidez, era algo más profundo, como si todo el tiempo que nos separó necesitara ese silencio para reconocernos.
Después caminé hacia ella, no recuerdo si dije su nombre o si simplemente la abracé, pero en ese instante sentí que los años, las distancias, las cartas que nunca se enviaron, todo eso desaparecía.
Su perfume era distinto, más suave, pero en su voz seguía latiendo la misma cadencia, como si me hablara desde aquel boliche en Pilar, en la misma noche de hace cuatro décadas.
Tardaste, me dijo sonriendo, con un tono cómplice.
Llegué justo, respondí, sin saber bien si hablaba del aeropuerto o de la vida misma.
Nos quedamos unos segundos mirándonos, ninguno tenía prisa.
El bullicio de los demás se desvanecía detrás de nosotros, ella apoyó la valija en el suelo y me tomó del brazo con naturalidad, como si nunca se hubiera ido.
Salimos caminando hacia el estacionamiento. 
Afuera, el sol ya se había afirmado del todo, y el aire olía a tierra húmeda, a promesa de día nuevo.
Y mientras abría la puerta del auto, pensé que tal vez la vida no da segundas oportunidades, sino regresos, esos que uno no busca, pero que lo encuentran igual, en la hora menos pensada, con la persona que nunca terminó de irse del todo.
Nos subimos al auto y, una vez adentro, no supe si al abrazarla podría besarla o no; ese miedo daba vueltas dentro de mí, y solo la abracé. 
Ella me respondió con un abrazo muy fuerte.
No sabía a dónde iríamos, y en el camino de regreso lo primero que le propuse fue parar a desayunar. 
Ella aceptó, ya que quería tomar algo; el día recién comenzaba y quería sacarse un poco de abrigo, cosa que hizo en la estación de servicio donde paramos.
No sabía si ella vendría a mi departamento o si querría otra cosa; no lo habíamos conversado, pero era el momento.
Yo había preparado todo en mi departamento, aunque no sabía cómo reaccionaría, nunca habíamos estado juntos en la intimidad después de cuarenta años. 
Todo era posible la timidez, el miedo, la sensación de una primera vez en todo.
Cuando se sentó frente a mí, aproveché ese pequeño silencio que se había instalado entre los dos para comentarle lo que había sentido en el auto, esa duda que me había paralizado, el miedo tonto de no saber si podía besarla o no. 
Ella me escuchó sin decir una palabra, solo me miró, con esos ojos que parecían mezclar ternura y decisión, y entonces, con una calma que me desarmó, me pidió que me acercara.
Obedecí casi sin pensar, y en ese instante sus labios buscaron los míos, fue un beso suave, profundo, lleno de un tiempo suspendido, no hubo prisa ni ansiedad, solo la sensación de que todo lo que había quedado pendiente durante años encontraba, por fin, su lugar.
Después de eso no hablamos más del tema, las palabras parecían innecesarias. Terminamos el desayuno entre sonrisas, comentarios leves y miradas que decían mucho más que cualquier conversación. 
Afuera, el día se abría luminoso, como si también él supiera que algo nuevo estaba comenzando; esta vez sin planes intermedios. 
El camino hacia mi casa se sintió distinto, más breve, más íntimo; ella no conocía el lugar, pero me dijo que tenía muchas ganas de hacerlo, que imaginaba cómo sería mi espacio, mi mundo cotidiano; mientras la escuchaba, una mezcla de emoción y nerviosismo me recorría, había preparado todo, intentando que cada detalle hablara de mí, pero también de ese encuentro que, de algún modo, los dos habíamos esperado durante tanto tiempo.
Cuando llegamos, la invité a pasar, la miré cruzar la puerta, con esa mezcla de curiosidad y serenidad que solo ella tenía, en su gesto había algo de descubrimiento, de reencuentro, de promesa y entendí, sin necesidad de decir nada, que a veces la vida se toma su tiempo… pero cuando decide, lo hace con una ternura que lo cambia todo. 
Al cruzar la puerta de entrada, sentí que le estaba abriendo algo más que mi departamento, le abría mi mundo, ese espacio donde, noche tras noche, mi voz se había vuelto letras en una pantalla, contándole lo que cocinaba, lo que soñaba, lo que pensaba mientras el silencio me acompañaba. 
Ella, del otro lado, respondía con su vida, sus días, sus pequeñas rutinas, sus nostalgias. Así, entre mensajes y risas escritas, fuimos tejiendo una historia que crecía entre la distancia y el deseo.
Con el tiempo, las palabras escritas se volvieron voces, las llamadas por WhatsApp fueron acercando nuestras respiraciones, y ya no bastaban los mensajes, nos conocíamos sin habernos tocado, los gustos, las comidas, las canciones que nos hacían cerrar los ojos, los libros que alguna vez nos curaron, las películas que nos hicieron llorar. 
A veces hablábamos acostados, cada uno en su cama, con el teléfono entre las manos, hasta que el sueño nos robaba las últimas palabras.
Por eso, cuando le tomé la mano, el cuerpo supo lo que el alma ya sabía, su piel era una promesa tibia que se encendía al contacto. 
En ese preciso momento, el beso fue inevitable, largo, dulce, profundo, como si toda la espera de los años se condensara en ese instante. 
Nuestras bocas se buscaron con hambre de verdad, y las manos comenzaron a explorar con la torpeza y la urgencia de quienes se reconocen después de mucho tiempo.
Las prendas cayeron lentamente, como si cada una pesara la carga de los años vividos, luego, la prisa del deseo las apartó del todo, dejándonos desnudos, vulnerables, sinceros, la alcé, sintiendo el temblor de su cuerpo junto al mío, y nos miramos con lágrimas contenidas, con una sonrisa que era alivio y vértigo.
El beso volvió a encontrarnos y el sol, entrando por las rendijas de la persiana, dibujaba sobre su piel caminos de luz. 
El silencio se llenó de respiraciones, de suspiros entrecortados, de gemidos que eran palabras sin idioma. 
Nuestros cuerpos se reconocieron como si siempre se hubieran esperado, nos fundimos en un abrazo donde el tiempo dejó de existir, donde sólo había piel, latidos y la certeza de que estábamos ahí, por fin, después de cuarenta años.
Cuando el deseo se volvió calma, quedamos entrelazados, respirando despacio, sin decir nada, su cabeza descansaba sobre mi pecho, y yo sentía cómo su pulso marcaba un compás que parecía el mismo del mío, afuera, la luz se hacía más intensa; adentro, el aire olía a deseo y a reencuentro.
No sé cuánto tiempo permanecimos así, dormitando entre caricias; al despertar, todavía abrazados, sonreímos sin hablar. 
El sol ya llenaba la habitación y una brisa leve movía las cortinas, la invité a ducharnos, y entre risas, entre besos nuevos, el agua fue cómplice de otro encuentro, más suave, más lento, más tierno.
Después del agua tibia y de los cuerpos limpios y relajados, nos vestimos despacio, sin apuro, como si el día no tuviera final, la llevé a recorrer el lugar, mostrándole los rincones que tantas veces le había descrito por mensajes, la cocina donde hablábamos de recetas, el rincón donde escribía mis pensamientos.
Teníamos que almorzar; se lo había dicho varias veces, pero ella seguía absorta entre libros y discos, como si buscara algo que solo ella entendía. 
Cada vez que pasaba una página o cambiaba un vinilo, una hebra de su cabello caía sobre su rostro y me obligaba a mirarla un poco más.
—Vamos, vestite un poco —le pedí, sonriendo—. Te va a agarrar el hambre.
—¿Y si dejo que el hambre me agarre? —respondió sin mirarme, con ese tono ambiguo que me desarmaba.
Seguía moviéndose por la habitación, tocando objetos, deteniéndose a oler una tapa antigua de un libro, o a observar cómo entraba la luz por la ventana. Finalmente se sentó frente a mí, cruzando las piernas con una calma desafiante.
—Relájate —dijo—. Deja que el tiempo fluya.
Entonces tomó mi camisa del respaldo de la silla y se la puso; verla así, con la tela cubriéndole apenas los hombros, me robó cualquier intento de insistir, la camisa le quedaba suelta, el cuello abierto, una insinuación de piel que se mezclaba con su perfume.
Nos acercamos, no hizo falta decir nada. 
Un roce, una mirada, y después el beso, largo, suave al principio, luego inevitable.
Cuando por fin nos separamos, se recostó sobre mí, aun sonriendo.
—¿Pedimos algo? —susurró.
—Lo que quieras —respondí, sin dejar de mirarla.
—Algo liviano, así dormimos un rato.
—¿Dormir? No sé si podría.
—Entonces lo pienso yo.
Agarró mi celular y comenzó a navegar por la aplicación, jugando con mis dedos mientras lo hacía.
—Tira de asado —dijo, casi para sí misma—. Tengo antojo.
Le dije dónde sería bueno pedirlo. 
Cerró la app, marcó un número y habló con la seguridad de quien sabe que va a salirse con la suya, cuando colgó, me miró.
—Pago yo.
—Eso no…
—Shh. No digas nada, ¿sí? —me pidió, apoyando un dedo en mis labios.
Obedecí, disfrutando del silencio que siguió, ella volvió a sonreír, se levantó y buscó mi mirada.
—¿Helado también? —preguntó.
—En la esquina, el de dulce de leche granizado.
—Perfecto.
Mientras ella hacía los pedidos, yo puse la mesa. 
Busqué dos copas, un vino suave, servilletas limpias, me vestí un poco, apenas una camisa. 
Ella hizo lo mismo, aunque sin mucho apuro, apenas abrochó un botón, dejando entrever lo suficiente para distraerme por completo.
Cuando el timbre sonó, se rio al darse cuenta de que debía salir a pagar.
—¿Así voy? —preguntó, levantando los brazos para mostrarme cómo la camisa apenas la cubría.
—Si abrís así, el repartidor te regala el pedido —le dije, y ella soltó una carcajada.
Su equipaje seguía en el baúl del auto. 
Se quejó un poco, solo para tener algo que decir.
—Después lo bajo —le respondí.
—Después de la siesta —repitió, mordiéndose el labio.
Se acercó, me rozó el cuello con los dedos y susurró.
—¿Dormiremos?
No esperó mi respuesta, me besó, y en ese instante el mundo afuera dejó de existir, el asado, el vino, la tarde, todo se volvió un lento rumor que acompañaba el ritmo de su respiración y el movimiento suave de la camisa que seguía siendo mía, pero ya no tanto.
Cuando volvió, traía en las manos la bolsa del pedido y una sonrisa satisfecha, de esas que anuncian que todo está bajo control.
Dejó el paquete sobre la mesa y fue directo a servirse una copa de vino. 
La observé mientras lo hacía, el movimiento lento, la mirada concentrada en no derramar, el brillo rojo del líquido reflejándose en su piel.
—¿No vas a tomar conmigo? —preguntó, levantando la copa.
—Ya sabes que no —respondí, mostrándole mi vaso con gaseosa.
Rió con suavidad, recordando nuestra vieja discusión. 
Lo habíamos chateado tantas veces, ella insistía en que un almuerzo sin vino era una falta de respeto, yo sostenía que la burbuja fría de mi gaseosa era insuperable.
—Pensé que era una excusa tuya —dijo.
—Lo pensabas hasta hoy —contesté.
Chocamos las copas —cristal y vidrio, dos sonidos distintos, como nosotros— y brindamos sin palabras.
El aroma del asado llenó el ambiente, comimos despacio, entre charlas y silencios, a veces ella me miraba por encima del borde de su copa, con esa mezcla de curiosidad y ternura que me dejaba sin defensa.
Cuando terminó de comer, dejó los cubiertos, se inclinó sobre la mesa y me dijo.
—Tenías razón, no hacía falta el vino para que me sintiera bien.
—Igual te queda bien —le dije, observando cómo el color subía a sus mejillas.
El sol de la tarde entraba por la ventana, recortando su figura envuelta aún en mi camisa. 
Aflojó el botón, quizá por el calor, quizá por costumbre, y ese gesto bastó para devolvernos al hilo invisible que nos unía desde la mañana.
Ella se levantó, caminó hasta mí y se sentó a sobre mis piernas, apoyando la frente en mi hombro.
—Prometiste dejar fluir el tiempo —murmuró.
—Lo estoy cumpliendo —respondí.
Afuera, la ciudad seguía su curso. 
Adentro, el reloj marcaba otra hora, la nuestra.
Ella había venido para conocer mi mundo.
Lo dijo desde el principio, casi como una confesión, quería caminar mis calles, sentarse en los bancos donde alguna vez esperé a alguien, ver los mismos árboles, escuchar los mismos sonidos que me habían acompañado durante años, quería entender de qué hablaba cuando mencionaba una esquina, una plaza o un recuerdo.
Lo curioso era que no tenía paciencia para hacerlo despacio, estaba ansiosa, como si todo lo que alguna vez le conté por mensajes, llamadas o fotos, ahora necesitara tocarlo con las manos, respirarlo, hacerlo real.
—Quiero ver todo —me dijo al salir —. No quiero que me lo cuentes más, quiero sentirlo.
Y eso hicimos, después de un breve descanso.
Caminamos sin mapa, dejando que las calles eligieran por nosotros, ella avanzaba con la curiosidad de quien descubre un secreto, deteniéndose en cada detalle; el olor a pan de la panadería de la esquina, las que trepaban por la pared de una casa antigua, el ruido del tren en la esquina.
—Esto es lo que me contabas aquella vez —dijo, señalando la vereda agrietada frente a la vieja fábrica.
Asentí, y sin darme cuenta empecé a narrarle pequeñas escenas de mi pasado, el primer trabajo, la lluvia de un verano, la vez que casi me atropella una bicicleta en esa misma esquina.
Ella reía, me escuchaba, preguntaba, y cada palabra parecía llenar un hueco entre nosotros.
Cuando llegamos a la plaza, la misma donde había pasado mis tardes de infancia, se detuvo un instante y respiró hondo.
—Ahora entiendo —dijo—. Tenes razón, este lugar tiene algo.
Nos sentamos en un banco, ella cruzó las piernas, apoyó el codo en el respaldo y me miró como si quisiera memorizarme.
—No sabía que los recuerdos también podían tener olor —murmuró—. Todo esto huele a vos.
Su frase me dejó sin respuesta.
Solo la observé, con la tarde cayendo detrás de los árboles y la brisa moviéndole el cabello, en ese momento comprendí que no había venido solo a conocer mi barrio, sino a confirmarse a sí misma en él, a entender quién era yo cuando todavía no la conocía.
—Estás apurada —le dije en tono de broma—.
—Un poco —admitió—. Pero no quiero perderme nada.
Y sonrió, esa sonrisa suya que siempre parece abrir puertas.
Seguimos caminando hasta que las luces de la plaza comenzaron a encenderse, una a una, como si el barrio nos guiara el paso.
Esa noche supe que el viaje que había hecho no era de kilómetros, sino de tiempo.
Ella estaba recorriendo mi historia, paso a paso, y en cada esquina me devolvía una versión nueva de mí mismo, una que solo podía existir porque ella la miraba.
Nos quedamos unos minutos y comenzamos a caminar para mostrarle el frente del colegio Costa Rica, a esa hora, el aire empezaba a refrescar, y el sonido del tráfico se mezclaba con las voces de algunos chicos peloteaban a lo lejos.
Ella apoyó su mano sobre mi brazo, como buscando anclar el momento.
—Entonces, ¿acá venías de chico? —preguntó.
—Sí, pasaba seguido en ese tiempo era una escuela solo de mujeres, y los recreos eran un murmullo constante —respondí, sonriendo.
Ella río despacio, con esa complicidad suya que siempre desarma.
—Y ahora me traes a mí —dijo, mirándome fijo—. Supongo que soy parte de esa historia.
Asentí.
Caminamos unos metros más y dejamos atrás la plaza, las luces de los faroles iban encendiéndose una a una, y el cielo, todavía azul profundo, se iba llenando de estrellas que aparecían entre las ramas de los árboles.
—Por acá queda la escuela Félix de Azara —le conté—, donde yo estudié. Está sobre Tamborini, unas cuadras más allá.
—Quiero verla —dijo enseguida—. Quiero conocer todos los lugares que fueron tuyos.
Su entusiasmo me conmovió, caminaba atenta, observando cada detalle, las fachadas bajas, las persianas viejas, las luces cálidas detrás de las ventanas.
El barrio parecía otro al verla mirarlo así.
Avanzamos un par de cuadras más, hasta llegar al paso a nivel.
El sonido lejano de un tren rompió el silencio, el campanazo que comenzó a sonar la detuvo y caminamos por el corralito de seguridad hasta detenernos, el paso del tren la asustó y al girar me abrazo muy temerosa, pero duro segundo, no está acostumbrada a ese tipo de sobre saltos, nos tomamos fuerte de las manos, y ella miró las vías con curiosidad.
—¿Siempre pasabas por acá? —preguntó temblorosa.
—Siempre. Antes no había tanta luz, cruzar de noche era casi una aventura, las piedras sueltas, los durmientes viejos, el eco del tren que se escuchaba a lo lejos… Nos daba miedo y emoción a la vez.
Ella apretó mi mano con ternura.
—Debe haber sido lindo crecer acá —susurró.
—Sí, lo fue. De alguna manera, todavía lo es —le dije, sin dejar de mirarla.
- Vos me comentaste algo sobre el molinete, una vez, ¿cómo era?
Por las noches, cuando éramos adolescentes, de esos que se sienten grandes, pero aún conservan el asombro de los chicos, solíamos juntarnos en un lugar muy particular del barrio, al lado del molinete, junto a las vías del tren, acá. 
Sentate y te cuento.
_ Donde queres que me siente?
Vení, dame la mano y camina por los durmientes y nos sentamos en el pasto, queres?
_ Dale es una locura, pero me gusta. 
No es un lugar cómodo ni glamoroso, pero para nosotros era casi sagrado. 
Tenía esa magia que solamente entienden quienes han crecido compartiendo veredas, secretos y veranos interminables.
A una cuadra estaba la pizzería Los Banderines, en la esquina de Tamborini y Holmberg. 
Un clásico del barrio, con esfuerzo juntábamos unas monedas a veces entre todos, a veces alguno invitaba y comprábamos una pizza. 
Caminábamos con la caja humeante en la mano, cuidando que no se nos cayera nada, y la apoyábamos en el centro, sobre una piedra, un banquito o directamente en el suelo, como si fuera un altar, o nos sentábamos como nosotros ahora.
Acá nos quedábamos por horas, comiendo, charlando, soñando. 
Hablábamos de todo, fútbol, por supuesto, con discusiones encendidas sobre nuestros ídolos, goles memorables y partidos de potrero, también de automovilismo, con la misma pasión con la que otros hablaban de cine o política. Y de la vida misma, aunque no nos diéramos cuenta en ese momento.
Pero había otro ritual, poníamos monedas de un peso, de esas grandes y gastadas, sobre el riel del tren, acá vez, lo hacíamos con una mezcla de picardía y fascinación, esperábamos a que pasara el tren, lo veíamos acercarse a lo lejos, con su luz cortando la oscuridad, y cuando ya no había vuelta atrás, nos apartábamos y observábamos cómo aplastaba las monedas, después íbamos a buscarlas, transformadas en discos delgados, brillantes, casi irreconocibles. 
Era como una ceremonia, una forma de dejar una pequeña huella en el paso del tiempo. _ Tenes una moneda en la mochila o el bolsillo?
_ No monedas, no.
_ Bueno no importa, lo hacemos otro día, ahora quédate, quieta allá viene el tren.
Me abrazo muy fuerte cuando paso tan cerca y la abracé lo más fuerte que pude.
 Me asusté dijo, pero quiso que continuara, y así lo hice
También estaban ellas, las chicas del barrio que a veces lográbamos que alguna se acercara, se sentara con nosotros, y entonces, como quien no quiere la cosa, hacíamos girar el molinete, no tenía ningún propósito real, pero era una excusa para bromear, para robar una sonrisa, para coquetear torpemente con esa inocencia y nerviosismo de los primeros amores.
Ese lugar, ese rincón al lado de las vías, era nuestro mundo, un espacio que parecía suspendido en el tiempo, como si el resto del universo quedara al otro lado del molinete. 
La vía del tren no era solamente una división física del barrio, era una frontera simbólica, estaban los de este lado y los del otro, como si la pertenencia se definiera por qué lado del riel pisabas al salir de tu casa.
Y, sin embargo, esa supuesta separación nunca fue tan real, porque más de una vez, la vida se encargaba de cruzarnos, con algunos nos mirábamos como rivales que se encuentran en terreno neutral, pero la escuela, los recreos y las tareas compartidas hicieron lo suyo, nos hicimos amigos y sesenta años después, seguimos conversando, como si nada hubiera cambiado, como si aún estuviéramos sentados al lado del molinete, con una pizza, una moneda, y el tren cruzando nuestras vidas.
Ahora pasara el del otro lado, esperamos su paso y seguimos viaje te parece.
En minutos paso y la ayude y cruzamos despacio, sintiendo bajo los pies el leve temblor del hierro. 
Y seguimos caminando del otro lado, el barrio seguía igual, las mismas casas bajas, el mismo silencio amable. 
Nos paramos frente a la escuela y al mirar hacia atrás y recordar mis años en la Escuela Félix de Azara, siento que no solo hablo de un período escolar, sino de un verdadero capítulo de mi vida, mi paso por estas aulas dejó huellas profundas, porque aquí aprendí no solo a sumar, leer o escribir, sino a descubrirme en relación con los demás, a convivir, a respetar y a crecer como persona. Ella me miraba y escuchaba. 
La historia de la escuela es también la historia de nuestro barrio y, en parte, la de cada uno de nosotros desde aquel 25 de febrero de 1925, cuando abrió sus puertas en un modesto edificio de madera, hasta convertirse en la institución moderna y amplia que conocemos hoy, su recorrido ha sido siempre de compromiso y esfuerzo colectivo. 
Me emociona pensar que los sueños de aquellas primeras familias, que pedían un espacio para educar a sus hijos siguen latiendo en las risas de los chicos que hoy pueblan sus patios y aulas.
Por estas aulas pasé yo, pero también pasaron mi padre y mi tío, cuando la entrada aún estaba sobre la calle Estomba y las clases se daban en aulas de madera. 
Esa continuidad familiar me hace sentir parte de una historia aún más grande, unida por generaciones que encontraron en esta escuela un espacio de aprendizaje, de afecto y de comunidad.
Mi experiencia personal se enlaza con esa larga tradición, fui testigo de una comunidad que nunca dejó de sostener a su escuela. 
Lo vi en la cooperadora, en las familias que acompañaban cada proyecto, en los docentes que iban mucho más allá de sus horas de clase. Siempre sentí que pertenecía a algo más grande que yo: una institución que abría puertas, que me ofrecía conocimientos y que, al mismo tiempo, me transmitía valores de solidaridad, esfuerzo y compromiso con los demás.
Cada rincón guarda un recuerdo, el patio donde jugué y soñé, la biblioteca que me abrió mundos nuevos, las aulas donde descubrí el poder de la palabra y de la ciencia. 
Recuerdo también a las maestras y maestros que me marcaron con su paciencia, con su exigencia justa, con su mirada alentadora cuando flaqueaban mis fuerzas, ellos son parte esencial de lo que soy hoy, porque en su tarea diaria supe reconocer no solo la enseñanza, sino el cariño y la entrega.
El nombre de Félix de Azara, aquel explorador y naturalista que dedicó más de dos décadas a estudiar estas tierras también cobra un significado especial. Porque, al igual que él, aquí aprendí a mirar con atención, a observar lo que me rodea, a valorar la riqueza de nuestro entorno y a ser curioso frente a lo desconocido. En cierto modo, ser alumno de esta escuela fue también aprender a ser un explorador de la vida.
Hoy, a cien años de su fundación, no puedo dejar de sentir orgullo y gratitud. Orgullo porque pertenezco a una institución que creció junto al barrio, que se adaptó a cada época, que supo transformarse sin perder su esencia. 
Gratitud porque me brindó herramientas para ser quien soy, ya que me dio amistades que todavía conservo, y porque me enseñó que la educación es mucho más que aprender contenidos: es aprender a ser parte de una comunidad.
Sé que mi paso fue uno entre tantos, pero también sé que cada alumno y alumna deja una marca en la historia de la escuela. Yo guardo en el corazón la certeza de haber sido acompañado, formado y querido en este espacio. Y por eso, cuando pienso en la Escuela Félix de Azara, pienso en un hogar educativo que nos trasciende a todos, que nos une y que sigue siendo faro para las nuevas generaciones.
Gracias, querida Escuela N.° 22 DE 15, por todo lo que me diste. Gracias por ser testigo de mis primeros pasos, por acompañar mi crecimiento y por enseñarme que el conocimiento tiene sentido cuando se comparte y se pone al servicio de la vida. A un siglo de tu nacimiento, celebro tu historia, tu presente y tu futuro, con la emoción de quien siempre llevará tu nombre grabado en el alma.
Me emocione contándole parte de mi infancia, pero ella también, me abrazo y seguimos caminando hacia El Tábano, el club de siempre, donde los platos ya se adivinaban por el aroma que llegaba con el viento.
—Huele a cena —dijo ella, riendo.
—Y a recuerdos —agregué.
Caminamos el último tramo en silencio, con la sensación de estar atravesando, no solo el barrio, sino también una parte de mi historia. 
Ella lo entendía, sin que hiciera falta explicarlo, pero quería saberlo, quería escuchar antes de entrar, que era El Tábano. 
_ Te animas a sentarte en el cordón? 
_ Si claro.
_ Mira conocí al club de muy chico, cuando todavía estaba en su primera sede; acá a unas cuadras aquello era mucho más que un lugar, era un punto de encuentro, una excusa para juntarse, un corazón que latía en medio del barrio. 
Los muchachos de la esquina de Tamborini y Tronador habían formado su equipo, y llegaron a jugar más de un campeonato, con mi viejo y con mi abuelo íbamos a verlos, especialmente a aquel conjunto que se hacía llamar Valderrama. 
Eran tardes inolvidables, de fútbol bravo y tribunas improvisadas, donde no faltaban las cargadas, los gritos de aliento y las manos que se extendían para felicitar después del partido.
El origen del club siempre me pareció una historia digna de contarse una y otra vez. 
En los años treinta, un grupo de pibes decidió que ya era hora de dejar la calle para fundar un espacio propio, no tenían más que ganas, pero con bailes y asaltos, empezaron a juntar lo necesario para alquilar una casita. 
Esa primera sede fue testigo de sueños grandes en un espacio pequeño, más tarde vendría la mudanza a la esquina de Melián e Iberá, donde se asentaron durante décadas, el nombre que eligieron hablaba de su espíritu, ser como un tábano, siempre picando, siempre inquietos, para que el barrio se mantuviera despierto.
El club se sostuvo sobre cuatro pilares que marcaron su identidad desde el inicio, la familia, los amigos, el tango y el fútbol, yo tuve la suerte de vivirlo de cerca, allí no solo se jugaba, también se compartían almuerzos, partidas de truco, interminables charlas y la alegría de sentirse en casa.
Los bailes eran otro capítulo inolvidable, no había fin de semana sin música, el salón se llenaba de luces, los vecinos se vestían de fiesta y las orquestas hacían vibrar las paredes, todavía resuena en mi memoria la voz inconfundible del Polaco Goyeneche, que alguna vez se subió al escenario del club y emocionó a todos con su manera de cantar, tan profunda y nuestra. 
El tango no era solo música, era identidad, era la forma en que el barrio se miraba al espejo y reconocía su propia alma.
A lo largo de los años, el club fue escenario de encuentros sociales, culturales y deportivos, por allí pasaron figuras queridas del deporte y del arte, pero lo más importante fue siempre la gente común, los vecinos, las familias, los amigos de toda la vida. 
Cada rincón guardaba una historia, cada mesa un recuerdo, cada baile un pedazo de barrio.
Hoy, cuando lo frecuento siento que nada de eso se perdió, claro, los tiempos cambiaron, la gente ya no vive en el club como antes, y las nuevas generaciones lo transitan de otra manera. 
Pero al entrar todavía se percibe esa chispa de comunidad, ese eco de risas, de música, de abrazos, de pelotas que se escapaban hacia la calle. Y también la esperanza: hay grupos jóvenes que se acercan con nuevas ideas, con música y con proyectos culturales que le dan continuidad a todo aquello que comenzó hace casi un siglo.
El Tábano es mucho más que un club, es un pedazo de mi vida, de mi infancia tomada de la mano de mi viejo y mi abuelo, mirando partidos y soñando con ser parte de ese mundo, es la voz de un cantor que estremeció a un barrio entero, es la certeza de que, en Coghlan, detrás de cada esquina, late una memoria colectiva que nos une.
Y por eso, cada vez que digo El Tábano sigue picando, no hablo solo de un club. Hablo de un barrio entero que aprendió a mantenerse despierto, vivo y orgulloso de su historia.
_ Vení, entremos, dame la mano y levántate, vamos a cenar.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas, me abrazo muy fuerte, me dio la mano y entramos de la mano hasta sentarnos, la mesa la eligió ella y en minutos estábamos con la carta en la mano eligiendo que cenar en medio del barullo de siempre, el barullo del barrio. 
El club El Tábano estaba casi igual que en mis recuerdos, las mesas de madera, las paredes cubiertas de fotos amarillentas, el aroma a comida mezclado con vino tinto y pan recién tostado.
Nos ubicaron muy bien, donde el aire nocturno entraba en pequeñas ráfagas tibias.
El mozo, un hombre mayor de bigote prolijo, nos saludó con esa familiaridad típica del barrio.
—¿Qué van a pedir, chicos? —preguntó, con una sonrisa cómplice.
Ella lo miró unos segundos y, sin dudar, dijo:
—Una milanesa con papas fritas.
El mozo asintió, pero antes de anotar aclaró.
—Con una van a estar bien los dos, créame. Son grandes.
Ella me miró divertida.
—Perfecto —dijo—, compartimos.
Pidió una cerveza. Yo, como siempre, me quedé con mi gaseosa.
—No lo puedo creer —dijo entre risas—. En serio sos de los que no toman ni una copa.
—Ya lo sabes —respondí—. Pero igual te acompaño.
La charla fluyó con naturalidad, hablamos de todo, de viajes, de libros, de esas pequeñas cosas que uno descubre solo cuando se anima a escuchar sin mirar el reloj.
Por debajo de la mesa, nuestras manos se buscaban, se encontraban, se rozaban sin apuro.
La miré fijo y note que había salido sin sostén, se dio cuenta y sonrió, creo que no puse cara de buenos amigos, pero se desabotonó un botón más, no alcanzaba con lo que ya se notaba.
Los gestos eran discretos, casi secretos, pero cargados de una ternura que no necesitaba palabras y una sensualidad única.
En un momento, entre sorbos y risas, ella comenzó a contarme parte de su vida en España.
Historias de calles estrechas, de bares escondidos, de amigos que parecían salidos de una película y de días que, según decía, no alcanzaban para todo lo vivido.
Su voz tenía una cadencia diferente cuando hablaba de allá; un brillo en los ojos, una mezcla de nostalgia y gratitud por haber vivido con tanta intensidad.
Yo la escuchaba fascinado.
No solo por las anécdotas, sino por la pasión con que las relataba, como si cada recuerdo aún la habitara.
Después, cuando el tema derivó hacia su familia y sus amigos, algo cambió.
Su expresión se volvió más seria, la mirada se perdió un instante.
—Eso… prefiero contártelo afuera —dijo en voz baja.
Asentí sin preguntar.
Terminamos la cena tranquilos, compartiendo los últimos bocados, mientras el mozo traía la cuenta y el murmullo del salón se hacía más tenue.
Afuera, el aire estaba fresco. 
Le propuse ir a tomar un café, pero ella negó con suavidad.
—Mejor en casa —dijo—. Así charlamos con calma.
Y así fue.
Caminamos despacio por las calles tranquilas, bajo las luces blancas de las farolas de led, el silencio entre nosotros no era vacío, tenía el peso sereno de lo que se está por decir, y el calor suave de dos presencias que ya se entienden sin explicaciones.
Estoy convencido de que fueron las cuadras más lindas que caminamos hasta ese momento.
No sabría explicar por qué, tal vez por el silencio compartido, por el modo en que su mano se aferraba a la mía sin fuerza, pero con certeza, o por esa calma que se instala cuando uno siente que está justo donde quiere estar.
Y mientras nos abrazábamos, sentí que cada minuto, cada gesto y cada silencio construían algo que iba más allá de lo físico, un vínculo invisible, poderoso y delicado, capaz de sostenernos incluso cuando volviéramos al mundo exterior.
La pava comenzó a chiflar, era hora de hacer café.
La cocina estaba iluminada solo por la luz tenue de la lámpara del comedor, la habitación se llenaba de sombras suaves, y en esa penumbra, la ropa quedó a un lado; ella con solo la bombacha, yo con el bóxer. 
La sensación era de desnudez total, pero no solo de cuerpos, sino de todo lo que llevábamos dentro.
Ella filtró el café con movimientos tranquilos y decididos, mientras yo acomodaba los pocillos sobre la mesa, todo era simple, casi ritual. el vapor del café, el aroma que llenaba la cocina, el silencio compartido que no necesitaba palabras.
Nos sentamos frente a frente, la luz difusa delineaba nuestras siluetas, y por un instante todo lo demás desapareció, estábamos desnudos a la vida, abiertos a nosotros mismos, listos para lo que viniera.
Comenzamos a hablar, primero de cosas pequeñas, recuerdos de la tarde, risas contenidas por gestos cómplices, después, de a poco, las palabras se hicieron más profundas.
Confesiones de lo vivido, de los miedos, de los sueños que nunca habíamos compartido del todo, cada frase, cada mirada, cada gesto tenía un peso distinto, la confianza de quien se entrega sin reservas.
El café humeante se convirtió en testigo silencioso de nuestra noche, era más que una bebida, era el hilo que nos conectaba mientras nos contábamos la vida, mientras el tiempo parecía detenerse a nuestro alrededor y en esa luz cálida, entre silencios y palabras, comprendí que la verdadera intimidad no está en la piel, sino en la capacidad de abrir el corazón, de dejarse ver y, al mismo tiempo, ver al otro.
Nos acomodamos frente a frente en el sillón,  como si quitarse la ropa hubiera sido también quitarse todas las máscaras.
Ella comenzó a contar su historia, apoyó la taza de café en el suelo y se recostó entre mis piernas, apoyando la cabeza en mi vientre. 
En ese instante, sentí que éramos uno solo, compartiendo no solo el cuerpo sino la vida misma, cada palabra que pronunciaba era un pedazo de su alma, y yo la escuchaba sin interrupciones, consciente de la fragilidad y fuerza que se mezclaban en ella.
Me habló de su llegada a España, de los años difíciles, de cómo se había encerrado en sí misma, de la soledad que había decidido abrazar durante mucho tiempo.
La abracé con cuidado, sintiendo su respiración sobre mi pecho, no había palabras que pudieran consolar ni reemplazar lo que había vivido, solo la cercanía, el calor compartido, y la certeza de que, en ese instante, no estaba sola.
El café seguía humeando a un lado, testigo silencioso de la noche en que la vida se confesó entre nosotros, y yo supe, sin que ella lo dijera, que habíamos creado un espacio seguro donde las pérdidas podían ser compartidas y la vida podía empezar de nuevo, aunque fuera solo por esta noche.
Después de sus palabras, el silencio llenó la habitación; era denso, cargado de todo lo que había dicho y de lo que aún no podía poner en palabras.
Ella lloró, primero unas lágrimas discretas, que luego se volvieron más profundas, mientras su cabeza descansaba sobre mi vientre.
Yo la abracé con cuidado, dejando que el llanto fluyera sin interrupciones, cada sollozo parecía vaciar años de dolor acumulado, y cada sacudida de su cuerpo se mezclaba con la mía en un abrazo silencioso pero absoluto.
Después llegaron las sonrisas, tímidas al principio, luego más seguras, como si de algún modo la vida le recordara que todavía había momentos de alegría posible, incluso después de tanto sufrimiento.
Sus dedos se enredaron en una de mis manos, y yo pasé mi otra mano por su espalda, sintiendo la delicadeza de cada gesto.
Nos miramos, no había palabras, solo una certeza profunda, éramos dos que se encontraban después de pérdidas y soledades, sosteniéndonos en la verdad de la noche.
Entonces, con la misma naturalidad que habíamos compartido la cena, el café y las confesiones, la cercanía se volvió más intensa, nuestros cuerpos se acercaron lentamente, no por deseo inmediato, sino por la necesidad de fusionarnos en la intimidad completa, de sentirnos uno frente al otro, de entregar confianza y recibirla.*********************
Esa noche, el contacto se volvió un acto de entrega total, no solo de cuerpos, sino de almas, el sexo no era solo físico, era el cierre natural de todo lo que habíamos compartido, los miedos, las pérdidas, las alegrías y las ganas de empezar de nuevo.
Era la forma más pura de decirnos que estábamos presentes, que nos sosteníamos, que confiábamos y así, entre llantos y sonrisas, abrazos y susurros, la noche se convirtió en un refugio sagrado.
La luz de la mañana se colaba suave por la ventana, filtrándose entre las cortinas y dibujando líneas doradas sobre la cama, nos movíamos despacio, todavía envueltos en la calma que quedaba después de la noche, no había prisa, solo la sensación tibia de estar juntos, completos, sin máscaras ni barreras.
El silencio ahora era cálido, reconfortante, como si cada segundo sirviera para reafirmar lo que la noche había sellado, una confianza absoluta, una intimidad compartida que no necesitaba palabras.
Nos miramos, sonreímos, y cada gesto parecía decir lo mismo, estoy aquí, y no quiero otra compañía que la tuya.
Y mientras la ciudad despertaba afuera, nosotros nos quedamos un momento más en ese refugio íntimo, dos almas que se habían encontrado se habían contado la vida y se habían sostenido mutuamente, descubriendo que a veces la verdadera cercanía es más profunda que cualquier cosa que pueda explicarse.
Desayunamos, sentados uno frente al otro, y esta vez fue ella quien pidió mate. Hacía años que no compartía ese ritual, desde los días con su madre, antes de perderla; extrañaba ese momento de conversación, la calidez de la bebida entre las manos, la cercanía que traía consigo.
Mientras pasábamos el mate de uno a otro, entre sorbo y sorbo, nuestras manos se rozaban, se tomaban suavemente, y las conversaciones fluían con naturalidad. Risas, recuerdos, planes futuros… cada palabra parecía tejer un hilo invisible entre nosotros.
—Me gusta cómo escribís —me dijo, apoyando la cabeza levemente sobre mi hombro.
—¿De verdad? —pregunté.
—Sí, de verdad —respondió—. Y quiero escucharte mientras suena música, algo de rock, del equipo de música.
Asentí y encendí el equipo. 
Entre los primeros acordes, lentamente comenzó a sonar Almendra; la voz y las guitarras suaves llenaron la cocina, mezclándose con el aroma del mate y la calidez de la mañana; nos miramos, nos sonreímos, y mientras los acordes de la canción se extendían, nuestros mimos se hicieron más delicados, más atentos. Entre mate y mate, conversaciones y caricias, la música creaba un hilo que nos unía, envolviéndonos en un instante de calma, complicidad y ternura; era un momento que no necesitaba palabras, la canción hablaba por nosotros, y nosotros respondíamos con presencia, cercanía y todo lo que sentíamos sin necesidad de expresarlo.
—¿Por qué no me contás un poco de tus años de chico, o de esos días en el pasaje donde me dijiste que vivías? —me dijo, mientras se levantaba despacio—. ¿Te acordás?
—Claro que me acuerdo —respondí, sonriendo.
—De paso pongo un poco más de agua a calentar y cambio la yerba —agregó, caminando descalza hacia la cocina—. Si no te molesta, sigo así, estoy cómoda.
—Quédate como quieras —le dije—. Así puedo estar todo el día, si no salgo.
—Bueno —contestó, con esa mezcla de calma y picardía—, después nos cambiamos un poco, tengo toda la ropa en la valija todavía… no la bajamos anoche.
—Después lo hacemos —le respondí—. Ahora, si querés, te cuento.
Ella volvió con el mate listo, se acomodó frente a mí, las piernas recogidas sobre el sillón, la mirada atenta.
El agua chorreaba todavía del pico del termo, el vapor dibujaba figuras breves en el aire.
Yo respiré hondo, miré hacia un punto que solo yo veía, y empecé a hablarle de mi infancia.
—Un día llegó el asfalto al pasaje —le conté—, y con él todo empezó a cambiar. Dejamos de jugar en la zanja, de embarrarnos hasta la cabeza cada vez que llovía, de saltar entre charcos como si fueran lagunas inventadas.
También quedaron atrás los ladrillos sueltos de la vereda, las manchas verdes del césped que apenas alcanzaban a cubrir la tierra, y aquella costumbre de volver a casa con los zapatos pesados de barro y la ropa marcada por la aventura.
En su lugar llegaron las baldosas prolijas, los cordones y la promesa de no tener que embarrarnos tanto cuando la lluvia decidía quedarse.
El pasaje se transformó, como si hubiera crecido de golpe, dejando atrás una infancia que parecía escrita en páginas de tierra húmeda y juegos sencillos.
Fue también en ese mismo pasaje donde viví mis primeras experiencias de movimiento y libertad; allí conduje mi primer auto, un jeep que cambié por un triciclo, como si cada cambio de vehículo marcara un capítulo distinto en mi vida.
Pero hubo algo que nunca abandoné, la bicicleta, fiel compañera de aventuras, que todavía conservo como recuerdo de aquellos años en que el mundo parecía empezar y terminar en la misma calle.
Hoy pienso que ese pasaje, que para muchos no es más que una calle cualquiera, guarda en sus veredas más historias que un libro de historia.
Cada baldosa, cada rincón, cada árbol plantado a medias entre el cemento y la tierra, es testigo de una vida que pasó corriendo, jugando, creciendo.
Quizás por eso, cuando lo camino, no veo solamente el asfalto gris ni las paredes pintadas; veo a los chicos embarrados, las bicicletas veloces, los charcos que parecían mares, y la alegría simple de un tiempo que todavía late escondido entre esas piedras.
Ella me escuchaba en silencio, con esa atención que se parece al cariño. 
De vez en cuando asentía, otras veces sonreía y entre mate y mate, su mano buscó la mía y quedó ahí, quieta, como si el presente y el pasado se hubieran encontrado en ese pequeño gesto.
—¿Por qué no me contás un poco como era cuando nos conocimos? —me dijo, mientras cebaba el mate y sonaba de fondo suite generéis, suave, como un eco de otra época.
—¿Querés que te hablé de cuando tenía menos de veinte? —le respondí, sonriendo.
—Sí, de ese tiempo. Vos y yo, menos de veinte. Contame cómo era.
Respiré hondo, tomé un sorbo del mate que ella me alcanzó, y  sonrei como si el recuerdo estuviera todavía esperándome en la esquina.
Me pidió que siguiera.
—Teníamos menos de veinte —dije— Vos llevabas minifaldas ultracortas, pantalones ajustados con pata de elefante, botas altas, y a veces no usaba corpiño en la calle, ahora no los usas, pero adentro y solo a veces.
Todos los días se hacía la toca para mantener su cabello largo y lacio. 
Escuchábamos a Los Beatles, a Sandro, a Palito Ortega, en el cine veía películas del Club del Clan, pero también, de trasnoche, las de Woodstock.
Fumábamos cigarrillos, probábamos tragos largos de muchos colores, bailábamos los sábados por la noche y los domingos por la tarde. 
En los carnavales, cuando todo terminaba, salíamos con amigos a comprar churros y volvía caminando hasta casa; la palabra inseguridad no existía.
Los fines de semana íbamos al club, donde jugaba al vóley o nadábamos en verano. 
Los días eran largos porque no existían ni internet, ni celular, ni redes sociales.
Sin embargo, nos sentábamos frente al televisor a ver novelas, romances que paralizaban Buenos Aires, o programas musicales donde aprendía los pasos de moda.
Con los compañeros participábamos en Feliz Domingo para ganar el viaje a Bariloche, mirábamos Alta Tensión o Música en Libertad, en blanco y negro. 
Fuimos testigo del nacimiento del rock argentino y de lo que entonces se llamaba música progresiva.
Y, por supuesto, ustedes usaban hot pants.
Llegábamos a casa a las dos de la mañana y a las ocho ya estábamos estudiando o trabajando. 
Muchos hacían las dos cosas, cumplíamos los horarios que marcaban los padres, porque si no, la penitencia cortaba las salidas.
Y nos divertíamos sin la libertad que tienen hoy, pero con una alegría inmensa.
Hoy, esa misma chica que un día bailó con botas altas y el pelo suelto, sos vos que podrías ser abuela, ir a buscar un nieto a la escuela, comprarle un alfajor, y por seguridad tomar un taxi o te pasar a buscar a un nieto en tu auto.
Me quedé en silencio unos segundos, ella me miraba, emocionada.
Esa abuela podrías ser vos o podría ser soy yo, pero soy este que escribe con nostalgia poemas que ya suenan de viejo choto.
Solo quiero que sepas que fuimos felices, que no necesitábamos estar tirados en una esquina fumando ni tomando para sentirnos libres. 
Cambiaron muchas cosas desde que te fuiste, pero recuerdo que sin perder el respeto ni las formas fuimos felices, sin tener que escribirlo en un celular, sino encontrándonos, mirándonos, abrazándonos, diciéndonos las cosas en persona, por más inteligencia artificial o virtualidad que exista.
Ella dejó el mate en la mesa, se acercó, me besó despacio, y apoyó su frente en la mía.
—Me gusta cómo escribís —susurró—. 
Escribís como si el tiempo no te pesara.
—Quizás porque todavía lo estoy viviendo —le contesté.
—Entonces pone un poco de música —pidió con una sonrisa—. 
Pero que sea rock, del bueno. 
Quiero escuchar cómo suena tu juventud en los parlantes del equipo.
Busqué un disco, subí el volumen apenas, y las primeras notas de Muchacha ojos de papel llenaron el aire, flotando entre nosotros como un puente invisible entre lo que fuimos y lo que todavía, de alguna forma, seguimos siendo.
El aire se llenó de acordes suaves, el vinilo giraba lento, y la voz de Spinetta *******parecía rozar cada rincón del living. 
Ella se levantó despacio, sin decir nada se movió lentamente y dijo.
—Así bailábamos en España —me dijo, con una sonrisa que mezclaba picardía y nostalgia—. 
En las playas, en los bares, en cualquier lado donde sonara una guitarra o una voz ronca.
Se acercó despacio, su piel rozó la mía, y sentí el calor de su cuerpo antes de que sus brazos me rodearan, apoyó la cabeza en mi pecho, buscando el ritmo del corazón, y comenzó a moverse más suavemente, como si cada paso fuera una confesión sin palabras.
—Allá aprendí a no pedirle permiso al viento —continuó—. 
A dejarme llevar, aunque no supiera a dónde, quizás por eso volví… porque hay cosas que uno solo puede recuperar cuando las mira con los ojos del alma.
La abracé más fuerte, el disco seguía girando, lento, casi hipnótico, ella levantó la vista, me sonrió sin hablar, y durante un instante el mundo pareció detenerse.
No había pasado ni presenté, solo esa música, ese cuerpo tibio, y la certeza de que algunas historias no se cuentan con palabras, se bailan.
El sol comenzaba a filtrarse por la ventana, colándose entre los pliegues de la cortina, como si quisiera participar del momento.
Ella se acercó al ventanal, sin soltar mi mano, y con un movimiento lento bajó la persiana hasta dejar el living envuelto en una luz tenue, dorada y tranquila.
—Así me gusta —dijo, girando hacia mí—. 
Que el sol espere.
La penumbra pareció envolvernos, el aire tenía un perfume nuevo, mezcla de café, piel y vinilo girando; volvimos a bailar, descalzos, sin tiempo, sin rumbo, la música de Almendra se deslizaba entre nosotros, a veces suave, a veces casi ausente, como si nos observara desde otro siglo.
Ella se movía con una elegancia natural, ligera, libre, cerraba los ojos y sonreía, como si la melodía la llevara de regreso a las playas de su juventud.
—En España —dijo casi al oído, mientras su respiración rozaba mi cuello—, el sol se ponía tarde, a veces bailábamos en la arena hasta que aparecían las primeras luces del amanecer, nadie pensaba en la hora, el mar era la única medida del tiempo.
Su voz era una brisa tibia, se acomodó un poco más cerca, y sentí el roce leve de su cuerpo al compás del ritmo lento, afuera, el mundo seguía; adentro, solo existían los pasos, la música, y ese silencio que se llena de cosas que no necesitan decirse.
—Allá —continuó— aprendí que bailar no era solo moverse… era hablar sin hablar. Cuando te rozas, cuando respiras al mismo tiempo que otro, cuando cerras los ojos y entendes que no hace falta nada más.
Su cabeza se apoyó en mi hombro, el vinilo crujió suavemente, como un viejo corazón latiendo.
Yo la rodeé con los brazos y seguimos moviéndonos despacio, en un vaivén que era más un suspiro que un baile.
—¿Y por qué volviste? —pregunté, casi sin voz.
—Porque allá tenía todo, menos lo que me hacía falta —contestó.
La frase quedó flotando en el aire, no la interrumpí, ella levantó la vista y me miró con esa mezcla de calma y fuego que a veces tienen los recuerdos cuando duelen, pero no se arrepienten.
Cuando el disco terminó, nos quedamos quietos, abrazados, escuchando el silencio, pero ninguno de los dos se apresuró a poner otro, el silencio que siguió fue casi una melodía en sí misma, ella me tomó de la mano y me guio hasta el piso, junto al ventanal, donde la luz filtrada por la cortina apenas dibujaba nuestras sombras.
Nos sentamos ahí, uno frente al otro, con las piernas entrelazadas, respirando el mismo aire tibio.
—¿Sabés? —dijo apenas, casi un susurro—.
—Hubo amores, sí… —continuó—. 
—Viví mi cuerpo sin culpa —dijo con una sonrisa suave, casi melancólica—. 
En esas playas nadie esconde nada; éramos solo personas, iguales, respirando al sol, era libertad, algo que acá… —hizo una pausa— están a años luz.
Me quedé mirándola, no por lo que contaba, sino por cómo lo hacía, con esa serenidad de quien no necesita justificar su pasado.
—Allá —siguió— aprendí a no tener miedo del cuerpo, ni del deseo, ni del silencio. Aprendí que todo puede ser natural si no se lo enjaula con culpa, de tardes enteras mirando el mar, sola, esperando nada y encontrándolo todo.
—A veces pienso que sigo allá, en alguna playa del sur, caminando sin rumbo, escuchando el mar, pero después abro los ojos y estoy acá, y me doy cuenta de que la vida me trajo donde tenía que estar.
No sé cuánto tiempo pasó, solo sé que en ese instante supe que había algo más poderoso que el deseo o la nostalgia, la certeza de que, aunque el cuerpo cambié de país o de edad, hay un lugar —invisible, profundo— donde la libertad nunca se va del todo.
Nos incorporamos despacio, todavía envueltos en el silencio que había quedado después de la conversación.
Subí la persiana con suavidad; un hilo de luz se coló en el living y dibujó su rostro.
Tenía lágrimas en los ojos. Sonreía, pero no hablaba.
Nos abrazamos largo, sin apuro, y de pronto cambió el tono de voz, más liviano, casi cotidiano:
—Voy a hacer unos mates —dijo.
Asentí, busqué un disco, lo puse en el equipo y la seguí a la cocina, el sol entraba en diagonales, dorando los azulejos viejos, ella cebaba despacio, como quien repite un gesto aprendido de memoria.
—¿Qué fueron esas campanadas? —preguntó, de repente—. ¿Son reales o fue parte de la magia que estamos viviendo?
Sonreí, la alcé con cuidado y la senté sobre la mesada, cerca de la ventana abierta, el vapor del agua caliente subía entre los dos.
—Son reales —le dije—, aunque ya no suenan como antes.
Me quedé unos segundos mirando hacia afuera, buscando en el aire un sonido que ya no estaba, y le conté.
—A dos cuadras se levanta la iglesia que me vio crecer, allí me bautizaron, allí tomé la primera comunión y allí escuché, durante tantos años, las campanas que marcaban el pulso del barrio.
Todavía puedo cerrar los ojos y sentir cómo vibraban en el aire, cómo ese tañido se colaba por las ventanas abiertas en verano, cómo reunía a los vecinos en un mismo tiempo compartido.
Ella me miraba en silencio, cebando el mate, —Pero hoy —seguí—, cada vez que paso frente al templo, me invade una mezcla de tristeza y nostalgia.
Ya no suenan las campanas de verdad; lo que se escucha es una grabación que sale de un parlante.
El sonido no tiene vida, no resuena en el pecho, no estremece el aire, es como si el barrio hubiera perdido una de sus voces más antiguas.
Ella bajó la mirada, acariciando el borde del mate con los dedos.
—La parroquia también cambió —continué—. Antes los curas vivían allí, eran parte de la comunidad, se los veía en la vereda, en la feria, charlando con los vecinos; uno podía entrar a cualquier hora y siempre encontraba una palabra, una presencia.
Hoy, en cambio, la iglesia permanece cerrada casi todo el tiempo, alguien llega en auto, abre con una llave, cumple con lo necesario y se va, ya no hay ese calor humano que hacía del templo un lugar vivo.
Tomó un sorbo de mate, en silencio.
—Y sin embargo —dije bajando la voz—, cada vez que cruzo esa puerta, la memoria me golpea.
Recuerdo cuando nos contaban de los capuchinos que predicaban en una casa de la calle Congreso, la primera capillita improvisada, la piedra fundamental colocada en 1936, los sueños de levantar un templo grande, como Lourdes en Francia.
Recuerdo también los sacrificios de quienes donaron lo que tenían, de los obreros que pusieron ladrillo tras ladrillo, esa iglesia no nació de la nada, nació de la fe y de la unión de muchas vidas.
Ella apoyó su frente en mi pecho.
—Por eso duele —le dije al oído—, verla tan vacía, ya no hay tanta gente en misa, las bancas están casi vacías, es como si el barrio hubiera cambiado de ritmo, como si las nuevas generaciones buscaran refugio en otros lugares.
Tal vez la fe se viva distinto ahora… o tal vez nos hayamos acostumbrado demasiado a la ausencia.
Ella suspiró, el mate se enfrió un poco entre sus manos.
—Pero para mí —seguí— sigue siendo un lugar especial.
Cuando escucho, aunque sea grabado, ese repicar de campanas, algo de mi infancia vuelve a despertarse.
Y cuando paso por su puerta, aunque vea menos gente, siento que esa historia todavía late.
Quizás sean pocos, pero seguimos estando.
Guardó silencio, sus ojos, húmedos todavía, me buscaron en la penumbra de la cocina.
—La parroquia de mi barrio es memoria, herencia, testigo —dije al final—.
Aunque hoy la abran y la cierren como si fuera un edificio más, para mí sigue siendo un hogar.
Puede que las campanas ya no sean de bronce, que los curas no vivan allí, pero esas paredes guardan un eco profundo, el eco de todo lo que fuimos.
Y aunque cada día dudo más de que vuelva a sonar como antes… todavía espero ese tañido, como quien espera una señal que lo devuelva al lugar donde empezó a ser.
El agua del mate volvió a hervir, ella me miró, sonrió leve, y con un gesto pequeño me pidió que pusiera otro disco.
Afuera, el barrio seguía respirando.
Adentro, el tiempo parecía suspendido entre el aroma del café, el vapor del agua y el sonido, imaginario o real, de aquellas campanas que alguna vez marcaron nuestra vida. 
Después de un rato nos duchamos.
El agua cayó tibia, como si también quisiera borrar el cansancio de la noche y las emociones que todavía flotaban en el aire.
Me cambié rápido y entre sus maletas, que seguían esperando desde la llegada. Mientras ella se arreglaba, aproveché para acomodar un poco el living, corrí las cortinas, apagué el equipo de música y dejé que entrara un poco de sol.
Cuando salió, venía con el pelo húmedo, atado apenas, y con esa mezcla de perfume y jabón que llenó la casa de un aire nuevo.
—¿Y si preparamos algo acá? —le propuse—. Tengo lo necesario para improvisar un almuerzo.
—Ni lo pienses —respondió sonriendo—. Hoy te invito yo, hay una pizzería frente a la estación del barrio, dicen que tiene historia, quiero conocerla.
Asentí, aunque no pude evitar mirarla de arriba abajo.
Llevaba sandalias, short y una musculosa clara, más que para caminar por el barrio, parecía lista para ir a la playa.
—Así vas a salir… —le dije, entre sonrisa y resignación—. Mira que el sol pega fuerte y no estamos en la costa.
Se río.
—Déjame así, estoy cómoda. Además, no vine a esconderme.
No hubo caso. Agarró su bolso, se puso los lentes sobre la cabeza y me esperó en la puerta.
Salimos caminando despacio, el aire olía a hojas secas, mezcla de barrio que no cambia, aunque pasen los años.
Las calles estaban tranquilas, el murmullo de los trenes de fondo y el sonido intermitente de las campanas —sí, esas mismas— marcaban el mediodía.
Al llegar a la estación, el movimiento era distinto, chicos en bicicleta, algunos autos que frenaban en doble fila, el ruido de una radio vieja sonando desde el kiosco.
Frente a las vías, el lugar que mencionaba se levantaba igual que siempre, un bar-pizzería restaurante con ventanales grandes.
Ella miró el cartel y sonrió.
—Así que esta es la famosa esquina de la que tanto hablas…
—La misma —respondí—. Acá pasé buena parte de mis días si esta esquina pudiera hablar, contarían más historias que un libro.
Entramos nos recibió el aroma a muzzarella, la mezcla de voces y el ruido del tren que pasaba detrás.
Nos sentamos junto a la ventana, desde donde se veía toda la estación.
Pidió una pizza de muzarela y jamón, una cerveza bien fría y una gaseosa.
Mientras esperábamos, seguimos conversando.
—Quiero que me cuentes —dijo, apoyando los codos en la mesa—. ¿Por qué esa esquina? ¿Qué tiene de especial?
Sonreí.
Tomé un trago miré por la ventana y dejé que el recuerdo empezara a hablar por mí.
—Esa esquina —le dije— es el punto donde todo empezaba y terminaba.
Ahí nos encontrábamos después de la cena, ahí esperábamos el colectivo, aquí más de uno a dado sus los primeros besos y los últimos adioses.
Era el centro del mundo cuando el mundo era solo este barrio.
Ella me escuchaba con atención, como si mis palabras pintaran un mapa invisible entre las calles que había recorrido esa misma mañana.
—¿Y todavía la sentís tuya? —preguntó al final.
—Sí —respondí—. Aunque todo cambió, aunque los negocios ya no son los mismos y los rostros se mezclen con otros nuevos, sigo sintiendo que algo de mí quedó aquí en esta esquina sigue mi historia, aunque ahora la mire desde otra vereda.
Ella sonrió, levantó su vaso y brindó.
—Por las esquinas que nos forman —dijo—. Y por las que todavía nos esperan.
El tren volvió a pasar. Afuera, el barrio seguía igual, con su ritmo lento, su ruido de fondo y ese aire de domingo que parece no tener prisa.
La pizza llegó humeante, dorada, con el aroma a muzzarella recién fundida que llenó el aire.
Durante unos segundos nos quedamos en silencio, simplemente disfrutando del momento, el murmullo del lugar, el tren que se alejaba, las risas de un grupo de chicos al otro lado de la ventana.
Ella cortó un trozo y, sin mirarme, dijo:
—No sabés cuánto extrañaba esto, una pizza simple, sin nombres raros ni presentaciones en bandejas de madera con hojas verdes que nadie come.
Reí.
—Allá eran más sofisticados, ¿no?
—Más complicados, diría yo —respondió, sonriendo con cierta melancolía—. 
En España aprendí muchas cosas, pero también perdí otras, allá todo es más rápido, más ruidoso, más intenso.
Las playas, los boliches, los días sin horarios, las madrugadas que parecían no tener fin... y esa sensación de que la vida se te escapa si no la corres.
Tomó un sorbo de cerveza, apoyó el vaso y continuó:
—Los veranos eran eternos, en la costa, el sol se escondía tarde, y la música nunca paraba, hay libertad, sí, pero también soledad, todos buscaban algo, aunque no supieran qué, algunos se encontraban, otros se perdían para siempre.
La miré en silencio.
Sus ojos tenían esa mezcla de brillo y distancia que solo deja la memoria cuando revive lo vivido.
—¿Y vos? —pregunté—. ¿Te encontraste o te perdiste?
Sonrió con suavidad.
—Depende del día, a veces creo que me encontré al perderme, otras que me perdí por buscar demasiado, pero en aquel tiempo no pensábamos tanto, vivíamos. Bailábamos, amábamos, discutíamos, todo en el mismo día.
Después la vida se fue llenando de pausas, de silencios, hasta que un día, sin darme cuenta, me encontré queriendo volver a escuchar algo distinto, algo que me suene más a casa.
Me quedé callado un momento, dejando que las palabras se acomodaran entre nosotros.
El sol entraba oblicuo por el vidrio, acariciando su rostro, ella jugaba con la servilleta, como si deshilara pensamientos.
—¿Y te suena a casa esto? —pregunté al fin.
—Más de lo que imaginas —dijo—. Este bar, el ruido del tren, la pizza simple, el mate de la mañana, las campanas del mediodía... Todo eso me recuerda que todavía se puede vivir despacio, mirar a los ojos, hablar sin apuro, en España hacía mucho que no lo hacía.
Tomó otro pedazo de pizza, lo dobló y lo mordió con una sonrisa leve.
—Además, te tengo a vos contándome historias del barrio como si fueran cuentos. Eso no pasa en cualquier parte.
Me reí.
—Si sigo así, vas a terminar escribiendo sobre mí.
—Quién sabe —dijo—. Pero te prometo algo, si lo hago, no cambiaría una sola palabra de lo que ya vivimos.
Apenas bajamos del tren, vimos en un pequeño barcito muy simpático, nos acercamos a la barra, pedimos algo fresco para tomar y unos alfajores, y luego nos acomodamos en una mesita a la sombra, desde donde se veía el paso tranquilo del andén. 
El aire era más templado a, y por un instante, todo parecía suspendido.
Dejó una sandalia y apoyó el pie en el piso, como excusa por el calor. 
Luego, con un gesto de confianza, lo colocó suavemente entre mis piernas y me pidió que le contara algo de Coghlan. 
Sonrió mientras esperaba, curiosa y paciente, y yo me sentí responsable de trasladarla a otro tiempo, a un barrio detenido entre historia y memoria.
—El barrio de Coghlan nació a finales del siglo XIX, alrededor de su estación de tren, inaugurada en 1891 —comencé—. Recibió su nombre en honor al ingeniero irlandés John Coghlan, que tuvo un papel crucial en el desarrollo del tendido ferroviario en Argentina.
Ella arqueó una ceja, divertida, y yo añadí, antes de continuar:
—No te burles de mi memoria —dije, con una sonrisa—. Voy a darte datos precisos, así que mejor escucha atentamente.
Ella río suavemente y se acomodó más cerca, como invitándome a seguir.
—Al principio, la zona era mayormente rural, con quintas de verduras y huertas dispersas. Cuando se inauguró la estación, se lotearon los terrenos y se construyeron casas bajas, muchas con influencia inglesa, para los trabajadores jerarquizados del ferrocarril. Eso le dio al barrio una identidad única, diferente a otros barrios porteños.
Mientras le contaba, seguía atenta, con la cabeza apoyada ligeramente sobre su mano, y yo continué detallando el desarrollo de Coghlan: sus calles arboladas, sus plazas, los vestigios del pasado ferroviario como la vieja usina de 1929 y el puente peatonal de hierro, el crecimiento poblacional con la llegada de inmigrantes vascos y franceses, y la oficialización del barrio en 1968 y 1972.
—Y no te rías —le advertí de nuevo, con una sonrisa cómplice—. Cada dato tiene su fuente en mi memoria, y hoy te toca a vos creerme.
Ella respondió con una leve carcajada, y por un instante, aquel barcito, los alfajores y el calor del verano se convirtieron en un espacio solo nuestro, donde la historia, la confianza y la cercanía se mezclaban de manera perfecta. 
El pie siguió haciendo lo suyo mientras terminábamos de contar la historia del barrio. 
La narrativa había llegado a su fin, y nos quedamos unos minutos más disfrutando del refresco y de los alfajores.
Luego, nos pusimos de pie y comenzamos el regreso a casa, caminando lentamente, el sol empezaba a aflojar su calor, y la tarde tomaba un tono más amable, dorado. 
Según ella, nos esperaba un merecido descanso antes de la cena, tenía en mente cocinar algo rico, escuchar música y seguir conversando, prolongando ese espacio que parecía haberse detenido solo para nosotros.
Caminamos hacia el chino de la esquina, comprando lo que ella quería, esa carne que mencionó hacer al horno, lista para llevar; la cerveza y la gaseosa; y un postre helado que prometía cerrar la tarde con un dulce final. 
Las dos cuadras que nos separaban de casa no representaban un problema para conservar el frío de los productos, el aire empezaba a refrescar y el sol se despedía lentamente.
Mientras avanzábamos, surgió un pequeño pensamiento que parecía pesarle un poco, pero decidió guardarlo, me comentó que era algo que quería conversarnos apenas llegáramos a casa, así que lo mantuvimos entre silencios y sonrisas cómplices, mientras acomodaba las bolsas y nos asegurábamos de que nada se aplastara ni perdiera su frescura en el super, esa naturalidad, esa mezcla de rutina y complicidad, hacía que incluso lo más simple pareciera extraordinario.
Caminábamos despacio, sin apuro, hablando de lo cotidiano y de lo que no lo era, la música que escucharíamos, el aroma de la carne al horno, los recuerdos de los barrios, y pequeñas historias que se entrelazaban entre nosotros como un hilo invisible. 
Cada gesto, cada palabra, reforzaba la sensación de intimidad y cercanía que había empezado desde el puente, el banco y el tren, y que seguía intacta, sólida y delicada a la vez. Al llegar a casa, guardamos con cuidado todas las compras.
La carne quedó lista para el horno, la bebida en la heladera y el postre helado apartado para más tarde. 
Todo encontraba su lugar mientras la luz de la tarde se desvanecía lentamente por la ventana.
Ella me miró, con esa mezcla de curiosidad y complicidad que la hacía única, y dijo:
—Quiero que nos sentemos a conversar —agregó con una sonrisa—. 
Tengo una propuesta para vos.
Nos acomodamos en el sofá, uno frente al otro, con la calma que seguía después del paseo y la sensación de intimidad que nos acompañaba desde el puente, el banco y el tren, la espera era mínima, pero el aire se llenó de una anticipación ligera, como si cada segundo alargara un poco más la tensión de la conversación que estaba por comenzar.
Ella apoyó sus codos sobre las rodillas, inclinándose ligeramente hacia mí, mientras yo acomodaba mi mirada en la suya, todo el calor de la tarde se había convertido en algo suave, casi acogedor, y el silencio entre palabras era tan cómodo como cualquier conversación.
—Quería hablarte de algo apenas llegáramos —dijo—. 
Pero necesitaba que primero todo estuviera en orden, que el día terminara su recorrido, y que nos pudiéramos sentar sin apuro.
Yo asentí, atento, sintiendo que aquel instante, tan sencillo y cotidiano, se cargaba de significado.
Ella me miró con una mezcla de serenidad y algo de duda en los ojos. 
Se acomodó en el borde del sillón, jugó un instante con un mechón de su pelo y, después de un silencio, habló despacio, casi en un susurro.
—Quiero saber si estás cómodo —dijo—. 
Si no te molesta mi forma de ser, mis ocurrencias… si no rompí tu rutina.
Hizo una pausa, bajó un poco la mirada y continuó.
—No quiero incomodarte. 
Si preferís que me quede en un hotel y sigamos compartiendo solo un rato, puedo hacerlo —Yo juego con la vida —dijo, sonriendo apenas—. 
Con las sensaciones, con todo, la ropa, el cuerpo, el instante, pero no quiero ser una molestia. 
Si está todo bien, seguimos adelante… si no, lo cambiamos, solo quiero que seas franco, no quiero incomodar.
No le conteste y pasamos a la cocina y ella se puso a cocinar, dijo que cuando todo estuviera en el horno y casi listo, se bañaría y se pondría algo de ropa para la cena. 
Mientras tanto, cortaba verduras; el cuchillo golpeaba la tabla con un ritmo casi musical, y el aroma fresco de las verduras se mezclaba con el calor húmedo de la cocina. 
Cebaba mate, y el vapor subía en espirales, dibujando formas efímeras que desaparecían en el aire caliente.
Me senté en la silla de la pequeña mesa y nos quedamos conversando, la desnudez había pasado a un segundo plano, natural y sin prisa, comentó que su ropa aún estaba en la valija, en el baúl del auto, y yo dije.
—Luego la voy a buscar.
El calor envolvía la cocina; los cuerpos transpiraban ligeramente, y el vapor hacía que cada gesto se sintiera más cercano, ella se secaba la frente con el brazo, se ataba el cabello, y yo, tomando mate, notaba cómo cada pequeño movimiento suyo se volvía hipnótico, la curva de su cuello, la manera en que sus dedos jugaban con la verdura, la concentración en su rostro.
—¿Cómo era eso de la lamparita de la calle? Contame —preguntó de repente, con voz suave y curiosa.
El calor del mate entre mis manos, el aroma de las verduras y el vapor que nos envolvía hacían que todo pareciera ralentizarse, su pregunta era simple, pero cargada de cercanía, y había algo en la manera en que me miraba que hacía que cada palabra que iba a decir pareciera importante.
—Contame.
Le pedí que se acercara, la senté en mis piernas y la a abracé con un beso muy apasionado, su rostro estaba empapado de transpiración al igual que su espalda que enredé en el abrazo, pero fue tan lindo que duro minutos cuando ella se levantó y dijo, luego seguimos, contame lo que te pedí.
Mira, hoy, las luminarias de la ciudad cuentan con una antena similar a los módems hogareños, estas modernas antenas permiten encender las luces de acuerdo con la oscuridad que se va produciendo en cada zona de la Ciudad de Buenos Aires, todo está automatizado, todo parece funcionar solo, sin necesidad de que nadie haga nada.
Pero no siempre fue así.
Años atrás, encender la vieja lamparita que iluminaba el pasaje, justo en la mitad de la cuadra, era algo mucho más artesanal. 
Bastaba con cruzar la calle y bajar una llave de baquelita o, si uno iba más atrás en el tiempo, girar una llave que, si mal no recuerdo, era de un material similar a la cerámica.
Y si uno no la encendía, lo hacía el señor que trabajaba para SEGBA ese vecino del barrio que, montado en su bicicleta, pasaba cada noche encendiendo las luminarias, y al amanecer volvía para apagarlas. 
Si alguna luz se quemaba, a veces esperábamos unos días a que vinieran a cambiarla. 
Pero muchas otras veces, poníamos dinero entre nosotros, los vecinos, comprábamos una bombita nueva y la cambiábamos.
Era toda una odisea, la aventura comenzaba juntando escaleras. Una, muy alta y de madera, era del vecino pintor alemán que vivía justo enfrente de casa, en diagonal a la calle Plaza, sobre esa escalera apoyábamos otra, cruzada, y así, precariamente, lográbamos llegar a la altura deseada, las primeras veces que se cambiaron las lamparitas, el encargado era un vecino de la cuadra que subía con cuidado, mientras nosotros lo mirábamos desde abajo, atentos a que nada saliera mal.
Las últimas veces, en cambio, me tocó a mí, subía despacio, con la bombita dentro de una bolsita para evitar que se golpeara. 
Era una lámpara especial, con un culote más grande de lo común, que comprábamos en el local de Boya, ese que aún hoy se encuentra sobre la avenida, en la esquina con la calle Manzanares.**************
Recuerdo que los sábados por la tarde solíamos juntarnos los vecinos, antes de jugar a la pelota en toda la cuadra porque sí, en aquellos tiempos jugábamos a la pelota en la calle, sin miedo, sin apuro, cambiábamos la famosa bombita que alumbraba Valderrama, nuestro rincón, nuestra calle.
Porque la luz de esa bombita no era solo electricidad, era comunidad, era infancia, era barrio.
Me escucho con muchísima atención, el horno; hacía de la cocina un sauna y los dos transpirábamos bastante, ella sentada sobre mis piernas, cuando termine de contarle quiso bañarse, me beso y antes de entrar al baño, me pidió una camisa de manga corta, si era posible. 
Cuando salió, llevaba solo la camisa puesta, desabotonada, dejándome sin palabras por un instante. 
Me sonrió con esa mirada traviesa que parecía prometer todo y nada a la vez me bañé rápidamente, apenas terminé, ella apareció con la cena, colocando los platos frente a nosotros con cuidado, casi ceremonial.
La cena duró más de lo esperado, no por la comida, sino por el debate sobre qué escribir, cómo organizar las historias, cómo transformar los recuerdos en palabras que valieran la pena. 
Cada cosa que le contaba, ella la anotaba en su notebook, con esa concentración adorable y feroz que la hacía ver irresistiblemente hermosa. Insistió en que debía reunir todo en un nuevo libro, el del Delta ya estaba terminado, era hora de comenzar uno nuevo. 
Entre risas y gestos, le decía que ella debería empezar a escribir también, y al final coincidimos en que empezaríamos lo antes posible.
Después de limpiar la mesa, ella se levantó y fue hasta la heladera, sacando un par de recipientes de helado. 
Lo sirvió con delicadeza, dejando caer cada cucharada en los platos con un gesto que parecía casual, pero cargado de intención. 
Mientras me ofrecía la cuchara, nuestras manos se rozaron, y un escalofrío recorrió mi brazo. 
Comimos helado lentamente, como si cada bocado alargara el momento. 
Me acerqué un poco más, apoyando mi mano sobre la suya, y ella no retiró la suya; al contrario, entrelazamos los dedos. 
Suspiró suavemente, y nuestras miradas se encontraron, cargadas de una tensión deliciosa. 
Entonces, entre risas y susurros, comenzó la seducción, pequeños roces, sonrisas que hablaban más que las palabras, acercándonos cada vez más hasta que el mundo exterior desapareció. 
El helado se derretía lentamente en los platos, y el aire parecía cargarse de algo distinto, casi eléctrico. 
Ella apoyó el codo sobre la mesa, la cabeza inclinada hacia un lado, observándome con una mezcla de ternura y picardía. 
La música seguía de fondo, suave, como si acompañara el ritmo pausado de la noche.
—¿Ves? —dijo sonriendo—. Todo lo que contás tiene algo, no sé… como si fuera verdad y sueño al mismo tiempo.
—Quizás porque lo vivo así —respondí.
Ella río apenas, bajó la mirada y jugueteó con la cuchara, el aire olía a mezcla de vainilla, perfume y madera, me incliné un poco hacia adelante; no dije nada, solo la miré, esa pausa, ese segundo suspendido, valía más que cualquier palabra.
Se levantó despacio, fue hasta el equipo de audio y cambió el disco, sonó una melodía más lenta, casi un susurro, caminó hacia mí y se detuvo detrás de mi silla, sus dedos rozaron mi hombro, ligeros, apenas un gesto, pero suficiente para hacerme cerrar los ojos.
—Mira lo que me haces —dijo en voz baja, apoyando su frente contra la mía.
 _ Voy a terminar llenando mi block de vos.
Nos quedamos así, quietos, respirando juntos, el tiempo parecía disolverse. 
Ella se apartó apenas, tomó mi mano y me guio hasta el sillón, nos sentamos sin hablar, todavía con la música sonando, cada gesto era un lenguaje, la forma en que apoyó su cabeza en mi hombro, el roce de su pierna contra la mía, el calor que iba creciendo entre los dos sin apuro.
La noche siguió su curso, lenta, envolvente, en algún momento, sin que lo notáramos, la luz del velador se apagó por completo, dejando solo un resplandor dorado. 
Y entre murmullos, promesas y planes sobre ese nuevo libro, la realidad se volvió tan frágil y perfecta como una historia bien contada.
La noche se fue deshilachando en susurros y respiraciones compartidas hasta quedar solo el latido lento de la casa. 
Dormimos, esa camisa abierta que ella llevaba se había convertido en una especie de bandera de la noche, y la respiración de ella, cálida contra mi cuello, fue la última melodía antes del sueño.
Amaneció con una claridad tímida que se colaba por las cortinas; la casa tenía ese olor a humedad leve y a libro viejo que tanto me gusta. 
Me separé despacio para no despertarla de golpe, la observé dormir, los párpados le temblaban como si aún siguiera soñando frases, la mano apoyada sobre una libreta cerrada. 
Fue imposible no pensar en las palabras que esa mano, alguna vez, convertiría en páginas, sonreí sin ruido y me fui a la cocina. 
Preparar el mate fue un pequeño ritual sagrado, agua al fuego, la bombilla lista, la yerba acomodada con cuidado. 
La desperté con el mate en los labios un gesto tan cotidiano y a la vez íntimo y abrió los ojos como quien recibe un pacto nuevo y le di el mate, nuestras manos se rozaron; la electricidad de la noche todavía estaba allí, suave, ahora en clave de ternura diurna.
Cuando la luz ya fue plena y la casa despertó del todo, ambos supimos que aquella mañana no solo habíamos despertado juntos, sino que habíamos empezado a dar vida a un libro que, en el fondo, era la suma de todas las pequeñas cosas que nos habían traído hasta allí. 
Decidimos vestirnos y salir a la calle, las valijas con ropa nos esperaban, y la compra de alimentos en el súper era necesaria. 
Hoy cocinaba yo, pero necesitaba víveres, fuimos a buscar el auto para hacer todo lo que precisábamos y, de paso, le mostré y le conté dónde estaba el Club Saavedra.
En la esquina de Larralde y Plaza —antiguamente Republiqueta y Plaza— vivió uno de los símbolos más entrañables del barrio, el Club Saavedra. 
Fue uno de los primeros clubes de la zona, y su presencia marcó una época de esplendor social y deportivo.
Allí se alzaban dos hermosas canchas de tenis de polvo de ladrillo, orgullo de los vecinos que descubrieron en aquel deporte una pasión compartida. 
Su sede, de estilo señorial, recibía con calidez a todos los que cruzaban sus puertas. 
En el jardín de entrada, una palmera majestuosa se erguía como emblema, brillando con la fuerza de una postal imborrable.
El club no era solo un espacio deportivo: era también el corazón de las reuniones y celebraciones y de los bailes de carnaval que quedarán para siempre en la memoria de quienes tuvieron la fortuna de vivirlos, noches de música, alegría y comunidad que hacían vibrar las calles del barrio.
Muchos vecinos, pioneros en aquel tiempo, fueron forjando la identidad barrial a través del tenis y de la vida social en torno a su sede.
Hoy, quienes cruzan la barrera y caminan por la actual calle Plaza que se extiende donde antes el terreno se interrumpía entre Larralde y Núñez ven un edificio y la continuidad de una calle. 
Pero pocos saben que, justo en ese lugar, latió alguna vez uno de los clubes más importantes que tuvo Saavedra.
Y aunque el club ya no esté, todavía queda en pie aquel símbolo, la palmera sigue allí, silenciosa y fiel, recordándonos la grandeza de un tiempo que no se olvida.
Ella me escuchó detenidamente, y cuando llegamos al lugar bajó del auto para sacar una foto a la palmera. 
Después seguimos viaje a hacer las compras, más tarde dimos una vuelta por el parque y nos sentamos en un banco, para que yo le contara, mientras ella escribía en su notebook, como había hecho con la historia del club la historia de la estación Saavedra. 
Habíamos estado allí el día anterior, pero entonces no le había contado su historia
ella bajó con el mate, y entre mates le conté…
Cuando caminamos por Saavedra y miramos el cartel de la estación, muchos lo vemos como algo cotidiano, casi invisible, pero detrás de esas letras que dicen Luis María Saavedra hay una historia de familia, de tierras, de sueños y hasta de caballos que vale la pena volver a contar, porque, de algún modo, gracias a ese hombre, el barrio empezó a tener nombre, forma y memoria.
Luis María nació en 1829, era sobrino de Cornelio de Saavedra, aquel vecino del otro Saavedra, el de la Revolución de Mayo.
A mediados del siglo XIX compró una chacra en las afueras de Buenos Aires, en lo que entonces era San Isidro. 
Eran tierras amplias, con hornos de ladrillo, corrales y un arroyo, el Medrano, que cada tanto, se desbordaba y arruinaba todo a su paso.
Con los años fue ampliando su propiedad y terminó quedándose con terrenos que habían pertenecido a los White, dueños del primer hipódromo organizado de Buenos Aires, que funcionó justo en estas tierras hasta que lo destruyó la tormenta de Santa Rosa de 1866.
En su chacra, Saavedra levantó una casa grande y elegante, de estilo italiano, con galerías, patios, cocheras y dependencias para los peones. 
Criaba caballos de carrera y toros de raza que se lucían en exposiciones.
Sus hijas mellizas, Estela y Tomasa, se dedicaban a las aves, miles de patos y gallinas que poblaban el campo, no faltaba nada, había tambo, palomar, corrales y hasta un lago artificial rodeado de eucaliptos, que todavía algunos recuerdan por las postales viejas. 
Así fue como la propiedad empezó a conocerse como la Chacra Los Eucaliptos.
En 1891, el ferrocarril llegó a la zona, entonces, don Luis María hizo un gesto que marcaría para siempre la identidad del barrio, donó los terrenos para levantar la estación, pero pidió una condición, quería que llevara el nombre de su hijo, también llamado Luis María, que había muerto siendo muy chico.
Así nació la estación Luis María Saavedra, la misma que hoy usamos sin saber que guarda la memoria de un padre que quiso dejar viva la huella de su hijo.
Unos años antes, en 1873, ya se había hecho la fundación oficial del barrio, con toda la pompa de la época, discursos, música, remate de lotes y hasta góndolas navegando en el Lago Saavedra, ese espejo de agua artificial que fue orgullo de la ciudad. 
Fue un acto único, ningún otro barrio porteño tuvo una inauguración así, tan formal y celebrada.
Don Luis María murió en 1900, la chacra siguió en pie un tiempo, pero poco a poco su actividad se fue apagando y en 1936, el estado terminó por expropiar esas tierras y las destinó a parques y paseos públicos. 
El Parque Saavedra quedó como símbolo de lo que alguna vez fueron esas hectáreas de campo, con el correr de las décadas, el barrio fue creciendo, aparecieron las fábricas como Nestlé o Philips, los clubes, las bibliotecas, las murgas y el fútbol de Platense.
Llegaron también los artistas y escritores que hicieron de Saavedra una fuente de inspiración, como Leopoldo Marechal, con su Adán Buenos Ayres.
Hoy, cuando vemos edificios nuevos levantarse donde antes hubo casonas o negocios de toda la vida, cuando los vecinos ya no se conocen tanto como antes, es importante no olvidar de dónde venimos.
Porque, así como recordamos la parrilla de Justo, la librería Bramanti, a Julio el diariero, la tienda de Vega y tantos otros personajes que hicieron barrio, también tenemos que recordar a don Luis María Saavedra, aquel vecino lejano que dio nombre a todo esto.
Él no pudo imaginarlo, pero su chacra, su gesto de donar la tierra para la estación y su apellido quedaron grabados para siempre.
Y cada vez que alguien dice me bajo en Saavedra o yo soy de Saavedra, de alguna manera lo estamos nombrando.
Porque un barrio no son solo calles y edificios, sino que son las historias, los vecinos y los recuerdos que lo hacen latir.
Y Saavedra, con su túnel nuevo, con sus cambios y con su gente, sigue latiendo al compás del tiempo.
_ Es hermoso esto hay que darlo a conocer mucho más.
_ Eso lo decís vos porque lo estas viviendo conmigo. tomamos mate? Y vamos para casa.
Dale.  Un rato mas tarde.
Apenas entramos, ella acomodó las cosas en la heladera y enseguida fue hacia el lavarropas, puso toda la ropa a lavar, antes revisó las valijas, separó lo que había quedado del viaje y colgó las sandalias al sol en el pequeño patio. 
La casa se llenó de ese sonido familiar del agua girando y del olor a jabón.
Yo, mientras tanto, empecé a ordenar la cocina y a preparar lo necesario para el almuerzo.
Ella encendió el equipo de música y dejó sonar un disco suave, de esos que llenan el aire sin apurar el tiempo, caminaba sedmidesnuda con una naturalidad que solo da la confianza, fue acomodando la ropa limpia y preparando el mate.
La observé moverse por el lugar, ligera, tranquila, como si el espacio le perteneciera desde siempre.
Cómo era la historia de la fábrica de chocolate que me ibas a contar, me dijo mientras me daba un mate y se ponía una remera. 
¿Y agrego, así te vas a quedar? 
 _Dame esa ropa, sácate el pantalón, la remera el bóxer y las medias así lavo todo. 
La mire asombrado. 
Pero le di toda la ropa, se retiró al lavadero, pero minutos después vino con una remera puesta y me alcanzó una para mí, mientras me daba un mate y me pidió si la acompañaba al dormitorio y mientras acomodaba la ropa de las valijas conversábamos.
No había mucho por acomodar, las dos valijas eran pequeñas, así que todo se guardó rápido.
Ella fue sacando ropa para cambiarse después y dejó los zapatos y las zapatillas ordenados al lado de la cama.
Me senté en la cama, tranquilo, mientras ella terminaba de organizar todo.
—Contame de la fábrica, dale —dijo finalmente, animada—. Yo voy tomando nota.
 Te cuento; 
_Dónde hoy se levantan edificios modernos, con balcones llenos de macetas y el trajín cotidiano de vecinos que entran y salen de un complejo habitacional, alguna vez existió un mundo hecho de humo, cacao y café.
Fue en 1929 cuando Nestlé abrió en Saavedra su primera fábrica de chocolates en Argentina, apenas un año antes de establecerse formalmente en el país, el 5 de mayo de 1930.
No era una fábrica cualquiera, para quienes vivieron el barrio en aquellas décadas, la planta fue más que un edificio, fue un punto de referencia, un lugar donde el aire mismo parecía contar historias. 
El apellido de Henri Nestlé, aquel farmacéutico suizo que en el siglo XIX creó la primera harina lacteada para salvar vidas infantiles, significa en alemán nido. 
Y, curiosamente, en Saavedra, esa palabra cobró vida, la fábrica se volvió un verdadero nido de aromas, de trabajo, de comunidad.
Durante más de medio siglo, la planta dio empleo a cientos de vecinos y fue testigo de la fabricación de productos que marcaron a generaciones.
El chocolate Milkybar, el Suflair, las monedas de chocolate que los chicos atesoraban como si fueran de oro, los caramelos que endulzaban la infancia, el café Dolca que se servía en cada sobremesa, la leche en polvo Nido y hasta los caldos que llegaban a tantas mesas humildes.
Pero lo que más se recuerda no son los nombres de los productos, sino la vida que emanaba de la fábrica. 
El barrio entero olía, si olía, a veces a chocolate tibio que parecía escaparse de las paredes, como una invitación secreta; otras veces a café recién tostado, tan intenso que llenaba las calles de un humo denso, pegajoso, casi imposible de ignorar.
Cuando se prensaban los granos de café, ese humo oscuro salía disparado por las chimeneas y caía como un manto sobre las casas bajas del barrio. 
Las madres corrían a descolgar la ropa tendida en los patios, porque bastaba un minuto para que las sábanas blancas se tiñeran de manchas negras de hollín.
Había fastidio, claro, pero también una sonrisa resignada, todos sabían que ese mismo humo era parte del pulso de Saavedra, un sello de identidad. 
El barrio olía, sí, y ese olor se convirtió en memoria, con el paso del tiempo, la fábrica se volvió paisaje, rutina, los obreros entraban y salían en turnos, los chicos jugaban en las veredas sabiendo que adentro se producían dulces que quizás algún día probarían, y el aroma se confundía con la vida misma.
Pero todo nido, tarde o temprano, se vacía y en 1981, Nestlé cerró las puertas de la planta de Saavedra, el barrio quedó en silencio, como si un gran corazón hubiera dejado de latir. 
Donde antes había ruido de máquinas, olor a cacao y humo de café, quedaron paredes vacías, listas para transformarse, años después, en ese mismo terreno, se levantó el complejo de viviendas Tronador, símbolo de una nueva etapa urbana, pero también de la memoria que no se borra.
Hoy, entre las torres y los patios internos, queda en pie una sola chimenea, alta, solitaria, como un centinela del tiempo, esa chimenea es mucho más que un vestigio arquitectónico, es un testigo de la historia barrial, un recordatorio de que allí, donde hoy viven familias que quizás desconocen la vieja historia, alguna vez se cocinó la identidad de Saavedra a fuerza de humo, cacao y café.
Y así, como el apellido Nestlé evocaba un nido, Saavedra guarda todavía ese recuerdo en lo más íntimo de su memoria colectiva, porque los barrios también huelen, sienten y recuerdan y el de Saavedra, durante más de cincuenta años, fue el barrio donde la vida tenía gusto a chocolate y aroma de café.
La música seguía acompañándonos mientras ella iba poniendo todo sobre la mesa para almorzar.
Cada vez que pasaba cerca me regalaba un beso, y su sonrisa igual que su voz tenía ese tono de alegría tranquila, de quien se siente en casa.
En un momento miró el teléfono y recordó que tenía que hacer una llamada.
Me contó que debía comunicarse con un contacto que le habían dado del banco, para asesorarla sobre el dinero que le tienen que transferir desde España para mantenerse.
No entendí del todo cómo era el trámite, pero supe que debía acercarse a una sucursal para reunirse con un señor del banco, algo así me explicó entre sorbos de agua y risas distraídas.
Habló por teléfono y quedó en encontrarse al día siguiente en Zárate.
Le pregunté por qué tan lejos, y no en un banco más cercano, me explicó que aprovecharía para ver al hijo de una vieja amiga de su pueblo.
Me preguntó si la acompañaría, si podía llevarla, y le dije que sí, por supuesto.
Mientras almorzábamos, me contó con calma cómo era el tema del dinero y de sus propiedades en España, eran asuntos que, con tiempo, iría resolviendo, me dijo, sin apuro, pero con esa seguridad tranquila que siempre la acompañaba.
—Mira, allá en España tengo un amigo que siempre habla de Saavedra y de las murgas… dice que las extraña un montón. 
¿De verdad es tan fuerte eso acá? ¿Qué tienen de especial?
Mira… si alguna vez estás por acá en carnaval, vas a entender por qué digo que hablar de Saavedra es hablar de murga.
Porque no es solo una fiesta, es algo que está en el aire del barrio. 
Desde hace más de un siglo, cada verano las calles se llenan de bombos, baile y lentejuelas y no es una exageración, es literal, los vecinos se preparan todo el año, los chicos ensayan en la plaza, las familias cosen trajes, los bombos se afinan… y cuando llega el carnaval, el barrio se transforma.
Antes, la avenida se cortaba por completo, la gente llevaba reposeras, heladeras, mates, y se quedaba ahí toda la noche, los chicos corrían detrás de la espuma, los adolescentes desfilaban, los abuelos se emocionaban recordando cuando ellos mismos salían en murga, era una fiesta de todos, no un show para mirar de lejos, cada uno tenía su rol.
Y en el centro de todo eso, estaban ellos, Los Reyes del Movimiento.
Una murga que nació en el corazón de Saavedra, allá por 1986, pero que en realidad viene de mucho antes, empezaron en el Barrio Mitre, cuando el Pantera el histórico director, era apenas un pibe, el tipo jugaba a hacer murga con tachos de basura, porque no había bombos, los chicos inventando ritmo con lo que tenían a mano, porque cuando los Reyes Magos no traían juguetes, el dios Momo traía alegría.
Eso es lo que tiene la murga, nació de la necesidad de convertir la tristeza en risa, de hacer del juego una forma de resistencia.
Y Los Reyes llevan ese espíritu desde el primer día, primero se llamaron Los Rejuntados de Saavedra, después Los Calamares, y recién en el ‘86 tomaron el nombre con el que se consagraron, Los Reyes del Movimiento.
El nombre no fue casual. Movimiento, porque el baile de Saavedra siempre tuvo algo especial, una cadencia distinta: hombros que van y vienen, quiebre de cintura, un ritmo que viene de lo afro, de las danzas populares, de las fiestas de la Casa Suiza donde muchos aprendieron a moverse.
Y Reyes, porque en el barrio se los reconocía como referentes, como los que mantuvieron viva la tradición cuando otros se apagaban.
Los carnavales en la avenida eran el gran escenario, vos veías pasar a Los Reyes con los trajes brillantes, los estandartes flameando y los bombos marcando el pulso, y era imposible no emocionarte.
Pero lo más lindo no estaba en el desfile, sino en todo lo que había detrás, las horas de ensayo en la plaza, las costureras que cosían hasta la madrugada, los vecinos que abrían sus casas para que los pibes tuvieran dónde reunirse, era una construcción colectiva.
Y l Pantera, que además de director fue una especie de padre del barrio, siempre dice que la murga no es solo baile y canto. 
Los Reyes son una familia enorme que contiene a chicos en situación difícil, les da un espacio, una razón, una identidad, ahí aprenden a tocar, a coser, a organizarse, pero, sobre todo, a sentirse parte de algo.
Por eso muchos de los que hoy bailan son hijos o nietos de los que empezaron. Las generaciones se mezclan naturalmente, los grandes enseñan los pasos, los chicos traen ideas nuevas, así la murga se mantiene viva, moderna, pero sin perder las raíces.
Hoy son más de doscientos integrantes, y no faltaron a un solo carnaval desde los ’70, cincuenta años de alegría, de esfuerzo, de comunidad. 
Porque no cualquiera puede darle felicidad a la gente durante tanto tiempo.
Vos los ves salir y comprendes todo el bombo suena, las luces se prenden, los chicos saltan, los vecinos se abrazan, y por un rato el barrio entero se olvida de todo.
Saavedra y Los Reyes del Movimiento son una sola cosa, el barrio les dio vida, y ellos le devolvieron identidad y orgullo.
Cada vez que el bombo suena, no es solo música, es historia, es memoria, es el eco de esos primeros juegos de infancia con tachos de basura.
Y así, paso a paso, golpe a golpe, siguen reinando en movimiento.
Así de simple es como te lo cuento seguro no tengo detalles, pero lo que te contaron es verdad, solo hay que vivirlo. 
—Si hay que vivirlo, lo voy a vivir. 
_ Y lo haré con vos.
Salvo que vos pienses distinto, mi idea es seguir acá.
Volví sin saber muy bien para qué… y me encontré con esto.
Y es maravilloso.
Por primera vez siento que algo es realmente bonito.
Aunque cueste creerlo, aunque suene ridículo, aunque mi forma de ser sea un poco extraña…
vos sos único.
Y me quedo a tu lado, salvo que vos no quieras que sea así.
Después de eso no hubo más palabras.
Solo un silencio que dijo todo.******  
Las lágrimas llegaron solas ni tristes ni alegres, solo verdaderas.
Y el abrazo… el abrazo fue como volver a casa.
Nos quedamos así, en silencio, sin saber cuánto tiempo pasó.
El ruido del mundo seguía ahí afuera, el murmullo de la calle, una radio lejana, pero en ese instante no importaba nada.
Era como si todo se hubiera hecho más lento.
No sé qué más decir, susurró ella, con los ojos brillando.
Y yo tampoco sabía.
Porque a veces, cuando algo se siente tan real, las palabras sobran.
Solo alcancé a responderle.
No hace falta que digas nada. Ya está dicho.
Ella apoyó la cabeza en mi hombro.
Sentí su respiración tranquila, su mano buscando la mía, y supe que ese gesto simple valía más que cualquier promesa.
Era como si todo lo que había estado suelto adentro, de golpe encontrara un lugar donde quedarse.
¿Viste?, dije despacio. A veces uno vuelve sin saber por qué… y resulta que era para esto.
Sonrió sin decir nada.
Y en esa sonrisa estaba todo el alivio, el miedo, las ganas, la certeza.
Afuera el sol empezaba a caer, y el día se fue apagando con nosotros todavía ahí, abrazados, como si el mundo entero se hubiera reducido a ese instante.
El equipo seguía reproduciendo la música de la memoria que le había puesto.
Los minutos pasaban, y ella se acurrucó entre mis brazos.
Así nos quedamos mucho tiempo, volando en silencio.
Hasta que, de pronto, dijo que iba a levantar las cosas de la mesa.
En silencio la ayudé, y me puse a lavar los platos, en un momento se acercó, me abrazó por detrás mientras yo lavaba, y me susurró si la llevaba a dar una vuelta.
Necesitaba respirar, necesitaba que esa nueva vida que empezaba se sintiera real, tan real como la sentía por dentro.
Me miró y sonrió, casi con timidez.
Por primera vez quiero recorrer Buenos Aires, me dijo.
El centro, el Obelisco… aunque no lo creas, no lo conozco.
De Lima fuimos directo a Ezeiza, y de ahí nos fuimos.
No conozco nada.
Después de cenar y cambiarnos, partimos, la noche se veía esplendida, le tome la mano, y fuimos caminando hasta el auto lentamente, subimos y el motor rugió suavemente entre las luces de Buenos Aires que empezaron a deslizarse por el parabrisas.
Ella estaba sentada junto a mí, emocionada, con su short y la remera anudada, con los zapatos de taco muy alto.

Se recostó un poco, dejando que la ciudad la atravesara con sus luces y ruidos, y su risa, baja y contagiosa, se mezcló con la música que seguía sonando en el auto.
Cada semáforo, cada farola, era un pequeño descubrimiento para ella.
Para mí, verla así, libre y viva, era como volver a encontrar esa misma energía que había conocido hace muchos años, intacta, indomable.
No puedo creer todo esto dijo, apoyando la cabeza en el respaldo. 
Nunca vi la ciudad así… y siento que puedo ser cualquiera de mis versiones al mismo tiempo.
Sonreí, mirándola de reojo, mientras tomábamos la avenida.
El viento entraba por la ventana abierta, y el mundo parecía detenerse solo para nosotros.
Era un paseo que no necesitaba mapa, ni planes, ni prisas. 
Solo nosotros, la música y la ciudad viviendo a nuestros pies.
Seguí manejando, despacio, dejando que las luces de Buenos Aires nos envolvieran.
Ella se recostaba contra el asiento, jugando con el borde de su remera anudada, observando todo con ojos de asombro, cada semáforo era un nuevo descubrimiento, cada reflejo en los vidrios un detalle que antes había pasado desapercibido.
Nunca imaginé que la ciudad fuera así susurró. 
Es gigante y a la vez parece nuestra.
Nos reímos juntos, y poco a poco, sin prisa, nos acercamos a La Biela, ese café clásico, con mesas en la vereda y un aire de tiempos pasados.
Pedimos un café, y nos sentamos afuera.
El ruido de los autos y los transeúntes se mezclaba con la música lejana de alguna bocina, movía los pies sobre el piso, disfrutando de la sensación de ser parte de la ciudad por primera vez, sin miedo, con libertad y esa chispa salvaje que siempre tuvo.
Nos miramos, y por un momento todo parecía suspendido.
No hacía falta hablar mucho, las manos que se rozaban sobre la mesa, el humo del café, la brisa fresca en la cara… era suficiente. 
Después, con el cielo ya teñido de la noche que se iba, arrancamos lentamente para volver a casa.
El camino fue tranquilo, sin apuro,  a veces me abrazaba por detrás mientras yo manejaba, como si necesitara asegurarse de que todo fuera real.
Llegamos a casa despacio, casi sin querer que la noche terminara.
Ella dejó sus zapatos de taco y se acomodó en la cocina, aún con la remera anudada y el cabello un poco desordenado por el viento del paseo.
Preparé el mate y nos sentamos uno al lado del otro, sintiendo que cada sorbo era un puente entre lo que había sido el día y lo que recién empezaba.
No hacía falta hablar mucho, a veces solo cruzábamos miradas, sonrisas suaves, pequeños gestos de cercanía.
El silbido del agua caliente y el olor a yerba llenaban la cocina, y por un momento, el mundo se redujo a ese espacio cálido y simple.
Apoyó la cabeza en mi brazo, yo rodeé sus hombros con un brazo.
Gracias por hoy susurró. Todo se siente tan… real.
Lo es le respondí, mientras le pasaba el mate. todo esto recién empieza.
El mate nos mantuvo despiertos un rato más, entre risas bajitas, recuerdos del paseo, la ciudad que todavía flotaba afuera y la sensación de libertad que ella traía consigo, salvaje y dulce a la vez.
Cuando finalmente el cansancio llegó, nos miramos y supimos que estaba bien.
Nos levantamos, recogimos un poco y nos fuimos a dormir, dejando que los últimos sorbos de mate se transformaran en la calma de la noche, y que la promesa de este nuevo comienzo quedara suspendida en el aire, como un secreto compartido entre los dos.
La luz del amanecer se colaba por las rendijas de la persiana, cálida y tímida, acariciando la piel todavía tibia que la noche había marcado.
Quisimos soltarnos, pero nuestros cuerpos tenían memoria propia; el abrazo se prolongaba, pesado de deseo, tembloroso de placer. 
A las nueve, mientras recogía algunas cosas sin tropezar, encendí la hornalla para calentar agua para el mate y cuando giré hacia la cocina, la sentí detrás de mí, sus pechos presionando mi espalda, su respiración cálida en mi cuello, sus brazos rodeándome con fuerza y suavidad a la vez. 
Me susurró un bueno día, era un instante suspendido, donde la calma de la mañana y la pasión de la noche se fundían, dejándonos atrapados en un placer silencioso, cómplice y absoluto. Me senté frente a ella y le acerqué un mate, sintiendo cómo el calor de la bebida contrastaba con la electricidad que parecía flotar entre nosotros. 
Le pregunté si íbamos a Zárate, pero dijo que ya era tarde y que lo iba a posponer. Mientras hablaba, mencionó que iba a buscar el teléfono y algo de ropa, una remera para cada uno, o quizá una camisa.
Regresó pidiéndome que le contara la historia del hospitalito que le había comentado el día anterior y comencé con la historia, concentrándome en las palabras para no dejarme llevar del todo por la sensualidad de la tensión que nos rodeaba.
El querido Hospitalito de L. M. Saavedra, un legado de solidaridad vecinal
en la esquina de Plaza y Jaramillo funcionaba el entrañable hospitalito. 
Todo comenzó en una antigua casona, modesta y de espíritu barrial, que con el paso de los años y gracias al esfuerzo colectivo fue transformándose en un hospital modelo, símbolo del trabajo en comunidad.
El progreso de esa institución no hubiera sido posible sin la colaboración constante de todos los vecinos. 
En el predio de la estación, donde hoy se levanta el supermercado Coto, durante mucho tiempo se organizó la famosa kermese del barrio. 
Ese evento era mucho más que una fiesta, era el motor económico que permitió financiar gran parte de las obras del hospitalito.
Recuerdo con claridad cómo mi padre, al igual que tantos otros vecinos, atendía uno de los puestos de la kermese. 
Al finalizar cada jornada, caminábamos juntos hasta la cooperativa para depositar la recaudación de la noche en el buzón nocturno. 
Era un ritual cargado de sentido, esfuerzo y esperanza, no había recompensa material, pero el orgullo era enorme, sabíamos que estábamos construyendo algo para todos.
El hospitalito fue un ejemplo viviente de lo que se puede lograr cuando hay voluntad, unión y amor por el prójimo. 
Más tarde, también brindó atención a los afiliados del PAMI, ofreciendo asistencia médica de calidad hasta que lamentablemente fue abandonado, como tantos otros espacios que supieron ser pilares de nuestras comunidades.
Estas son las historias que vale la pena rescatar del pasado. Son recuerdos que hablan de un barrio hermoso, de vecinos comprometidos, de gestos silenciosos pero poderosos. 
Un barrio que dejó huella, aunque muchos hoy lo ignoren o no lo recuerden.
Ojalá este relato sirva para mantener viva la memoria de un tiempo donde entre todos, hombro a hombro, supimos hacer cosas grandes.
Como paso de ser un hospitalito de todos, a una empresa privada es una gran incógnita, pero la realidad muchas veces es más dura de lo que suponemos y haber sido un socio más de aquella realidad me enorgullece por lo cual, lo llevo gratamente en mi memoria y en mi corazón.
Nos levantamos retirándonos de la mesa y dijo, pensaba hacer unas compras y que, después, yo podría quedarme tranquilo escribiendo como lo habíamos conversado. 
Le ofrecí el auto era una excusa para que saliera cómoda, para que se moviera con libertad, y lo aceptó con una sonrisa leve, de esas que dejan un brillo en el aire. 
Me besó antes de irse; estaba hermosa, las zapatillas y la calza le quedaban muy bien, sencilla y con ese aire natural que la hacía parecer siempre recién salida de una mañana de verano.
Mientras preparábamos la lista de cosas que necesitábamos, hablábamos de todo un poco, me decía que quería averiguar por una peluquería, caminar un poco por el barrio, conocer los locales de los que le había hablado. 
Le pregunté si tenía registro, y me confirmó que sí, que manejaría despacio, que no me preocupara. 
Me repitió que nos mantendríamos en contacto por teléfono, así te cuento si encuentro algo lindo, dijo, y volvió a sonreír.
Yo me quedé mirándola mientras bajaba la ropa que había quedado tendida del día anterior, la doblaba con cuidado, con esa prolijidad casi silenciosa que tiene quien conoce el valor de los gestos pequeños. 
Me preguntó dónde guardaba cada cosa, le fui indicando los cajones, y el ambiente se llenó de ese rumor doméstico tan humano, tan cálido.
Cuando terminó, se cambió, tomó las llaves y, antes de salir, me regaló otro beso corto, tibio, que me dejó una sensación de paz.
Me fui al escritorio, subí un poco el volumen de la música, preparé el mate, acomodé el termo al lado de la computadora y abrí un documento nuevo, tenía esa calma necesaria que se siente cuando la casa respira en silencio. 
Entonces, mientras la yerba soltaba su primer aroma, algo más sutil llegó hasta mí, un recuerdo.
Era un olor antiguo, mezcla de papel y de tinta, que traía consigo el eco de otro tiempo. Y, sin pensarlo, empecé a escribir.
Más allá del horizonte del olfato, allí donde la memoria guarda sus tesoros más íntimos, habita un aroma irrepetible. 
Un perfume que no se encuentra en ninguna fábrica moderna ni en ningún libro recién impreso, sino solo en un lugar, aquel taller a la vuelta de casa, donde el tiempo parece haberse detenido.
El aire allí huele a tinta, a papel, a cartón y a cola, es una fragancia tan particular que se vuelve sagrada para quienes la conocen, porque en ella se mezcla la materia con el recuerdo, el oficio con la emoción, basta respirarla para que la memoria despierte.
Adentro, el ritmo de la vida está marcado por máquinas que parecen tener alma propia.
La troqueladora golpea con su pulso firme, como un tambor que sostiene el compás de la jornada. La guillotina, lenta y ceremoniosa, deja caer su golpe metálico, grave, con un silencio breve entre corte y corte, como si respetara el tiempo.
Y la vieja Minerva, que ya es casi una reliquia viva, estampa de vez en cuando tarjetas de casamiento, como si bendijera en papel los sueños de quienes comienzan una nueva historia.
Los pliegos se convierten en estuches, los días en semanas, y las horas en magia. Porque todo allí se impregna de una fuerza invisible que no se mide en dinero ni en productividad, es el legado.
Un legado que empezó hace muchos años, cuando un hombre, con más fe que recursos, levantó aquel pequeño taller. 
Su sueño fue simple y grande a la vez: construir un espacio donde el trabajo se volviera creación y la imprenta se convirtiera en familia.
Con el paso del tiempo, ese taller creció, y junto a él crecieron también las vidas de muchas personas. 
No fueron pocos los que encontraron entre esas paredes su primer trabajo, allí aprendimos a madrugar, a respetar los tiempos de las máquinas, a mancharnos las manos de tinta sin que eso significara ensuciarnos, sino iniciarnos.
Ese taller fue escuela de oficio, pero también de vida. 
Enseñó la paciencia de los procesos, la importancia de la precisión y, sobre todo, el valor de trabajar en conjunto.
La familia que lo fundó nunca lo abandonó, con el mismo empeño con que el padre levantó la primera prensa, hoy sus hijos sostienen las máquinas, las afinan, las limpian y, más importante aún, sostienen la tradición, no solo la suya, sino la de todos los que alguna vez cruzamos ese portón de madera lustrada y descubrimos un mundo distinto, con sus propios sonidos, olores y rituales.
Ese portón no es solo la entrada a un taller gráfico, es la entrada a un universo irrepetible, donde la memoria personal y la colectiva se funden en un mismo aroma.
Allí se escucha la cadencia de las prensas, se siente el calor del trabajo, se ve el polvo del papel brillar en la luz que se filtra por las ventanas, y se respira una verdad sencilla, en esas paredes late un oficio que ha dado sustento, dignidad y sentido a generaciones.
La magia sigue viva, aunque los años pasen y no todos la perciban, solo quienes se detienen a respirar profundo saben que detrás del golpe de una guillotina o el crujir de una prensa se esconde algo más grande que el trabajo.
Se esconde la vida misma, impresa en cada hoja, en cada caja, en cada recuerdo.
Allí, a la vuelta de casa, vive todavía ese mundo único e irrepetible, que no se mide en balances ni en estadísticas, sino en historias humanas.
Historias que empiezan con un primer empleo, con una mano amiga que abre la puerta, con la paciencia de enseñar y el gesto de confiar.
Y por eso, aunque el barrio cambie y el tiempo avance, siempre que uno pasa frente a ese portón siente que detrás sigue latiendo la misma magia de siempre un taller que no solo imprime papel, sino que imprime memoria, amistad y destino.
Entre mates y letras llegó el llamado telefónico.
Su voz, con ese acento entre argentino y español, era inconfundible, me dijo que me extrañaba, y se la notaba contenta, había conseguido turno en la peluquería. Allí podía pagar sin problema, porque le aceptaban el dinero, aunque en un local donde había comprado algunas cosas de granja no, pero conocieron el auto, preguntaron por mí y todo quedó solucionado.
Me alegró escucharla contenta, aunque noté cierta preocupación por el tema del dinero. 
Le dije que no se preocupara, que ya conversaríamos cómo hacer con los cambios y sus cuentas, era algo que todavía no habíamos hablado en detalle, sus euros, sus dólares, sus cuentas, sus tarjetas… todo tendría que ir acomodándose, como nos acomodamos nosotros, día a día.
Le pregunté dónde estaba, que me mandara un mensaje y en un rato pasaba a buscarla para resolver algunos temas, se puso contenta.
Le pasó el celular a la peluquera, que me llamó por mi nombre y en ese instante supe quién era, le conté que en un rato pasaría, y ella respondió, riendo.
—Recién comienzo, dame una hora.
Nos despedimos con esa mezcla de costumbre y deseo que ya era parte de nosotros.
Me cambié muy despacio tome un café y salí caminando hacia la peluquería, el aire del barrio tenía ese perfume de domingo tranquilo, con las veredas tibias y el murmullo de la gente en la esquina. 
Al llegar, ella ya me esperaba, el pelo recién arreglado, la sonrisa encendida. Pagué la cuenta mientras charlaba con la peluquera, que me agradeció con una mirada cómplice.
Después salimos juntos, de la mano, caminando despacio por el barrio, fuimos pagando lo que quedaba pendiente, saludando a conocidos, entre risas y comentarios, ella hablaba con todo el mundo, y yo disfrutaba verla así, libre, suelta, contenta.
De regreso, pasamos por el mercado, compramos algunas cosas y volvimos a casa. 
En la cocina, mientras el agua hervía y el aroma del ajo empezaba a llenar el aire, ella se acercó por detrás, me abrazó y dijo bajito.
—Así, todo, se hace más fácil.
Y tenía razón… de a dos, todo es más fácil.
Y lo era, hasta para comprender su manera de ser, esa costumbre suya de dejar la ropa apenas entra, de andar por la casa sin vergüenza ni pudor, con esa musculosa y en patas como dice ella, moviéndose entre la cocina y la mesa, preguntándome qué había escrito hoy, qué historia tenía para contarle.
Yo la miraba, entre divertido y asombrado, mientras le hablaba del barrio, de sus calles, de la gente que la iba reconociendo y la aceptaba con naturalidad. 
Ella sonreía, entendiendo al fin la mística del lugar, bastaba una charla con los comerciantes o una conversación con la peluquera que, según me contó, no dejó de hablarle en todo el tiempo que le cortó el cabello para sentirse parte.
Y ahí, entre el aroma del almuerzo y la luz que entraba por la ventana, comprendí que también nosotros empezábamos a pertenecer. 
La casa tenía ese silencio lleno de vida que sólo aparece cuando dos personas se entienden sin decir demasiado.
Y mientras el almuerzo se terminaba de hacer, pensé que pertenecer era eso, cocinar juntos, compartir el pan y las pequeñas historias que hacen que un lugar y una persona empiecen a sentirse como hogar.
El aroma del pollo empezó a llenar la casa.
Ella se movía despacio, liviana, descalza, tarareando algo mientras preparaba la ensalada, cada tanto me miraba y sonreía sin decir palabra, como si bastara eso para hablar.
Yo la observaba, apoyado en la puerta, con esa sensación extraña de paz, todo parecía encajar, el ruido suave de los cubiertos, el sol filtrándose entre las cortinas, el olor que salía del horno.
Va a quedar riquísimo, le dije.
Si no se quema, respondió riendo, con ese tono que mezcla picardía y ternura.
Me acerqué y la abracé por detrás, no dijo nada, se apoyó apenas, como si ese gesto le alcanzara para sentirse a salvo.
De a dos, todo es más fácil murmuró, casi sin voz.
Y tenía razón.
Hasta el pollo parecía cocinarse mejor.
Nos quedamos así, quietos, escuchando cómo el tiempo, por un rato, dejaba de correr.
El pollo estaba en su punto justo, dorado, tierno, lo serví mientras ella acomodaba los platos y se sentaba frente a mí, con esa manera suya de hacerlo todo sin apuro.
Comimos tranquilos, hablando de cosas simples, del barrio, de la gente, de lo que aún nos faltaba por ordenar, afuera el sol pegaba en las paredes, y dentro de la casa el aire olía a comida a paz.
Mientras almorzábamos, sonó mi celular.
Hola dije, contestando.
Era un amigo, el mismo que la había visto y reconocido en el barrio, me preguntó si quería que le dijera a ella cambiar algunos dólares. 
Colgué y le conté a ella, mientras tomaba un sorbo del vino.
Mi amigo te ofrece cambiar algunos dólares, si querés.
Ella asintió con naturalidad, me contó que dentro de cada zapato guardaba dólares y euros, que la jubilación la depositan afuera y que controla todo por el celular. 
Incluso habló de que quería abrir una cuenta bancaria para tenerlo más ordenado, y yo le ofrecí un banco cerca, pero prefirió ir Zarate, donde ya la esperaban y sabían todo.
Mientras conversábamos, también quedó pendiente ver algunos campos y una casa que tenía que resolver. 
Todo se acomodaba paso a paso, con calma y confianza.
Llame por teléfono a mi amigo lee confirme el monto y quedamos en pasar por su local.
Terminé de almorzar y lavé los platos, luego me senté a descansar un poco; ella se acomodó sobre mi pierna, me abrazó con suavidad y me ofreció café. 
Mientras lo preparaba, me pidió que le contara algo sobre los emprendimientos que había en el famoso pasaje del que tanto hablaba, sonreí por la memoria que evocaba y comencé.
En el pasaje Valderrama, el aire parecía tener peso propio, espeso y gomoso, impregnado de un calor que no era solo del sol, sino del pulso constante de las máquinas y del trabajo humano. 
Allí, el aroma del látex dominaba todo, un perfume extraño que se mezclaba con el sudor, la pintura vieja y el humo de los cigarrillos furtivos, era un olor que se pegaba a la ropa, a las manos, a la piel y, sin darse cuenta uno, hasta al recuerdo.
Para muchos chicos del barrio, aquel taller fue la primera puerta al mundo del trabajo. 
Nadie les enseñaba teoría ni a leer balances; todo se aprendía en la práctica, entre charcos de látex y risas nerviosas, aprendían a moldear lo más cotidiano y lo más inesperado, bombitas de carnaval, globos de cumpleaños, chupetes de bebés y, en un rincón que se miraba de reojo, preservativos que salían de la misma máquina que inflaba sueños, secretos y silencios. 
Cada pieza era producto de manos jóvenes que aún estaban descubriendo la fuerza de su propio esfuerzo.
El taller era un hervidero de vida y ruido, las prensas metálicas golpeaban con un ritmo constante, que se mezclaba con el parloteo juvenil, las radios encendidas y los cantos improvisados. 
Cada sonido, cada gesto, cada chispa de látex flotando en el aire contaba una historia, los más chicos aprendían con rapidez, sumergir los moldes, secar las piezas, revisar que no quedara ningún defecto, era un trabajo repetitivo, sí, pero había un orgullo silencioso en ver cómo algo que antes no existía cobraba forma entre sus manos y ese algo, a la vuelta de unos días o unos meses, estaría en los cumpleaños, en las calles de carnaval, en cajones discretos, o en manos que lo usarían sin conocer su origen.
Para muchos pibes, ese taller fue más que trabajo, fue escuela de vida, en el barrio, la consigna era clara, estudiar o trabajar. No había tiempo para perderlo en la esquina con una cerveza y así, entre charcos de látex, bromas compartidas y el calor sofocante de las máquinas, se forjaban rutinas, responsabilidades y amistades que perdurarían más allá de las paredes del taller. 
Aprendían a levantarse temprano, a llegar a horario, a respetar las herramientas y a valorar el esfuerzo de los demás, cada día era una lección que no aparecía en ningún libro.
El pasaje Valderrama no era grande, pero tenía esa magia particular de las fábricas chicas, e dueño del taller conocía a cada obrero por su nombre; sabía de la madre enferma, del hermano preso, de la novia nueva, de los secretos que se contaban en voz baja mientras se engrasaban las máquinas. 
No era un patrón distante ni una figura de autoridad implacable; era uno más, un emprendedor de barrio que, sin proponérselo, tejía comunidad, su taller era un microcosmos donde la solidaridad y el aprendizaje diario coexistían con el ruido metálico y la presión de los tiempos de entrega.
Cada joven que entraba al taller salía distinto, aprendían a manejar dinero, a soportar el cansancio físico y emocional, y sobre todo a comprender que detrás de cada objeto había un mundo invisible de manos anónimas. 
Los globos que explotaban de risa en un cumpleaños habían pasado por aquellas mesas de madera gastada; los preservativos que alguien compraba con rubor en la farmacia habían sido revisados con atención por un muchacho que jamás los había usado, cada objeto llevaba consigo una pequeña historia de barrio y esfuerzo, que pocas veces llegaba a ser contada.
Con el tiempo, algunos permanecieron en el oficio, convirtiéndose en artesanos de sus propios sueños; otros, con el primer sueldo en el bolsillo, se animaron a estudiar, a buscar un destino distinto. 
Pero todos, de alguna manera, llevaban consigo el eco del taller, un recuerdo impregnado de látex, sudor y juventud, donde cada jornada era una mezcla de enseñanza y prueba de carácter.
Hoy, cuando alguien camina por el pasaje y recuerda Valderrama, no piensa únicamente en un taller; recuerda un rito de iniciación, un fragmento de historia colectiva donde el esfuerzo y la esperanza se mezclaban con la alegría y el cansancio. 
Al terminar de contarle, sus ojos se llenaron de lágrimas, me pidió ser abrazada, y la abracé con fuerza durante largos minutos, el sol que se reflejaba en el patio era intenso, y el calor brotaba envolviéndonos, le comenté que dormiría una siesta antes de seguir escribiendo, y ella dijo que haría lo mismo, leyendo un poco antes de acostarse a mi lado. 
A medida que la tarde avanzaba, la luz se tornaba más cálida, dorada, y nuestros cuerpos se acercaban de manera natural, sin decir palabra, sin necesidad de gesto alguno más que nuestra cercanía, nuestras manos se rozaron, nuestros brazos se entrelazaron, y finalmente nuestros labios se encontraron en un beso suave, largo, silencioso. 
Todo lo demás desapareció, el tiempo, la luz, los libros, el mundo entero, solo quedábamos nosotros, compartiendo un instante que no necesitaba explicación, que hablaba por sí mismo, uniendo todo el afecto, la ternura y el amor que había crecido en el silencio de aquella tarde. 
Me despertó con el mate.
Estaba profundamente dormido cuando sentí su beso en la mejilla, abrí los ojos despacio y la vi, su sonrisa tenue, su perfume flotando en el aire, el termo sobre la mesa de luz y el mate esperándome, paciente, como si el día comenzara solo cuando yo lo tomara. 
Ella estaba sentada a mi lado, mirándome con esa mezcla de ternura y picardía que tanto me desarma.
Fue un momento único, sencillo e inolvidable, la tenue luz que se filtraba por las rendijas de la cortina apenas dibujaba sombras en la habitación, pero no hacía falta nada más; el mundo entero cabía en esa escena; ella, el mate, la calma y el silencio compartido y creo que ambos lo sabíamos.
Durante un buen rato conversamos sin apuro, mezclando risas y silencios, nos bañamos, nos cambiamos y salimos a caminar por el barrio. 
El sol de la tarde tenía ese brillo dorado que invita a andar sin destino.
Cerca de las siete de la tarde salimos, 







caminamos mucho, charlamos con amigos que encontramos al paso, aprovechamos para cambiar algo de dinero y, ya con la noche cayendo, frente a la estación, cenamos una pizza caliente que ella pagó sin problema, nos reímos de todo, del día, de nuestras dudas, del cansancio.
Después volvimos caminando despacio, con la brisa tibia acompañando el regreso, las luces del barrio titilaban sobre el asfalto húmedo y ella, a mi lado, parecía más tranquila, como si el día le hubiera devuelto algo de confianza. 
Yo, en silencio, sentía una calma que no recordaba hace tiempo, era como si todos los mates, las risas, la caminata, la pizza formara parte de algo mayor, una historia sencilla, pero viva, que se estaba escribiendo en ese mismo instante, paso a paso, entre los dos. 
Volvimos bordeando la vía, a paso lento, el aire fresco de la noche nos envolvía, y el cielo, encendido, dejaba ver estrellas que titilaban despacio, caminamos sin apuro, disfrutando el rumor cercano de los trenes y el sonido de nuestras propias pisadas sobre la vereda agrietada.
No hablábamos mucho, pero no hacía falta, el silencio compartido tenía más sentido que mil palabras.
Al llegar, abrimos la puerta y nos envolvió ese aroma familiar de la casa al final del día, una mezcla de madera, ropa limpia y un poco de café viejo.
Puse un disco en el equipo uno de esos de voz suave y guitarra clara, que invitan a quedarse y dejamos que la música llenara el aire. 
Ella fue a la habitación dejó la ropa y yo hice lo mismo, afuera, se escuchaba el murmullo lejano del barrio y, cada tanto, el paso de algún tren que parecía marcar el compás de la noche.
Nos sentamos en la mesa, con dos tazas humeantes frente a nosotros, el café tenía ese gusto que solo tiene cuando se comparte sin apuro, la miré y sonreí, había algo sereno en su rostro, una paz que pocas veces se ve.
Entonces la conversación fue derivando, casi sin darnos cuenta, hacia el querido club del barrio.
Le hablé del Club Atlético Platense, ese orgullo de Saavedra que, más que un club, siempre fue una familia, le conté que fui socio desde chico, igual que mi padre, mi abuelo y mi tío, y que en sus tribunas aprendí no solo a querer una camiseta, sino también a entender lo que significa pertenecer.
Le hablé de las tardes de sábado o de domingo, del olor al pasto mojado, de los cantos que venían desde la popular, y de cómo el barrio entero parecía latir al ritmo de cada partido.
En casa, el fútbol no era solo un tema, era una herencia, mi abuelo me llevaba de la mano al estadio cuando Platense jugaba de local; mi viejo, más tarde, repetía el gesto conmigo, era una cadena de afectos, una forma de decir acá estamos, juntos, pase lo que pase.
Ella escuchaba con atención, sonriendo, como si pudiera ver todo eso que yo recordaba, los tablones, las banderas, el humo de los choripanes, las voces mezcladas en una sola emoción.
Qué lindo, dijo al final, que sigas hablando de tu club como si hablaras de tu familia.
Es que lo es respondí. Platense es más que fútbol, es el eco de mi viejo, el barrio entero gritando al unísono, la memoria de todos los que ya no están.
Nos quedamos callados un rato, solo escuchando la música que seguía girando en el fondo, como si acompañara la charla. 
El café se había enfriado, pero el momento tenía su propio calor, ese que no se apaga con el paso de las horas, ella apoyó su cabeza en mi hombro y suspiró. 
Era simplemente ella, con esa musculosa gastada, los pies descalzos, el cabello suelto cayéndole sobre los hombros.
Se movía por la casa como si cada rincón la reconociera.
No preguntó nada, y yo tampoco dije nada, entre nosotros comenzó a formarse una complicidad silenciosa, como si las palabras fueran innecesarias, cuando terminó el LP, me levanté despacio, lo di vuelta, y dejé que la púa buscara su lugar, el sonido del vinilo llenó la habitación con ese leve crujido que antecede a la música.
Seguimos conversando, pero ya no era una charla cualquiera, hablábamos de la vida, sí, pero de la vida sin defensas, de lo que dolía, de lo que habíamos perdido, de lo que aún esperábamos encontrar, había momentos en que el silencio se hacía largo, pero no incómodo; al contrario, parecía necesario, como si cada pausa sirviera para que las palabras anteriores se asentaran.
Después vino un whisky, otro LP, otro café, la noche se estiraba sin apuro, y en ese espacio pequeño parecía que el tiempo se detenía.
La luz era suave, casi dorada, y el humo del cigarrillo formaba espirales lentas que subían hacia el techo.
En algún momento noté que la observaba más de lo que debía, o quizá menos de lo que quería, había algo en su forma de escuchar, en cómo apoyaba el mentón en la mano, en cómo sonreía apenas, sin mostrar los dientes, sentí que empezaba a conocerla de verdad, o tal vez a reconocer algo de mí en ella.
Eran cerca de las dos de la mañana cuando ella se levantó para abrir una ventana, una corriente leve entró desde la calle, trayendo olor a tierra y a verano, se volvió hacia mí, con esa sonrisa cansada que solo aparece cuando uno deja de fingir que tiene sueño o energía.
Puse otro disco, el sonido del saxofón llenó la habitación con una melancolía dulce, nos quedamos en silencio largo rato, mirando el girar del vinilo, el reflejo de la luz en su superficie, el humo que seguía subiendo, obstinado.
A las tres, el whisky ya sabía más a agua que a fuego, la música se volvió un fondo lejano, casi un pulso.
Hablamos apenas, palabras sueltas, frases que no buscaban sentido, el calor seguía ahí, suave y persistente, pegándose a la piel como un recuerdo.
A las cuatro, la noche parecía agotada, ella se acomodó en el sillón, apoyando la cabeza en el respaldo, yo me quedé mirando sus ojos cerrarse despacio, el leve movimiento de su respiración.
Sentí que no hacía falta nada más.
Apagué la luz.
La púa del tocadiscos siguió girando un rato, hasta que el silencio la venció.
El calor nos envolvía, y entre el murmullo del aire solo en ventilación y la música que aún flotaba en el aire, el sueño nos alcanzó sin avisar.
Nos quedamos dormidos ahí, como si el tiempo hubiera decidido detenerse justo en ese instante. 
Cuando desperté, la luz del amanecer ya se filtraba entre las cortinas, era una claridad suave, dorada, de esas que no apuran, el aire seguía tibio, pero la noche había dejado paso a un silencio distinto, más limpio, la bandeja tocadiscos estaba quieto, la púa descansando sobre el final del vinilo, y el vaso de whisky a medio terminar sobre la mesa.
Ella seguía dormida a mi lado, recostada contra el sillón, con una pierna doblada y el cabello revuelto cayéndole sobre el rostro, tenía esa expresión de paz que solo aparece cuando uno olvida que alguien puede estar mirando. 
Me quedé observándola unos segundos, tratando de no moverme, de no romper el equilibrio frágil de ese momento.
Cuando abrió los ojos, sonrió sin decir nada, una sonrisa leve, todavía dormida.
Se estiró despacio, con un suspiro que parecía mezclar cansancio y alivio.
—¿Qué hora es? —murmuró, con la voz baja y algo ronca.
—No sé… —respondí—. Muy temprano, o muy tarde.
Nos reímos, de esas risas que no buscan causa, que solo nacen del simple hecho de estar ahí.
Fuimos a la cocina sin apuro, el piso estaba frío bajo los pies descalzos y el aire olía a madrugada, mientras el agua se calentaba, la observé, el cabello despeinado, los ojos hinchados de sueño, la musculosa arrugada, aun así o tal vez por eso mismo estaba hermosa, con esa belleza desarmada que solo se muestra cuando nadie la espera.
Mate amargo dijo—. Como debe ser.
Asentí, y nos sentamos a la mesa. 
Cada gesto, cada mirada decía más que cualquier palabra, la mañana entraba por la ventana, y la luz iba llenando la cocina de un resplandor tranquilo, casi tierno.
En algún momento ella apoyó la cabeza sobre sus brazos, sonriendo con los ojos cerrados.
No dormimos nada susurró.
Pero valió la pena le respondí.
Y así nos quedamos, bostezos y risas suaves, mientras el sol terminaba de colarse por la ventana, afuera el día ya había comenzado, pero adentro seguía habiendo algo suspendido, un eco de la noche anterior, una calma nueva.
Afuera empezaban a escucharse los primeros ruidos del barrio, una moto, un perro, una puerta que se cerraba, el día volvía a ponerse en marcha.
¿Y qué hacemos hoy? preguntó ella.
No sé… dije— Podemos no hacer nada.
Me gusta eso respondió. No hacer nada juntos.
Se quedó mirándome un momento, con esa expresión que mezcla curiosidad y ternura.
Contame algo.
Y vos, le dije, buscando su mirada, contame algo de vos, de Lima, de ese lugar donde seguro fuiste a una escuela como la mía.
Ella bajó los ojos, se quedó callada, muy callada, su silencio tenía peso, como si de pronto todo lo que había querido decir durante años se hubiera quedado atrapado en la garganta.
Se levantó despacio, fue hasta la hornalla y puso a calentar el agua, desde ahí, sin mirarme, habló con una voz baja, temblorosa.
No quería volver a Lima dijo. Quería quedarme con el recuerdo de lo que fui, aún no sé si quiero regresar, tengo miedo… tengo muchos miedos.
Se detuvo, el silbido del agua llenó el silencio.
Pero escuchándote hablar de tu escuela continuó, me agarró algo acá, en el pecho, una cosa rara… como si de repente me dieran ganas de volver, de ir despacio, de caminar esas calles, pero solo si me llevas vos, si me acompañas.
Claro que te acompaño ya te lo dije. Pero contame más.
Ella sonrió apenas, con los ojos húmedos.
A Lima la dibujé, la pinté, la guardé en mi memoria como la niña que fui
 susurró.
 A veces la extraño tanto que me duele, pero tengo miedo de verla distinta, de no reconocerla… o de no reconocerme.
Me acerqué y le sequé una lágrima que le corría por la mejilla, se dejó hacer, sin palabras, luego se sentó en mis piernas y apoyó la cabeza en mi hombro, la abracé.
El silencio volvió, pero esta vez no dolía, era un refugio.
—¿Cuándo podríamos ir? —preguntó al fin, con esa voz que se quiebra un poco entre el miedo y la esperanza.
La miré.
—Cuando vos quieras —le dije—. Cuando estés lista.
Ella asintió, sin soltarme.
El mate se había enfriado, el sol entraba con fuerza por la ventana y el día, de pronto, parecía comenzar de nuevo. 
No sabía que pintabas le dije, mientras aún la sostenía entre mis brazos.
Ella levantó la vista despacio, con los ojos brillantes y la voz temblando.
No sabes muchas cosas de mí—respondió con una sonrisa triste. 
Pero, así como vos volcás en tus relatos y en tus poesías lo que vivís, lo que imaginas y lo que fuiste… yo me refugié en la pintura.
Su voz era un hilo suave, entrecortado.
Cuando pinto, todo se ordena continuó. 
Es mi manera de entender el mundo, pero hace tiempo que no lo hago, y la extraño… la pintura me salvaba, me daba calma, creo que voy a pedir que me manden mis cosas, los pinceles, los lienzos… todo.
Hizo una pausa y me miró fijo.
El día que decidamos dónde y cómo seguir, quiero volver a pintar.
Me quedé en silencio, mirándola. 
Había algo nuevo en su rostro, una mezcla de tristeza y decisión, como si por fin se atreviera a nombrar lo que había estado guardando durante años.
Recién nos estamos conociendo, ¿no te parece? dijo, con una media sonrisa.
Sí respondí. Recién empezamos a reconocernos.
Ella asintió.
Y somos grandes dijo en voz baja, cada uno con su historia, con sus heridas, ya no tenemos tanto tiempo como cuando nos conocimos… deberíamos conversar pronto, decirnos qué queremos, decidir qué hacemos.
Sus palabras quedaron flotando entre los dos. 
La miré, y vi que su rostro estaba cubierto de lágrimas,  dejé que llorara, sin interrumpirla.
El sonido del agua hirviendo volvió a llenarlo todo, afuera, el sol ya caía sobre las plantas del patio. 
Dentro de la cocina, el aire tenía ese espesor de las cosas importantes que están por decirse, la abracé fuerte, despacio, como si ese gesto pudiera detener el tiempo.
La miré con ternura y le pregunté, casi en un susurro.
—¿Y cuándo querés ir?
Ella levantó la vista y me respondió sin pensarlo.
—Cuando quieras.
Sonreí.
—Entonces hagamos una cosa —le dije—. Acomodemos un poco la casa, que el día decida por nosotros, que el viaje nos lleve donde quiera.
Ella asintió, con esa sonrisa leve que siempre me desarma, el aire de la mañana ya se sentía caliente, casi espeso, el mate circulaba lento entre los dos, como si también quisiera tomarse su tiempo.
Mientras guardábamos algunas cosas, ella propuso.
Ya que vamos a viajar, podríamos pasar por Zárate, tengo un conocido que trabaja en un banco allá como te comenté quisiera verlo, espera que pase.
Perfecto, le dije. Paramos en Zárate, almorzamos, vemos a tu amigo… y si pinta, hacemos noche ahí.
Una noche, o dos a lo sumo respondió, sin apuro, pero sin quedarnos demasiado.
Cerramos la puerta de la casa cerca del mediodía, el calor del cemento subía desde la vereda y el sol pegaba fuerte sobre los autos estacionados, ella llevaba una musculosa clara y un short de lino; simple, natural, sin pensar demasiado. 
Esa manera suya de mostrarse tan libre me incomodaba un poco, aunque no por celos, sino porque sentía que el mundo la miraba con la misma fascinación que yo.
El viaje empezó sin música, solo el ruido del motor y el silbido del viento en las ventanillas, ella cebaba mate con precisión, casi con ritual, mientras el paisaje iba cambiando, de las calles ruidosas a la ruta abierta.
¿Sabes? me dijo de pronto. 
Hace años que no salía así, sin rumbo exacto, sin planear todo.
A veces es mejor no planear respondí, las cosas importantes siempre aparecen cuando uno deja de buscarlas.
Ella sonrió.
Eso mismo me pasaba cuando pintaba dijo. 
No buscaba nada, solo empezaba y solo iba saliendo, como si él solo, supiera adónde quería ir.
Aproveché para preguntarle más.
¿Y cómo empezó todo eso? Lo de la pintura.
Tengo un atelier contestó. 
Mi lugar en el mundo es un espacio pequeño, con ventanales grandes, pintaba todo el día, a veces sin comer, sin mirar el reloj. 
Ahí me sentía libre, viva… era como si nada más existiera.
Hizo una pausa, mirando por la ventanilla.
Cuando me vine para argentina, lo dejé todo, pinceles, bastidores, cuadros. 
Pensé que podía seguir sin eso, pero no, me hace falta.
Sus palabras quedaron flotando en el aire tibio del auto.
Le tomé la mano y la apreté despacio, sin decir nada.
El sol ya estaba alto cuando vimos el cartel que anunciaba Zárate, el río, a lo lejos, había bastante tráfico, pero llegamos a la costanera, a ver el rio, ella lo miro y se emocionó, la abracé.
Llegamos justo para almorzar dije.
Perfecto respondió ella. Tengo hambre. 
Nos miramos un instante, cómplices, sabiendo que el viaje recién empezaba y que, de alguna manera, también nosotros estábamos empezando de nuevo. Cuando entramos a Zárate el sol caía fuerte, sin una nube que lo frenara. 
El río, a lo lejos, parecía una sábana blanca de tanto reflejo, le propuse caminar un rato por la costanera antes de almorzar, pero ella negó con la cabeza, sonriendo.
Después, si querés… ahora tengo hambre repitio.
Así que fuimos en busca de un lugar tranquilo, con sombra y algo liviano para comer; encontramos un pequeño restaurante frente a una plaza, con las ventanas abiertas y el ventilador girando lento en el techo, nos sentamos cerca de la ventana y pedimos algo simple, pescado con ensalada, agua fresca.
Mientras esperábamos, ella mandó un mensaje al hijo de una amiga que trabajaba en un banco de la zona, le contó que estábamos ahí, por si podía acercarse al salir.
Él respondió enseguida, salía a las tres, faltaba menos de una hora, y prometió pasar por el restaurante apenas cerrara la sucursal.
Comimos despacio, sin apuro, mirando la gente que cruzaba la plaza, la conversación flotaba entre cosas pequeñas, el viaje, el calor, los planes para más tarde.
Cuando estábamos terminando, lo vio entrar, el encuentro fue cálido, lleno de abrazos y sonrisas que traían ecos de otros tiempos. 
Era el hijo de una amiga de ella, y se notaba el cariño de siempre, ese afecto que sobrevive a la distancia.
Después de los saludos, hablaron de lo que la había llevado hasta allí, el dinero, las tarjetas, los trámites que tenía pendientes. 
Él, paciente, le explicó todo con detalle, anotando números y pasos en una hoja que le alcanzó al final.
Cualquier cosa que necesites, avísame le dijo. 
Estoy acá para ayudarte.
Pedimos café y conversamos un rato más, nos recomendó un hospedaje pequeño, limpio, a pocas cuadras del río.
Cuando se levantó para volver al banco, nos acompañó hasta la puerta.
Descansen un poco nos dijo. El calor está bravo.
Lo vimos alejarse entre el ruido de la calle, el aire pesaba, el sol caía vertical, y hasta las palomas parecían cansadas.
Pensamos en caminar, pero la idea se deshizo rápido, el calor era insoportable, así que seguimos el consejo del muchacho y fuimos a buscar alojamiento.
Ella llevaba una pequeña valija, apenas algo de ropa, yo casi nada.
El hospedaje quedaba en una esquina tranquila, con un jazmín trepando por el muro y el olor del río llegando con el viento.
Al entrar, ella suspiró.
Solo quiero una ducha y una siesta dijo.
Y después le respondí, si baja el sol, caminamos por la costanera.
Sonrió, sin decir nada.
El día seguía ardiendo allá afuera, pero adentro, entre las sombras del cuarto, el viaje empezaba a tomar otro ritmo, más lento, más nuestro. 
El hotel resultó más cómodo de lo que esperábamos, apenas entramos a la habitación, dejó la valija a un costado y se fue directo al baño. 
Yo me dejé caer sobre la cama, sintiendo por fin el alivio del aire fresco.
Desde la puerta entreabierta se escuchaba el sonido del agua, constante, envolvente. 
No seas vago dijo desde adentro, con una risa leve. 
Vení, te va a hacer bien.
Me quedé un segundo quieto, mirando el techo, como si necesitara tiempo para decidir, pero la voz de ella tenía algo imposible de negar, una mezcla de ternura y juego. Me levanté.
El vapor llenaba el baño, el aire tibio, la luz filtrándose por el vidrio esmerilado, por un momento todo fue calma, silencio y agua. 
Era un descanso que nos devolvía el cuerpo después del viaje, cuando salimos, ella me alcanzó una toalla y me miró sin decir nada, nos quedamos así, un instante suspendido, donde las palabras sobraban.
Después, el cansancio nos ganó, caímos sobre la cama y nos quedamos dormidos, con el rumor de los autos filtrándose por la ventana abierta. 
El sol de la tarde todavía pegaba fuerte cuando salimos después de preguntarle, decidimos salir rumbo a Lima.
Ella se había cambiado, una blusa clara y el pelo recogido con descuido, y antes de subir al auto preguntó con una sonrisa que mezclaba curiosidad y nostalgia,
¿Sabes qué es Lima?
Yo negué con la cabeza.
No mucho dije. Solo que queda cerca del Paraná.
Ella miró hacia el camino y empezó a hablar, primero como si se contara a sí misma, después como si buscara que yo entendiera lo que significaba para ella volver.
En Lima empezó casi todo, aunque pocos lo recuerdan. 
Sebastián Gaboto fue el primero que anduvo por estas aguas, cuando todavía no existía nada de lo que hoy vemos. 
Mucho después, Juan de Garay repartió las tierras, pero nadie las ocupó del todo. Eran otros tiempos… Después los jesuitas vinieron y trabajaron la tierra, y de ellos aprendieron los colonos a sembrar, a criar ganado.
Hizo una pausa. Yo la miraba hablar, con esa mezcla de orgullo y melancolía que le cambiaba la voz.
Más tarde siguió, las tierras pasaron a manos de familias grandes, de nombres que se repiten en la historia. Otálora, Lima, Atucha... hasta que Justa Lima, una mujer increíble, le dio impulso a todo esto. 
Ella fue el alma de la zona, tenía estancias con nombres casi poéticos; El Paraíso, La Justa, San Sebastián. 
De sus campos salió el primer ganado argentino que se exportó a Europa. Imagínate.
El paisaje pasaba lento por la ventanilla, los girasoles inclinados hacia el sol bajo, los galpones antiguos, los caminos de tierra que se perdían hacia el río.
Y Lima creció, dijo ella, bajando el tono. 
En 1888 trazaron el pueblo, (esa fecha la recuerdo), alrededor de la estación del ferrocarril. 
Fue un nacimiento sin ceremonia, como tantos en el país, espontáneo, con la esperanza de los que llegaban de lejos, suizos, italianos, vascos; levantaron casas, una escuela, una iglesia... la de San Isidro Labrador.
Se quedó un momento en silencio, mirando al frente.
Por eso quiero volver, no solo porque ahí pasé mi infancia, sino porque siento que cada piedra, cada árbol, guarda una historia que todavía me habla. 
Lima no fue fundada por decreto, fue fundada por la vida misma y yo necesito verla otra vez, saber si algo de mí sigue ahí.
No supe qué decir, solo asentí, y seguí manejando, el sol se iba inclinando sobre la ruta.
Ella apoyó la cabeza contra el vidrio y cerró los ojos, como si el camino la acunara.
Salimos de Zárate sin apuro, dejando la ruta 9 a un costado, tomé el camino por adentro, ese que serpentea entre campos abiertos, casas aisladas, hileras de álamos y molinos que giran lento, el polvo se levantaba bajo el sol de la tarde, dorado y espeso, y el aire traía olor a pasto cortado y a tierra caliente.
Ella iba en silencio, con los brazos cruzados sobre las piernas, la mirada fija en la ventanilla solo de vez en cuando señalaba algo; una tranquera, una capilla al fondo, un viejo galpón abandonado, no hacía falta hablar, había en su silencio algo profundo, casi reverente, como si estuviera escuchando una música que solo ella podía oír.
¿Estás bien? pregunté en voz baja.
Sí… respondió. Es raro… es como si cada árbol me conociera.
Seguimos. 
Las curvas nos llevaban cada vez más cerca de Lima, pero el pueblo no se dejaba ver todavía, oculto entre los campos, ella apoyó la mano sobre el vidrio.
Por acá venía con mi abuelo a caballo dijo con una sonrisa tenue.
Me sentaba adelante y él me dejaba llevar las riendas.
No supe qué decir, su voz tenía ese temblor suave de quien camina sobre los recuerdos como sobre hielo fino.
Cuando por fin aparecieron las primeras casas, bajamos un poco la velocidad, el camino de tierra se abría entre veredas angostas, perros que dormían a la sombra y chicos en bicicleta, todo tenía una quietud antigua, una calma que dolía de tan pura.
Nunca pensé que iba a volver dijo al fin. 
Siempre tuve miedo de no poder con todo esto… con lo que fui.
Le tomé la mano. 
Se quedó quieta, y enseguida una lágrima le cayó despacio por la mejilla.
No sabía qué me iba a doler tanto susurró. 
Pensé que ya lo había dejado atrás.
Entramos despacio al pueblo. 
Ella me fue guiando con gestos, sin mirar el mapa.
Por ahí vamos a la estación del tren —dijo.
La vimos a lo lejos, vieja, casi dormida, los ladrillos gastados por el tiempo y los rieles cubiertos de pasto. 
Bajamos. Ella caminó hasta el borde del andén, tocó el hierro oxidado y cerró los ojos.
Mi abuelo me traía acá los domingos dijo. 
Me daba caramelos de menta y me decía que algún día iba a viajar… que iba a ver el río desde otro lugar.
Se quebró. 
Me acerqué y la abracé despacio, sintiendo cómo temblaba.
Tranquila le dije. Ya estás acá.
Sí… respondió. Pero ya no soy la misma.
Seguimos. Pasamos por la iglesia, blanca, de techo bajo, con el sonido suave de una campana que marcaba las cinco, ella hizo una señal de la cruz al pasar y sonrió.
Mi madre no faltaba ningún domingo, dijo. 
Me hacía poner un vestido azul que odiaba.
A la vuelta, se detuvo frente a una casa antigua, con un portón verde descascarado y un paraíso enorme en el frente.
Ahí nací.
Bajó del auto antes de que pudiera decir algo, se acercó despacio, tocó la puerta de madera, recorrió el marco con los dedos.
Mi padre pintó ese portón, cada verano, el mismo color, yo dibujaba con tizas en la vereda, y mi madre me llamaba para almorzar… se río apenas, pero enseguida el llanto la venció.
Dios mío… cómo me duele esto…
La abracé fuerte, sin hablar. 
Lloró largo rato contra mi pecho, hasta que el temblor de sus hombros se fue calmando.
¿Querés que sigamos? pregunté.
Sí. Falta lo más importante. El río.
Tomamos un camino angosto que se abría detrás del pueblo, bordeado de sauces y eucaliptos. 
El aire cambió; se volvió más fresco, con olor a barro y agua vieja, en el horizonte ya se adivinaba el brillo del Paraná.
Ahí… dijo señalando. Ahí íbamos con mi abuelo a pescar, él decía que el río tiene memoria, que guarda los secretos de los que se fueron.
El camino terminó en una barranca baja, frente a nosotros, el río se extendía enorme, sereno, dorado por la luz del atardecer.
Ella bajó sin esperar, caminó hasta la orilla y se agachó, metió las manos en el agua y las dejó quietas, como si el tiempo pudiera volver atrás.
Sigue igual, susurró, el mismo olor, el mismo sonido.
Yo la observaba desde atrás. 
Había en su gesto una mezcla de tristeza y alivio, como si al fin hubiese llegado a donde necesitaba estar.
Me acerqué, ella se dio vuelta y me abrazó fuerte, hundiendo la cara en mi hombro.
Gracias por traerme, dijo entre sollozos. 
No sabía cuánto lo necesitaba.
Nos quedamos así, mirando el río, el sol se escondía detrás de la otra orilla, tiñendo el agua de un dorado espeso, el viento movía los pastos, y el silencio era casi sagrado.
¿Sabes qué?, dijo en voz baja, sin soltarme, creo que ya puedo volver. 
Pero esta vez… no para quedarme, sino para despedirme bien.
Asentí, No había nada que agregar. 
El río seguía fluyendo frente a nosotros, inmenso, eterno, como si escuchara y guardara, también, nuestras propias historias. 
La soledad del lugar era casi total, el camino había quedado atrás, a unos cincuenta metros, perdido entre los pastos altos y el silencio del campo.
El auto, detenido junto a unos sauces, parecía fuera del tiempo, como si también necesitara descansar, el río se extendía delante de nosotros, inmenso, pesado, con esa calma engañosa que solo tienen las aguas hondas, no se escuchaba más que el zumbido de los insectos y el rumor del viento entre las hojas.
Nos sentamos cerca de la orilla, sin hablar.
El sol caía de frente, y el calor era espeso, casi inmóvil, ella miraba el horizonte, con el rostro húmedo, no supe si era transpiración o lágrimas, o las dos cosas.
Había en sus ojos una mezcla de tristeza y de algo que no sabría nombrar, un impulso, tal vez, una necesidad de romper el peso del silencio.
De pronto se levantó despacio, dejó las sandalias a un costado, sobre ellas acomodo la remera y el short y caminó hacia el agua, se quedó unos segundos quieta, mirándola.
Necesito sentirla, dijo simplemente.
La vi avanzar, paso a paso, hasta que el agua le cubrió los tobillos, las rodillas, la cintura.
El reflejo del sol la envolvía entera, quise decir algo, detenerla tal vez, pero no pude, en el fondo comprendía que ese gesto no era un capricho, sino una forma de volver a sí misma.
Se sumergió un momento y, cuando emergió, respiró hondo, como si soltara años de peso.
Se quedó quieta, flotando, mirando el cielo.
El agua parecía devolverle algo que había perdido, una calma, una inocencia, una voz.
Entonces, sin que yo dijera nada, empezó a llorar, no era un llanto de tristeza pura, sino de desahogo, de alivio.
Cuando volvió a la orilla, sus pasos eran lentos, cansados, pero había en su rostro otra expresión, una serenidad nueva.
Se acercó, y sin decir palabra, me abrazó fuerte.
Sentí su cuerpo temblar, y después, de pronto, la risa, una risa nerviosa, frágil, que se fue mezclando con las lágrimas hasta volverse un sollozo alegre, casi infantil.
Nos quedamos así, abrazados, hasta que su respiración se aquietó.
El sol comenzaba a bajar, y su piel mojada, se fue secando lentamente bajo esa luz dorada del atardecer.
No dijo nada más, se sentó a mi lado, mirando el agua se vistió. 
El río seguía fluyendo, indiferente y eterno, como si, en ese rincón perdido del mundo, el pasado hubiera encontrado finalmente un lugar donde descansar.
El sol ya empezaba a caer cuando decidimos volver.
Ella se calzó las sandalias sin apuro, su cabello, todavía húmedo, le caía sobre los hombros y brillaba con los últimos reflejos del día.
Subimos al auto sin hablar, e camino de tierra, con sus sombras alargadas, nos llevó despacio de regreso al pueblo. 
Lima aparecía tranquila, dormida bajo el calor del atardecer, con las calles casi vacías y ese olor a polvo y a verano que solo tienen los lugares pequeños.
Al pasar frente a la estación, ella señaló una esquina.
Ahí, a dos cuadras, hay un hospedaje me dijo en voz baja, vamos a ver si hay lugar.
El edificio era antiguo, de paredes claras y persianas de madera, una mujer mayor salió a atendernos, había solo dos habitaciones libres.
Reservamos una para esa noche.
Pero antes debíamos volver a Zárate, arreglar unas cosas, pagar, dejar todo listo.
Ya de noche, regresamos a Lima.
Las luces amarillas de las calles parecían flotar en el aire quieto.
El pueblo dormía temprano, pero había algo en esa quietud que invitaba a quedarse, a demorarse.
Nos alojamos, la habitación era sencilla, con una ventana que daba a un patio con parra.
Ella dejó la mochila sobre la cama y se quedó un momento mirando por la ventana, como si buscara algo que aún no encontraba.
Mañana, dijo despacio, quiero volver a caminarlo todo… la escuela, la plaza, la iglesia, hay cosas que todavía no terminé de decirle a este lugar.
Asentí.
En el fondo, yo también sentía que Lima guardaba algo más.
Salimos del hospedaje cuando el sol ya se había escondido detrás de los galpones del ferrocarril.
Nos recomendaron un restaurante tradicional, de esos donde todos se conocen y el tiempo parece haberse detenido, ella, antojada desde la tarde, quería una hamburguesa de las de verdad, como dijo riendo.
El lugar quedaba a pocas cuadras, con las luces amarillas colgando sobre la vereda y un cartel de chapa que tintineaba con la brisa. 
Nos sentamos junto a una ventana.
Ella, todavía con su short y su musculosa, se movía cómoda, libre.
Me miró con picardía y sonrió.
¿Otra vez con esa cara? me dijo, sabiendo perfectamente lo que me pasaba
Si no te gusta, no mires.
Y se río, de esa manera que desarma cualquier enojo, pero ella provocaba con sus pezones que, si no estaban por estallar, ella los provocaba solo para molestarme, creo que la palabra sostén la desconoce y se lo hice saber, solo soltó una carcajada, 
Pedimos dos hamburguesas caseras y una cerveza fría, la charla se fue soltando entre bocados, risas y recuerdos, a veces los vecinos se acercaban a saludar, curiosos de ver caras nuevas, y terminamos conversando con ellos sobre el pueblo, las viejas familias, los años en que el tren traía movimiento y música.
El dueño, al ver que éramos forasteros, nos convidó un licor casero para bajar la comida. 
Nos quedamos un rato más, hasta que empezaron a levantar las sillas, afuera, el pueblo era casi silencio.
Caminamos despacio hacia la plaza.
La calle principal tenía apenas un par de faroles encendidos. 
A lo lejos se oía el rumor de un perro y el zumbido leve de los insectos cerca de la plaza. 
Ella caminaba a mi lado, todavía riendo por algo que había dicho el dueño del restaurante, y de vez en cuando me rozaba el brazo.
Te das cuenta de que nos quedamos hasta el cierre, ¿no? le dije sonriendo.
Y sí… pero valió la pena respondió. Hacía mucho que no me sentía tan tranquila, tan parte de algo.
Nos detuvimos en la plaza antes de volver al hospedaje, el reloj de la iglesia marcaba las once y media, y la brisa tibia movía las hojas de los árboles., nos sentamos en un banco, sin apuro, mirando cómo las luces se reflejaban sobre el monumento del centro.
Ella, se abrazó las piernas y me miró de costado.
Parece otro mundo, ¿no? dijo en voz baja. Todo está igual, pero al mismo tiempo nada es lo mismo.
Tal vez vos cambiaste le respondí.
 El lugar sigue esperándote igual que antes.
Se quedó callada unos segundos, como si masticara la frase. Luego apoyó su cabeza en mi hombro y suspiró.
Quizás tenía que volver para entender eso…
Nos quedamos así, sin hablar. 
Solo el canto lejano de un grillo y el sonido del viento entre los árboles acompañaban la escena.
Caminamos las dos cuadras hasta el hospedaje, las ventanas estaban oscuras, las calles vacías, entramos en silencio, como si no quisiéramos despertar al pueblo. 
Afuera, la noche seguía tibia, y en el aire flotaba esa sensación extraña, entre nostalgia y paz, que solo se siente cuando uno vuelve a un lugar donde alguna vez fue feliz.
Nos levantamos con el primer sol de la mañana, la habitación todavía olía a la calma de la noche anterior y a la madera tibia del hospedaje.
Ella se movía con lentitud, acomodando sus cosas, y yo la observaba, tranquilo, el silencio entre los dos ya no era incómodo; era cómodo, casi protector.
Bajamos a desayunar a un pequeño café cercano, donde el aroma a café recién hecho y pan tostado llenaba el aire.
Nos sentamos junto a la ventana, mirando cómo despertaba el pueblo, sus manos jugueteaban con la taza mientras ella hablaba de la infancia, de los veranos largos y del río que tanto había amado.
Hoy quiero ir al cementerio dijo finalmente. 
Allí descansan mis abuelos maternos… y mi hermanito, que perdimos cuando yo tenía apenas unos años.
Su voz tembló un instante. Yo no dije nada, solo le tomé la mano.
Tomamos el camino hacia el cementerio, las calles todavía estaban tranquilas, con apenas un par de vecinos pasando a lo lejos.
Cuando llegaron, ella caminó despacio, casi reverente, entre los nichos y las lápidas.
Se detuvo frente a los restos de sus abuelos y luego frente a la pequeña tumba de su hermanito, se arrodilló, cerró los ojos y respiró hondo.
Siempre me pregunté cómo habría sido… crecer junto a él murmuró. 
Cómo habría sido nuestra infancia juntos…
Yo la abracé por detrás, no había palabras que pudieran llenar ese vacío, solo el abrazo y la presencia.
Se quedó un largo rato, tocando con suavidad las piedras, dejando que los recuerdos y la emoción la atravesaran, luego, lentamente, se incorporó.
Es momento de seguir dijo con una sonrisa tímida. No quiero quedarme atrapada en el pasado.
Regresamos a la pensión para dejar las cosas y prepararnos para almorzar, el pueblo ya estaba más despierto, con negocios abriendo y gente caminando a paso tranquilo.
Elegimos un restaurante cerca de la estación, recomendado por vecinos, un lugar sencillo, luminoso, donde todo parecía familiar y cercano.
Sentados, compartimos un almuerzo ligero, comentando los recuerdos que acababan de recorrer.
Ella señalaba los rincones que había visto de niña, las casas que aún permanecían iguales, y los lugares que habían cambiado con los años.
Es extraño… dijo. Todo sigue aquí, y sin embargo yo siento que volví distinta.
A veces no se trata del lugar le respondí. Se trata de quién lo mira.
Después del café, dimos un último paseo por la estación, contemplando los trenes y el movimiento tranquilo de los alrededores, cada paso parecía un cierre silencioso de la visita, un adiós a lo que había sido y un reconocimiento de lo que ahora podía ser.
Tomamos camino hacia la Ruta 9, emprendimos el regreso a Capital.
El viaje fue calmado, con la radio encendida suavemente, y la charla ligera, como si ambos quisiéramos estirar el tiempo un poco más antes de volver al ritmo de la ciudad.
El recuerdo de Lima, de la escuela, del río y del cementerio, flotaba íntimo y presente, mientras el paisaje de campos y arroyos pasaba lentamente por la ventanilla.
Al llegar, la ciudad nos recibió con su bullicio habitual, pero dentro nuestro, algo había quedado suspendido, un hilo de memoria, de nostalgia y de calma, que solo Lima había podido regalarnos. 
La ciudad parecía igual de ruidosa, de apresurada, pero ya no éramos los mismos que habíamos salido hacia Lima.
Dentro de cada uno había quedado algo que solo ese pueblo podía ofrecer, la memoria viva de los afectos, de los lugares que habían marcado la infancia, y la sensación de que el pasado, aunque a veces doloroso, podía abrazarse y sentirse como parte de ellos.
No sabía que volvería a sentir esto… dijo con suavidad. 
Gracias por acompañarme murmuró. No solo al pueblo, sino a mí misma.
Siempre respondí. Y creo que esto recién empieza.
Porque, al final, Lima no era solo un lugar en el mapa, era un puente entre la niña que había sido y la mujer que era ahora. 
Entre los recuerdos de lo que se perdió y la certeza de que todavía había tiempo para recorrer, mirar y reconstruir. 
Luego llegó el descanso y una noche de abrazos y mimos con un despertar único y una mañana y lindo almuerzo, luego la siesta reparadora, tengo ganas de amasar una pizza, dijo ella, sonriendo mientras se estiraba después de levantarse.
Todavía era temprano, pero el brillo en sus ojos hacía que cualquier hora pareciera la correcta para hacer algo así.
Me parece genial la idea respondí. Yo voy a poner agua para unos mates mientras vos empezás.
Se incorporó, dejando la ropa en el dormitorio, y el calor hizo que se quedara solo como llego al mundo. 
Me miró con una mezcla de picardía y reproche.
—¿Y vos? ¿Seguís vestido? —dijo con una sonrisa.
Me reí y moví los hombros, dejándole la victoria. 
El calor era sofocante, en la cocina, entre la puerta y la ventana abierta, se sentía una brisa caliente.
Calenté el agua mientras ella empezaba a amasar la masa, concentrada y con cuidado, la harina se esparcía un poco por la mesa, y cada movimiento suyo parecía natural, cotidiano y a la vez íntimo.
Conversábamos sobre cualquier cosa, recuerdos de viajes, anécdotas de la infancia, planes para el día. 
La charla fluía tranquila, con risas suaves y silencios cómodos, mientras el aroma de la masa fresca se mezclaba con el del café y los mates.
¿Sabes? dijo de pronto. Me gusta esto… hacer algo simple, sin prisa, sin planes exagerados. Solo estar.
El bollo de la pizza estaba listo y con sus manos lo reboleo buscando la pizzera, me la pidió y se la alcance y dijo.
 ¿Cómo era eso de la toca, en el cabello? 
Lo recuerdo y me hace sonreír hasta ahora. Se lo conté a tu amiga, la peluquera, y seguimos riéndonos.
No me digas que vos, con ese hermoso cabello que tenías, no te hacías la toca con un rulero gigante.
 ¡Sabes que sí! Quiero que me lo cuentes de nuevo. Jamás pensé que alguien se detuviera en esas cosas con tanta naturalidad… solo alguien como vos puede hacerlo y hacer que parezca tan divertido.
Sos único… y no sé, tal vez también sos mi amor.
_ Dalee contame¡¡¡¡
La toca en el cabello, también llamada tubi o vuelta, era más que una técnica para alisar el pelo sin calor, era casi un ritual. 
Las abuelas de hoy, que en ese entonces eran muy jóvenes llenas de sueños, se hacían la toca con paciencia infinita, enrollaban el cabello húmedo alrededor de la cabeza, sujetándolo con pinzas o una red, hasta formar un círculo perfecto. 
Así, al día siguiente, se soltaban la melena lacia, brillante, como si hubiesen pasado por una peluquería, pero sin gastar un centavo.
Nosotros, adolescentes de esos años, sabíamos que la toca era un signo de cuidado, de coquetería y también de espera, esperar que se secara, esperar que quedara bien. 
La vida parecía estar hecha de esas esperas, el sábado a la tarde, cuando nos juntábamos a caminar por la avenida Cabildo, mirando vidrieras como si fueran escaparates de un futuro posible; o más tarde, a eso de las diez de la noche, cuando salíamos rumbo a los bailes de división, organizados para juntar dinero con vistas al viaje a Bariloche.
Bariloche, ese viaje soñado que era, al mismo tiempo, un destino y una promesa, cada baile, cada rifa, cada pequeño sacrificio económico tenía sentido porque, al final del camino, nos esperaba esa aventura compartida que quedaría grabada como una postal imborrable.
Hoy, cuando uno mira hacia atrás, esas escenas se revisten de una ternura especial, porque no eran solo caminatas, bailes o tocas en el pelo, eran gestos cotidianos que iban tejiendo una identidad común, un modo de crecer en compañía, de hacerse adultos entre risas, música y pequeñas complicidades.
Las abuelas de hoy, que entonces eran muchachas de mirada traviesa, siguen recordando cómo se preparaban con esmero para la salida del sábado. 
El pelo alisado con la toca, un vestido sencillo pero cuidado, los zapatos lustrados.
Los varones, a su manera, también se arreglaban. una camisa planchada, un poco de perfume barato, y el corazón latiendo fuerte por si había ocasión de bailar con esa chica que los desvelaba.
Los bailes no eran solo entretenimiento, eran, sobre todo, excusas para encontrarse, para mirarse a los ojos, para cruzar palabras que en otro contexto no nos animábamos a decir. 
Había en esas noches una ilusión colectiva, cada pareja que se formaba, cada grupo de amigos que se armaba alrededor de una mesa era una pieza más de esa juventud compartida que hoy, décadas después, recordamos con una mezcla de alegría y nostalgia.
Y es que el tiempo pasó, los cabellos alisados por la toca ahora son canas que asoman con dignidad, los que corríamos de un lado a otro, hoy caminamos más despacio, acompañados de nietos curiosos que nos preguntan cómo era todo en nuestra época. 
Y nosotros les contamos, a veces con orgullo, a veces con un dejo de melancolía, que antes no existían los celulares, que para vernos había que encontrarse en persona, que las conversaciones se daban cara a cara, mirando a los ojos, y que en esa mirada estaba la verdad del momento.
Hoy, los amigos de entonces no se llaman por teléfono tantas veces como quisiéramos, pero cuando nos encontramos, aunque pasen meses o años, el tiempo se encoge, basta una mirada, un chiste compartido, una anécdota repetida mil veces para sentir que seguimos siendo aquellos jóvenes que caminaban por Cabildo o que bailaban hasta la madrugada para juntar plata para Bariloche.
Son postales de otra época, sí, pero siguen vivas, no como recuerdos lejanos, sino como parte de lo que somos. 
Porque aquellas tardes, aquellas noches y aquellos viajes fueron más que momentos felices, fueron la trama que nos unió y que hoy, como abuelos y abuelas, sigue vibrando en cada risa, en cada abrazo, en cada memoria que compartimos con quienes vinieron después.
Sos único… y no sé, tal vez también sos mi gran amor.
Es hermoso lo que escribí, y cómo… me acuerdo y me emociona. 
Recuerdo eso, los vestidos minis, los minishorts o hot pants, las botas… 
Fue todo tan lindo cuando te conocí. ¿Estabas con una mini, ¿no? Sí, en el boliche. 
Después, cuando nos encontramos, viniste con pantalón color caqui y un pulóver rojo y no podía dejar de mirarte, de imaginarme acercándome.
¿En serio hasta eso te acordás? 
Sí, recuerdo todo. Tenías unas botas increíbles, y además trajiste una camperita de jean en la mano… un detalle que aún me hace sonreír y desear abrazarte.
¿Te acordás de todo? A ver… ¿tenías sostén o no? 
Creo que no, en esa época no se usaba. 
Es verdad, el sostén lo tenía en la cartera o lo dejaba en casa de una amiga. 
A mi madre no le gustaba que saliera sin él, pero nosotros nos lo sacábamos y lo guardábamos. ¡Cómo cambió todo desde entonces!
Todo cambió, menos nosotros. 
En el fondo, somos lo que fuimos. 
Contame, ¿cómo comenzaste a pintar? ¿Con qué pintas, ¿óleo, acrílico o acuarela? ¿Cuándo comenzaras a pintar acá?
Comenzaré cuando traiga las cosas o compre acá, no sé qué es más económico ni qué conviene. 
Lo que tengo es viejo; podría comprar un atril, pinceles nuevos y bastidores. Murales, acá lo dudo; allá pinté uno en mi casa, pinto desde que me fui, mis nostalgias las pinto, a veces también las escribo, encontré en la pintura una forma de transportarme sin drogarme, solo necesito un lugar y música… mucha música, como pasa en esta casa, la vida es música, ella me transporta y yo pinto.
Acá pintaría todo el día, como te imaginas, en ese cuarto haría un estudio, vos escribís y yo pinto. 
Es chico, pero es posible o acá en el living hacemos el estudio y en el cuarto ponemos la mesa del comedor, o nos mudamos… estoy pensando en voz alta.
Yo siempre quise irme afuera, es más, te lo he comentado, Lima fue una opción en su momento, pero no me animé… con vos me  iría, a no más de 100 km de la capital, para poder venir a pasear cuando queremos, a cenar, al cine, al médico… a lo máximo 100 kilómetros, quisiera una casa con un amplio jardín y un estudio, un dormitorio y una cocina y un quincho para recibir amigos, nada más.
Ella me miró, se paró y, entre lágrimas, me besó muy intensamente… hasta que se quebró en llanto. Y dijo, te amo.
No me animaba a decirlo. Te amo desde antes de venir, y lo sabes, sé que soy intensa, pero estos años conversando por chat o celular hicieron que te piense todo el día y esté pendiente de vos. Te amo.
No quiero lastimarte, quiero que lo sepas que eso estoy acá… tan cerca de vos, sintiendo tu piel, tu olor, tus ojos, y deseando que sientas lo mismo.
Cada gesto tuyo me atraviesa, cada palabra tuya me enciende… y no puedo evitar imaginar cómo sería quedarnos juntos, así, sin prisas, dejándonos llevar por todo lo que nos une.
La abrace fuerte y la bese, se quedo entre mis brazos un rato, quieta, respirando despacio, como si el mundo se detuviera ahí.
Después decido hacer la pizza, vamos juntos a la cocina, y mientras ella la preparo y la puso en el horno, nos abrazamos una y otra vez, en silencio.
Abrí una cerveza,  serví, y brindamos por los dos, cenamos tranquilos, organizando el día de mañana, hablando bajito, riendo de cosas simples.
La miro… y me emociona, ella me mira también, y llora, terminamos los dos con lágrimas en los ojos, pero son lágrimas de alegría, de esas que limpian y curan.
La cena fue lenta, tranquila, el postre, la cerveza que se terminó, el café, el whisky… los mimos y la conversación.
La música no dejó de sonar ni un segundo, como si acompañara cada palabra, cada mirada, el tiempo pasó sin medirlo, hasta que el cansancio nos alcanzó. 
Eran las dos de la mañana, un día largo, abrazados nos quedamos dormidos ya en el dormitorio, enredados, respirando al mismo ritmo.
A las nueve me desperté, preparé el mate y unas tostadas, y fui a despertarla a la cama, despacio, con una sonrisa.
El aroma a tostadas inundó el ambiente, pero ella no lo registró; dormía profundamente, la desperté con besos y, después de pensarlo unos segundos, me abrazó. 
Le mostré el mate, las tostadas y el dulce de leche; se emocionó, me senté a su lado y le cebé el mate; conversamos largo rato.
Se levantó y pasó al baño porque quería lavarse la boca; volvió y seguimos ahí, instalados, proyectando el día… los días, los mimos estuvieron presentes hasta que decidió vestirse, quería ir a hacer compras y me pidió que la acompañara y al volver, quería limpiar la casa comento, poner el lavarropas y ordenar todo. 
Este día es para poner todo en orden dijo, vos déjame a mí, vos cocina y pone música.
Ahora vamos, arriba, porque si me miras así te como, agregó, entre sonrisa y beso.
En cuestión de minutos estábamos en la calle, es cierto que faltaban algunas cosas, pero como sabía que yo le escapo al súper, decidimos hacer el recorrido de siempre por los locales amigos. 
Pasamos primero por el del pollo y los fiambres; después por la carnicería de enfrente, donde siempre cae algún chiste o comentario sobre el tiempo; más tarde por la casa de pastas, donde el olor a harina y salsa casera ya te abre el apetito, y finalmente por la verdulería, con las frutas brillando en las cajoneras como si recién las hubiesen bajado del árbol.
Cerca de las once y media estábamos de regreso, al llegar, en lugar de revolear los zapatos y la ropa como otras veces, ella se tomó un momento para acomodar todo prolijamente. 
Yo puse la pava al fuego, cebé unos mates y encendí el equipo de música. Enseguida ella se puso con la limpieza y yo, con la cocina.
Por un buen rato, la casa se llenó de sonidos, la música de fondo, el ruido parejo de la aspiradora, el chisporroteo de la sartén, cada uno en lo suyo, pero compartiendo el mismo espacio, ese aire en casa que huele a rutina y a cariño.
Cuando terminó con una parte, la vi pasar rumbo al lavarropas con una pila de ropa en los brazos, buscó un alambre del pan lactal y se lo enroscó en el pelo para atarse el cabello, estaba transpirando, pero tenía esa expresión tranquila, como si limpiar también fuera una forma de ordenar el alma.
Yo seguía concentrado en el almuerzo, el aroma del ajo y las hierbas se mezclaba con el del piso recién perfumado con la limpieza.
Nos sentamos en la cocina a almorzar, fue como si el tiempo se detuviera un instante, el trabajo hecho, la casa en calma, los platos servidos, y esa sensación de haber llegado justo a tiempo para disfrutarlo todo.
Cuando terminamos, ella se levantó despacio, llevó los platos a la mesada y los lavo sin decir mucho, la observaba desde la mesa, cebando un mate que quedó olvidado un rato, hasta que ella dijo:
—¿Y si hacemos un café?
La idea sonó perfecta, el aroma del café recién hecho llenó la cocina, se mezcló con el olor del almuerzo y ese perfume limpio que todavía flotaba en el aire, nos sentamos otra vez, ahora más relajados, el sol se había corrido un poco, entraba oblicuo por la ventana y dibujaba sombras en el mantel.
De fondo seguía sonando música, bajita, el lavarropas ya había terminado, la casa, finalmente, estaba en paz, limpia, ordenada, con cada cosa en su lugar, esa clase de orden que no es solo visual, sino también interno, como si todo encajara por un momento.
Cuando el café se terminó y el cansancio empezó a pesar, ella se estiró en la silla y dijo algo como;
—Qué linda quedó la casa, ¿no?
Asentí. Era verdad. Había una calma que invitaba a quedarse quieto.
Poco después nos fuimos al dormitorio, casa en silencio y la sensación simple, casi perfecta, de que todo estaba en su lugar.
Dormí bastante profundamente y, pasadas las cinco, me levanté, traté de hacer el menor ruido posible y me fui a la cocina, preparé el mate, termo y llevé todo al escritorio, y con solo la luz del monitor de la computadora empecé a relatar mi encuentro con ella.
Aproveché para comenzar a contar cómo le había hablado de las cosas del barrio, esas que en más de una oportunidad publiqué en las redes o le conté a ella. 
Todo lo que estaba viviendo parecía un cuento, y como todo cuento, merecía ser contado.
Ahora reconozco que nunca me mintió, que era real, auténtica, tal cual decía.
Me resulta extraño su forma de vestir, o, mejor dicho, de desvestirse, pero lo hace de una manera tan natural que creo que terminaré acostumbrándome, aunque en el fondo no me guste. 
Entiendo que es más pudor, que otra cosa.
Debería contarle que siempre la pensé, que siempre la recordé y que nunca olvidé ese pulóver, ese pantalón, aquellos besos, ni los insultos que solté cuando me llamó para decir que se iba. También debería contarle la alegría que sentí hace años cuando decidí abrir Facebook, encontré muchos amigos… y ella me buscó. Nos encontramos y de aquella noche no me olvido más, me retó por no tener cámara en la computadora, y al otro día compré una. 
Cuando nos vimos, esa emoción fue única, la recuerdo, y mi piel se eriza como aquel día.
Por las redes, noche a noche, fuimos encontrándonos.
Primero con palabras sueltas, luego con silencios que decían más que cualquier frase, las madrugadas se volvían cortas, las horas se confundían entre su voz y el brillo tenue de la pantalla.
Recuerdo la primera vez que la vi semidesnuda, creí que solo quería provocarme, jugar con esa distancia que parecía infinita.
Pero no, con el tiempo comprendí que no había artificio, que lo que mostraba era tan real como su manera de mirar, tan natural como su risa cuando algo la hacía sentirse libre.
No hay artificio en su cuerpo, ni en su forma de ofrecerlo.
Es pura verdad, ella es así, espontánea, curiosa, imprevisible.
Y en esa mezcla de inocencia y fuego, se esconde algo más profundo que el deseo, hay ternura en sus gestos, amor en sus silencios, complicidad en cada palabra que se escapa sin pensarlo.
A veces me sorprendo pensando que no fue el cuerpo lo que me atrapó primero, sino esa manera suya de decir las cosas como si el mundo no la escuchara, solo yo, entonces, todo cobra sentido, su piel, sus risas, su desvelo.
Todo pertenece al mismo idioma secreto que inventamos juntos.
Creo que comenzare a escribir la historia del barrio, sus calles, sus esquinas y sus voces antiguas, inevitablemente, ella estará ahí, entre las líneas, como una interlocutora invisible, eso hare eso le propondré discutir cuando despierte. 
La escuché.
Primero el ruido del depósito del baño, después la ducha.
El agua empezó a caer con fuerza, fría, golpeando los azulejos como una lluvia repentina. 
Pude imaginar su cuerpo encogiéndose al primer contacto, ese pequeño sobresalto que da el agua fría al tocar la piel dormida.
Dejé el escritorio, había estado escribiendo, tratando de atrapar palabras antes de que se me escaparan, pero su presencia cambió el aire. 
Fui a la cocina, buscando la rutina como excusa, encendí la hornalla, puse la pava, preparé la yerba, el olor del gas encendido se mezcló con el del perfume del desodorante del ambiente.
Mientras el agua seguía corriendo, la imaginé. de pie, con el pelo cayendo sobre los hombros, los brazos cruzados bajo el pecho, soportando el frío, dejando que el agua la despierte de golpe, ella siempre prefiere el agua fría; dice que le limpia las ideas, que le devuelve la calma.
A mí me parece que la endurece, la vuelve más suya, más real.
La ducha cesó, se hizo un silencio breve, expectante, el silbido de la pava llenó el hueco justo cuando escuché sus pasos.
Y entonces apareció, apenas envuelta en una pequeña toalla de manos, con gotas deslizándose por su cuello, bajando hasta perderse, el aire parecía temblar a su alrededor, como si el contraste entre su piel fría y la temperatura del cuarto generara una corriente invisible.
¿Ya está el mate? preguntó, con voz suave, casi ronca.
No me dio tiempo a responder, se acercó y me besó.
Su boca estaba fresca, con ese sabor a agua reciente, limpia, sentí el frío de su piel en mis labios, pero también el calor que empezaba a crecer debajo, lento, inevitable.
Ella hace cosas que yo nunca haría.
Su manera de moverse, su desparpajo, su forma de aparecer como si nada —mojada, natural, dueña de cada gesto, me desarma.
Pidió un mate, se lo di.
Nos sentamos alrededor de la mesa, el vapor de la pava subiendo entre los dos. Ella lo sostuvo entre las manos, como buscando el calor.
¿Qué escribías? preguntó, con esa curiosidad que tiene cuando no busca respuestas sino historias.
Un poco de todo le dije. Cosas del barrio, de los comerciantes, de la charla de hoy con uno de mis amigos.
Sonrió.
Contame dijo, ¿cómo es eso que te contó el tipo?
Mientras hablaba, ella me escuchaba en silencio, tenía el mate en las manos, y de vez en cuando soplaba el borde para enfriar el agua.
El vapor le rozaba la cara, se mezclaba con las gotas que todavía quedaban en su cuello.
Su rodilla tocaba la mía bajo la mesa, leve, apenas.
Cada roce era un pulso, una respiración compartida, el frío de la ducha todavía estaba en su piel, pero ya se mezclaba con el calor de la cocina.
Afuera, el sol se filtraba por la ventana y pintaba la mesa de luz dorada.
A su cuerpo todavía fresco por el agua, al mate entre sus manos, a ese instante en que la vida parece detenerse solo para mirarnos.
El amor, entendí, no siempre llega envuelto en calor.
A veces llega así helado como el agua de la ducha, pero capaz de encenderte por dentro con solo un beso.
 Dale contame cómo es eso que vos tenés bronca y tu amigo también, que es eso de los comerciantes.
Sus gestos cambiaron.
Algo en el aire se volvió más denso, más vivo, pude sentir cómo el frío de la ducha todavía le recorría la piel, pero también el calor que subía con el pulso, ella también lo sintió. 
Me miró con esa mezcla de timidez y certeza que solo ella tiene.
Espérame un momento dijo.
Su voz sonó suave, pero firme, se levantó, desapareció por el pasillo y volvió enseguida, ya con una remera liviana, el cabello aún húmedo cayéndole sobre los hombros.
Se sentó frente a mí, pero esta vez distinta.
Cruzó las piernas sobre la silla, en esa postura que adoptaba cuando quería escuchar de verdad, cuando se entregaba al momento, puso el mate y el termo frente a ella, y con una sonrisa leve, casi cómplice, me pidió:
Bueno… ahora sí. Contame.
La miré unos segundos antes de hablar, intentando ordenar las palabras, pero también intentando sostener ese instante, ella frente a mí, atenta, hermosa en su naturalidad, en ese modo suyo de hacer que todo parezca fácil, verdadero.
Entre mates, le conté.
Le hablé de los comerciantes, de lo que me había dicho mi amigo,
 Dale, contame esa historia.
 Mira allá por el año 1954, en medio de un escenario económico complejo que atravesaba nuestro país, un grupo de comerciantes del barrio, conocidos entre sí y en muchos casos amigos de larga data, decidió comenzar a reunirse. 
La motivación principal era clara, la necesidad de afrontar juntos las dificultades del momento y encontrar, en la unión y el intercambio de ideas, soluciones que individualmente hubieran sido mucho más difíciles de alcanzar.
Al principio se trataba de encuentros informales, donde se compartían problemas cotidianos y se proponían posibles respuestas. 
Pronto se hizo evidente que la conversación y el trabajo colectivo eran un camino fértil, las experiencias de uno podían servir a otro, los conocimientos se complementaban, y la fuerza del grupo daba impulso a proyectos que de manera aislada hubieran resultado imposibles. 
Así, paso a paso, las reuniones fueron tomando forma hasta cristalizar en la conformación de una comisión que, con gran esfuerzo, tramitó su personería jurídica.
Lo primero fue asociar a los comerciantes y, con entusiasmo, comenzar a darle vida comunitaria al barrio. Junto al mástil de la plazoleta de Tronador se organizaron los primeros festejos de las fechas patrias, izando la bandera con orgullo y compartiendo el sentimiento nacional. 
También se impulsó la costumbre de dejar en cada local una franja recordatoria con mensajes de felicitación para cada fecha importante; el Día de la Madre, el Día del Niño o las fiestas de fin de año. Estos gestos sencillos fortalecieron los lazos entre comerciantes y vecinos, consolidando la idea de que la institución era parte esencial de la vida cotidiana. En aquellos años los comercios de barrio tenían un papel central en la vida comunitaria. 
No existían supermercados ni grandes cadenas las compras se realizaban en los negocios cercanos y el pago era siempre en efectivo, ya que aún no se hablaba de tarjetas de crédito ni de transferencias bancarias. 
Ella miraba con atención y escuchaba, es verdad dijo, ahora nos acostumbramos a un montón de cosas que en aquella época no existían.
Por eso, los comerciantes eran, entonces, verdaderos referentes: hombres y mujeres cuyos apellidos estaban íntimamente ligados a la historia del barrio y que brindaban, además de productos y servicios, un sentido de cercanía y pertenencia a cada vecino.
Cabe recordar que vecinos y comerciantes muy conocidos, como Galavani de la farmacia, Stella de la sastrería, Gómez de la ferretería, Spienza y muchos otros, fueron los pioneros de estas reuniones. 
Ellos sentaron la piedra valiosa de una institución que con el tiempo se transformó en clave para el progreso del barrio, dejando una huella imborrable en la historia comunitaria.
Por otro lado, en otro sector del barrio comenzaba a gestarse un movimiento con fuerte impronta social, el cooperativismo. 
Vecinos visionarios se reunían con la idea de promover créditos, ayudas mutuas y formas de organización comunitaria que favorecieran la modernización del entorno barrial. 
Con el tiempo, tanto la comisión de comerciantes como el grupo cooperativista fueron consolidando su presencia, obteniendo resultados notables que beneficiaron a toda la comunidad.
Con el correr de los años, y gracias a la apertura de la cooperativa de réditos del barrio, la comisión logró dar un paso relevante. 
Con el aval de salir como garantes, algunos comerciantes consiguieron un crédito que, con la ayuda de la Cooperativa, permitió comprar el primer piso de la esquina de Av. del Tejar y Tronador. 
Allí adquirieron dos oficinas que, al unirse, se transformaron en un pequeño salón de reuniones con una secretaría y un baño, en una de las esquinas más céntricas del barrio.
Llegar a conseguir esa sede fue un logro que costó muchísimo, pero gracias al esfuerzo conjunto y al aporte de todos los comerciantes mes a mes, se pudo ir pagando el crédito otorgado. 
No fue fácil, pero se consiguió, y hasta el día de hoy se recuerda con gratitud el gesto de aquellos comerciantes que salieron de garantes de ese crédito inolvidable y significativo para la vida de la institución. Sería injusto nombrar a todos y arriesgarse a olvidar a alguno, por lo que solo se mencionan algunos referentes a modo de ejemplo: Giménez, Fumo, Méndez, Santos, Trípodi, Casenave, Marrero y muchos más. Lo importante es dejar en claro que cada uno de esos comerciantes fue protagonista y merece el mismo reconocimiento, porque juntos hicieron posible un sueño que parecía inalcanzable.
Con el tiempo, la sede se convirtió no solo en un espacio de encuentro institucional, sino también en un punto de apoyo para los comerciantes y profesionales del barrio. Una vez por semana, durante algunas horas, atendían allí un contador y un abogado, brindando asesoramiento gratuito a los asociados. El acuerdo era simple: si luego del asesoramiento los comerciantes pasaban a ser clientes de esos profesionales, la Unión de Comerciantes no percibía participación alguna. 
Además, un cobrador recorría mensualmente los comercios asociados para cobrar la cuota social, con la cual se abonaban su sueldo y los servicios básicos: agua, luz y tasas municipales. Los cheques se emitían por Tesorería, con la firma del tesorero y de un miembro más de la Comisión, reflejando el compromiso y la transparencia que caracterizaban a la institución.
La unión de los comerciantes se instaló con fuerza en el barrio. 
La Comisión estuvo presente en todas las fiestas patrias, organizando desfiles con bandas de distintas fuerzas, y con una conducción ordenada integrada por presidente, vicepresidente, secretario, prosecretario, tesorero, protesorero y vocales titulares y suplentes. 
Además, cada fin de año, junto con la presentación de la memoria y balance, se celebraba una gran cena a la que concurrían entre 300 y 500 personas. 
Allí no faltaban los sorteos y premios donados por los propios comerciantes y fabricantes de la zona.
La vida institucional se enriquecía con actividades que marcaron una época: la carroza para el Día de la Primavera, el Tren de la Alegría para el Día del Niño, los sorteos para el Día de la Madre, campeonatos de fútbol y los inolvidables corsos de carnaval organizados por la Comisión de Comerciantes. Todo ello dejó una huella imborrable en la memoria del barrio.
Con los años, sin embargo, la realidad comenzó a cambiar. La participación fue disminuyendo, y la Comisión, que alguna vez reunió a decenas de vecinos entusiastas, empezó a quedar reducida a unos pocos. 
Finalmente, casi sin darnos cuenta, fuimos muy pocos los que quedamos sosteniendo esa historia. 
Hoy, al mirar hacia atrás, duele ver que la sede, aquel salón conseguido con tanto esfuerzo, sacrificio y amor por el barrio se ha perdido. 
Nadie parece reclamarla, ni recordar todo lo que representó.
Es una pena inmensa que la Unión de Comerciantes haya cerrado sus puertas y que tantos años de trabajo comunitario, de unión y de compromiso hayan quedado en el olvido. 
Porque esa institución no fue solo un grupo de comerciantes: fue el alma de un barrio que alguna vez se destacó en toda la ciudad por su espíritu solidario, por su ejemplo de organización y por el orgullo de ser parte de una comunidad unida.
Hoy solo queda el recuerdo de aquellos hombres y mujeres que, con compromiso, esfuerzo y pasión, dejaron todo por su barrio. De aquellas cenas multitudinarias, de los campeonatos, de los corsos y del Tren de la Alegría que llenaban de sonrisas a chicos y grandes. 
Sería imposible nombrarlos a todos, pero este texto pretende recordarlos colectivamente: desde el alumbrado de la primera farola hasta la última luz encendida en un carnaval, en cada gesto, en cada aporte y en cada idea está presente el recuerdo de esa institución increíble y querida, que marcó para siempre la vida de nuestro barrio.
Ojalá los comerciantes actuales puedan retomar aquel camino y recuperar la sede, devolviéndole vida a la Unión de Comerciantes. Sería el mejor homenaje posible a esos primeros hombres y mujeres que, con visión, esfuerzo y amor por su comunidad, fundaron una institución que supo hacer del trabajo colectivo un ejemplo de progreso y unión para todo el barrio.
Qué lindo amor dijo ella, con la mirada perdida en el mate que giraba entre sus manos. 
Pero qué pena que se esté perdiendo todo eso.
La escuché en silencio. No quise interrumpirla enseguida, dejé que las palabras se asentaran, que hicieran su eco dentro mío.
Cuando por fin hablé, fue casi un susurro.
No se está perdiendo… se perdió.
Ella levantó los ojos, sorprendida, como si esperara que la contradijera, que le ofreciera una esperanza.
Pero no la tenía, solo la verdad, sencilla, amarga, inevitable.
Hubo un silencio breve. 
Afuera, el ruido lejano de un auto y el canto de algún pájaro que todavía resistía la mañana.
El vapor del mate seguía subiendo entre los dos, como una pequeña niebla que no sabía si unía o separaba.
Ella apoyó el mate sobre la mesa y me miró fijo.
Todo eso, dijo; deberías escribirlo.
Lo haré respondí.
¿Y yo? preguntó, sonriendo apenas. ¿Dónde voy a estar en esa historia?
Vos vas a ser el hilo conductor—le dije. La que une todo.
Ella bajó la vista, como si mis palabras le pesaran y a la vez le dieran calor.
¿Así lo escribís? preguntó después, curiosa.
Así lo estaba escribiendo le respondí, señalando el escritorio.
Se quedó en silencio, asintiendo apenas, como si entendiera que en ese gesto en ese intento mío de dejarlo todo en palabras había algo más que una costumbre, había una necesidad, la de no dejar que se borrara, la de fijar en papel aquello que el tiempo ya empezaba a diluir.
Miré hacia el escritorio, sobre la pantalla, las frases a medio hacer esperaban, retazos de barrio, recuerdos de noches de charla, imágenes suyas colándose entre líneas. Todo volvía a tener sentido.
Ella tomó otro mate, lo sostuvo unos segundos y dijo.
Entonces seguí. Escribí. No dejes que se pierda del todo.
Y en ese momento lo supe, más que una musa, era la memoria viva de todo lo que había querido guardar.
El amor no se había perdido del todo.
Quedaba ahí, en ella, en mí, en el intento de volver a vivirlo y escribirlo.
Volví al escritorio.
La pantalla de la CPU estaba encendida, con el documento abierto, las palabras a medio escribir esperando a ser completadas, la luz  de la pantalla iluminaba el teclado y dibujaba sombras suaves sobre el polvo suspendido en el aire.
Ella me siguió despacio, con el mate todavía tibio entre las manos.
No dijo nada; se acercó y, con naturalidad, se sentó sobre mis piernas, tenía puesta solo su musculosa clara, de tela liviana, que dejaba ver los hombros y parte de la espalda, su piel todavía conservaba un frescor sutil, y su cabello caía sobre mi hombro, húmedo por el calor del ambiente.
Se inclinó hacia la pantalla, y sus ojos recorrieron cada palabra, como si quisiera absorberlas todas al mismo tiempo, yo apenas respiraba.
La sentía cerca, su cuerpo liviano apoyado sobre el mío, su cabello húmedo rozando mi mejilla, cuando terminó de leer, me miró con esa mezcla de ternura y emoción contenida.
Me besó, breve, silencioso, pero lleno de intensidad, un gesto que lo decía todo sin necesidad de palabras.
Seguí escribiendo, susurró al oído. Está hermoso.
Se levantó despacio y se alejó hacia la cocina, yo me quedé unos segundos quietos, mirando la pantalla, todavía sintiendo el calor de su cuerpo en mis piernas.  Apoye las manos sobre  el teclado y seguí escribiendo.
El sonido de sus pasos iba y venía, acompañando el ritmo de mis frases, a veces se oía el roce de las sillas contra la mesa, otras el abrir de un cajón, hasta que volvió a aparecer.
Cuando volvió, tenía una chispa en los ojos.
Estuve pensando dijo, apoyándose en el marco de la puerta. Quiero comprar cosas para empezar a pintar.
 Me alegro respondí, sonriendo.
Sí respondió. Lienzos… quiero un atril grande, óleos, pinceles, acrílicos… todo y quería saber si me acompañas a elegirlos.
Se movía con naturalidad, sus gestos llenos de entusiasmo, su musculosa se le pegaba un poco al torso por el calor, y algunos mechones de cabello húmedo se le pegaban al cuello, dándole un aire casual pero encantador.
Claro que te acompaño le dije.
Se inclinó sobre la pantalla unos segundos, apoyando la mano suavemente en mi hombro, y me dio un beso fugaz antes de irse.
Me quedé un momento mirándola alejarse, con el calor de su cuerpo aún presente sobre mis piernas, y comprendí que escribir sobre ella en la pantalla era otra forma de acompañarla.
Ella pintaría cuadros; yo seguiría pintando con palabras.
Y entre ambos, el amor se filtraba en cada gesto, en la luz que entraba por la ventana, en el calor del mate y en el ritmo de la casa que compartíamos.
El plan estaba claro, pronto caminaríamos juntos hacia tiendas de arte, eligiendo lienzos y pinceles, compartiendo la emoción de lo que ella crearía. 
Pero por ahora, la pantalla era mi lienzo, y ella, con su sola presencia, la musa que lo hacía.
Estaba concentrado en el escritorio, con la cabeza metida el relato y la luz de la pantalla reflejándose en mis ojos, cuando ella apareció en la puerta de la cocina y se asomó para consultarme, traía consigo un aroma suave a papa y a especias, y me dijo con una sonrisa que tenía todo listo para hacer un pastel de papas. 
Le respondí que me parecía perfecto; así no tendríamos que salir, y su sonrisa se amplió, casi como si hubiera ganado un pequeño triunfo.
Después me preguntó si tenía algún blog o anotador en la cocina, porque quería hacer una lista de materiales de pintura y, de paso, organizar la lista del supermercado. 
Le sugerí que lo hiciera directamente en la computadora, pero me explicó que estaba acostumbrada al papel, primero anota todo, luego lo pasa a la compu, me gustó esa costumbre suya, ese ritual que le daba calma.
Mientras hablábamos, estaba intentando conectarse con España para ver cómo estaba todo por allá, pensaba pedirle a una amiga que enviara algo de ropa y, más tarde, me consultaría que planeaba hacer con la casa.
 Aunque faltaba mucho para el invierno, se notaba que le inquietaba el frío; parecía que quería adelantarse, protegerse, sentirse lista para lo que vendría,
el ambiente estaba lleno de pequeños detalles, el olor de la cocina, el ruido leve de la calle entrando por la ventana, su voz mezclada con mis pensamientos, eran momentos simples, casi cotidianos, pero llenos de una calma que construye la vida juntos; listas, comidas, planes y miedos compartidos, entre risas y gestos suaves.
Me senté frente a la computadora y me perdí en el escrito durante un largo rato. Los dedos bailaban sobre el teclado, transformando pensamientos dispersos en palabras que aparecían iluminadas en la pantalla, la música suave llenaba el aire, girando de un LP al siguiente, y yo apenas notaba el paso del tiempo, cada canción era un puente entre ideas, una caricia que mantenía mi concentración intacta.
Mientras tanto, el aroma del pastel comenzó a deslizarse desde la cocina, supe entonces que, en cualquier momento, almorzaríamos, me levanté de la silla, y ella se asomó con esa paciencia que siempre me hace sonreír.
¿Por qué no vas dejando eso?
En minutos estoy, le respondí, guardando el archivo abierto, con el cursor parpadeando, como un recordatorio silencioso de que volvería. 
Caminé hacia la cocina, sintiendo cómo la dulzura del pastel se mezclaba con el aroma del café recién hecho y el aire fresco de la mañana.
Antes de cualquier otra cosa, era necesario llamar al técnico del aire acondicionado. 
La primavera ya se sentía pesada en algunos días, anticipando el calor del verano. Entre charlas y risas, surgió la idea de trasladar el estudio al living, reorganizando muebles, cables y equipos. 
Pensé en pedir ayuda para mover lo más pesado, pero ella insistió en que lo hiciéramos nosotros, algunas cosas eran realmente pesadas, y una mano más habría sido bienvenida, pero al final, la fuerza de nuestra voluntad y la coordinación hicieron que todo encajara.
Rápidamente coordinamos a conocidos para pasado mañana, asegurándonos de que no faltara ayuda. 
Mañana sería un día de descanso fuera de casa, pero pasado mañana los contratados vendrían, todo tenía un ritmo silencioso, casi musical, el aroma del pastel, la música que aún flotaba en el aire, la luz que entraba por la ventana y reflejaba los colores de la cocina.
Ella preguntó a dónde iríamos mañana, le respondí que nos dedicaríamos a comprar lo que necesitaba para pintar, pinceles, lienzos, pinturas de todos los colores, pero mientras hablábamos, la rutina de la mañana, los muebles, la organización, y el aroma del pastel se mezclaban con la expectativa de un almuerzo que ya estaba, cuando finalmente nos sentamos a la mesa.
Cuando lo sacó del horno, el aire se llenó de una fragancia irresistible, el borde dorado, el vapor que se elevaba, el sonido de los cubiertos, todo era un pequeño ritual. 
Servimos las porciones con cuidado y nos sentamos a la mesa, afuera, el sol seguía alto, y por la ventana entraban fragmentos de luz que se reflejaban en la mesa.
El primer bocado tenía gusto a hogar, a tiempo detenido, a ese punto perfecto entre la calma y la alegría. 
Ella me miró, sonriendo, y me dijo que después de comer iba a preparar una lista con los materiales para pintar. 
Asentí, sin apuro, disfrutando de ese instante silencioso, donde lo único que se oía era el sonido de los cubiertos, el reloj lejano y alguna canción que todavía giraba en el tocadiscos.
Terminamos el almuerzo sin decir demasiado, las palabras se disolvieron en la tibieza del mediodía, la casa quedó quieta, el aire quieto, la luz inmóvil sobre las cosas.
Ella levantó los platos, yo apagué la computadora, y todo pareció suspenderse, en ese silencio compartido, la siesta se insinuó como una promesa inevitable. 
A las cinco de la tarde me despertó con unos mates, estaba hermosa. Conversamos un rato; me comentó que estaba ansiosa por comprar sus cosas para pintar, lo contaba como una niña con juguete nuevo, se acostó a mi lado, dijo que quería abrazarme, y durante un rato los mimos fueron los protagonistas.
Después mencionó algo que había escuchado del banco de la avenida y me pidió que se lo contara. 
Acepté, aunque preferí que fuéramos a sentarnos a la cocina ya estaba algo acalorado, y ella estuvo de acuerdo y comencé contándole que, un panadero, un heladero, un publicista, un martillero, un odontólogo y un carpintero. 
Oficios distintos, vidas distintas, pero un mismo sueño, el de un barrio mejor, esa fue la chispa que encendió en Saavedra, a principios de la década del 60, el fuego solidario de una comunidad que entendió que su progreso no podía depender de individualidades aisladas, sino de la unión organizada de sus vecinos.
En tiempos donde el crédito parecía ser patrimonio exclusivo de los grandes capitales y de instituciones lejanas a la vida cotidiana, surgió la idea de algo distinto, una caja de crédito de, por y para los vecinos. Así,  nombres que hoy son memoria viva del barrio dieron forma a la Cooperativa de Crédito, Vivienda y Consumo de Saavedra, nacida en el seno del Club Estrella, primero en un local prestado y luego en su propia sede.
El día de su inauguración quedó grabado en la memoria colectiva, no fue solo el corte de cintas de una nueva institución, fue una verdadera fiesta popular, con un gran show en la puerta de la sede, con vecinos, comerciantes, profesionales y familias celebrando lo que significaba tener, por primera vez, una entidad financiera propia, administrada con honestidad y transparencia por gente del mismo barrio. 
Ese día no solo se abrió una caja de crédito, se inauguró un símbolo de pertenencia y confianza.
Lo que siguió después fue la prueba más clara de que el cooperativismo, lejos de ser una teoría, podía ser una práctica transformadora. 
La Cooperativa Saavedra llegó a tener más de 6.000 asociados y se convirtió en el motor de innumerables proyectos colectivos: acompañó a comerciantes y profesionales, apoyó a las escuelas, colaboró con los clubes y centros culturales, impulsó obras públicas como la instalación de cloacas, y hasta participó en la recuperación de empresas de transporte como las líneas 21 y 71. Todo esto, mientras en paralelo alimentaba la vida cultural con su sala Spilimbergo, que fue escenario de conciertos, teatro, conferencias y cine, gracias también al empuje de su activa comisión de damas.
A pesar de los embates de las dictaduras que intentaron sofocar la fuerza del cooperativismo, la Cooperativa Saavedra resistió y dejó un legado que hoy sigue vivo. 
En su antiguo edificio funciona actualmente una filial del Banco Credicoop, heredero directo de aquella gesta barrial y de tantas otras cajas de crédito que en todo el país demostraron que la unión solidaria es una herramienta económica tan eficiente como profundamente humana.
Hoy, al recordar a aquellos pioneros, no hablamos solo de nombres y oficios. Hablamos de un barrio entero que entendió que el verdadero poder está en la comunidad, en la capacidad de organizarse, en la voluntad de poner el hombro unos por otros. El panadero, el heladero, el publicista, el martillero, el odontólogo, el carpintero y todos los que se sumaron después dejaron una enseñanza que sigue vigente, cuando un barrio se une, no hay proyecto imposible.
En tiempos donde tantas veces se nos quiere convencer de que cada uno debe salvarse solo, la historia de la Cooperativa de Saavedra nos recuerda que la verdadera grandeza surge de la solidaridad, del esfuerzo compartido y del orgullo de decir: Lo hicimos entre todos. 
 Es muy lindo lo que contás, y todavía más lindo cómo lo contás.
Cada palabra tuya tiene algo que me atraviesa, no es solo emoción, es algo más hondo, más vivo, como si lo que decís no se quedara en el aire, sino que buscara lugar en mi cuerpo, en mi respiración, en mi forma de sentir.
A veces me sorprendo sintiendo que tus palabras no solo me tocan el alma, sino que también dejan una huella que se nota en la piel, hay algo en tu voz, en tus pausas, en la manera en que el silencio se queda entre lo que decís, que me sacude.
Me emociona, sí, pero también me despierta, me hace estar presente, atenta, viva.
Por eso pienso que deberías escribirlo todo, no dejar que se pierda, porque cada cosa que sale de vos tiene una verdad que se siente entera.
Si alguna vez llego a ser parte de eso, si en lo que escribas quedara un rastro de mí, creo que sería lo mejor que me podría pasar.
Y si no, igual hacelo, porque esto no puede quedarse encerrado, tiene que salir, tiene que llegar a otros, hacerles sentir.
Conmigo o sin mí, pero escribirlo, porque hay cosas que el cuerpo entiende antes que la mente.
Y las tuyas, tus palabras, hablan en ese idioma. 
En su cercanía, todo lo que me decía parecía recorrer cada rincón de mi cuerpo. Se sentó frente a mí, tan cerca que podía sentir el calor de su piel mezclándose con el mío. 
Su voz bajó, lenta y profunda, y cada palabra parecía deslizarse sobre mí, encendiendo algo que no sabía que estaba allí, por un instante, perdí la noción de todo; solo existía ella, su respiración cerca, el roce accidental de nuestras manos, y una corriente eléctrica que recorría mi piel con cada movimiento. 
No sabía si estaba despierto o soñando, solo sabía que quería quedarme ahí, atrapado en la intensidad de su abrazo. 
Pasadas las seis de la tarde comenzamos a vaciar el escritorio y a mover algunos muebles, tuvimos que usar el dormitorio para dejar cosas hasta vaciarlo por completo y empezar a llevar otras allí, el equipo de música y un sillón quedaron en el living, el equipo siempre siguió sonando, la discoteca paso del escritorio al living.
Fuimos y vinimos con libros muchísimas veces, hasta que la hora de la cena nos fue atrapando, pero seguimos, el pedido de empanadas con cerveza que hizo ella llegó pasadas las diez y media. 
Le sugerí que mañana solo fuéramos a comprar los materiales de pintura y que continuáramos con todo esto, dejando la salida para otro día, aceptó.
Cuando sonó el celular, se vistió y salió a buscar la cena, comimos en el living mientras seguíamos organizando cosas, y trabajamos hasta la medianoche.
La ducha cerró el día, y nos fuimos a dormir.
Antes de apagar la luz, ella encontró una pelota guardada y me pidió que le contara algo antes de dormir, entonces le hablé de La Pelota Pulpo, la que tenía en la mano, una nueva que yo gurdo y dije. –
En 1936, en el barrio de Saavedra, gracias a  Lanfranconi, un exoperario de Pirelli experto en caucho, su apodo, Pulpo ganado por su fuerza, dio nombre a la pelota, que se distinguió por su diseño a rayas rojas y blancas como vez, su dureza y su rebote impredecible.
Junto a su hermano Arístides, fundó la empresa G. Lanfranconi SRL, que también fabricaba ventosas, pelotas de tenis y otros productos. En su época de esplendor llegaron a producir 5.000 pelotas diarias, dominarla era todo un desafío, pero también un aprendizaje, generaciones de chicos la usaron para entrenar en los potreros y en las calles.
Tras la muerte de los fundadores, la empresa pasó a Juan Carlos, hijo de Gerildo. Pero la crisis de los años 90 golpeó fuerte, y en 1994 la producción se detuvo.
Más tarde, la familia Cena tomó el relevo y mantuvo viva la marca. 
Hoy, Luis Cena y su hijo Nicolás siguen fabricando la Pulpo en Villa Lynch, en menor escala, pero preservando su esencia.
Este ícono argentino fue también homenajeado en el arte, una muestra en 2013 (Alma de Pulpo) y un documental en 2017 reafirmaron su lugar en la cultura popular.
La Pelota Pulpo es mucho más que un juguete, es un pedazo de memoria colectiva, en cada baldío, en cada callejón, esa pelota desafiante enseñó a gambetear no solo rivales, sino también la vida.
Su permanencia, a pesar de los vaivenes económicos, demuestra que hay objetos que no pueden reemplazarse, porque están hechos de identidad.
La Pulpo es tan argentina como el asado, el mate o la camiseta albiceleste, y sigue recordándonos que jugar también es una forma de construir cultura.
Insisto, es hermoso lo que contás, pero ahora que te escucho, que puedo tenerla en la mano, creo que la recuerdo… allá, con los chicos.
Esta es nueva, nunca la usaron, pero sí, la recuerdo.
Me abrazó, apagó la luz y, entre mimos, nos quedamos dormidos.
A las ocho de la mañana me despertó el murmullo suave de la casa que empezaba a moverse. 
El desayuno ya estaba listo, humeante sobre la mesa, y el olor del agua caliente mezclado con la yerba recién cebada me trajo una calma extraña, esa que aparece solo en los comienzos de algo que todavía no se nombra. 
Una hora más tarde, después de ordenar algunas cosas dispersas, de ducharnos y de cruzar un par de miradas que decían más de lo que cualquiera de los dos se animaría a admitir, salimos a la calle.
El aire tenía ese filo fresco que deja la mañana después de una noche larga. Íbamos a comprar sus elementos; pinceles, papeles, óleos, bastidores… toda esa constelación de objetos que parecen inertes hasta que alguien como ella los toca y les da vida.
Intenté convencerla de que se pusiera otra ropa, algo más discreto, pero fracasé claro. 
Sonrió apenas, sin palabras, como si supiera que de todas formas yo lo volvería a intentar mañana, y pasado, y así hasta que la costumbre o el cariño me hagan rendirme.
Cuando entramos a la casa-librería de arte, todo cambió, fue como si el lugar la reconociera antes que las personas, las paredes llenas de colores, los estantes repletos de tubos y papeles, todo parecía inclinarse levemente hacia ella.
 Apenas cruzó la puerta, la vendedora la miró con una mezcla de sorpresa y certeza.
Usted es artista, le dijo con una sonrisa amplia. 
Por su look, por cómo entra. 
Es hermosa. ¿Qué precisa?
Ella se dio vuelta hacia mí, con esa lentitud que tiene cuando sabe que está ganando una escena, me miró, y sin decir nada, me hizo un gesto que prefiero no describir; uno de esos gestos que son mitad burla, mitad caricia, y que me dejan desarmado.
 Luego volvió a la vendedora, y empezaron a conversar como si se conocieran de antes, como si las palabras se hubieran estado esperando.
Yo me quedé ahí, apenas un paso atrás, observando cómo todo a su alrededor cobraba sentido. 
Después de más de una hora mientras cargábamos el auto, el sol ya empezaba a caer oblicuo sobre la vereda, ella salía del local con los brazos llenos de bolsas, cajas, tubos, bastidores, como si hubiera saqueado el corazón mismo del arte. Los envoltorios crujían con cada paso, y había algo en su expresión una mezcla de orgullo y entusiasmo infantil, que me hizo sonreír sin querer.
¿No te parece demasiado? le dije, intentando sonar razonable.
El arte nunca es demasiado respondió, y me lanzó una mirada que anuló cualquier intento de réplica.
La ayudé a acomodar todo en el auto, los pinceles asomaban como plumas, los papeles parecían respirar dentro de sus envoltorios, cada objeto tenía el peso de una promesa, ella revisaba cada cosa con cuidado, como si confirmara que el futuro seguía intacto dentro de esas cajas.
Yo manejaba despacio, disfrutando esa quietud que se instala cuando no hace falta hablar para entenderse. 
El aire olía a yerba seca y a óleo, una mezcla extraña pero familiar, como si la casa nos esperara con un suspiro.
Al llegar, bajamos todo, las bolsas, los paquetes, los rollos de papel, los tubos de pintura que se escapaban entre nuestras manos. 
La casa, de pronto, se llenó de vida y desorden, el suelo cubierto de papel de embalar, las mesas improvisadas.
Ella se movía rápido, con esa energía que le sale del cuerpo cuando algo la entusiasma, cada caja abierta era una revelación, cada bolsa un pequeño universo por descubrir, yo la observaba desde el marco de la puerta, sin interrumpirla, como quien contempla un ritual.
No te imaginas lo que va a salir de todo esto, dijo sin mirarme, mientras acomodaba los pinceles por tamaño.
Y en ese instante entendí que no hablaba solo de pinturas, hablaba de algo más grande, de una especie de renacimiento silencioso, de una nueva etapa que acababa de empezar ahí, entre papeles y manchas de color, en una tarde cualquiera que iba a quedarse grabada en la memoria con la suavidad de los comienzos verdaderos.
Me acerqué un poco y le dije:
Che, no cocines así, Tenés que protegerte, sobre todo del aceite caliente, un salpicón y te quema.
Ella sonrió sin dejar de mover la sartén.
No pasa nada, ya estoy acostumbrada me dijo, como si fuera algo menor.
Igual, no cuesta nada ponerse algo, aunque sea una remera vieja, insistí.
Me miró por encima del hombro, con esa expresión suya que mezcla ternura y tozudez, y cambió de tema enseguida.
Toma, alcánzame el mate dijo, alargando la mano.
Le cebé uno y se lo pasé.
¿Querés contarme algo mientras cocino? me preguntó.
No, contame vos le dije. 
Hace rato que no te escucho hablar tranquila.
Se apoyó contra la mesada, tomó un sorbo y me miró con una sonrisa cansada.
No contame algo vos, algo de los tuyos, de cuando eras chico o de lo que estabas escribiendo el otro día —dijo, tratando de esquivar el tema del aceite y de contar algo ella.
El olor de las milanesas empezó a llenar la cocina, ella seguía moviéndose con esa mezcla de descuido y gracia que me dejaba entre la preocupación y la ternura.
Yo suspiré y, mientras le cebaba otro mate, pensé que, por más que le repitiera lo del aceite mil veces, iba a seguir igual, confiada, libre, haciendo las cosas a su manera.
Ella se quedó un momento en silencio, como pensando en lo que le había dicho. Después dejó la espumadera en el borde de la sartén y me miró.
A vos te gusta decirme eso, ¿no? preguntó, medio en broma, medio en serio.
¿El qué? le respondí.
Que me cuide… dijo, con una sonrisa leve. Pero sabes qué, me gusta que me lo digas, me gusta que me cuides.
Entonces fue hasta el dormitorio y volvió al rato con una musculosa liviana, se la puso rápido, mientras seguía hablando desde allá.
¿Así está bien? me dijo al aparecer otra vez en la cocina.
Sí, mucho mejor le contesté, sonriendo.
Bueno, gracias me dijo, y me alcanzó el mate, como si nada hubiera pasado, aunque se le notaba un gesto distinto en los ojos, más suave, más tranquilo.
El aceite seguía chispeando, pero ahora la veía moverse con más cuidado. 
Me senté en la mesa, la miré un rato en silencio mientras ella terminaba las milanesas y pensé que a veces cuidar también es eso, decir lo justo, sin meterse de más, pero sin dejar de estar atento.
Ella se dio vuelta con el plato en la mano y me dijo.
Listo, el puré ya está, comemos y después seguimos con lo del escritorio, dale.
Asentí, y mientras servía las milanesas, el mate quedó entre los dos, tibio, sobre la mesa, como parte del ritual de todos los días. 
Nos sentamos a la mesa a almorzar, las milanesas con puré estaban recién hechas y el mate seguía tibio a un costado. 
Hablamos de cosas simples, de lo que habíamos hecho durante la semana, de algún recuerdo gracioso que nos hizo reír a los dos. Ella se reía mucho de mis comentarios, me cargaba con su humor, pero cada tanto se detenía y me miraba con esa mezcla de ternura y gratitud que me hacía sonreír por dentro.
Gracias por cuidarme… de verdad, dijo entre risas, pero con la voz más suave, emocionada. Nunca nadie me había cuidado así.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, no pudo contenerse y rompió en llanto, sin pensarlo, la abracé fuerte, sintiendo cómo su emoción se mezclaba con la mía.
No tenés que pedir disculpas si no me haces caso, le susurré. 
Solo quiero que estés bien.
El día seguía su curso con normalidad, la cocina limpia, el living más ordenado, y nosotros dos compartiendo un momento que no era nada extraordinario, pero que, de alguna manera, lo era todo.
Sentados en el piso del living (no sé por qué), tomando mate, ella me miró y dijo. ¿A la noche hacemos pizza?
Sí, hacemos pizza, le respondí, sonriendo. Y compramos helado¡¡
 y ella agregó:  contame, contame qué hacías hace cuando nos conocimos, ¿qué dijiste algo de militancia?
Entonces, entre sorbo y sorbo de mate, le dije:
Vos lo supiste luego, porque lo hemos hablado, para quienes pensábamos como yo, que seguíamos los pasos del radicalismo, era imposible no sentir que estábamos viviendo un momento único. 
Caminábamos detrás de Raúl Alfonsín, un hombre sencillo, honesto, con la serenidad del que sabe escuchar y la claridad de un estadista, e su voz había esperanza, en su mirada un país entero.
Noche tras noche nos reuníamos en el comité de la calle Naón, en el barrio de Saavedra. 
Era una casa vieja, con las paredes descascaradas y un cartel algo torcido que apenas se sostenía, pero adentro latía una energía indescriptible. 
Allí, entre mates, cigarrillos y discusiones, preparábamos el engrudo en ollas grandes y organizábamos las cuadrillas que saldrían a empapelar el barrio. 
Algunos traían brochas, otros baldes, y todos llevábamos ganas, afuera, el aire fresco de la madrugada mezclaba el olor a pegamento con el perfume de los tilos.
Pintábamos consignas con letras apuradas, con la ansiedad de quien quiere recuperar el tiempo perdido. 
Nosotros escribíamos Somos la paz, mientras que desde el peronismo respondían con Somos la rabia. 
Y así, más de una vez, terminábamos discutiendo fuerte por una pared, pero en el fondo, más allá de las diferencias y de la pasión con que defendíamos nuestras ideas, todos queríamos lo mismo: que nunca más el miedo ni el silencio fueran la norma.
Volvíamos a casa sucios, manchados de cal, con las manos teñidas de rojo y blanco, los colores de nuestra esperanza. Pasábamos horas, a veces hasta el amanecer, cantando, debatiendo, soñando. Nos acompañaban chicas de la juventud, novias, compañeras de militancia, esposas. Los mates iban y venían, los chistes también, y entre todos construíamos algo más que una campaña: construíamos la fe en que otro país era posible.
Recuerdo especialmente a Gustavo, que llegaba siempre tarde, todavía con el traje puesto porque venía directo de la facultad. 
Ya casi recibido, se sumaba sin dudar. Lo esperábamos sabiendo que, cuando él llegara, empezarían las mejores discusiones sobre política, sobre historia, sobre el país que soñábamos.
Y así, día tras día, el calendario fue acercándose al 30 de octubre. 
En cada esquina, en cada reunión, en cada abrazo, se respiraba esperanza. Después de siete años de una noche oscura que había comenzado en 1976, sentíamos que al fin la luz empezaba a asomar. 
Esa noche fue larga, demasiado larga, pero nunca lograron apagar del todo la llama que guardábamos adentro.
El 30 de octubre de 1983 amaneció distinto. 
Las calles estaban llenas de gente que sonreía sin miedo, en cada mirada se leía el deseo de recuperar la palabra, de volver a votar, de volver a creer. Y cuando llegaron los resultados, cuando supimos que Alfonsín era el nuevo presidente, fue como si todo el país respirara aliviado.
El 10 de diciembre, desde Plaza de Mayo, la democracia volvió a florecer. 
Alfonsín levantó la Constitución y la multitud estalló en aplausos. 
No importaba a quién habías votado, esa tarde todos fuimos uno solo. Caminamos juntos, sin odios, con la emoción a flor de piel, sabiendo que empezaba una nueva etapa, imperfecta quizás, pero nuestra.
Hoy, a cuarenta y dos años de aquel tiempo, la memoria me trae los rostros de tantos compañeros y amigos de todos los partidos. 
Aquellos con quienes noche a noche nos cruzábamos en las calles, muchas veces pintando murales enfrentados, pero compartiendo el mismo anhelo. Éramos jóvenes, idealistas, tercos y soñadores. No sabíamos mucho de política, pero sabíamos de esperanza.
Por eso, cuando miro hacia atrás, no puedo evitar una sonrisa y una emoción que se me sube al pecho. 
Porque aquella generación, con sus errores y aciertos, con su pasión y su entrega, logró algo inmenso, recuperar la democracia y eso, más allá del paso del tiempo, sigue siendo nuestro mayor triunfo colectivo.
discutíamos con pasión y soñábamos con un país distinto; y cómo, después de años de oscuridad, la democracia volvió el 30 de octubre de 1983.
Ella escuchaba mi relato, angustiada, y sus ojos se llenaban de lágrimas, su garganta se movía como si estuviera tragando algo muy pesado, me tomaba la mano y se pasaba la otra por la cara, me contó que nunca se enteró de lo que pasó sus padres nunca dijeron nada, recién supo algo leyendo los diarios y siguiendo el periodismo.
Sus padres se habían ido a España por trabajo, y ella los siguió, nunca supo bien por qué, y cuando quiso comprenderlo, ya era tarde, sus padres no estaban más y no tenía otra familia cerca. 
Investigó y leyó mucho, y llegó a la conclusión de que se habían ido, aunque nunca supo si fue por temor o por otras razones relacionadas con ellos, aclaró que nunca los conoció en militancia ni nada parecido; solo recordaba compañeros de trabajo que tampoco viven hoy, su relato estaba cargado de dolor, pero también de un intento de entender su historia y llenar los vacíos que la vida le dejó. 
Las ventanas quedaban abiertas y las persianas bajas, dejando entrar apenas la brisa de la tarde, un reflejo de sol iluminaba la habitación con un tono cálido y suave, mientras una música tenue llenaba el espacio, acompañando cada gesto. La miré con deseo, y ella se dio cuenta; no dijo nada, pero aprovechó la situación, como si supiera que mis ojos la seguían.
Cada movimiento suyo hablaba por sí solo, la forma en que bajaba y levantaba los brazos para acomodar los libros, la manera en que se inclinaba, cómo su respiración era más profunda, cómo su cuerpo, humedecido por la transpiración, brillaba levemente bajo la leve oscuridad, todo en ella expresaba tensión, sensualidad y concentración al mismo tiempo.
Yo permanecía allí, sentado en el piso, observándola, sintiendo cómo la atmósfera entre nosotros se cargaba de un deseo silencioso.
 La música suave, la brisa que rozaba su piel, el aroma que desprendía y la luz hacían que cada instante se sintiera más íntimo, más intenso. 
Era un equilibrio perfecto entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre la rutina de acomodar la casa y la electricidad que se respiraba en el aire.
El reloj avanzaba, y el sonido del tráfico en la calle comenzaba a disminuir, la música seguía sonando baja, mezclándose con el viento era un instante suspendido, donde cada movimiento parecía alargarse, y cada respiración compartida se sentía cercana, casi palpable.
Cerca de las 22 horas, un timbre rompió suavemente la calma, ella se movió hacia la puerta y bajó la cortina lentamente, dejando un pequeño espacio por donde se podía ver el exterior. 
Abrimos, y las empanadas llegaron, calientes, en la bolsa de papel que llevaba el repartidor, me las entregó, y yo la miré de reojo mientras regresaba al interior, la brisa entrando un poco más fuerte por la ventana abierta, moviendo la cortina que aún colgaba húmeda.
Era un momento cotidiano, pero cargado de una sensación especial, la casa ordenada a medias, los libros acomodados, los muebles lustrados, la luz cálida, la música suave, la brisa y la intimidad compartida, y ahora la pequeña alegría de las empanadas que llegaban justo a tiempo para coronar la noche.
Comentamos que mañana, a las ocho, nos levantaríamos, porque a las nueve llegarían los muchachos. 
Entre empanadas y cerveza, la conversación se fue haciendo cada vez más agradable, ligera, como si el tiempo se estirara y no importara nada más que esos pequeños momentos compartidos.
Hablábamos de cualquier cosa: anécdotas tontas, recuerdos del pasado, planes pequeños y grandes y entre risas, miradas y silencios cómodos, la noche se volvía más cálida y sin darnos cuenta cuando nos acostamos después de ducharnos eran las dos de la mañana.
A las siete de la mañana sonó el teléfono, el sonido fue casi una sacudida después de la noche larga; ella se levantó todavía medio dormida, con el pelo húmedo y una camiseta en la mano. 
En la pantalla, el nombre de su amiga desde Madrid atendió ahí mismo, en la mesa de la cocina, mientras la cafetera seguía apagada y el amanecer apenas clareaba las ventanas.
Allá era mediodía, se saludaron con una sonrisa cálida, sin formalidades, ella le pidió disculpas por estar casi sin ropa, pero su amiga se río y le respondió que estaba igual, que allá también hacía calor, las dos se entendían con gestos, risas y silencios que decían más que las palabras.
La conversación se deslizó hacia lo cotidiano, le pidió si podía mandarle algo de ropa de verano, porque allá los días estaban pesados y el calor no daba tregua, en otro momento hablarían del invierno, de las camisas, los pantalones, las zapatillas, los zapatos… y también de la casa, que la mantuviera en orden, que la cuidara hasta que se vendiera.
En medio de la charla, ella me miró y me hizo una seña para que me acercara, me la mostró en la videollamada, las dos, con esa naturalidad que todavía me sorprende, casi desnudas, riendo como si nada. 
Me saludo amablemente, sin ningún pudor, con esa soltura que me descoloca pero que a la vez me parece sincera, limpia.
Yo las saludé también, un poco incómodo al principio, aunque después me relajé. Había algo genuino en esa escena, una especie de confianza entre ellas que parecía no necesitar explicaciones.
Cuando cortaron la llamada, ella se quedó un momento mirando la pantalla apagada, como si pensara en algo. Después se vistió con calma, porque a las nueve llegaban los que venían a trabajar.
Mientras tanto, pusimos la pava y nos sentamos a tomar unos mates, ella, entre sorbos, me habló de su amiga, de los años que compartieron, de esa libertad que aprendieron juntas. 
Yo la escuchaba, intentando entender esa forma de estar tan suelta, tan segura del propio cuerpo, del espacio, del momento.
Le dije que me costaba comprenderlo del todo, que venía de otro ritmo, de otras costumbres, ella sonrió y me dijo que no hacía falta entenderlo enseguida, que solo había que mirar sin prejuicio, dejar que las cosas sean.
Entre el mate y el ruido de la calle que despertaba, la conversación se fue volviendo liviana, casi silenciosa afuera el sol ya entraba por la ventana, y yo pensaba que quizá esa libertad que a veces me desconcierta tiene algo de verdad profunda, algo que uno no puede explicar, pero que se siente, se aprende, poco a poco, con el tiempo.
Voy a cambiarme, que en un rato llegan los chicos.
La seguí con la mirada mientras desaparecía por el living, se oían los pasos, el abrir y cerrar de cajones, yo me quedé en la mesa, dejando que el tiempo pasara un poco.
Cuando volvió del cuarto, ya estaba vestida para la ocasión.
Nada exagerado, nada que llamara la atención, llevaba un pantalón de lino color claro, de esos que acompañan el movimiento sin ajustarse, y una blusa liviana, suelta, de un tono suave que dejaba ver apenas el contorno de los hombros cuando la luz le daba de costado en los pies, unas zapatillas limpias, cómodas, con las que se movía segura por la casa.
El pelo, todavía húmedo, le caía con naturalidad sobre la espalda, y se lo apartaba del rostro cada tanto con un gesto distraído, como quien no le da importancia, no había maquillaje, solo la frescura del agua y del descanso breve.
Había en ella una especie de equilibrio entre el cuidado y la simpleza, lo justo, lo necesario, se vestía sin buscar agradar ni impresionar, pero todo en su manera parecía estar en su lugar, era una forma de elegancia silenciosa, de presencia tranquila.
Listo dijo. Así estoy bien y sí, lo estaba. 
Natural, sin pretensión, como si esa manera de estar tan suya fuera suficiente para comenzar el día sin más adornos que la luz de la mañana que entraba por la ventana.
El mate burbujeó apenas, señal de que ya estaba listo ella se acercó, me miró y dijo con una sonrisa tranquila.
Ahora sí, empieza el día.
El día pasó más rápido de lo que imaginábamos. 
Desde temprano, con el movimiento de los que vinieron a trabajar, la casa se llenó de voces, herramientas, idas y vueltas. 
Ella iba y venía, revisando cada cosa, dando indicaciones, acomodando, alcanzando algo, siempre presente sin imponerse. 
Yo ayudaba en lo que podía, más que nada observando cómo todo se iba transformando, cómo el desorden de la mañana empezaba a tomar forma. 
A las seis de la tarde, cuando el sol ya caía sobre el patio, todo estaba terminado, mucho mejor de lo que habíamos pensado. 
Cada cosa en su lugar, los rincones limpios, el aire más liviano, era como si la casa respirara distinto.
Nos quedamos un momento en silencio, mirando alrededor, estábamos cansados, sí, pero había una satisfacción tranquila en el cuerpo, esa que solo deja el trabajo bien hecho. 
Fuimos a la cocina, ella se sentó y yo puse la pava en el fuego, durante el día habíamos tomado solo agua, gaseosa y café, así que el mate se extrañaba.
por fin dijo ella, sonriendo, un rato para nosotros.
Me di vuelta y la vi sentada con los pies apoyados en otra silla, relajada, se había sacado la ropa y la había dejado a un costado, quedó cómoda, libre, como quien se quita el peso del día, la luz del atardecer entraba por la ventana, dorada, suave, y le daba a la escena un aire sereno.
Ella estaba especialmente contenta porque por fin habían arreglado el aire acondicionado del living.
Era una tontería, pero me tenía cansada dijo riendo.
Ahora no queda nada pendiente, tenía razón, todo estaba en orden, hasta el aire al funcionar se respira distinto.
Desde la cocina llegaba el murmullo del televisor que había quedado encendido. Ella se levantó sin decir nada, fue hasta el living y lo apagó y puso algo de música, una melodía suave que llenó el espacio sin imponerse.
Nos quedamos ahí, todo estaba en su lugar, la casa, el día, el silencio y por un momento, también nosotros. 
Conversamos durante mucho tiempo, sin mirar el reloj, afuera ya había oscurecido del todo, y la casa se sentía distinta, más serena, con ese silencio que solo llega después de un día completo.
Ella se levantó y empezó a sacar algunas cosas para cenar.
Hagamos algo rápido, liviano dijo. No tengo fuerzas para nada complicado.
Preparamos una cena sencilla, un poco de pan, fiambre, unas verduras salteadas, algo fresco para acompañar. 
Mientras cocinábamos, la conversación seguía fluyendo, saltando de un tema a otro sin rumbo fijo, el trabajo, los viajes, las amistades, las cosas que se fueron quedando atrás.
En un momento, entre risas, me miró y me preguntó.
¿Vos sabés jugar al truco? Me tomó por sorpresa.
Claro le respondí. No soy un experto, pero me defiendo. ¿Por qué?
Ah, no, por nada dijo sonriendo. 
Es que hace un montón que no juego, y me acordé recién. 
Me gustan los juegos de mesa, las cartas, esas cosas que se hacen sin apuro, hablando, riendo.
Le conté que, en casa, de chico, el truco era casi una religión los fines de semana, los mates, los gritos de quiero vale cuatro, que se escuchaban hasta en la vereda. 
Ella se río con ganas, y me dijo que en su familia era igual, aunque ahora ya nadie se tomaba el tiempo para eso.
_ Queres que te cuente que escribí de los juegos?
 Dale ahí quería llegar, recuerdo haber leído algo.
Alguna vez, en un tiempo no muy lejano, las pantallas no existían para tenerlas en la mano. 
Solo conocíamos la del cine, cuando íbamos a ver una película, o la del televisor en casa, ese mueble grande con patas que ocupaba un lugar central en el living y que, llegada la medianoche, nos mandaba a dormir.
A veces, antes del cierre de transmisión, aparecía un cura con sus palabras finales, o un locutor despidiéndose con solemnidad. 
Después, la pantalla se llenaba de un ruido blanco que anunciaba que el día había terminado.
En aquellos años, la vida parecía tener otro ritmo, no existían los teléfonos inteligentes, ni las redes sociales, ni la urgencia de mirar cada cinco minutos una pantalla brillante. 
Nos comunicábamos cara a cara, con una mirada, una sonrisa o un silencio compartido. 
Las reuniones no se daban a través de videollamadas, sino alrededor de una mesa real, con sillas que crujían y tazas de café que se enfriaban entre anécdotas.
Los naipes y los juegos de mesa eran parte esencial de esos encuentros. El truco, el chinchón, el póker, el burako, el backgammon, la carrera de mente, el T.E.G., la canasta y tantos otros juegos llenaban las tardes de risas, discusiones amistosas y pequeñas rivalidades que se olvidaban en la próxima ronda. Algunos apostaban unas monedas, otros simplemente jugaban por el placer de ganar o de compartir. 
Había algo especial en esas partidas: no solo se trataba de ganar, sino de estar juntos.
Cada juego tenía su propio ritual, barajar las cartas, mover las fichas, anotar los puntos, bromear con el que hacía trampa, eran momentos que nos unían sin necesidad de tecnología. 
No necesitábamos avatares ni perfiles, porque teníamos nombres, rostros, gestos y emociones verdaderas.
Hoy, en cambio, muchos pasan horas frente a una pantalla diminuta, conectados con miles, pero en soledad. Conversan con alguien que quizás no conocen, que podría estar en cualquier lugar del mundo, o que incluso podría no ser una persona. 
Se trata de un algoritmo, un conjunto de líneas de código que responde con precisión, pero sin alma. 
Es el famoso avance, el progreso que tanto admiramos, pero que a veces nos roba un pedacito de humanidad sin que nos demos cuenta.
Sin embargo, no todo está perdido, e mismo avance que nos encierra también puede abrirnos puertas si sabemos usarlo con equilibrio. 
Hoy podemos reencontrar a un amigo de la infancia, compartir recuerdos, aprender cosas nuevas o comunicarnos con alguien a miles de kilómetros. Las pantallas, en sí mismas, no son el enemigo, el peligro aparece cuando olvidamos mirar más allá de ellas.
Quizás sea hora de recuperar algo de aquel espíritu simple y cercano, de volver a sacar los naipes del cajón, desempolvar un tablero y reunirnos otra vez alrededor de una mesa, aunque sea una vez por semana. 
De apagar por un rato el teléfono y encender la charla, la risa y el afecto, porque nada ni la mejor tecnología, ni la conexión más rápida puede reemplazar la calidez de una mirada, el sonido de una carcajada compartida o la emoción de una partida ganada entre amigos.
Todavía estamos a tiempo, el futuro no tiene por qué borrar el pasado; puede aprender de él. Y quizás, si encontramos ese equilibrio, podamos vivir en un mundo donde las pantallas no nos separen, sino que sean solo una herramienta más para seguir conectados, pero de verdad.
Cenamos tranquilos, sin prisa, la música seguía sonando suave desde el fondo, y cada tanto el viento movía apenas las cortinas, cuando terminamos, dejamos los platos en la pileta y nos quedamos en la mesa con el último café, conversando como si el día no quisiera terminarse.
La casa, limpia, ordenada, olía a comida y a descanso, ella parecía feliz, relajada, con esa expresión de quien siente que todo está bien, aunque no haya pasado nada extraordinario.
Qué lindo día dijo al final, mirando hacia la ventana.
Y tenía razón, había sido un día largo, simple, completo, un día donde, sin planearlo, todo encajó en su lugar, el trabajo, la charla, el cansancio, y ese pequeño espacio compartido que ya empezaba a sentirse como algo propio.
Nos duchamos y nos fuimos a dormir. 
En la cama conversamos un rato, con esa voz baja que aparece cuando el cuerpo ya está rendido y las palabras se vuelven suaves, no recuerdo bien en qué momento nos quedamos dormidos, pero fue de golpe, como si el sueño nos hubiera estado esperando desde hacía horas.
Cuando desperté, una música suave, casi imperceptible, llegaba desde el living, me quedé unos segundos escuchando, tratando de adivinar la melodía, era algo tranquilo, con guitarras y un ritmo lento, perfecto para la hora.
Me levanté despacio, todavía con la sensación tibia del descanso, y caminé hacia el living, ella estaba ahí, concentrada, preparando el bastidor, sobre el atril, uno de los más grandes que había traído, ya tenía el lienzo ajustado, había trazado algunos bocetos con lápiz, apenas líneas, como si estuviera tanteando el espacio antes de decidir por dónde empezar.
La luz de la mañana caía de lleno sobre su trabajo, iluminando el lienzo y parte de su rostro
Ella me vio acercarme y, sonriendo, apoyó el lápiz en el borde del atril.
Hola, mi amor dijo con voz suave, te estaba esperando, no quise despertarte.
Me acerqué despacio, la luz de la mañana entraba plena por la ventana y bañaba el lienzo, el suelo, su pelo, había algo muy sereno en la escena, como si todo encajara de manera perfecta, la música baja, el olor a café, el sonido apenas perceptible de los pinceles sobre la tela.
Hace mucho que estás levantada, le pregunté.
Un rato nomás respondió, me desperté y no pude volver a dormirme, tenía ganas de pintar… y con esta luz, era ahora o nunca.
Me reí y la abracé por detrás, apoyando el mentón sobre su hombro.
Y ya empezaste con uno de los grandes, veo.
Sí, dijo, quería animarme con algo distinto, anoche, mientras me dormía, tuve una imagen en la cabeza… todavía no sé bien qué va a ser, pero necesitaba ponerla en el bastidor antes de que se me escapara.
Nos quedamos así un momento, sin hablar, el sonido de la música llenaba el silencio con un ritmo lento, casi respirable, afuera se escuchaban los primeros ruidos de la calle, el día abriéndose paso.
Ella giró apenas la cabeza y me miró.
Querés un café, preguntó.
Asentí.
Claro. Y después me contás qué soñaste.
Sonrió, se soltó del abrazo y fue hacia la cocina, yo me quedé mirando el bastidor, esas primeras líneas que parecían todavía buscar su forma, había algo vivo en ese trazo, algo que, sin saber por qué, me hizo pensar que ese día también iba a ser distinto, como si recién empezara una nueva historia.
El almuerzo lo preparamos juntos, a eso de la una ya estaba todo listo, el pollo al horno con papas, dorado justo, y el olor que empezaba a recorrer cada rincón del departamento.
Ella se limpió las manos en el repasador y se sentó frente a mí, sonriendo, con esa expresión de satisfacción que deja el cocinar algo simple pero bien hecho.
Huele bien dije, sirviéndonos un poco de gaseosa.
Sí, respondió, pero el olor llega hasta el estudio, me preocupa por las telas… el bastidor, la pintura.
Tenés razón, el aire acondicionado también se pierde por ahí, agregué. Deberíamos poner una puerta en la cocina.
Sí, algo que cierre bien, pero que no quite la luz, quizás una puerta corrediza de vidrio, no te parece.
Podría quedar bien dije. Y así el estudio queda aislado, sin tanto olor ni corriente de aire.
Exacto dijo, con esa forma práctica que tiene de resolver lo cotidiano—. Igual, me gusta cómo se siente la casa cuando cocinamos, es como si tomara vida. Sonreí.
Sí. Antes era todo más silencioso, más vacío, ahora hasta el ruido del horno me gusta.
Ella me miró un instante, en silencio, con una de esas miradas breves que dicen más de lo que uno podría explicar, después siguió comiendo, tranquila.
Voy a lavar los platos dijo finalmente, levantándose.
Yo hago café contesté.
La rutina siguió con naturalidad, desde la pileta llegaba el sonido del agua y los platos que se acomodaban; el aroma del café recién hecho llenaba el aire.
Cuando me acerqué con las tazas, me sonrió, secándose las manos con un repasador.
Al final dijo, no hace falta tanto para estar bien.
Nos sentamos otra vez, con el sol de la tarde entrando por la ventana, sin apuro, en silencio, afuera el día seguía, pero ahí adentro, entre el aroma del café y el eco de nuestras palabras, todo parecía sostenerse en una calma hecha a medida de los dos.
Después del café, nos sentamos en el living, mirando el espacio como si fuera nuevo.
Sabes qué estaba pensando, dije, 
señalando el rincón donde tenía el atril. 
Tu bastidor mira hacia la pared, y yo también cuando me siento a escribir. 
Por qué no damos vuelta todo, así nos vemos cuando charlamos.
Ella me miró, sonriendo.
Tenés razón, a veces te hablo y solo veo tu espalda.
Y yo la tuya respondí, riendo. 
Si giramos el atril y mi escritorio, queda mejor, así compartimos el espacio, no dos rincones separados.
Podemos hacerlo.
Perfecto dije. Y hay algo más que pensé, podríamos conseguir unas banquetas altas, un par para el atril y otras para la mesa, así no tenemos que andar arrastrando sillas.
Sí, me gusta. Además, esta mesa no es baja, es de trabajo respondió ella. 
Me gustaría tener una banqueta cómoda, de madera clara, alta.
Lo veo, le dije. 
Cuatro estarían bien. 
Dos acá y dos allá, para moverlas según lo que necesitemos.
Ella se apoyó en la mesada, pensativa, y después me miró con una sonrisa leve.
Me gusta cuando planeamos estas cosas, la casa va tomando forma de verdad.
Es que ya lo es, le contesté. 
Y el estudio también lo será, cuando terminemos de acomodar todo.
Hubo un silencio breve, tranquilo.
Ella se pasó una mano por el cabello y bajó un poco la voz.
Ella se levantó, fue hasta la habitación y, volvió vestida, peinada, con ese aire resuelto que tenía cuando algo se le metía en la cabeza.
Voy a salir un momento dijo, mientras buscaba la cartera. 
Cerca vi unas banquetas que me gustaron. 
Quiero volver a mirarlas.
Querés que te acompañe.
No, no hace falta. 
Si te quedas, descansa un rato. Vuelvo pronto.
Me dio un beso, agarró la llave del auto y se fue, escuché el sonido del motor alejándose y el silencio volvió a llenar la casa, me quedé un rato sentado, disfrutando de la calma. 
Después revisé algunos detalles del estudio y de la cocina, el atril, el escritorio, el orden de los papeles y los pinceles. 
Todo iba tomando forma, aunque aún faltaba ese último toque. 
Una hora después cuando volvió, traía una sonrisa amplia y el olor a madera nueva.
Las encontré dijo, contenta. Cuatro banquetas, justas, ni muy altas ni muy bajas.
Entre los dos las descargamos y empezamos a colocarlas, movimos el atril y el escritorio como habíamos planeado, girándolos de modo que pudiéramos mirarnos cuando trabajáramos o charláramos. 
Las banquetas quedaron perfectas, dos en el estudio y dos junto a la mesa alta de trabajo.
Así está mejor dije, probando una. 
Todo se siente más nuestro.
Sí respondió ella. Ahora sí parece un espacio compartido.
El estudio había cambiado sin perder su sencillez. 
La casa entera respiraba un aire distinto, más propio, más sereno.
Todo había quedado en su lugar, la casa, el estudio, las banquetas recién estrenadas… y nosotros, tranquilos, preparados para dormir, con la certeza simple de haber hecho las cosas bien.
Una semana después, ella seguía en su atril, comenzando a mezclar colores que todavía no terminaban de convencerla.
La miraba mientras seguía escribiendo en mi computadora; de vez en cuando intercambiábamos alguna palabra, y la música nos acompañaba.
Notaba que, de reojo, también me observaba, en un momento sonrió y me acerqué, porque la música estaba algo fuerte, y le pregunté.
Qué sucede, amor. De qué te reís,
Ella respondió:
Creo que no te conviene que el atril esté al revés.
Por qué, pregunte.
Porque antes me mirabas el culo, pícaro.
Sonreí, la abracé, y volví al escritorio, ella siguió mirándome y sonriendo, hasta que justo sonó el timbre.
Pregunté por la ventana quién era, y respondieron que buscaban a ella, era del correo, había llegado una encomienda.
Una camioneta estaba estacionada en la puerta, esperando. 
Ella se puso el pantalón y salió apurada, contenta.
Sus cosas desde España habían llegado, muy embaladas, traían varias valijas bastante grandes e importantes. 
Las hizo entrar, firmó un papel, entregó una propina y cerró la puerta.
Ella empezó a abrir las valijas una por una, adentro, ropa, zapatos y zapatillas.
Todo muy ordenado, envuelto en bolsas, con ese olor a viaje y encierro de tantos días.
Las fue sacando rápido, apilando sobre el sillón, mientras yo la miraba y pensaba dónde íbamos a meter todo eso.
El living se llenó de montones, jeans, camperas, remeras, cajas de calzado por todos lados.
No pensé que tuviera tanto dijo, riéndose.
Y eso que todavía no abriste la última le respondí.
Abrió esa última, suspiró y me miró con una mezcla de cansancio y alegría.
Bueno… ahora hay que buscar espacio.
Yo asentí, sin dejar de mirarla mientras doblaba la ropa.
El departamento, de golpe, parecía más chico, pero también más lleno de vida.
Almorzamos, tomamos mate durante la tarde, y cuando terminamos de cenar, ella siguió acomodando cosas.
La cama estaba llena de ropa, me acosté a escuchar música en el sillón del estudio, mientras el sonido de las perchas y los cajones llenaba la noche.
Mañana seguiría, aún le quedaban algunas cosas por acomodar.
Me despertó el sonido de ella moviéndose por la casa, no sé a qué hora se levantó, pero ya estaba en marcha, abriendo y cerrando cajones, colgando ropa, ordenando sin pausa, me levanté y preparé el desayuno.
Cerca de las nueve, entre las cosas que todavía quedaban por acomodar, ella calculaba que para el mediodía terminaría.
La dejé trabajando en eso y salí un rato, fui hasta el comité, un amigo me esperaba. 
Volví pasadas un par de horas al abrir la puerta, el living estaba más despejado; la cama ya no estaba cubierta de ropa, y algunas cajas habían desaparecido o estaban ordenadas en un rincón.
Ella me miró y sonrió, con el cabello un poco revuelto y las manos marcadas por doblar ropa.
Mira, dijo señalando el placar—. Todavía me queda un par de cosas, pero ya se empieza a ver todo más claro.
Me dejé caer en el sillón del estudio, observando cómo transformaba el espacio con pequeños gestos.
Te quedó genial le comenté. Está todo mucho más ordenado.
Ella río, recogió algunas cosas del piso y siguió acomodando mientras yo la miraba, disfrutando de la calma que se respiraba en la casa.
Mientras acomodaba unas últimas prendas, ella me miró y me preguntó.
¿Y cómo te fue? 
Bien, se me hizo más tarde de lo que tenía previsto, pero todo bien.  
 Vamos a cocinar algo . . . 
Voy a cocinar un rico arroz espero te guste.
Se levantó con una sonrisa y, mientras comenzaba a cocinar, yo todavía sentía la calidez de sus palabras. 
Antes de lo pensado, ya estábamos almorzando juntos, como si todo hubiera encajado perfectamente, y el momento se sentía simple, pero increíblemente especial. 
Después, en el café, le conté que había hablado con un amigo que mañana vendría por el tema de la puerta de la cocina y la mampara de la bañera del baño. Mientras le contaba, se notaba su interés, como si cada detalle de la casa y de mi día también fuera suyo. 
Quince días más tarde cuando desperté, no estaba en la cama, eran pasadas las ocho, me incorporé despacio y la encontré; estaba dibujando sobre la mesa, en un blog, concentrada en su mundo de lápices y colores. 
La luz de la mañana entraba tímida por la ventana, iluminando su figura y cayendo sobre la piel que brillaba suavemente, la saludé con un abrazo y le ofrecí desayunar, por si no lo había hecho todavía, ella sonrió con esa mezcla de sorpresa y complicidad, y dijo.
Y si tomamos café con leche,
Preparé la bebida y le hice tostadas con dulce de leche, mientras llevaba todo hacia la mesa donde dibujaba, podía verla claramente, con la camisa abierta que caía suavemente sobre sus hombros, la luz jugando con cada curva de su cuerpo, la suavidad de sus manos mientras sostenía un lápiz. 
Cada acorde de la música de rock nacional que sonaba de fondo parecía acompañar sus movimientos, haciendo que todo en la habitación se sintiera más vivo.
El aroma del café recién hecho se mezclaba con el dulzor del dulce de leche y el olor del papel y los lápices sobre la mesa, cada paso hacia ella era un ritual silencioso, lleno de intimidad y cotidianeidad, la luz, los sonidos, los aromas, y la presencia real de ella, allí, ocupando el espacio con su cuerpo y su atención concentrada en el dibujo.
Coloqué las tostadas y el café sobre la mesa, disfrutando de la calma compartida sin palabras, la música llenaba el aire, y yo me quedaba allí un momento, contemplando cómo la luz y la vida de la habitación se mezclaban con su presencia.
Hace días que lo estoy pensando, hilando lo que contás y lo que escribís… preguntándome si, al editarlo y acompañarlo con ilustraciones mías, podría gustarte, qué opinas . . . 
Me gusta la idea siempre quise hacer algo compartido con un pintor o fotógrafo esta puede ser la oportunidad, pero en blanco y negro puede ser.
Si amor, claro, sino los costos son muy elevados, lo intentáremos,
Se acercó, me beso y camino hacia su atril.
El estudio comenzó a quedar lentamente en penumbras, aunque no lo noté enseguida estaba demasiado concentrado en la conversación, atento a sus gestos, al modo en que elegía cada palabra. 
Fue el primer trueno el que me sacó del contexto, un golpe seco, breve, que hizo vibrar los cristales del ventanal.
Ella levantó la vista, sonrió apenas, sobresaltada.
Seis minutos después, comenzó a llover.
El cielo se había cerrado de tal modo que parecía anochecer, la luz que entraba por el vidrio era gris y opaca, y el aire en el estudio tenía ese aroma metálico que deja la humedad cuando llega sin aviso. 
La dejé frente a su atril, concentrada, y me preparé para salir. 
Tomé el paraguas, la campera, el llavero pensando en hacerle un duplicado y cerré la puerta sin llave, me dio un beso y me dijo que me esperaría con el mate.
La calle estaba húmeda y olía a tierra lavada, caminé hasta la esquina bajo una lluvia pareja que no molestaba demasiado. 
En dos horas, me dije, estaría de vuelta, había algo en esa mañana gris que me hacía sentir que todo podía empezar otra vez.
Cuando regresé, dejó las cosas de dibujar en un rincón y me esperó en la cocina, el mate estaba listo, nos sentamos frente a la mesa, comentando el cambio de temperatura en apenas un par de horas era notable le pregunté si no tenía algo de frío; me miró y, sonriendo, dijo que sí, que iría a buscar un buzo que creía saber dónde había guardado.  
La miré y solo lo pensé, creo que nunca voy a comprender del todo su forma de vestir, pero tampoco esperaba otra cosa, era parte de su modo de estar en el mundo, entre distraída y consciente, como si la comodidad le importara más que cualquier mirada. 
Se sentó frente a mí y tomó el mate, el buzo, ancho y grande, le cubría los hombros como un abrigo improvisado, en esa mezcla de colores había algo que la volvía aún más presente, más cercana, sonreí sin decir nada; había gestos que no necesitaban palabras.
Durante un rato hablamos poco, la lluvia seguía cayendo, ahora más fina, casi como un rumor de fondo, a veces, los silencios entre nosotros eran más sinceros que cualquier conversación.
Poco después, me levanté para empezar a cocinar, ella regresó a su atril, con esa concentración silenciosa que siempre imponía una calma particular en el ambiente.
Cerca del mediodía me senté un momento frente a la computadora para revisar los correos, desde allí podía verla, inclinada sobre su trabajo, con la luz gris filtrándose detrás de su figura.
Le dije en broma que desde mi lugar antes tenía mejor vista, que ahora el atril me tapaba todo, ella se río sin y respondió algo que no escuché bien, pero su tono bastó, en ese intercambio mínimo, cotidiano y cálido, había algo de complicidad, de esas pequeñas rutinas que construyen los días sin que uno se dé cuenta.
Pregunté si no tenía frío,  me miró con una expresión que decía más que cualquier respuesta, que su cuerpo encontraba abrigo en otro tipo de calor, se levantó el buzo a la cintura dejando ahí el ancho elástico del mismo y dejando al descubierto su tanga dental que se la ponía para no discutir conmigo, de lo contrario no tendría nada, pero comenzó a provocarme, sonreí y seguí mirando el monitor, afuera, la mañana se había vuelto casi blanca, el ruido de la lluvia era más leve, pero constante, y la casa tenía ese olor que hace sentir que el tiempo, por un momento, puede quedarse quieto.
Comencé a cocinar lentamente, el sonido de la música se elevó; evidentemente lo subió para que yo escuchara el LP de Carpenters, uno de mis preferidos, sonaba justo cuando empecé a dorar la cebolla, creo que el aroma inundó el estudio.
La puerta, que ya estaba colocada, había quedado entreabierta, vino a decírmelo. Me lo dijo de una manera muy sensual, acercándose demasiado, y mi cerebro pudo más que toda mi resistencia, durante un rato, entre mimos, el aroma de la cocina se mezcló con el de su perfume, hasta que, pícaramente, dijo, después seguimos.
Cerró la puerta y se fue, dejándome en la cocina con una sensación única e irrepetible, de esas que solo ella consigue provocar.
Cuando la comida estuvo lista, me lavé las manos, serví los platos y fui hasta su atril, seguía concentrada, dibujando, con el ceño apenas fruncido.
Me acerqué despacio, lo suficiente para que notara mi presencia.
Vení , le dije con una sonrisa, el almuerzo está listo.
Ella levantó la vista, me observó un instante y, sin decir nada, dejó el lápiz sobre el papel.
Cuando dejó el lápiz, la agarré suavemente de la cintura y la senté en la mesa, la besé, prolongando el momento con un dejo de deseo contenido, justo cuando quiso continuar, la detuve con una sonrisa.
Después seguimos le dije, vení a almorzar a la mesa, ella se río, divertida, y se acomodó mientras yo servía los platos, con el aroma de la comida mezclándose con el de su perfume, la cercanía de sus manos, el calor de su cuerpo y la complicidad silenciosa hacían que aquel almuerzo se sintiera como un instante único e irrepetible, sonriendo se agacho como si le hubiese caído algo, se quitó la tanga y la dejo sobre la mesa, sonrió y dijo 
 Comamos.
Ella se río, divertida, y se acomodó mientras yo servía los platos, el aroma de la comida se mezclaba con su perfume; cada pequeño roce de manos o hombros añadía calor al momento, comimos lentamente, disfrutando tanto de los sabores como de nuestra cercanía.
Después, nos levantamos y preparamos café, nos sentamos frente a frente, y ella, con su sensualidad sin límites, se reclinó apenas, cruzando las piernas de manera juguetona mientras tomábamos sorbos provocativos, la conversación fluía ligera, pero cada gesto, cada mirada, estaba cargado de esa tensión única que solo ella conseguía provocar. 
El café se convirtió en excusa para prolongar el encuentro, tocarse de manera casual, rozar manos, acercarse para pasar el azúcar, todo con esa sensualidad natural que parecía impregnarse en el aire de la cocina.
Se acerco, sirvió otro café y se sentó sobre mis pernas y me pidió que le contara algo más, algo sobre el rio, o los días que iba a las islas qué alguna vez le conté, le dije: 
 Te contare la historia de La Enlace, sentía la piel de sus piernas sobre las mías y comencé a acariciarla suavemente y contarle.
Nació de un sueño en el patio de una casa antigua, de esas donde todas las habitaciones se abrían hacia un centro común y en el fondo, la cocina y el baño, eran testigos de la vida diaria. 
Allí no había maderas ni astilleros, sino el inconfundible aroma, a papel de imprenta, a tinta fresca y a trabajo constante, y, en medio de ese escenario cotidiano, un hombre fue imaginando y dando forma a una embarcación distinta. No llevaba ruedas, sino un corazón de motor Ford Falcon, dispuesto no a rodar por caminos de tierra, sino a latir sobre los ríos del Delta.
La bautizó Enlace, y aquel nombre no era casual, había sido también el de la primera imprenta familiar, el signo de unión entre tintas, papeles, cartones y colores brillantes y ahora, sobre el agua, se convertía en un puente aún más profundo, el enlace entre la familia y los amigos, entre el taller y el descanso, entre la ciudad y el río, entre los sueños y la vida misma.
De un naranja encendido y con un tapizado impecable, realizado por Lito, la Enlace parecía una llamarada flotando bajo el sol. 
Descansaba en el muelle del Pájaro Loco, atada a sus postes, y allí lucía como una joya, pero apenas se soltaba, se transformaba, ya no era madera ni hierro, era pura vida deslizándose entre juncales y riachos escondidos.
El primer capitán fue Emilio, quien la había soñado y construido con sus propias manos. 
Más tarde, el timón pasó a sus hijos, Rubén y Alberto, que heredaron no solo la lancha, sino también la pasión de guiarla por los rincones más hermosos del Delta. Juntos la llevaron a recorrer espejos de agua donde el río converso con el sol y a perderse en senderos líquidos que parecían no tener fin.
La Enlace no fue solo una embarcación, fue compañía en tardes enteras de navegación, fue risas compartidas al quedarnos alguna vez sin nafta en medio del río, fue silencio y contemplación cuando el agua reflejaba un cielo de oro al atardecer. 
Fue, sobre todo, un lazo, con los amigos, con la naturaleza, con los trabajos de la imprenta y con los afectos que daban sentido a cada jornada.
Hoy, al evocarla, la memoria no la deja descansar; basta cerrar los ojos para verla pasar todavía, encendida en su naranja brillante, con el eco de su motor Falcon marcando el pulso del viaje.
En cada brazada del río parece esconderse un pedazo de infancia, una conversación suspendida, una mirada cómplice desde la proa.
Verla surcar el agua era más que contemplar una lancha, era contemplar la historia de una época, el espíritu de una familia y el reflejo de un tiempo que, aunque lejano, sigue vivo en nosotros.
Hay barcos que se olvidan y barcos que se vuelven eternos. 
La Enlace pertenece a los segundos, no importa cuánto cambien los días, seguirá navegando, luminosa e inalcanzable, en la memoria y en el corazón de quienes la vieron pasar… y de quienes tuvimos el privilegio de navegar en ella. 
Ay, amor… me siento navegando en ella dijo, es hermoso.
La voy a dibujar agregó entusiasmada. 
Mostramela, vamos al Delta.
No sé dónde está exactamente le respondí—, en algún momento se vendió. 
Solo deben quedar algunas fotos…
Me abrazó fuerte un instante, y por unos segundos el mundo pareció detenerse. 
El diálogo quedó en silencio, lleno de miradas y emociones que no necesitaban palabras. 
Afuera, la lluvia caía con fuerza, como si acompañara nuestro momento.
Se separó un poco y se levantó hacia su atril, buscando el lápiz con determinación. 
Volvió con él en la mano y se sentó nuevamente a la mesa, con esa mezcla de concentración y curiosidad que siempre me sorprende. 
La observé un momento, tratando de adivinar cómo se sentía, sus cejas se fruncían apenas, y pensé que quizá estaba un poco enojada, o tal vez solo pensativa.
Para distraerla, saqué un álbum de fotos y lo abrí frente a ella.
Mira estas le dije, pasando lentamente las páginas. 
Son de aquellos días en el Delta.
Sus ojos se iluminaron al ver las imágenes, la isla, los árboles que se reflejaban en el agua, las barcas que parecían flotar sobre espejos líquidos, su sonrisa volvió lentamente, como un rayo de sol atravesando la lluvia.
Pasamos un largo rato mirando las fotos, comentando detalles, riéndonos de recuerdos, cada imagen traía consigo una historia y ella me pedía que le contara más, siempre con esa curiosidad intensa que me hacía querer seguir hablando sin parar.
Luego tomó su lápiz y empezó a dibujar, copiando algunas de las escenas que le había mostrado. 
Yo me incliné a su lado, observando cómo el papel cobraba vida bajo su mano, la habitación se llenó de un silencio cálido, interrumpido solo por el golpeteo de la lluvia y el roce del lápiz sobre el papel.
A veces, me miraba y sonreía, y yo le devolvía la sonrisa, disfrutando de esa complicidad silenciosa que nos unía, no hacía falta hablar; cada gesto, cada mirada, cada pequeña risa compartida decía más que mil palabras.
El tiempo pasó sin que nos diéramos cuenta, la lluvia comenzó a amainar, y las gotas que aún caían parecían un recordatorio suave de que afuera el mundo continuaba, mientras nosotros seguíamos allí, sumergidos en nuestros recuerdos y en la magia de esas historias que nunca se terminan de contar.
El tiempo pasó sin que me diera cuenta, la oscuridad del día envolvía el estudio en una espesa penumbra, le pregunté cómo estaba y respondió que bien, parecía muy concentrada en lo suyo, pero al instante dejó la banqueta y se acercó.
Cómo pasó la hora, dijo.
Preparas el mate le dije, sonriendo,
 pero quiero algo a cambio, comento.
Qué cosa, amor —pregunte.
Primero, besos —susurro y se mordió el labio, emocionada, y me tomó la mano.
Entonces, quiero que me cuentes algo… pero solo a cambio de más besos.
Asentí, y mientras el aroma del mate llenaba el aire, empezamos a acercarnos más, dejándonos llevar por la complicidad del momento.
Minutos más tarde, mate en mano, me dio un beso y pregunto
Que es el boquete, no entiendo y me dio un beso. 
No hay fotos, ni registros, solamente quedan las historias que repetimos, como si fuesen un conjuro para que el tiempo no se las lleve del todo.
En Tamborini, que antes se llamaba Guayra, y en Iberá y Plaza, donde corren las vías del Mitre, existían los famosos boquetes. 
Dame un beso, de esto no hay foto, no hay nada, solo imagínate dos postes que cortan el alambrado para que pase una persona.
Eran simples huecos en los alambrados que separaban el barrio del mundo del tren. 
Cruces clandestinos, improvisados por generaciones de vecinos, que necesitaban un atajo más rápido que caminar muchas cuadras para encontrar un paso a nivel habilitado. 
Nosotros éramos pibes. Jugábamos a la pelota en la esquina, juntábamos ramas secas para la fogata de San Juan, o simplemente deambulábamos, porque el barrio era nuestro patio. 
Hasta que aparecía el patrullero doblando despacio, o el Falcón verde, tan temido en esos años, donde bastaba una mirada equivocada para desaparecer. 
Y entonces el boquete se convertía en salvación.
Atravesábamos el hueco del alambrado sin pensarlo, con el corazón golpeando en el pecho, saltábamos las vías y corríamos un rato largo hasta escondernos entre los pastizales del otro lado. 
Allí nos quedábamos agazapados, mirándonos con sonrisas nerviosas, mientras el peligro pasaba de largo.
Había algo de aventura, claro. Algo de esa épica infantil que convierte cualquier peligro en un juego. 
 Me das otro beso,
Pero también, con el tiempo, se volvió un recuerdo cargado de nostalgia, de esa ternura que tienen las cosas que hoy sabemos que pudieron haber terminado mal.
El boquete era un portal a otro lado, A la libertad, aunque fuera precaria, clandestina, un poco sucia de óxido y tierra. 
Hoy ya no está, o tal vez sí, oculto entre yuyos, esperando a otros chicos que necesiten huir, no de un patrullero o un Falcón, sino del aburrimiento, del encierro o de la rutina.
Porque en el fondo, esos boquetes que el barrio inventaba para cruzar las vías sin permiso eran también una forma de cruzar la frontera invisible entre la niñez y la vida que vendría después. una frontera mucho más difícil de saltar. 
 Sos hermoso, es muy lindo todo lo que contás.
Se sentó sobre mis piernas y me volvió a besar y durante un largo rato, el único sonido fue el de los labios y la respiración, hasta qué ella dijo.  
Seguimos luego.
Le dije que intentara dibujarlo y le conté el entorno lleno de pasto piedras y arbustos. 
Entre mate y mate, entre besos y mimos, fue pasando la tarde.
Ella se asomó por la ventana, llovía menos, pero un perro mojado se había sentado debajo del balcón de la casa de enfrente, le dio pena, pero enseguida apareció una señora, le puso la correa y se fueron los dos.
Ella lo comentó, y me preguntó si alguna vez había tenido mascotas, le conté que sí, y entonces me acordé de algo que seguro le interesaría, el cementerio de mascotas.
Al principio no quería escuchar, pero su curiosidad pudo más.
Se sentó en mis piernas, y empecé a contarle. 
Allá lejos y hace tiempo, donde alguna vez funciono el Vivero Municipal y a tan solo unos metros de la General Paz, funcionaba la famosa Cacharpaya de los hermanos Reyes. 
Era un espacio inmenso y desordenado, lleno de objetos, herramientas y fierros, que con los años se volvió un punto de referencia del barrio. 
Entre esas historias siempre aparecía el nombre de Hernán Figueroa Reyes, como un personaje casi mítico ligado a ese lugar.
Con los años, el destino de esos terrenos empezó a cambiar. 
Hubo quienes soñaron con trasladar allí el zoológico de Palermo y hacer en Saavedra un nuevo paseo de animales exóticos. 
Para ese ambicioso proyecto apenas se construyeron dos entradas, dos arcos solitarios que no conducían a nada, símbolo de una obra que nunca se concretó. 
Mientras tanto, los vecinos seguíamos recorriendo el lugar en bicicleta o caminando, atravesando baldíos, senderos improvisados y espacios donde la naturaleza se abría paso entre los proyectos inconclusos.
Un día apareció una placa, puesta por impulso de López Rega, que anunciaba la construcción de un barrio de viviendas. Fue otra promesa frustrada, otra huella de lo que pudo haber sido y no fue. 
Después de 1976, aquella idea también se desvaneció, y finalmente se decidió transformar el espacio en lo que hoy conocemos como el Parque Sarmiento.
Pero dentro de ese mismo predio, sobre la calle Galván, existía algo que pocos recuerdan y que merece ser contado, el cementerio de mascotas. 
La iniciativa había surgido de la actriz Beatriz Bonet, y con el tiempo se convirtió en un rincón entrañable para los vecinos. 
Allí, familias enteras enterraban a sus perros, gatos o canarios. 
Levantaban pequeñas tumbas con cruces de madera, escribían nombres en placas improvisadas, dejaban flores y cuidaban ese lugar con cariño y respeto. 
Era un espacio silencioso y conmovedor, un testimonio de la ternura del barrio, donde la gente encontraba una manera de despedir a esos compañeros fieles de la vida cotidiana.
Recuerdo caminar por Galván y ver ese rincón especial, era como un pequeño santuario popular, armado sin grandes recursos, pero con mucho amor. 
Con el tiempo, el lugar desapareció, arrasado por nuevas obras e ideas de progreso. 
Pero para quienes lo conocimos, quedó guardado en la memoria como una de esas postales imposibles de borrar.
Todo esto ocurría antes de que se abriera la avenida que hoy une a Triunvirato con Balbín. 
Antes de que el barrio se modernizara, cuando los chicos andábamos en bicicleta por calles de tierra, cuando los proyectos grandilocuentes se acumulaban en papeles, pero la vida real seguía latiendo en los pequeños gestos, en un vecino cuidando su lote, en una familia velando a su mascota, en un grupo de chicos corriendo detrás de una pelota al atardecer.
Historias de barrio que muchos desconocen, pero que todavía respiran en quienes crecimos allí. 
Porque más allá de las obras inconclusas, de las promesas políticas y de los cambios en el paisaje urbano, siempre queda el recuerdo. 
Y en ese recuerdo late un barrio que se resiste a ser olvidado.
Mi amor… qué bonito todo esto, hoy sí que me vas a desarmar con tus historias, vida, cada una más dulce, más emotiva que la otra.
No sabes lo que me pasa cuando te leo o escucho… es como si tus palabras me rozaran la piel.
Ya sé, fotos no hay.
Tendremos que ver cómo seguimos con todo esto, mi vida… porque cada cosa que compartimos me deja queriéndote un poco más.
La lluvia ya casi había parado, solo unas gotas se deslizaban por el vidrio.
Podríamos salir un rato, dijo de repente, sin dejar de mirar afuera.
Salir, pero todavía está lloviznando, amor.
Sí, pero despacio, sin apuro, quiero respirar un poco, tomar aire, caminar un rato con vos.
Su voz sonó tan suave y decidida que no pude decirle que no.
Bueno le dije, preparo algo rápido para cenar y después salimos, ¿te parece?
Mientras cocinaba algo sencillo, ella fue a bañarse.
El sonido del agua llenó la casa de calma.
Yo puse la mesa, un par de platos, pan tibio, un poco de cerveza y gaseosa… nada especial, pero hecho con cariño.
Cuando salió del baño, la vi aparecer en la puerta y me quedé quieto, como suspendido.
Tenía el pelo húmedo, suelto, y llevaba un short precioso, una remera blanca liviana y zapatos con tacos.
La miré de arriba abajo y no pude evitar sonreír.
Amor… así vas a salir, con ese frío y los tacos en plena lluvia,
Ella se río, encogiéndose de hombros.
Y qué querés, 
No pienso ponerme el piloto.
 Además, me siento bien así.
No es lo ideal, pero está bien… le dije, riéndome, si vos querés salir así, salimos así.
Eso quería oír —contestó, guiñándome un ojo.
Cenamos tranquilos, hablando bajito, entre risas.
La lluvia caía suave, como si esperara a que termináramos.
Cuando levanté los platos, ella ya estaba buscando su cartera.
Vamos, antes de que vuelva a llover fuerte dijo, impaciente.
Me puse la campera, le alcancé un abrigo liviano, pero ella lo dejó sobre la silla.
Por si refresca, le dije.
Si refresca, me abrazas, contestó sonriendo. 
Y así fue: salimos tomados de la mano, ella caminando despacio sobre los tacos, esquivando los charcos, hasta llegar al auto.
La noche estaba tibia, con ese aroma que parece inventado para los que se quieren.
Ella apoyó la cabeza en mi hombro, suspiró y murmuró:
Ves que valía la pena salir
Yo solo pude asentir. Tenía razón. Siempre la tiene.
Paramos a tomar el café.
La noche estaba tranquila, el aire fresco y limpio después de la lluvia.
Ella, espléndida, caminaba a mi lado con esa elegancia natural que no necesita esfuerzo.
Cada paso suyo era una pequeña declaración de belleza.
Los tacos marcaban un ritmo leve sobre la vereda húmeda, y el reflejo de las luces le daba un brillo distinto a todo.
Nos sentamos bajo un toldo, en una mesa junto a la calle.
Ya no llovía, el cielo, aún con algunas nubes, dejaba asomar una luna inmensa, como si también quisiera acompañarnos.
Durante casi dos horas conversamos de todo, de nosotros, de lo que soñamos, de lo que extrañamos sin decirlo.
Ella reía, sostenía la taza con ambas manos y cada tanto se acomodaba en la silla, cruzando las piernas con esa naturalidad suya, sabiendo que son su fuerte, y luciéndolas sin exagerar, solo siendo ella.
Yo la miraba, absorto, tratando de guardar cada gesto en la memoria.
El aroma del café se mezclaba con el perfume de la noche, y el calor de la taza entre las manos parecía acompañar lo que no necesitaba palabras.
La charla se fue volviendo más serena, más íntima.
El tiempo corría, pero ninguno quería notarlo.
Pasada la medianoche, ella miró hacia el cielo y dijo, en voz baja.
Mira esa luna…
Le seguí la mirada, redonda, clara, única.
Nos espera para el regreso le dije sonriendo.
Ella se levantó despacio, tomó mi brazo y agregó.
Vamos, amor, pero despacio… así la noche dura un poco más.
Y así fue, caminamos bajo esa luna perfecta, con el aire tibio en la cara y el sonido lejano del agua cayendo aún desde algún alero.
Era una noche única, y lo sabíamos. 
Al llegar al auto, subió despacio y se quitó los zapatos apenas cerró la puerta, los dejó caer a un costado del asiento, como si por fin se liberara de una carga invisible. 
Le comenté que eran muy lindos, elegantes incluso, pero que jamás iba a comprender ese sufrimiento voluntario.  
Dije que, si uno puede caminar con el pie plano, para qué someterlo a ese ángulo imposible que no tiene nada de natural, ella se río, mirándome de reojo, y respondió que los tacos eran una especie de tributo, una forma de ganar altura y presencia, de estilizar lo que la naturaleza no siempre da. 
Yo insistí, puede ser, pero el dolor no lo estiliza nadie, el dolor se siente, y vos lo entendes solo cuando lo estás viviendo.
Entonces me miró sin decir nada, hubo un silencio corto, de esos que parecen suspender el aire y antes de que siguiera con mi sermón, se inclinó hacia mí y me besó, creo que lo hizo para callarme la boca, aunque tal vez también porque el momento lo pedía.
Arrancamos el auto sin apuro, dejando que la noche se estirara un poco más. Volvimos por la costanera, con las luces del río titilando entre los árboles y ese aire húmedo que se pega a la piel, hablamos poco a veces el silencio es la mejor música cuando todo está dicho sin palabras. 
Pasamos por donde antiguamente estuvo la cancha de Platense, sin pensarlo demasiado, se me escapó un comentario, uno de esos que parecen casuales pero que despiertan curiosidad en quien sabe escuchar. 
Le dije que pocos sabían que antes, detrás del estadio que ahí se levantaba hubo un velódromo. 
Ella giró la cabeza con interés, como si esa mínima revelación le abriera una ventana al pasado, y quiso saber más, qué clase de lugar había sido, quiénes corrían allí, qué quedaba de todo eso.
 Y le conté que en la historia del Club Atlético Platense hay un capítulo que, aunque ya no esté presente físicamente, sigue latiendo en el corazón de sus hinchas.
El Velódromo de Núñez, inaugurado con entusiasmo popular el 1 de febrero de 1941, este recinto deportivo no solo fue una joya arquitectónica para la época, sino también un símbolo del crecimiento institucional y deportivo del club en el siglo XX.
Ubicado en el barrio de Saavedra, sobre el predio que luego ocuparía el terreno de Manuela Pedraza y Cramer, el velódromo se convirtió rápidamente en un punto neurálgico para los fanáticos del ciclismo y para la comunidad calamar. 
Fue más que un estadio, fue un escenario de sueños, competencias y orgullo barrial.
Uno de los momentos más recordados tuvo lugar en 1969, cuando se convirtió en sede del Campeonato Mundial Juvenil de Ciclismo, evento que marcó el debut internacional del legendario ciclista Greg LeMond, quien años más tarde haría historia al consagrarse en el Tour de Francia. 
Esa competencia internacional puso al velódromo y por extensión, al club en el centro de la escena deportiva mundial.
Sin embargo, la historia también guarda episodios difíciles. En 1971, el predio fue expropiado, forzando el traslado de la sede del club a su actual ubicación en Vicente López. 
Aquel desalojo no fue solo un cambio de dirección, significó la pérdida de un espacio profundamente arraigado en la identidad de Platense y sus socios. 
El club, resiliente como su gente, supo reconstruirse en su nuevo hogar, pero el recuerdo de Núñez quedó grabado en la memoria colectiva.
Hoy, aunque el velódromo ya no exista, el sitio mantiene su condición de referencia histórica y emocional. 
Según declaraciones de dirigentes el deseo de recuperar algo de ese pasado sigue vigente. 
La conexión con el predio de Núñez no es meramente geográfica; es emocional, identitaria es un lazo que el tiempo no ha podido cortar.
El Velódromo de Platense fue testigo de grandes gestas, de tardes de gloria y también de profundas transformaciones. 
Su legado vive en los relatos, en las fotos en sepia, en la pasión calamar que se transmite de generación en generación. 
Ella sonrió y apoyó la cabeza en el vidrio, afuera, las luces pasaban, y el reflejo de su rostro se mezclaba con el de la ciudad que se deslizaba hacia atrás.
Pensé que, en el fondo, la vida tenía algo de eso, avanzar descalzo, con el recuerdo de lo que uno elige amar aunque duela un poco, y terminar mezclando un zapato con un velódromo, un cóctel imprevisible en medio de una noche fantástica que continuaría adentro de la casa.
Ya llegábamos.
Estacione casi en la puerta y ella bajó con los zapatos en la mano, abrió la puerta y fue dejando parte de su ropa hasta llegar a la cocina. 
Yo revisaba la computadora. 
Cuando se sentó en la mesa de trabajo, sobre la alta banqueta, me llamó. 
Había puesto música y mientras conversábamos me pidió que le contara en detalle el tema de esa esquina que tanto mencionaba, la que recién había pasado.
Dijo que mientras tomábamos un café, lo hiciera, que le gustaba escucharme. 
La música sonaba suave. 
Me senté, y ella se levantó para buscar hielo.
Esta noche merece un whisky dijo, al dejar el short y la blusa sobre la silla.
Estaba muy sensual, se lo dije, y sonrió, pero no quise distraerme, así que continué.
Ahí en esa esquina estaba umbral de la carnicería, frío de mármol, duro como la vereda y como algunas verdades de la vida que íbamos aprendiendo de a poco. Quedaba justo enfrente de la panadería, esa que largaba olor a pan caliente a la madrugada, y a unos cincuenta metros del quiosco donde el dueño nos fiaba con toda confianza.
Ese rincón sin paredes era nuestro refugio, un asiento, un punto de encuentro, un escenario improvisado donde se actuaban todas las etapas de la adolescencia, era el pupitre desde el que estudiábamos el mundo.
 Aprendimos de todo ahí, desde cómo hacer para ganar una partida de truco sin señas, hasta cómo mirar de reojo a esa chica que pasaba y nos dejaba sin aire.
El barrio giraba alrededor de ese punto como si fuera el centro del universo, a la tarde, cuando caía el sol y el pavimento empezaba a largar ese vapor raro que mezcla tierra y motor, empezaban los partidos. 
Diez, doce, quince nos dividíamos entre dos equipos, sin camisetas, pero con el alma puesta. 
Jugábamos hasta que alguien gritaba, gol gana.
La gaseosa la pagaban los que perdían, las reglas se discutían ahí mismo, a los gritos, con honor y trampa a partes iguales, era una diplomacia simple, a gritos y zapatillas volando.
Y siempre había romance, o intento, o miradas, o sonrisas que duraban todo el invierno. 
Alguno, más valiente, la acompañaba hasta la parada del colectivo o se arrimaba al umbral con la excusa de ofrecer un trago de gaseosa. 
A veces ella se quedaba un rato, a veces no, pero con que se quedara una vez, alcanzaba para hablar toda la semana.
La fogata de algunas noches de invierno iluminaba más que la bombita baja del poste, esa que a veces encendíamos nosotros, o que rompíamos de un piedrazo en medio de una corrida. 
No era vandalismo, era parte del ritual. 
Después juntábamos unas monedas, conseguíamos una nueva y con una escalera prestada la colgábamos de nuevo, esa bombita era como el faro de nuestra pequeña patria barrial.
Y sí, alguna vez se armaba bardo, sobre todo los domingos a la siesta, cuando alguien, el vecino amargo de mitad de cuadra, siempre el mismo, llamaba a la policía porque no podía dormir con tanto barullo. 
Venían dos agentes en un patrullero oxidado y nos decían que nos fuéramos a casa, que estábamos molestando. 
Pero claro, cómo explicarle a la ley que el partido estaba empatado, que faltaba un gol, que el honor estaba en juego 
Durante la semana, a la noche, el padre de alguno nos pegaba el grito desde la otra cuadra. 
Adentro que cierro con llave, y ahí se terminaba la noche. 
Pero los fines de semana, el umbral era territorio libre, ahí nos quedábamos a arreglar el mundo sin saber todavía que el mundo no se dejaba arreglar tan fácil.
El árbol de enfrente tenía sus días, a veces olía a verde fresco, a perfume de estación, otras veces, sinceramente, a baño público. 
Pero era parte del mismo paisaje. No nos molestaba. 
Como tampoco nos molestaba el buzón oxidado, la vereda rota ni los perros que se nos dormían en los pies mientras hablábamos de fútbol, de chicas, de música, de nada.
Ese umbral era más que un pedazo de mármol, era un escenario.
Y nosotros, los actores principales de una historia que no sabíamos que estábamos escribiendo.
Pasamos de chicos a adolescentes sin darnos cuenta.
Y de adolescentes a no tan adolescentes, sin pedir permiso.
La esquina, nuestra esquina, nos dio identidad, nos formó, nos enseñó cosas que no se olvidan, que la amistad se riega con presencia, que la pelota redonda enseña justicia, y que no hay amor más sincero que el de un barrio que te abraza entero, aunque no tengas nada.
Ya no está igual. 
El quiosco cerró, la carnicería cerró, y la panadería también cerró, pero si uno pasa despacio, todavía puede imaginar ese umbral, ese pelotazo, ese primer beso tímido o esa corrida loca porque venía la cana. Y ahí, aunque nadie lo vea, estamos todos.
Como si el tiempo no hubiera pasado; como si el barrio nos estuviera esperando.
Yo siempre digo lo mismo, el amor es bonito, hay que escribirlo, porque emociona.
No hablo de ese amor perfecto que inventan las películas, sino del otro, el que pasa de verdad, el que huele a piel, el que transpira, el que te deja el cuerpo temblando y el alma quieta por un rato.
Era otra época, una hermosa época. 
Hoy todo cambió, todo parece más rápido, más ruidoso. Pero esa noche… esa noche el tiempo se detuvo.
Ella me abrazó primero, no fue un abrazo cualquiera, fue de esos que no quieren soltar. 
Cuando el amanecer empezó a filtrarse por la ventana, el aire tenía olor a noche vivida, a piel y a calor, seguíamos abrazados, los dos transpirados, el corazón todavía acelerado. 
Ella sonrió sin abrir los ojos y murmuró algo que no entendí, pero no hizo falta,
en ese momento supe que había algo mágico en lo simple, en quedarse así, sin hablar, sin pensar, solo sintiendo que el mundo podía ser eso, el cuerpo de alguien respirando junto al tuyo. 
En algún momento ella se levantó, riendo, con esa risa que arrastra todo, fuimos del sillón al baño, todavía entre abrazos, entre juegos de agua y besos en el cuello. El vapor empañaba el espejo, y en él apenas se adivinaban dos siluetas que no querían separarse.
Después terminamos en la cocina, sin apuro.
El desayuno se mezcló con el mediodía y la mañana se volvió almuerzo sin que nadie lo notara.
La felicidad se nos veía en la cara, esa mezcla de cansancio dulce y alegría tranquila, como si todo lo demás el ruido, las obligaciones, el mundo quedara afuera por un rato más.
El sol, a las doce y media, brillaba como nunca, entraba por la ventana y jugaba en sus ojos, haciéndolos brillar con una luz que parecía propia.
Ella dijo que quería salir, ver el río, caminar un rato.
Y como ninguno de los dos tenía nada pendiente, decidimos ir.
Era simple, era perfecto, un día que no habíamos planeado,  
 Finalmente comenzó a vestirse, eligió algo que ella misma llama monos enterizos, de más de un color, que se cierran solo por delante con un cierre, hoy se puso uno gris, muy suave, que parecía acariciar su piel con cada movimiento, no llevaba ropa interior; esa elección le daba una libertad que se sentía casi eléctrica en el aire.
En menos de lo que habíamos pensado, estacionamos en la Costanera, el río lucía fascinante, como siempre, y ella no dejaba de comentarlo, el calor se sentía, pero no nos importó; comenzamos a caminar por esa ancha vereda que tiene algo de magia, tomados de la mano, avanzábamos despacio, disfrutando cada paso.
El aroma de los puestos de choripán era irresistible, tentado, nos reímos de lo obvio, del olor que nos atraía como imán, y decidimos pegar la vuelta, al final, nos sentamos en una mesa de los puestos a comer un choripán y a beber una gaseosa bien fría.
Su rostro mostraba la ligera transpiración del calor, pero también una sonrisa que reflejaba felicidad me dijo que, viniendo de Lima, nunca había conocido este lugar emblemático, comentó que había oído que por ahí había una playa famosa. 
Le conté un poco la historia de Saint Tropez, y ella se mostró curiosa. 
Quiero saber más, me dijo, entonces empecé a explicarle cómo este lugar había sido un balneario popular en los años 70, mientras hablaba, podía ver cómo sus ojos brillaban con la mezcla de sorpresa y fascinación, era como si, por un rato, la Costanera volviera a ser ese lugar mágico de hace décadas, pero a través de sus ojos y nuestra caminata juntos. 
Le conté que, mucho antes de que el lugar se llamara Parque Saint Tropez, hubo un balneario con ese mismo nombre, justo acá, nació en los años sesenta, cuando la Costanera Sur se había vuelto gris y el río ya no invitaba a meterse.
Pero acá, en la norte, el aire todavía tenía algo limpio, algo alegre. 
La gente venía con reposeras, heladeritas, radios portátiles, era como tener el mar, pero en casa; ella escuchaba en silencio, mirando el río, mientras el viento le movía el pelo.
Y cómo era, preguntó.
Le dije que era un lugar lleno de vida, la gente llegaba temprano, buscando el mejor rincón de arena.
Que el calor pegaba fuerte, pero nadie parecía notarlo, las mujeres usaban trajes de baño de una sola pieza, de colores vivos, rojos, amarillos, celestes que se confundían con el cielo, algunos tenían cierres al frente como tu mono, otras pequeñas aberturas en la espalda, la tela era gruesa, de lycra o algodón, y se ajustaba con naturalidad, sin exagerar nada.
Había algo en esos trajes, que hacía que todo se viera más simple, más verdadero. mostraban lo justo, pero dejaban adivinar la alegría de estar vivos.
Los hombres, en cambio, usaban shorts cortos, casi a la mitad del muslo, con cinturones finos o cordones, y caminaban descalzos por la arena con el pecho al sol.
Había cuerpos bronceados, risas que venían del agua, toallas extendidas donde las parejas se recostaban a mirar el cielo y todo eso tenía una sensualidad natural, sin esfuerzo, la mezcla del sol con el perfume del río, el sonido de una radio sonando a lo lejos, el roce del viento tibio sobre la piel húmeda.
Parece una película me dijo ella, con una sonrisa.
Un poco lo era le respondí. Tenía ese brillo de los veranos que después uno recuerda toda la vida, aunque solo haya pasado una tarde, en 1974 empezaron a prohibir bañarse, que el río se volvió peligroso, pero la gente seguía viniendo igual, ya no para nadar, sino para mirar, charlar, tomar sol.
Y que a principios de los ochenta el lugar se fue apagando, hasta desaparecer.
Solo quedó el nombre, Saint Tropez, como un eco de algo que la ciudad todavía sueña.
Dejamos la mesa y comenzamos a caminar.
Ella se detuvo un momento, mirando el agua.
Debe haber sido hermoso dijo, con un tono suave, casi en susurro.
Lo fue contesté. Pero, si lo pensás, no todo desaparece.
Ella me miró, curiosa.
¿Cómo qué no?
Porque mientras haya alguien que lo cuente, todavía existe, nos quedamos así, de pie frente al río, el viento traía olor a pasto y a orilla, en sus ojos el sol se reflejaba igual que en las viejas fotos que alguna vez vi del lugar, brillantes, cálidos, llenos de vida.
Y por un instante, el presente y el pasado parecieron mezclarse.
La Costanera volvió a ser Saint Tropez, y nosotros, sin darnos cuenta, parte de su historia.
Se dio vuelta, y me beso, vamos dijo, y comenzamos a caminar a rumbo al auto un dejo de nostalgia quedó en sus ojos, como una sombra leve que no termina de irse. 
Una lágrima suelta le resbaló por la mejilla, silenciosa, sin dramatismo, era más bien la emoción de quien recuerda algo que nunca vivió, pero que de alguna manera siente propio, la miré sin decir nada, había en su expresión una mezcla de ternura y tristeza, como si el río, el viento y la historia que acababa de escuchar hubieran despertado algo dormido.
Seguimos caminando, sin apuro, dejando que el sol del mediodía nos envolviera.
Cuando subimos, me abrazó con fuerza, sentí que temblaba apenas, se emocionó muchísimo, y la calmé como pude, una mano en su espalda, palabras suaves, un silencio compartido.
Ya pasó, me dijo al rato, con una sonrisa que todavía guardaba un poco de brillo húmedo. 
Son los años… pero todo esto es muy hermoso.
Asentí, sin agregar nada.
El calor era fuerte, pesado, y el aire del auto tardaba en refrescar.
Volvamos a casa dijo ella, mirando por la ventanilla. Podemos tomar un helado o comprar algo y llevarlo…
La frase quedó suspendida un momento, simple, cotidiana, pero llena de cariño.
Arranqué despacio, afuera, el río seguía brillando, y pensé que, a veces, la belleza está justo ahí, en esas pequeñas cosas que pasan sin querer, entre una lágrima y una sonrisa, entre el recuerdo y el ahora.
¿Querés que te cuente la historia del pasaje donde vivía? le dije, buscando arrancarle una sonrisa.
Sus ojos cambiaron enseguida.
—Dale, dale, pero contámelo paseando respondió, tomándome del brazo.
Y así, le fui hablando de ese rincón escondido donde la magia estaba en la mitad de la cuadra. 
No hacía falta tocar timbre ni anunciarse, todos sabíamos que bastaba con subir aquella escalera que llevaba a la terraza.
Allí, bajo un gran tinglado repleto de tornos, fierros y olor a aceite, vivía un mundo secreto.
El dueño de ese pequeño reino era Yunge, el primero —y quizás único— fabricante de tiralíneas que conocí.
Un inventor incansable.
Entre las virutas y el eco de las herramientas, creaba artefactos imposibles, el famoso tiralíneas tijera y otros que parecían salidos de un sueño de taller. 
En su mesa de trabajo, la rutina se volvía asombro, y cada día tenía algo nuevo que mostrar.
¿Y todo eso pasaba ahí, en tu pasaje? me preguntó ella, con una mezcla de curiosidad y ternura.
—Sí… y todavía, si pasas despacio, parece que el eco de las herramientas sigue ahí —le dije.
Le conté que hoy un gran portón verde esconde esa historia.
Detrás de él duerme el tiempo de los tiralíneas, de los banderines impresos de todos los colores y tamaños. 
Eso lo hacía Paul, el hermano de Yunge, que además tenía la rara habilidad de recargar amortiguadores y devolverles la vida con sus manos firmes.
Siempre había movimiento, alguien llegaba con un auto a reparar, una pieza a improvisar, un problema a resolver. Paul arreglaba las rótulas cansadas de los trenes delanteros con un simple trozo de manguera de goma, nada se tiraba, todo podía revivir, nosotros, de pibes, recorríamos el Delta con él.
De allí trajimos los álamos que todavía sobreviven al borde de la vía testigos mudos de nuestra obstinación adolescente. 
Los cortábamos entre islas y juncos, y luego los plantábamos en el pasaje, como quien siembra un recuerdo para que crezca junto al barrio.
Todavía queda uno, unos metros antes de llegar a la calle Plaza, un árbol y un monumento secreto de nuestra juventud.
Qué lindo susurró ella. 
Me gusta cuando contás esas cosas.
Todo eso… le dije mirándola los tiralíneas, los amortiguadores, los álamos… forman parte de la historia de ese pasaje, y un poco de la mía también.
Son los hijos de un sobreviviente de la Gran Guerra, que se quedó en la Argentina y echó raíces en ese rincón del barrio.
Vecinos que ya no están, pero que siguen conmigo, instalados en la memoria como fantasmas entrañables.
Detrás de ese gran portón verde, todavía están ellos.
Esperando ser recordados.
Esperando que alguien, algún día, vuelva a contar su historia. 
Ya estábamos por llegar a casa cuando sentí la necesidad más que eso, el impulso de acariciarle la pierna, fue un gesto suave, distraído, como si mi mano se hubiese movido sola. 
Pero ella no dudó, apoyó la suya sobre la mía y la sostuvo un instante, su mirada, sin palabras, tenía ese brillo que ya conocía, buscaba el deseo.
Por un momento pensé en dejarme llevar, en volver a ese fuego que tantas veces nos había salvado de decir lo que dolía. 
Pero algo en mí estaba cansado, no del cuerpo, sino del esfuerzo de sostener una historia que, a ratos, parecía necesitar más silencios que caricias.
No dije nada, solo busqué la heladería de la esquina, bajé a comprar el helado que había pedido. 
El aire de la tarde me limpió un poco la cabeza, cuando volví, ella me esperaba con la ventanilla entreabierta y una sonrisa que era más pregunta que invitación.
¿Chocolate amargo? pregunté.
Como siempre dijo.
El helado, pensé, vendría bien a esa hora, mi cuerpo estaba exhausto, apenas entramos, me dejé caer en el sillón del estudio, ella sirvió dos copas, cuidando los detalles como si eso pudiera sostener lo que estaba a punto de romperse.
El silencio pesaba, así que hablé.
El ritmo que venimos llevando a veces me agota.
Ella asintió, sin mirarme.
A mí también… pero es lo que deberíamos haber hecho a los veinte dijo, con una sonrisa que escondía algo más que cansancio.
Cuando te fuiste… empecé, pero la frase se quebró antes de llegar al aire.
Ella bajó la mirada, las lágrimas le cayeron sin ruido, como si el llanto viniera de mucho antes. 
Me acerqué.
Nos miramos sin hablar, su rostro todavía brillaba con el rastro de las lágrimas, y, sin embargo, había en sus ojos una llama viva, una mezcla de deseo y tristeza, como si ambas cosas fueran inseparables.
La abracé, no fue un abrazo casto ni una búsqueda de consuelo, fue el punto exacto donde el deseo y el perdón se confunden. 
La sentí temblar, rendirse un poco, respirar sobre mi cuello.
 Afuera, la ciudad seguía ajena, como si el tiempo se hubiera detenido para darnos una tregua.
Y ahí, en ese abrazo, entendí que a veces amar es simplemente eso, reconocer lo que el cuerpo recuerda, aunque el alma esté cansada.
Ella salió a caminar y a comprar algunos alimentos. 
Yo me quedé escribiendo, concentrado en mis pensamientos, cuando entró con esa alegría que siempre ilumina la casa.
Dejó las bolsas en la cocina y se dirigió al dormitorio a cambiarse, antes de que pudiera decir nada, me avisó que preparara el mate.
Cuando regresó, un impulso me llevó a abrazarla, nos quedamos así largo rato, un abrazo que decía más que mil palabras, donde cada roce era una confirmación silenciosa de nuestro amor.
Pude notar cómo disfrutaba del contacto, cómo su respiración se mezclaba con la mía en un instante que parecía suspendido en el tiempo, sin prisa, se cruzó de piernas y la rutina se convertía en un ritual lleno de complicidad y deseo contenido.
Al mirarla, podía percibir sin palabras cómo estaba, apenas insinuado por la tela de su camisa, la marca de su cuerpo se dibujaba sutilmente, un detalle que hablaba de su sensualidad natural, mientras el tema del sostén seguía sin resolverse.
Amor, mientras hacía la compra en la verdulería, me contaron algo increíble, a fines de los años 60, pusieron una bomba justo en el lugar donde hoy se levanta un supermercado.  _ Es verdad?
Sí, amor, es verdad. 
Te voy a contar los detalles: 
Escuchamos la explosión… y todo eso mientras ella me miraba con esa mirada sugerente y su minifalda provocativa.
Cruzó sus hermosas piernas, dejando su minifalda al límite, y me miró con esa sonrisa que parecía invitarme a acercarme. 
Con voz suave y curiosa, me preguntó cómo había sido eso de la bomba, justo en el lugar donde ahora hay un supermercado. 
Mientras hablaba, su mirada no me dejaba escapar, y yo no podía evitar sentir que cada palabra que decía tenía un efecto eléctrico, mezclando la historia con una tensión casi palpable entre nosotros.
Me dio un mate, nos acomodamos, y comencé a relatarle la historia, sintiendo cómo cada detalle cobraba vida, mientras ella escuchaba atenta, tan cerca que casi podía sentir el calor de su presencia.
A fines de los años sesenta, todo cambió de golpe con la llegada de Minimax, aquel flamante supermercado que parecía traído del futuro. 
Fue el primero en cadena que tuvo el barrio, góndolas, pasillos luminosos y la novedad de hacer las compras empujando un carrito metálico. 
Para muchos vecinos, acostumbrados a los viejos almacenes de mostrador donde el trato era casi familiar, entrar a ese salón moderno era como caminar por otro mundo.
Minimax se convirtió en un símbolo de época, un emblema del consumo y de la modernidad que empezaba a rozar a la clase media porteña.
Pero esa ilusión de progreso tuvo un quiebre abrupto. 
El 26 de junio de 1969, en pleno clima de tensiones políticas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) incendiaron en simultáneo 14 supermercados de la cadena en la ciudad de Buenos Aires. 
El ataque fue un repudio a la visita de Nelson Rockefeller, y el local de Manzanares, en Saavedra, no escapó a esa ola de fuego, de un día para otro, el supermercado del barrio, orgullo de tantos, quedó reducido a cenizas.
Después, el predio conoció otras vidas, allí funcionó el Hogar Obrero, luego pasaron otras cadenas de supermercados, hasta llegar al presente, donde desde hace años se levanta el Vea que todos conocen, pero nada, ni el cartel ni las promociones, alcanza a reemplazar aquel recuerdo inicial.
Los vecinos más antiguos todavía evocan el asombro de caminar por sus pasillos brillantes, la primera vez que eligieron una lata con sus propias manos o que escucharon el tintinear de los carritos en fila. 
Minimax fue, más que un supermercado, la puerta de entrada a un nuevo modo de vida y aunque hoy el tiempo haya borrado su nombre de las marquesinas, permanece en la memoria barrial como el primer gran supermercado de Saavedra, aquel que ardió en un día de furia, pero que todavía late, con nostalgia, en las historias de quienes lo vieron nacer. 
Ella se levantó como si la cocina respirara con ella y susurro que eso debería quedar marcado en su lienzo y se retiró al estudio, estaba descalza, y cada paso suyo sobre la madera era música, un crujido suave, un susurro que resonaba como un arpegio delicado. 
Sus pies dibujaban notas invisibles en el aire, marcando un compás íntimo que hacía vibrar el espacio, haciendo que la luz temblara sobre su piel con cada movimiento y se situó frente al lienzo, comenzó a pintar con la concentración de quien conversa con el tiempo mismo, cada trazo medido, cada gesto preciso, como si el pincel obedeciera a su respiración. 
Cada movimiento suyo era un ritual, lo cotidiano se transformaba en sagrado, y yo podía sentir cómo su energía permeaba el aire.
Le comenté que la había observado, y ella sonrió, con esa mezcla de honestidad y misterio, no me di cuenta, estaba demasiado concentrada, su concentración no era solo mental, solo comento que después de contarle la historia del supermercado, lo vio, y no quería dejarlo escapar, me preguntó si me pasaba lo mismo con la escritura, le dije que escribir era diferente, más íntimo, más silencioso, más interior, pero ella negó con la cabeza, no, la inspiración llega de todas partes, lo importante es sentirla. 
Yo pinto porque lo siento, lo que importa es entregarse por completo.
Hablamos de luz y sombra, de cómo los colores no existen solo en los lienzos, sino también en la percepción y en el espíritu. 
Ella me contó cómo pinta con todo su cuerpo, pincel, dedos, pies. 
Mi cuerpo es el instrumento, el lienzo, y el mundo es mi tinta. 
Cada gesto suyo era un acto de trascendencia, un puente entre lo visible y lo invisible, entre lo físico y lo metafísico. 
La intimidad no era solo corporal, sino metafísica, allí, frente al lienzo, cada respiración, cada latido, cada movimiento era parte del acto creativo. Observábamos lo que ella había pintado, y en cada mancha, en cada color, en cada trazo, veíamos reflejadas nuestras energías, mezcladas y puras. No había juicios ni límites, solo la expresión total de nuestro ser, compartida y contenida en el instante.
Nos quedamos ahí, en silencio y en presencia absoluta, contemplando la obra, el reflejo de nuestra locura creativa y de la energía que nos unía. 
Pintar y escribir no eran actos separados eran la misma corriente que nos atravesaba, el mismo éxtasis que nos permitía existir más allá del tiempo, más allá del cuerpo, en la pura vibración de la creatividad. 
Finalmente, cuando la intensidad alcanzó su punto máximo, vi su remera sobre la mesa y su transpiración debajo de la luz del spot y al mirarnos dimos el día por concluido sin darnos cuentas de la hora.
Eran las diez de la noche, 
La música bajó lentamente, los colores del lienzo y la luz de los spots parecían suspenderse en el aire, agotados pero plenos, cansados y satisfechos, nos fuimos a dormir. 
El mundo exterior había desaparecido; solo quedábamos nosotros, el recuerdo del flujo creativo, el eco de la música, los colores y las palabras, y la sensación de haber vivido un instante absoluto de entrega, pasión y locura creativa. 
Cerramos los ojos, respirando al unísono, conscientes de que habíamos tocado algo que trascendía lo cotidiano, algo que solo se podía sentir y recordar con el corazón.
A las ocho de la mañana me levanté, preparé mate y me senté frente a lo que había quedado del día anterior. 
Comencé a leer, repasando mis notas, mis pensamientos, las pequeñas obsesiones que uno guarda para sí mismo, estaba contento, conforme, un poco sorprendido de que la calma del inicio del día pudiera ser tan exacta, tan perfecta. El atril permanecía a oscuras, un lienzo enorme lo cubría, silencioso y pesado, como si esperara a ser despertado.
Levanté las cortinas y el sol comenzó a colarse lentamente, filtrándose en los rincones del estudio, dibujando sombras sobre el piso y las paredes.
Las cuentas de servicios pendientes se acumulaban sobre la mesa, recordatorios silenciosos de la rutina que nunca desaparece, y con el celular comencé los pagos, uno por uno. 
El décimo mes de mi jubilación había entrado al banco, un pequeño alivio, un suspiro que se mezclaba con la luz que crecía y el calor que empezaba a envolver el día. 
Según el servicio meteorológico, sería una de las primaveras más calurosas, pero por ahora el aire aún tenía un dejo de frescura, ella dormía, respirando profundo, envuelta en el silencio. 
La escuchaba, la sentía, y cada inhalación suya parecía resonar dentro de mí, algo en mi interior la hacía moverse más, como si mi presencia fuera un leve impulso invisible que la acompañaba incluso en su sueño. 
Se levantó sin hacer el mínimo ruido. 
Su camisa anudada y su bombacha del mismo color eran, día a día, un pequeño adelanto de belleza y familiaridad. 
Sus pies se deslizaban sobre el piso de pinotea como flotando, y sus cabellos enredados en la cara, todavía dormida, daban a la mañana el toque de luz que necesitaba mi alma. 
Se acercó, me saludó y me abrazó. 
La cocina estaba llena de pequeños ruidos y olores, el mate humeante sobre la mesa, el pan tostándose lentamente, el aroma de la mermelada recién abierta mezclándose con el café. 
Mientras preparábamos el desayuno, nuestros movimientos se sincronizaban de manera natural, casi sin palabras, como si la rutina misma fuera un lenguaje secreto que solo nosotros entendemos. 
Ella cortaba la fruta, yo servía el mate; ella abría la ventana y dejaba que entrara más luz, yo la miraba, y el calor del sol se filtraba por la piel y el alma al mismo tiempo.
El tiempo parecía dilatarse, cada sonido era significativo, el crujido de la madera bajo sus pies, el zumbido del agua al hervir, el roce suave de sus manos mientras tomaba la taza. 
Todo se volvía una sinfonía de lo cotidiano, y yo me quedaba atento a cada pequeño gesto, a cada respiración, sintiendo que en esos momentos sencillos se concentraba la totalidad del día, de la vida.
Nos sentamos a desayunar, y las palabras surgían entre bocados y sorbos recuerdos del día anterior, planes improvisados para la tarde, pequeñas confesiones que solo salen cuando se está en completa calma y confianza. 
Sus ojos brillaban con la luz del sol, y en ellos veía reflejada mi propia tranquilidad, una especie de espejo silencioso que me devolvía el sentido de pertenencia y felicidad.
Después del desayuno, mientras recogíamos los platos, me di cuenta de que cada día era un pequeño milagro. 
La presencia de ella, su risa suave, la manera en que la luz iluminaba su cabello, todo se convertía en una especie de ritual que me anclaba al momento presente. 
Miro el teléfono, luego la hora, y dijo; Amor, me voy a cambiar, tengo turno en la depiladora. 
Cuando termine, compro lo que haga falta. ¿Necesitas algo? Le dije que no.
Le pregunté si se depilaría toda completa; dijo que sí. 
Creo que hice un gesto que no le gustó, y entonces preguntó por qué.
Le respondí, - Nada, todo bien, solo que no me acostumbro a ver una vagina depilada, es un rollo mío.  Sonrió, y se fue a cambiar.
En menos de lo que esperaba, ya estaba lista para salir. 
Mientras cerraba la puerta detrás de ella, sentí un pequeño vacío en el aire, como si la casa misma notara su ausencia temporal, y al mismo tiempo, un tipo de calma, saber que volvería, que el día continuaría, que estas pequeñas separaciones momentáneas solo refuerzan la sensación de cercanía y afecto.
Me quedé en la cocina preparando el almuerzo, tenía tiempo, así que podía hacer algo bien elaborado, preparé todo con calma, cortando, sazonando, dejando que los aromas se mezclaran, después descansé un poco, escribí algunos mensajes, saludé a un par de amigos, y cerca del mediodía volví a la cocina, puse el agua para unos mates y pensé que ella llegaría pronto.
Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba cocinando en remera, bóxer y descalzo, no lo había pensado; era algo inconsciente, quizá un contagio de su manera de estar cómoda en casa, algo de ella se había filtrado en mis costumbres, sin que me diera cuenta, fui hasta la habitación a buscar el pantalón y las ojotas.
Cuando volví, la puerta se abrió lentamente y ella entró.
La comida estaba casi lista, solo faltaban unos minutos para sentarnos, me abrazó y me besó, como si hiciera días que no nos veíamos. 
Su abrazo tenía ese calor que no se explica, que no depende del tiempo ni de la distancia, sino de una complicidad silenciosa, era un reencuentro dentro del mismo día, una manera de decir aquí estoy, con el cuerpo y con el alma.
Ella se sentó frente a mí, todavía con el brillo del sol de afuera en el rostro, ese tono tibio que traía consigo cada vez que volvía de la calle. 
Serví los platos y el aroma llenó la cocina, mientras almorzábamos, comenzó a contarme lo que había charlado con la depiladora.
Dijo que acá, a unas cuadras, hay o había una fábrica que comentó sorprendida. 
Y yo pensé: ¿una fábrica? 
Si todo esto parece tan residencial… 
¿dónde puede haber una fábrica acá?
Sonreí, porque conocía bien esa historia.
—Sí, la fábrica está —le dije—. La RCA, ocupa casi toda una manzana, pero ya no graba discos.
Antes sí, era una de las más conocidas; fabricaban los discos, los vinilos que llegaban a todos lados, ahora es una empresa de televisión por cable.
Ah, eso me dijo, respondió ella, moviendo la cabeza. 
¿Que antes hacían los discos de los famosos?
Así es, le conté. 
En su momento, era un orgullo del barrio, de noche se escuchaban los camiones cargando cajas y cajas, el olor del cartón nuevo, la tinta de las etiquetas. 
Era una época distinta… el barrio tenía otro ritmo, más de trabajo, más de ruido.
Ella me escuchaba con atención, mientras partía el pan con las manos.
Qué increíble dijo. Nunca me imaginé algo así acá.
Sí, cambió todo, hoy apenas queda el edificio, pero si te acercas, todavía se siente algo… un eco del pasado de la historia de la RCA en Saavedra que comenzó alla 1929, cuando la compañía discográfica RCA Victor inauguró una gran fábrica y estudios en la manzana delimitada por Paroissien, Rómulo Naón, García del Río y Estomba. 
La ceremonia de apertura, presidida por el intendente Cantilo, marcó un antes y un después para el barrio, que hasta entonces estaba formado principalmente por casas bajas y calles tranquilas. 
La llegada de la planta transformó la fisonomía del barrio, convirtiéndolo en un punto clave de la industria cultural argentina.
Dentro de esas naves se gestó buena parte de la memoria musical del país. 
La fábrica no solo producía discos y equipos, sino que también alojaba los estudios donde se grabaron inolvidables interpretaciones de tango y otros géneros. 
Por allí pasaron figuras como Ástor Piazzolla, Roberto Goyeneche y numerosas orquestas típicas que definieron el sonido de toda una época.
Muchos vecinos recuerdan con cariño la costumbre de acercarse hasta la puerta para esperar a los artistas. 
Era común ver grupos de personas aguardando en la vereda, ansiosos por obtener un saludo, un apretón de manos o, con suerte, un autógrafo. 
Los más afortunados llegaban a escuchar de lejos las voces que se colaban de los ensayos y grabaciones. 
Aquella puerta se convirtió en una especie de escenario paralelo, donde el público compartía un instante de cercanía con sus ídolos.
El esplendor de la fábrica se sostuvo durante décadas, hasta que en 1987 cesó su actividad. 
Con el tiempo, la manzana fue adquirida por empresas de telecomunicaciones como Personal, Fibertel, Telecom y Flow, que instalaron allí parte de sus operaciones. Sin embargo, gran parte del edificio se conserva intacto, y todavía se alza como un testimonio silencioso de la época dorada de la radio y la música en Saavedra.
La historia de RCA Victor en Argentina refleja no solo la expansión de la industria electrónica y discográfica en las décadas de 1920 y 1930, sino también el modo en que un barrio porteño se convirtió en escenario privilegiado de un fenómeno cultural.
Y para quienes vivieron aquellos años, el recuerdo más vívido no está solo en los discos, está en esa espera, en la vereda, mirando hacia la puerta por donde entraban y salían los grandes cantores.
 Mira no sabía nada, jamás me lo hubiese imaginado.
Terminamos de almorzar y, como siempre, tomamos el café, esa costumbre se había vuelto casi un ritual, el aroma del café llenando la cocina, el silencio amable que se instala después de comer, cuando el cuerpo se aquieta y las palabras salen más suaves.
Lavamos los platos entre los dos, sin hablar demasiado, cada uno moviéndose en su ritmo conocido, luego fuimos al estudio, antes de sentarse, ella dejó la ropa en el dormitorio.
Tenía ese andar suelto, despreocupada, que llenaba la casa de algo parecido a la serenidad. 
La conversación fue larga, tierna y compartida. 
Hablamos de cosas simples, de proyectos pequeños, de recuerdos que se colaban sin aviso, a veces el diálogo se interrumpía solo para mirarnos, para dejar que el silencio dijera lo que las palabras no sabían traducir.
El estudio estaba iluminado por una luz pareja, esa del comienzo de la tarde que no encandila, pero calienta, afuera, el sol hacía vibrar las hojas de los árboles y entraba un aire tibio, apenas perfumado. 
En algún momento ella se sentó junto a mí, apoyó la cabeza en mis piernas mirándome y seguimos hablando, sin urgencias, sin intención de que el tiempo pasara.
Había algo pleno en esa quietud, una confianza mutua que no necesitaba demostrarse, una ternura que se expresaba en los gestos más mínimos. 
Yo la escuchaba, observaba cómo movía las manos al hablar, cómo sonreía de lado cuando recordaba algo, y sentía que esa tarde era perfecta en su sencillez.
La conversación siguió tranquila, entre pausas y risas suaves, pero en un momento quise saber un poco más de ella. 
No sé por qué, quizás por curiosidad, o por ese deseo de entender del todo a quien uno ama, le pregunté sobre su paso por España.
Al principio pareció dispuesta a hablar, pero enseguida empezó a dar vueltas, a desviarse del tema.
Mencionó nombres, lugares, anécdotas sueltas, pero sin profundidad, como si todo eso perteneciera a otra vida, a un tiempo que no quería volver a tocar.
La miré en silencio, no era la primera vez que lo hacía; ya antes había sentido ese muro invisible levantarse entre nosotros. 
Entonces comprendí que había cosas que prefería dejar atrás, recuerdos que no quería traducir en palabras. No insistí.
Se levantó despacio y fue hasta el atril. 
Se sentó allí, mirando el lienzo todavía cubierto, y sus hombros se relajaron como si encontrara refugio en ese espacio. 
No dije más nada fui a buscar un disco y puse un poco de música, suave, apenas un fondo que llenó el aire del estudio con una calma nueva.
La tarde seguía entrando por la ventana, dorando los objetos, y el silencio entre nosotros no era incómodo, era un silencio lleno de respeto, de aceptación.
Ella permaneció un rato en silencio frente al lienzo, observándolo como si en esas manchas y trazos iniciales buscara un sentido que todavía no se dejaba ver. 
La luz del sol comenzaba a bajar, dorando el borde de su cabello, que se movía apenas con la brisa que entraba desde la ventana abierta.
Pintó unos minutos, sin decir palabra, cada movimiento suyo era una forma de respirar, una conversación muda con lo que sentía, yo la miraba desde mi silla, no quería interrumpirla.
Cuando dejó el pincel, se quedó mirando el cuadro con los ojos entrecerrados. Luego giró hacia mí y sonrió, apenas, como si volviera de un viaje.
Ya está por hoy, dijo en voz baja.
Me acerqué y la abracé por detrás, con cuidado, y así nos quedamos un momento, mirando el lienzo aún fresco, donde los colores parecían moverse con la respiración de la tarde.
El sol se deslizaba hacia el oeste, y la casa empezó a llenarse de esa penumbra dorada que anuncia el final del día, en algún punto, un perro ladró, una moto pasó por la esquina, y el tiempo pareció recuperar su ritmo.
Ella apoyó su cabeza en mi hombro.
Me gusta cuando el día termina así, susurró.
A mí también le respondí. 
Es como si todo lo que somos encontrara su lugar.
No dijimos más, dejamos que el silencio hiciera lo suyo.
Y mientras la luz se apagaba lentamente, supe que esa tarde, con sus palabras, sus pausas y sus pequeños misterios, quedaría guardada en mí como un cuadro invisible, pintado no con colores, sino con la simple verdad de haber estado juntos. 
A la mañana siguiente, cuando desperté, ella no estaba en la cama.
El aire tenía todavía el olor tibio de la noche, me desperecé despacio y salí del dormitorio.
Una música suave, casi como un susurro, inundaba el estudio.
La encontré allí, acostada en el piso, boca arriba, los ojos cerrados, el sol de la mañana apenas tocaba su rostro, me senté a su lado sin decir nada, al sentir mi presencia, abrió los ojos lentamente y sonrió.
Estaba pensando dijo. 
Necesitaba pensar un poco.
Se incorporó con calma, me miró unos segundos y extendió su mano para ayudarme a levantarme.
Desayunamos propuso.
Sí respondí.
¿Mate o café? preguntó mientras se ponía una remera que estaba sobre la silla.
—Mate dije, sin dudar.
Fuimos a la cocina, el sol entraba despacio por la ventana, más cálido que el día anterior. 
Ella puso la pava y, mientras esperaba que se calentara el agua, se sentó sobre mis piernas para llenar el mate con la yerba, ese gesto, tan simple, tenía algo de ceremonia, la manera en que se movía, la calma con que hacía las cosas, como si cada acción tuviera un sentido propio.
Pidió que le contara más sobre el barrio, si aún quedaban industrias, si seguían funcionando esas viejas fábricas que alguna vez llenaron de ruido las calles.
Le dije que pocas quedaban, que muchas se habían convertido en viviendas o en locales de depósito. 
Que el barrio había cambiado, pero que todavía, algunas tardes, cuando el viento sopla desde el oeste, se podía oler algo del pasado, el hierro, el aceite, la madera recién cortada.
Ella escuchaba con atención, moviendo el mate entre las manos, mirando por la ventana como si pudiera ver ese pasado del que yo hablaba.
Debe haber sido lindo dijo.
Lo fue contesté. Tenía su ritmo, su música. 
No todo era fácil, pero había algo de pertenencia, de comunidad. 
Hoy, en cambio, todo es más silencioso.
El agua estaba y sirvió el primer mate y me lo alcanzó.
Entonces dijo sonriendo, hoy brindemos por eso, por lo que todavía queda.
Y mientras el sol se deslizaba por las paredes y el vapor subía desde la pava, supe que esa mañana también quedaría guardada, como otra página invisible en el libro que sin saberlo íbamos escribiendo día a día.
Cuando terminamos de tomar mate, le propuse salir a caminar.
Podríamos ir hasta la avenida Parque le dije. 
Caminar unas cuadras, hacer un poco de ejercicio. Ya es hora de movernos un poco.
Fuimos a cambiarnos, yo me puse una remera liviana, un pantalón de gimnasia y las zapatillas. 
Ella buscó una calza negra y una musculosa.
Cuando estaba por salir del dormitorio se miró al espejo y dijo.

No, no, no… así no salgo. Sin sostén no.
Y yo, medio en broma, medio en serio, le dije
Así no salgas.
Me miró un instante, con esa mezcla entre sorpresa y sonrisa que le sale cuando no sabe si hablo en serio o no.
 Está mal le dije enseguida. 
Te queda bien, pero hará sentirte incómoda.
Creo que lo entendió, porque no dijo más nada. 
Se puso el top, ató el pelo y en pocos minutos estábamos listos. Salimos, el sol ya estaba alto y el aire era tibio, con ese olor a pasto recién cortado que trae la mañana. 
Empezamos caminando por el boulevard, entre los árboles, ella marcaba el paso, firme, con ritmo, y a las pocas cuadras ya estábamos trotando como muchos otros.
El parque estaba lleno, familias, ciclistas, chicos con perros, gente que corría en silencio con los auriculares puestos.
Nosotros íbamos a nuestro ritmo, sin apuro, corríamos y hablábamos poco, apenas algunas frases sueltas entre respiraciones, sentía que ese movimiento nos acomodaba por dentro, que de alguna manera el cuerpo ordenaba lo que el alma a veces no puede.
Volvimos del parque con el cuerpo cansado pero liviano, como si el aire fresco nos hubiera vaciado de pensamientos.
El sol ya caía con fuerza y la casa, quieta, nos recibió con ese silencio conocido de las mañanas largas.
Nos metimos a la ducha, el agua tibia nos relajó los músculos y nos devolvió la calma, no hablamos mucho, apenas algunas risas, gestos pequeños, el roce de las manos, era uno de esos momentos donde la ternura se mezcla con el descanso, sin decir demasiado.
Después, en la cocina, me senté frente a la mesa, mirando cómo el vapor subía del agua caliente, ella todavía acalorada a pesar del baño, caminaba por la casa con el cabello húmedo, envuelta en esa sensación de ligereza que deja el agua.
Le conté sobre otra fábrica del barrio, una que hacía muchos años había cerrado.
En el corazón del barrio de Saavedra, allí donde la Panamericana se cruza con la General Paz, se levantó en 1944 un edificio que durante décadas fue sinónimo de progreso, empleo y orgullo barrial, la fábrica de Philips Argentina, conocida como FAPESA.
La empresa ya estaba en el país desde 1935, pero fue en aquel predio de tres hectáreas donde desplegó toda su fuerza industrial. Con sus seis pisos originales, sus columnas separadas cada siete metros y ventanas que iluminaban los cuatro frentes, el edificio imponía respeto y modernidad. 
Dentro de sus muros, un histórico horno de vidrio daba vida a lámparas, tubos de iluminación y piezas que luego iluminarían hogares y calles enteras.
No solo se fabricaban lámparas, de aquellas líneas de producción también salían radios, televisores y electrodomésticos de línea blanca que acompañaron la vida cotidiana de miles de familias argentinas. 
En sus mejores tiempos, la fábrica empleaba a unos 4.000 trabajadores, organizados en tres turnos de ocho horas, que mantenían encendida la chispa productiva día y noche. 
Para muchos vecinos, Philips no era solo una marca. era una fuente de sustento, una comunidad, un símbolo de progreso.
El barrio se transformó alrededor de esa mole industrial. 
La Philips marcó el pulso cotidiano de Saavedra, a la entrada y salida de cada turno, las calles se poblaban de obreros, técnicos e ingenieros. 
Muchos aprendieron allí su oficio, y la Escuela Técnica Philips sigue siendo, aún hoy, un testimonio vivo de esa vocación por la formación y la innovación.
Con el paso del tiempo, las dinámicas cambiaron.
La fábrica cerró sus puertas como centro productivo, pero el edificio no quedó en el olvido. 
Su arquitectura robusta y su escala monumental permitieron un reciclaje integral. los seis pisos originales se unieron a cuatro niveles nuevos, dando origen a un moderno centro de oficinas. 
La vieja fábrica mutó, pero supo conservar parte de su espíritu, adaptándose a nuevas funciones sin borrar del todo su historia.
Hoy, muchos que pasan por allí tal vez desconocen que en ese lugar funcionó una de las fábricas más importantes del barrio, cuna de lámparas, tubos y electrodomésticos que habitaron nuestras casas. 
Incluso, donde antes resonaba el zumbido de las máquinas, ahora funcionan empresas, oficinas que sorprende a quienes recuerdan la antigua planta.
Pero en la memoria de Saavedra, Philips sigue siendo un ícono, un gigante que iluminó no solo calles y hogares, sino también las vidas de miles de trabajadores y sus familias. 
Su legado es parte inseparable de la identidad del barrio, un pedazo de historia que late en las charlas de los más grandes y que merece ser contado a las nuevas generaciones.
 De chico me gustaba pasar por la puerta y escuchar las máquinas. 
Ella me escuchaba en silencio, apoyada en la mesada, con esa atención tranquila que tenía para las cosas que importan poco y mucho al mismo tiempo.
En un momento pareció darse cuenta de que seguía sin vestirse del todo. 
Sonrió, casi divertida, y sin apuro fue hasta el dormitorio.
Volvió al rato con una musculosa y una bombacha liviana, de esas que parecen hechas sólo para el verano, se sentó frente a mí, cruzó las piernas, y mientras cebaba el mate dijo.
Tu barrio tiene más historias que para un libro.
Puede ser le respondí. 
Pero me gusta contarlas así, de a poco, con vos escuchando. 
Afuera, el sol ya empezaba a bajar, tiñendo las paredes de naranja, todo estaba en calma, la casa, el aire, nosotros y tuve la sensación, por un instante, de que no había pasado nada extraordinario, y sin embargo todo estaba bien, perfectamente en su lugar. 
El mediodía se acercaba y ella dijo que prepararía el almuerzo.
Acepté sin discutir, me gustaba verla moverse en la cocina con esa mezcla de precisión y descuido, después de comer, descansé un poco; la caminata y el trote final me habían dejado el cuerpo flojo, con esa fatiga agradable que invita a una siesta breve.
Cuando volví al estudio, ella ya estaba trabajando en sus dibujos.
Para cada historia venía preparando uno.
La pared donde estaba el atril se había ido poblando de hojas, bocetos y trazos de color. 
Esa noche me dormí pensando en esos dibujos y como una simple mirada me hicieron viajar a los lugares que yo había descripto.
Cuando desperté, ya había amanecido. 
Fui hasta el estudio.
Ella estaba allí, como otras veces, acostada en el piso, los ojos abiertos, mirando el techo, parecía pensar, o tal vez seguir soñando despierta.
No quise interrumpirla, la dejé así, quieta, con su música suave sonando de fondo, y me fui a la cocina. 
Puse la pava al fuego y esperé en silencio, mientras el día volvía a empezar. Cuando entro a la cocina, me saludó con una sonrisa tranquila.
Dijo que, si no me molestaba, ese día quería dedicárselo por completo a terminar algunos bocetos que tenía dando vueltas en la cabeza.
Podés acompañarme, o si preferís salir esta perfecto, pero hoy me levante con esa idea.
No, me quedo respondí. Me gusta verte trabajar.
Entonces, mientras volcaba la yerba en la calabaza, me preguntó si en el barrio había más fábricas, de esas que antes daban vida y ruido a las calles.
Sí le dije, hay una historia que seguro te va a gustar.
Se cruzó de piernas sobre la silla, tipo Buda, y apoyó los codos en las rodillas.
Tenía el rostro húmedo, perlado de transpiración, el cabello algo revuelto y esa mirada curiosa, atenta, que me desarmaba, le pregunte por que no ponía el aire y dijo que en la transpiraron encontraba inspiración, creo que puse una cara rara, yaqué dijo que nunca lo entendería.
Le acerqué el mate, lo tomó con las dos manos, y me miró fijo.
Contame dijo.
Entonces empecé a hablarle de una fábrica que fue casi un corazón latiendo en el barrio, mucho antes de que llegaran los edificios nuevos, los autos con alarma y los porteros eléctricos.
Allá por 1940, nació una fábrica que pronto sería parte del pulso del barrio. La llamaron FATE, fábrica Argentina de Telas Engomadas y desde su pequeña planta de apenas mil metros cuadrados empezó a parir telas impermeables, artículos de goma y, un poco más tarde, neumáticos que todavía olían a novedad. 
Pero más que máquinas y productos, lo que dejó fue una marca invisible, un perfume áspero de caucho que, a ciertas horas del día, se escapaba por las ventanas y se deslizaba entre las calles tranquilas. 
Ese olor se mezclaba con la vida cotidiana, los chicos corriendo hacia el Parque Saavedra, los scouts levantando carpas y sueños, la pileta de natación que en los veranos se llenaba de gritos, chapuzones y canciones. 
Todo convivía en una armonía extraña, la fuerza industrial que prometía progreso y el pulso sereno de un barrio que aún respiraba de puertas abiertas, con vecinos sentados en la vereda, compartiendo un mate bajo la sombra de los árboles. Durante más de veinte años, la fábrica fue un vecino más, ruidoso y a veces invasivo, pero parte de la trama íntima del barrio. 
Luego se mudó a San Fernando, llevándose con ella su crecimiento y su modernidad, en Saavedra quedaron las huellas invisibles, el recuerdo de aquel aroma inconfundible, las tardes de juegos en el parque, los veranos eternos de colonia, y esa sensación de que todo estaba cerca, seguro y compartido. 
Hoy, cuando las costumbres han cambiado y las puertas ya no descansan abiertas, todavía se respira, de a ratos, un aire de barrio. 
Es un aire que trae consigo nostalgias, del caucho caliente en la fábrica, de las veredas habitadas, de las voces de infancia que aún parecen resonar entre los árboles del parque. 
Porque Saavedra, como la memoria misma, guarda ese tiempo en que el trabajo y la vida cotidiana se entrelazaban, y donde cada esquina tenía un perfume, un sonido y una historia que el tiempo, por más que corra, nunca termina de borrar. 
Entre mates dijo sentir un aroma a caucho mezclado con pasto recién cortado, un aroma único que solo podía describirlo si lo dibujaba entonces, fuimos al estudio y nos encerramos.  
La puerta se cerró con un clic firme, y de repente todo lo cotidiano quedó atrás, la luz de los spots recortaba su presencia sobre el atril y el papel, mientras la oscuridad se espesaba alrededor, nada de la comida, la mesa, los objetos importaban, el mundo se había borrado y solo existíamos nosotros flotando en un instante detenido.
Al principio, sus lágrimas eran apenas un hilo, un brillo que corría sobre sus mejillas, luego crecieron, se hicieron río, y a distancia se convirtieron en un llanto que llenaba la habitación, atravesándolo todo, cada sollozo vibraba en el aire, reverberando en mí, transformándose en grito, su emoción era tan intensa que se sentía tangible, casi física, me incorporé despacio al verla temblar, frágil y al mismo tiempo inmensa en su vulnerabilidad, no había palabras que pudieran tocar lo que estaba ocurriendo; era un lenguaje que solo existía entre nosotros, hecho de respiraciones, miradas y temblores compartidos, entonces la abracé, no hubo cálculo, no hubo intención, solo la certeza de que debía estar ahí, sosteniéndola, acompañando cada escalofrío, cada estremecimiento, mi abrazo la envolvió, y a su vez me envolvió a mí, como si nuestras presencias se fundieran y los límites del cuerpo se diluyeran, la luz de los spots creaba sombras que danzaban sobre sus brazos, su cabello, el papel, fragmentos que el tiempo no reconocía, su llanto se convirtió en un grito sostenido, un sonido que parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo, y en ese grito, en esa vibración, sentí cómo el mundo físico se rendía, todo se volvió emoción pura, materia intangible, un flujo de energía que nos atravesaba, nos quedamos así largo rato, sin tiempo ni medida. 
Su respiración se mezclaba con la mía, y cada sollozo que escapaba de su pecho era un torrente que recorría mi cuerpo también, cada lágrima, cada temblor, cada sonido se transformaba en algo que podíamos sentir sin tocarlo, era un contacto que no necesitaba piel, que existía en un plano distinto, casi metafísico.
Poco a poco, su llanto se hizo más profundo, más contenido, pero seguía vibrando en nosotros como un eco que no podía morir. 
La abracé más fuerte, y sentí cómo su fragilidad se convertía en fuerza, cómo su emoción extrema nos hacía flotar fuera del tiempo, fuera del espacio, dentro de algo que era solo nuestro.
La luz de los spots reflejaba destellos en sus lágrimas, en mi pecho, en el papel manchado de tinta. 
Cada destello era un pequeño universo que se encendía y apagaba con cada respiración compartida. 
Todo era a la vez irreal y absoluto, un instante prolongado que podía durar eternidades.
Nos fundimos en un éxtasis que no podía llamarse ni humano ni real, todo lo físico desaparecía, incluso la ropa que había quedado olvidada en algún lugar sin que lo supiéramos. 
Cada gesto, cada temblor, cada latido parecía prolongarse al infinito, un flujo constante de emoción, de energía compartida. 
Todo lo exterior se volvió irrelevante, solo existíamos nosotros, la luz, la sombra, la música amortiguada y la sensación de que el tiempo ya no tenía límites.
Durante largos minutos, flotamos en esa densidad, ese pulso de vida compartido que nos atravesaba nos sostenía y nos transformaba, era un instante sin principio ni fin, donde lo físico, lo emocional y lo metafísico se entrelazaban de manera absoluta.
Finalmente, la realidad comenzó a filtrarse lentamente, la luz del exterior se volvió más clara, más tangible, los sonidos retomaron contornos reconocibles, la habitación empezó a recuperar su ritmo cotidiano, pero la sensación de trascendencia permanecía, un halo que nos mantenía suspendidos entre lo vivido y lo ordinario.
Nos levantamos, todavía sostenidos por la emoción de lo compartido, y la ropa seguía dispersa, como un testigo silencioso de la entrega total y del abandono de toda defensa mientras el bastidor quedaba completamente expuesto solo a sus, trazos que hizo desde mi abrazo en un momento único e irrepetible,
Caminamos hacia la cocina, respirando lentamente, con los ojos brillantes y la piel todavía sensible al eco de todo lo que habíamos atravesado, nos miramos y, entre sonrisas y suspiros, comentamos en voz baja lo que acabábamos de vivir.  
La emoción se mantenía, densa y cálida, iluminada por la luz dorada del atardecer que entraba por la ventana. Nos sabíamos la hora, pero el instinto no llevo a la cocina donde una pizza esperaba ser horneada para cuando dispusiéramos y 
Cuando el horno, se templó, seguimos conectados, cada bocado se prolongaba en conciencia plena, mezclándose con el aroma de la gaseosa y la luz que cambiaba lentamente a nuestro alrededor.
Hablábamos a veces, reíamos otras, y muchas veces nos quedábamos en silencios largos, densos, donde la presencia del otro parecía suficiente para sostener el flujo de horas. 
Las sombras de la cocina se alargaban y se deformaban, mezclándose con la luz cálida de la lámpara del patio y los destellos plateados de la luna que ahora se alzaba más alta. 
Cada reflejo sobre las tazas, los platos y nuestras manos parecía contener un recuerdo, un fragmento del estudio, del tiempo suspendido, de la emoción que nos atravesaba.
Las bebidas actuaban como marcadores de cada instante, como rituales que nos mantenían conscientes y presentes. 
Cada sorbo parecía detener el tiempo, prolongando la sensación de vuelo, de trance, de conexión absoluta. 
La efervescencia de la gaseosa añadía un contraste ligero, burbujeante, que nos hacía sonreír, un pequeño respiro dentro de la intensidad emocional. 
Cada risa contenida o suspiro prolongado se sentía como una melodía invisible que nos acompañaba, un hilo que unía pasado y presente, emoción y calma, sol y luna.
El flujo del tiempo parecía multiplicarse, un minuto podía contener lo que parecían horas, y cada gesto, cada mirada, cada silencio, cada palabra o suspiro prolongado se volvía trascendente. 
Nos movíamos lentamente entre la mesa y las sillas, disfrutando de la textura de cada cosa entre las manos, del aroma que ascendía en espirales suaves, del calor de la pizza que aún conservaba la esencia del horno. 
Todo era un flujo continuo, un espacio suspendido que no necesitaba nombre ni explicación, la desnudes había pasado a un plano que ya no importaba, pero la excitación, minuto a minuto era mayor y la luna llenaba la cocina con su luz plateada, al apagar la del patio mezclándose con los tonos cálidos de la semioscuridad, creando un halo sereno y etéreo. 
Seguíamos allí, en trance, prolongando la conversación metafísica, las risas y los silencios densos, cada sorbo, cada gesto, cada respiración contenía la totalidad de lo que habíamos vivido, nos mirábamos y entendíamos, sin palabras, que aquello era irrepetible, que solo existía allí y en nosotros.
A medida que la noche avanzaba, cada instante parecía multiplicarse, convertirse en compases de un tiempo que no existía fuera de la cocina, la pizza, aunque ya escasa, seguía siendo un hilo que nos mantenía anclados a la presencia, al disfrute del instante. 
Nos recostábamos levemente sobre las sillas, inclinándonos hacia la mesa, prolongando la cercanía, la respiración, la emoción que aún vibraba. 
Cada risa, cada suspiro, cada silencio prolongado parecía expandirse.
La luna se elevaba más, iluminando los detalles más pequeños, el vapor que ascendía del agua calentándose para el café, ya no quedaban restos de pizza, nuestras manos entrelazadas por cercanía y movimientos suaves. 
Todo estaba en perfecta armonía, la luz, la sombra, los aromas, los sabores, el flujo continuo de presencia y emoción. 
Su ritmo me hizo seguirla nuevamente al estudio, el spot solo iluminaba el atril y puso un bastidor, solo me pidió que pusiera música, y dijo que ese momento…  quedaría grabado en tinta que agarro y destapo sobre la banqueta y comenzó a crear, pidió que subiera la música, su mano creaba. 
Yo la besaba, pidió más volumen de música y el sonido explotaba en el estudio, cuando sin más que un gesto estuve lentamente dentro de ella por varios minutos en un vaivén en el que siguió pintando los últimos retoques, lentos y precisos hasta que dio su último  trazo, profundo intenso, y apague el spot.  




Todo era nuestro, irrepetible, pleno y eterno, una continuidad suspendida entre el sol y la luna, un instante de trance absoluto que no necesitaba fin, el mundo exterior parecía un eco lejano, cuando finalmente el reloj marcó las dos de la mañana, decidimos cerrar la noche entrando juntos a la ducha, dejando que el agua tibia nos envolviera, cada gota parecía borrar las horas de trance acumuladas, uniendo la emoción, la calma y la plenitud en un único instante de tranquilidad compartida, salimos y nos acomodamos en la cama, la plenitud del día, la intensidad de la tarde y la noche, la continuidad del trance, todo se condensaba en un silencio cargado de significado, un abrazo profundo y cálido que decía más que cualquier palabra. 
Dormimos envueltos en la emoción compartida, en la certeza de que habíamos vivido algo único, irrepetible, un instante eterno que permanecería en nosotros para siempre, desde el sol hasta la luna, desde la tarde hasta las primeras horas de la madrugada. 
A las nueve de la mañana, No quise despertarla, caminé en silencio hacia la cocina, tratando de no hacer ruido con las puertas ni con el piso, durante un buen rato me dediqué a ordenar papeles, revisar cuentas y poner un poco de orden en el desorden de la noche anterior. 
La heladera estaba medio vacía, así que empecé una lista de compras en un papel arrugado que encontré sobre la mesa, aproveché también para limpiar la cocina, que aún tenía rastros del vino, las risas y el desborde de la noche, necesitaba esa rutina, ese movimiento lento que acomoda por fuera lo que uno todavía intenta ordenar por dentro, esperaba que se levantara para compartir unos mates y planear el día juntos. 
Una hora más tarde llego, todavía con sueño, pero con esa manera suya de llenar el espacio sin decir demasiado, me dio los buenos días y se sentó frente a mí, envuelta en una remera grande que parecía abrazarla.
¿Cómo dormiste? me preguntó con voz suave.
Bien, bastante le respondí.  Me levanté temprano, estuve ordenando un poco, revisé cuentas, la heladera... ya tengo una lista de compras. 
Ella asintió despacio, tomó el mate y se quedó mirándome unos segundos, como si el pensamiento se le hubiera ido hacia otro lugar. 
Luego sonrió apenas y me dijo:
Tomemos unos mates tranquilos. Después veo qué hago.
Podemos hacerlo juntos —insistí.
No, mejor anda vos a hacer las compras, pasa a ver a tus amigos, despéjate un poco. 
Yo me encargo de todo acá. No discutí. 
Había algo en su voz, una calma decidida, que me hizo sentir que era mejor dejarla hacer. 
Me quedé un rato más con ella, mateando y comentando lo del día anterior, las risas, los pequeños enojos, los silencios que se transformaron en caricias antes de dormir.
Después me cambié, me puse una camisa limpia, y antes de salir la miré otra vez. Ella ya estaba de pie, levantando los platos, moviéndose por la cocina con esa gracia distraída que me gusta tanto. 
Me dio la sensación de que, mientras yo salía al mundo, ella iba a reconstruir el refugio.
A las dos de la tarde, cuando volví, la casa olía a limpio, las ventanas estaban abiertas, la luz entraba de lleno, y sobre la mesa había dos platos y una fuente de comida humeante, recibió con una sonrisa tranquila.
¿Viste? me dijo. Ya está todo.
Me quedé un momento observándola, con una mezcla de gratitud y ternura difícil de disimular.
Mientras comíamos, me recordó con naturalidad:
Vos tenías que pedir la receta, comprar los remedios y pasar por el comité, ¿no? Dijiste que lo ibas a hacer hoy.
Sonreí, medio culpable, y antes de que pudiera responder, ella agregó con ese tono entre dulce y firme que siempre me desarma.
Déjame a mí.
Y en ese déjame a mí, había algo más que una frase, una manera de cuidar, de hacerse cargo, de estar. 
Una forma callada de amor que no necesita explicaciones, sólo tiempo y presencia. 
Ella estaba cansada, se notaba en su cara.
 Le propuse dormir una siesta y luego salir a caminar. 
Aceptó, y me dijo que debíamos tener en cuenta que momentos como los de anoche, tan intensos, nos dejan agotados, y que ya somos grandes para ciertos esfuerzos de horas. 
Le di la razón, y después de lavar los platos dormimos varias horas.
Cuando desperté, ella estaba en el estudio, con el termo al lado, propuso salir a caminar un poco, la tarde estaba linda, y caminar hasta el parque fue hermoso caminábamos cuando me preguntó que sabía de ese icono del barrio y comenté, hubo un tiempo en que el parque tenía un aire de cuento. 
Entre sus árboles, donde hoy los chicos andan en bicicleta y los abuelos se sientan a tomar sol, se levantaba un molino que en realidad nunca fue molino. 
Era un tanque de agua, parte de la vieja chacra de un sobrino de Cornelio Saavedra, su estructura, con forma de torre fantástica, parecía fuera de lugar, como si alguien la hubiera traído desde otra historia para plantarla en el corazón del barrio.
Los vecinos lo miraban con cariño, no era útil, no giraban aspas ni sacaba agua, pero estaba ahí, dándole identidad al parque, como esos detalles que no tienen explicación y, sin embargo, se vuelven imprescindibles. 
Fue declarado Patrimonio Cultural y se sostuvo durante años gracias a la voluntad de quienes lo sentían suyo, hasta que, un día, el tiempo pudo más y el molino desapareció.
Hoy ya no se lo puede ver, pero basta caminar por el parque para sentir que sigue allí, escondido entre los recuerdos, quien cierre los ojos quizá lo vea reflejado en un lago que tampoco está, aquel paseo del lago alimentado por el arroyo Medrano, donde se navegaba en pequeñas barcas y las familias se sacaban fotos en blanco y negro.
La historia del parque es la historia de la vida barrial, donde antes sonaban los organitos y giraba la calesita con su música de campanitas que aun esta, hoy los chicos corren detrás de una pelota o trepan los juegos modernos, pero la risa es la misma, la de la infancia, eterna, que llena de vida las tardes de Saavedra.
Los fines de semana, el parque se convierte en un ritual compartido, hay rondas de mate bajo la sombra, grupos de amigos que se tiran en el pasto, vecinos que se cruzan y se saludan con la confianza de toda la vida. 
En los caminos se mezclan los que hacen gimnasia, los que salen a correr, los que pasean al perro o simplemente buscan un respiro en medio de la ciudad.
El molino ya no está, pero el parque sigue siendo su herencia. 
Es un espacio de encuentro, un punto de unión entre generaciones, donde los mayores cuentan cómo era aquel parque con lago y los más chicos inventan sus propias aventuras. 
Entre las ramas, las veredas y los bancos, parece flotar la certeza de que los lugares no mueren cuando son queridos, cambian, se transforman, pero siguen latiendo en la memoria colectiva.
Así, cada tarde en el parque Saavedra es un puente entre el ayer y el hoy. 
El molino, la calesita, el lago, los organitos, las bicicletas, los mates y los juegos forman parte de un mismo hilo invisible. 
Un hilo que nos recuerda que no solamente caminamos un parque, caminamos una historia que nos pertenece a todos, dimos otra vuelta, sacando fotos. 
Me abrazó fuerte, sin decir nada, yo le conté que en casa tenía algunas fotos viejas del parque, y sus ojos se iluminaron.
Cuando volvimos, ya caía la noche, preparamos algo liviano para cenar, y después ella quiso ver las fotos, las extendió sobre la mesa del estudio, una por una, como si fueran piezas de un rompecabezas, se quedó un buen rato mirándolas, en silencio luego tomó un cuaderno y empezó a dibujar.
Yo me acosté un poco antes, con esa sensación tibia de la noche bien vivida, pero a las tres de la mañana me desperté, la luz del escritorio seguía encendida, me levanté y la encontré aun dibujando, inclinada sobre el papel, con el mate frío al costado, en el aire se mezclaban el olor del grafito, el silencio y algo más profundo, una concentración casi sagrada. 
Me quedé un rato observándola sin decir nada, había una paz extraña en verla así, tan absorta, como si estuviera tratando de rescatar algo del tiempo, de atrapar la memoria del parque en sus líneas, cerca de las cuatro, se acostó a mi lado y nos dormimos abrazados.
A la mañana siguiente, me desperté a las nueve, la cama estaba vacía, fui al estudio, otra vez estaba allí, dibujando, la luz de la mañana entraba oblicua por la ventana y caía sobre el papel, en el cuaderno, el molino ya casi estaba terminado, me senté a su lado, no dijimos nada por un largo rato, solo el sonido del lápiz sobre el papel llenaba el silencio. 
Afuera, el barrio empezaba su día, adentro, en esa casa tranquila, ella seguía dibujando el molino que ya no existe, yo, mientras la miraba, sentí que de algún modo seguía ahí también, en sus trazos, en su paciencia, en el hilo invisible que une lo que fue con lo que todavía somos. 
Ella estaba cansada, pero no lo decía, la mesa estaba cubierta de fotos, ella se movía entre las mismas con una gracia natural, sus pasos suaves rozando el suelo, el cabello suelto cayéndole sobre los hombros como un río oscuro. 
Algunas fotos tenían finales claros; otras eran solo fragmentos de algo más grande, esperando ser conectados, solo había que encontrar un hilo invisible que uniera todo.
La camisa anudada dejaba entrever la curva de su cintura, y la bombacha tirada sobre la mesa resaltaba su despreocupada sensualidad. 
Su humor no era el mejor, pero había decidido trabajar todo el día, y se notaba en la intensidad de su mirada y en la forma en que su cuerpo se movía con libertad por el estudio. 
La luz del sol se filtraba por las persianas, acariciando su piel y mezclándose con los focos que ella encendía, creando un juego de sombras sobre su figura y sobre las fotos del suelo.
Ella frunció el ceño, y con un gesto decidido encendió el equipo, la guitarra de Pappo rugió, llenando el estudio con su fuerza. 
La música la transformó, comenzó a moverse al ritmo de los riffs, girando, balanceando la cadera, y de repente la bombacha que tenía sobre la mesa salió volando y cayó sobre el sillón, un detalle juguetón que la hacía aún más provocativa. 
Cada gesto suyo, el pelo que le caía sobre la cara, la manera en que se arqueaba al inclinarse sobre las fotos, la risa baja que escapaba de sus labios parecía un susurro al oído, un lenguaje silencioso de tentación.
La luz de los focos, el rugido de la guitarra y el calor que flotaba en el aire convertían el estudio en un escenario privado, donde cada foto, cada sombra y cada respiración tenían un matiz cargado de intimidad.
Ella se detuvo un instante, y miró las fotos con un gesto pensativo, pero el movimiento de su cuerpo aún sugería el ritmo de la música, la tensión de un deseo contenido que se mezclaba con la concentración en su trabajo. 
El calor del mediodía se sentía pesado y húmedo, y ella estaba visiblemente acalorada, pero se negaba a encender el aire seguía hablando de la sudoración siempre que se inspiraba.
Se quitó la camisa con un gesto rápido y se secó la transpiración del rostro y del cuello con el dorso de la mano, sus movimientos tenían un aire de prisa mezclado con curiosidad, me miró con atención y me pidió que le contara la historia de los puentes, cómo se construyeron y cómo servían para cruzar la calle en días de lluvia. 
Mientras hablaba, noté que estaba muy concentrada, escuchando cada detalle como si cada palabra pintara en su mente una imagen del pasado, tomó un sorbo de la gaseosa que le había traído y suspiró, dejando escapar una pequeña sonrisa. El aire estaba cargado de humedad y emoción contenida; sus gestos eran nerviosos, pero también llenos de entusiasmo. 
Cada movimiento, cada palabra que compartíamos, hacía que el tiempo pareciera ralentizarse un poco, como si la conversación misma marcara el ritmo del día, por un momento todo parecía detenido, la tarde, el calor, la emoción, y nosotros atrapados en una burbuja donde la curiosidad y la atención mutua llenaban cada silencio.
La miré y, con una carita traviesa que parecía suplicar que continuara, me dijo. Dale, contame. Sonreí ante su entusiasmo y le respondí, empezando a relatar la siguiente parte de la historia.
Allá, en la esquina del barrio, jugábamos hasta agotarnos haciendo equilibrio sobre los perfiles de color rojo del puente; era casi un ritual. 
Una prueba de coraje, de destreza, de quien aguantaba más sin caerse, riéndonos a carcajadas mientras el sol se escondía despacio detrás de los techos bajos. 
O competíamos con nuestros autitos plásticos llenos de masilla, a veces con una bolita o una cucharita metálica adentro para darles peso, lanzándolos calle abajo para ver cuál llegaba más lejos, chocando con el cordón o perdiéndose en algún charco.
Eran diversiones simples, propias de la esquina, esa que cuando llovía fuerte se inundaba tanto que el agua nos llegaba a las rodillas. 
Entonces girábamos el puente nosotros mismos, con el ingenio que dan los juegos de barrio, para no meter los pies de lleno en el agua al cruzar la calle.
A veces el puente se volvía un barco imaginario, otras un escenario, un refugio donde charlar largos ratos o simplemente sentarse a descansar después de un picado a la pelota. 
Ella me escuchaba y tiraba líneas, y bajo las persianas, quedo solo el spot y yo seguí contando que, autos había pocos; pasaban dos, tres por la tarde, con suerte, y el resto del tiempo era todo nuestro.
Allá lejos y hace tiempo o tal vez no tanto, depende desde dónde se mire, la esquina se encendía con una sola lamparita, una luz tenue que parecía protegernos del silencio de la noche. 
Cuando se quemaba, no había que esperar a la municipalidad, juntábamos monedas entre todos los vecinos, atábamos una escalera vieja y alguno subía a cambiar la lámpara y siempre era más rápido que cualquier cuadrilla oficial, porque era el barrio mismo cuidándose.
Así pasaban nuestras andanzas, entre carreras, equilibrios sobre perfiles rojos, autitos que competían en torneos improvisados y chapoteos en la calle inundada. Así se tejían los recuerdos que hoy vuelven, con el olor a tierra mojada y el eco de nuestras risas, resonando todavía en esa esquina mágica, donde bastaba un puente para hacer del mundo un lugar inmenso. 
Es maravilloso, todo eso del puente, la lamparita y los cochecitos… 
Me encanta, dijo y siguió dibujando. 
Dame más detalles, la forma del puente, los autitos como eran. …
Me acerque la banqueta y se los di al oído, y repetimos la escena de la noche anterior, no se dé donde saque fuerzas, solo se, que, sentado en la banqueta y ella sobre mí, dibujo la mejor ilustración que conocí de sus manos y cuando apago el spot nos acomodamos en el piso y nos dormimos.
Descansamos un buen rato y nos tomamos el día sin tiempo, cuando me desperté  ya estaba con las fotos nuevamente y buscaba fotos del puente que no tengo solo dije que podríamos buscar en algún lado, en internet o en una biblioteca, para ver cómo son realmente y después darle nuestro toque. 
¿Biblioteca?  . . . . ¿Vos a cuál ibas? 
Recuerdo que de chico mi viejo me llevaba a la Biblioteca Cornelio Saavedra. 
Para mí era un mundo enorme, estantes altos, libros que parecían inalcanzables y ese silencio que invitaba a imaginar. 
Yo no lo sabía entonces, pero aquella institución había sido creada por los propios vecinos en 1918, y con el tiempo se convirtió en mucho más que un lugar para leer fue jardín de infantes, centro cultural, refugio y espacio de encuentro.
En mi niñez, ir a la Biblioteca era entrar en un lugar donde todo el barrio se cruzaba, que d lindo recordar aquellos años comente, se respiraba esa mezcla de lo popular con lo intelectual, porque algunos se acercaban por los libros y otros simplemente a encontrarse, a conversar o a participar de actividades. 
El espíritu siempre fue el mismo, abrir las puertas a todos.
Con los años entendí que la Biblioteca creció acompañando las transformaciones del barrio, en épocas de fábricas, cuando muchas mujeres empezaron a trabajar, allí se armó un jardín para que los chicos tuvieran un lugar donde quedarse; más tarde vinieron otros tiempos, y lo que nunca cambió fue esa idea de ser punto de encuentro.
También supe después de momentos difíciles, como la gran inundación del 2013, cuando el agua arrasó con todo, pero lo que más marcó a la Biblioteca fue la reacción de la gente: los vecinos se unieron, cada uno desde su lugar, y la reconstruyeron. 
Algunos con ideas, otros con manos, todos con la misma voluntad de no perder lo que sentían propio, ese espíritu solidario es lo que hace que cada vez que entro me sienta en casa.
Hoy la Biblioteca sigue siendo motor del barrio, recibe a los cuentacuentos, a los grupos ambientales, a las asambleas, a los chicos de las escuelas con las que se articula. 
Y sigue viva gracias al esfuerzo por sumar generaciones nuevas que tomen la posta y mantengan encendida la llama.
Yo todavía la frecuento, y cada vez que cruzo sus puertas me vuelvo a ver como aquel chico que iba de la mano de su padre, mirando con asombro los libros y sin saber que estaba entrando en un lugar que es parte del alma de Saavedra. 
La Biblioteca no es solo un edificio, es una memoria compartida, un refugio contra el olvido, un recordatorio de que en este barrio lo más valioso siempre fue y será encontrarse con el otro.
Una cosa llevó a la otra y, antes de darnos cuenta, eran las cuatro de la tarde. 
El cansancio nos venció, se duchó mientras yo preparaba unas hamburguesas exactamente como le gustaban. 
El aroma del pan tostado y la carne caliente se mezclaba con su perfume tenue que aún flotaba en el aire.
Cuando terminó, ella se acercó a la cocina, descalza, con el cabello aún húmedo y cayendo sobre sus hombros. 
Me miró con una sonrisa que me hizo detenerme un segundo, sus ojos brillaban, y cada paso hacia mí, hacía que mi corazón se acelerara. 
Tomó la hamburguesa en sus manos y se sentó cerca, dejándome notar cómo nuestras piernas se rozaban, pequeñas fricciones que enviaban calor directo a mis sentidos, pero ambos estábamos agotados, descansamos. 
Quince días más tarde, el sol ya era otro, tenía una fuerza distinta, más vertical, más punzante, el verano se acercaba con ese modo suyo de invadirlo todo, haciéndose sentir en la piel, en la luz y hasta en el ánimo. 
Las tardes se volvían más largas y el aire, más denso, ella seguía ilustrando, aunque con un ritmo diferente, más pausado, más reflexivo, parecía necesitar tiempo para mirar sus propios trazos, para pensar en cada línea antes de dejarla fijada. 
Últimamente estaba más volcada a temas nuevos, a explorar otros estilos, y eso la entusiasmaba de una forma serena, como si su arte se hubiera vuelto un espejo en el que también se observaba a sí misma.
Esa mañana me despertó la música, sonaba algo suave, casi imperceptible, de esos temas que se mezclan con los sonidos de la casa, el viento que entra por la ventana, el rumor del agua en la cañería.
Desde la cocina llegaba el aroma a café recién hecho, profundo y cálido, de esos que te despiertan antes de probarlos, me quedé unos segundos, tendido, mirando el techo, tratando de adivinar en qué estaría pensando ella tan temprano.
Cuando entré a la cocina, la encontré sentada frente a la notebook, concentrada, con el pelo revuelto y una taza a medio tomar al lado. 
Me sonrió apenas, sin levantar del todo la vista, dijo que estaba enviando correos a España, que tenía que revisar unas cuentas, ajustar algunos pagos, esa era una rutina que ya habíamos adoptado, mientras ella se ocupaba de su parte, yo me encargaba de los impuestos, de los trámites; ella pagaba la comida, las salidas, a veces uno, a veces el otro. 
Esa mañana, mientras desayunábamos, me contó que tenía cita en la peluquería y luego en la depiladora, dijo que quería cortarse el cabello un poco nada más, aunque yo sabía que cada vez que decía eso, terminaba haciendo un cambio más notorio, no lo tenía muy largo, pero le gustaba jugar con la idea de cambiar, de renovarse.
Desayunamos tranquilos, entre algunos mimos y silencios cómodos, ella tenía esa forma de hablar en la que cada palabra parecía tener un peso justo, sin exageraciones, me gustaba mirarla cuando se distraía, cuando dejaba la mirada perdida por un segundo y luego volvía a mí, como si recordara que aún estaba ahí.
Antes de salir, se cambió, eligió una pollera corta, liviana, y una blusa clara, le hice un comentario sobre la ropa, algo sobre la mini y su edad, más en tono de broma que de crítica, pero fue en vano. 
Me miró con una mezcla de ironía y fastidio, y dijo, con una sonrisa firme, que tenía lindas piernas, yo asentí, pero no pude evitar agregar que sí, que eran lindas, pero que también tenía sus años, que ya no era una jovencita. 
Creo que esa parte no le gustó, su sonrisa se apagó apenas un instante, lo suficiente para que lo notara, sin embargo, antes de irse, se acercó, me dio un beso lento, cálido, con ese sabor a café y a distancia breve. 
No dijo nada más, tomó su riñonera, se acomodó el cabello con un gesto rápido y salió caminando hacia la calle.
La casa quedó en silencio, solo se oía el zumbido leve del aire acondicionado y, a lo lejos, el sonido del tránsito que empezaba a hacerse más denso con el calor del mediodía. 
Encendí la computadora y comencé a escribir, no recuerdo bien cuánto tiempo pasó, a veces, cuando escribo, me pierdo en el ritmo de las palabras, y el tiempo se desdibuja, se vuelve un espacio suspendido entre ideas.
El timbre me sobresaltó, sonó seco, insistente, casi violento, me quedé quieto un instante, con esa sensación absurda de no querer moverme, finalmente me levanté y fui hasta la puerta, pregunté quién era, y una voz del otro lado respondió que buscaban a ella.
No está dije, con una incomodidad que no supe disimular.
Hubo un silencio breve, espeso. Después, una voz más firme, más cortante, respondió.
Sabemos que está ahí.
A esa frase no supe qué contestar, abrí un poco la puerta, lo justo para asomarme, y vi dos hombres al lado de un auto gris, estacionado en la vereda. 
No los reconocí, tenían una forma de mirar que me puso incómodo, como si supieran algo que yo ignoraba.
Quiénes son; qué quieren con ella pregunté, intentando mantener la calma.
No respondieron de inmediato. 
Uno de ellos se limitó a decir, sin mirarme del todo.
Ella sabe, se escapó, y la estamos buscando.
Antes de que pudiera decir algo más, se subieron al auto, el motor rugió y se alejaron, alcancé a tomar la patente, casi por reflejo, aunque no sabía para qué. Me quedé un momento en la puerta, con el corazón golpeándome en el pecho y una sensación de confusión que me dejó aturdido.
Entré, cerré con llave, y traté de pensar, todo me parecía absurdo, como una escena mal escrita, fuera de un libreto lógico me temblaban las manos, intenté llamarla al celular, pero no atendió, la llamé dos, tres, cuatro veces, y nada, el silencio del otro lado se volvió insoportable.
Me vestí rápido, sin pensar demasiado, salí, no tenía un plan claro, solo la necesidad de encontrarla, lo primero que se me ocurrió fue ir hasta la peluquería. Caminé rápido, casi corriendo por momentos, el calor caía pesado sobre el asfalto, y cada paso me parecía más torpe que el anterior.
Cuando llegué, miré adentro por el vidrio, no estaba, la mujer que atendía me reconoció y, antes de que pudiera preguntar, negó con la cabeza.
No vino hoy, me dijo, con un gesto distraído.
Decidí esperar, me senté en un banco cercano, mirando hacia la esquina, con la esperanza de verla aparecer. 
La gente pasaba sin mirarme, y el ruido de los autos se mezclaba con mis propios pensamientos, que iban y venían sin orden. No sabía si debía preocuparme más o tratar de calmarme, no entendía nada, solo sabía que algo no encajaba, que había un hueco en todo aquello que no podía llenar con ninguna explicación lógica.
El sol ya estaba alto cuando saqué el papel donde había anotado la patente, la miré una y otra vez, sin saber qué hacer con ella, sentía que algo estaba a punto de pasar, aunque no sabía si quería descubrir qué era.
No supe cuánto tiempo esperé, la ciudad empezaba a derretirse bajo el calor del medio día, sentía el cuerpo pesado, el pensamiento saturado, no sabía si estaba exagerando o si realmente algo grave estaba ocurriendo.
Caminé despacio, con el ruido de mis propios pasos resonando en la cabeza. En el aire flotaba una mezcla de cansancio y ansiedad, cuando llegué al interior de la casa estaba tibia, dejé las llaves sobre la mesa, abrí una ventana y preparé unos mates, más por costumbre que por ganas.
El primer sorbo me quemó un poco los labios, pero me ancló, quería entender, ordenar, atar cabos, todo seguía dando vueltas, los hombres, el auto gris, esa frase que me repiqueteaba en la mente. Ella sabe. 
Se escapó y la estamos buscando. 
Me preguntaba quién podía haber sido ella antes de llegar a mí, qué historia no me había contado, qué parte de su vida estaba escondida entre sus silencios.
El sonido de la llave en la cerradura me sobresaltó, giré la cabeza y ahí estaba.  Entró con una sonrisa amplia, despreocupada, dejando la ropa a su paso, traía el cabello más corto, húmedo todavía, y un brillo en los ojos que contrastaba brutalmente con el nudo que yo tenía en el pecho.
Hola, dijo alegre, alzando la voz.
No sabes el calor que hace.
No le respondí enseguida. 
La seguí con la mirada mientras avanzaba hacia la cocina, todo en ella era normal, su tono, su andar, incluso la forma en que dejó el celular sobre la mesa como si nada pudiera alterar la armonía de ese momento.
Pero cuando me vio la cara, algo cambió. 
Su sonrisa se apagó lentamente, como si una sombra la hubiera atravesado.
Qué pasó, preguntó, dando un paso más cerca.
No supe cómo explicarlo. 
Me levanté despacio, con la garganta cerrada y un temblor que no podía disimular. Me acerqué y la abracé fuerte, más fuerte de lo habitual. 
Ella se quedó quieta, sorprendida, y por un instante sentí su respiración acelerarse contra mi pecho.
Después, sin soltarla del todo, dije en voz baja, casi con un hilo de aire.
Quién sos.
Ella se quedó inmóvil, pude sentir cómo su cuerpo se tensaba entre mis brazos. Su perfume se mezcló con el olor del mate, con el aire tibio de la cocina. 
No dijo nada al principio; solo un silencio espeso, que me pesó más que cualquier respuesta.
Me separé un poco para mirarla a los ojos, tenía una expresión que no había visto antes. 
No era miedo, ni enojo, era otra cosa. 
Algo entre el desconcierto y una tristeza antigua, como si la pregunta la hubiera alcanzado en un lugar que ella creía seguro.
Qué decís, murmuró finalmente, intentando sonreír. Soy yo…
Pero esa respuesta no me bastó, no podía ser tan simple, no después de lo que había pasado, de las voces, del auto, de ese mensaje sin palabras que me había dejado una amenaza flotando en el aire.
El mate se enfrió sobre la mesa, afuera, el sol caía oblicuo, tiñendo todo de un amarillo espeso, adentro, el silencio era tan denso que casi podía oír nuestros pensamientos chocar en el aire.
Ella bajó la mirada, yo seguía esperando una respuesta que no llegaba.
Y por primera vez, en esos meses juntos, tuve la certeza de que no la conocía realmente.
El sol del mediodía entraba a raudales por la ventana, llenando la cocina de una luz blanca, despiadada. 
No había sombras donde esconderse, todo parecía más nítido, más real, como si esa claridad fuera una forma de obligarnos a decir la verdad.
Ella seguía de pie, mirándome en silencio, con una expresión que no lograba descifrar. 
Tenía el cabello húmedo pegado a la nuca, y una gota le corría lentamente por el cuello, brillando en la luz como una lágrima al revés.
Qué estás diciendo, repitió, más despacio esta vez, casi con un dejo de tristeza.
Estoy diciendo que vinieron a buscarte, respondí, sin apartar la vista de sus ojos. 
Que me dijeron que sabían que estabas acá. 
Que te escapaste.
El aire pareció volverse espeso. 
Ella dio un paso hacia atrás, apoyó una mano sobre el respaldo de la silla, como buscando sostenerse.
Qué gente, preguntó, en un tono tan calmo que me desconcertó aún más.
Dos hombres. En auto gris, dijeron que volverían por vos.
No dijo nada. 
Solo respiró hondo, bajó la mirada y se quedó en silencio. 
Podía oír el ruido lejano de un colectivo, el zumbido de una mosca, el agua de la pava enfriándose sobre la mesa. 
Todo lo demás era espera.
No entiendo nada, agregué, intentando sonar firme. Si hay algo que debas decirme, decímelo ahora.
Ella levantó la vista y en ese momento su expresión cambió. 
Ya no había sorpresa ni miedo, había cansancio. 
Un cansancio profundo, como si de pronto hubiera dejado de sostener un peso que cargaba desde hacía demasiado tiempo.
No quería que te metieras, dijo finalmente. 
No quería que esto te tocara.
Qué cosa, pregunté, casi sin voz.
Ella se acercó despacio, hasta quedar muy cerca de mí. 
Pude sentir su respiración, el temblor leve en sus manos.
Lo que fui, respondió.
El sol del mediodía caía justo sobre su rostro, y en esa luz, por un instante, pareció alguien completamente distinto.
El sol del mediodía seguía ahí, clavado sobre nosotros, implacable, entraba por la ventana como una marea blanca, llenando cada rincón con una claridad que dolía.
Afuera, el ruido de la calle se había vuelto distante, casi ajeno, como si el mundo entero se hubiera detenido al borde de esa escena.
Ella permanecía quieta frente a mí, con los ojos húmedos, sin decir una palabra. Parecía buscar dentro de sí algo que no encontraba, una respuesta que se le escapaba entre los dedos.
Qué significa eso, dije al fin, sin poder contener el temblor en la voz. 
Qué fue lo que hiciste.
Nada. Ni un gesto.
Solo el sonido del aire caliente entrando por la ventana y el tictac del reloj sobre la heladera. 
Sentí cómo me subía la ansiedad, ese impulso de sacudirla, de hacerla hablar, de arrancarle una verdad que ya me dolía aun antes de conocerla.
Ella apartó la mirada, se llevó una mano al rostro y respiró profundo, pero el aire le pesó en el pecho, su boca se abrió, como si fuera a decir algo, y entonces se quebró.
Primero un sollozo leve, casi imperceptible, después otro, más hondo, más desarmado y finalmente el llanto entero, sin defensa, sin pudor.
Me quedé quieto, sin saber qué hacer, no era un llanto de culpa, ni de miedo, ni siquiera de alivio, era otra cosa, era el llanto de alguien que ya no puede sostener más la mentira, pero tampoco se atreve a soltarla.
La abracé, esta vez sin preguntar nada, su cuerpo temblaba contra el mío, y yo sentía cómo cada lágrima le caía sobre la piel como una confesión muda.
Y ahí, entre sus brazos y el silencio, supe que todo había cambiado, aunque ella no dijera una sola palabra.
Durante un largo rato no dijo nada, solo el llanto llenaba el espacio, mezclado con la luz del mediodía que seguía cayendo sin piedad sobre la cocina. 
Entonces, con la voz temblorosa, casi un susurro, ella habló.
Vengo escapando… dijo, sin mirarme.
Me quedé quieto, no supe si moverme o dejarla seguir, sus palabras salían entrecortadas, como si dolieran al salir.
Es verdad… continuó, con un hilo de voz. 
Me casé con alguien que no quería. 
Fue… fue a la fuerza.
Se detuvo, respiró hondo, y siguió, con los ojos fijos en el piso.
Por su religión, por su familia, por todo eso que allá se decide por vos, aunque no digas nada. 
Viajé con él a Yemen, viví allá muchos años… años que nunca vas a poder imaginar. 
El temblor en sus manos se hizo más visible, buscó la taza sobre la mesa, pero no la tomó.
No era vida, susurró. 
Era una jaula y cuando logré escapar, dejé todo, no tenía nombre, ni papeles, ni voz, solo miedo.
La miré, había en su rostro una mezcla de fragilidad y coraje, como si cada palabra fuera una herida que se atrevía a mostrar. 
El sol del mediodía se reflejaba en sus lágrimas, haciéndolas brillar como pequeñas verdades finalmente expuestas.
No supe qué decir, solo la miré.
Y por un momento sentí que aquel aire, que hasta entonces había estado cargado de tensión, se llenaba ahora de algo nuevo, el peso del pasado, sí, pero también la posibilidad de entenderla, de verla por fin entera.
Ella levantó la vista y, con una calma extraña, dijo,
Ahora sabes por qué tenía miedo, por qué a veces me quedaba callada. 
El silencio volvió a caer sobre la mesa, espeso, lleno de todo lo que aún quedaba por decir.
Vivir como mujer en Yemen es vivir bajo una sombra constante, una vida marcada por normas rígidas, tradiciones y una estructura social profundamente patriarcal.
Allí, el lugar de la mujer está decidido antes de que nazcas, a quién pertenece, cómo debe vestir, qué puede decir, con quién puede salir y hasta cuándo puede reír en público.
Desde joven, una niña yemení pertenece a su familia, y más tarde a su marido. Muchas son casadas antes de cumplir dieciocho años; algunas, incluso antes de los quince.
No siempre se les pregunta si quieren, a veces el matrimonio es una transacción entre familias, una forma de preservar el honor, un acuerdo económico o religioso.
Una vez casada, la mujer pasa a vivir bajo las reglas de su esposo y su familia política.
El hombre decide si ella puede trabajar, estudiar o salir, la mayoría no puede hacerlo sin permiso. 
Muchas pasan la mayor parte del día dentro de la casa, entre paredes altas y patios interiores donde el sol apenas entra.
El velo o la niqab que cubre todo el rostro, dejando solo los ojos, no es solo una prenda, es una frontera.
Fuera de casa, el cuerpo de la mujer debe desaparecer, la piel no debe verse, la voz, tampoco, hablar con un hombre que no sea de la familia puede considerarse una ofensa grave.
Dentro del hogar, las tareas son duras y rutinarias, cocinar, limpiar, criar hijos. La vida doméstica se mezcla con el calor seco, el polvo y la resignación.
A menudo no hay electricidad, ni agua corriente, y las mujeres caminan largas distancias para traerla.
Las decisiones importantes educación, salud, viajes, incluso atención médica dependen del permiso masculino.
Yo la miraba y la escuchaba ella no paraba de contarme como había sido su vida.
Si una mujer intenta escapar de esa estructura, el castigo puede ser severo, social, religioso o físico.
Aun así, muchas mujeres yemeníes encuentran maneras de resistir. 
Algunas estudian en secreto, escriben, leen de noche, ayudan a otras mujeres a huir o simplemente sueñan.
Esas pequeñas rebeldías silenciosas son actos de coraje cotidiano en un lugar donde la libertad femenina es casi un delito. 
Vengo escapando, dijo ella, con la voz quebrada, los ojos bajos, la respiración temblorosa.
Es verdad.
 Me casé con alguien que no quería, a la fuerza, me casaron.
Se quedó un instante callada. 
Su mirada se perdió en el suelo, como si las palabras pudieran rodar hasta desaparecer. 
Luego suspiró, profundo, y siguió.
Tenía diecinueve años. 
Mi padre decidió por mí, un comerciante, mucho mayor, respetado en la comunidad. 
No me preguntaron si quería casarme.
 Allá el amor no se pregunta; se obedece.
Pasó una mano por su rostro, nerviosa.
Nos casamos en una ceremonia llena de gente.
Música, perfumes, oro, sonrisas. 
Todo parecía tan grande que nadie notaba mi silencio.
Y a los pocos días viajamos a Yemen. 
Él tenía familia, negocios. 
Yo pensé que volveríamos pronto, pero nunca volvimos.
Su voz se volvió más baja, casi un hilo.
Allá una mujer no existe sola. 
No camina, no habla, no decide, desde el primer día me cubrieron con un velo negro que me caía hasta los pies. 
No podía mostrar ni las manos. Solo los ojos, aun así, debía mirar el suelo, decían que una mujer que mira demasiado pierde el alma.
Cerró los ojos.
Vivíamos en una casa grande, pero cerrada como una caja. 
Sin ventanas a la calle, solo un patio interior donde el sol caía sin consuelo. Pasaba los días limpiando, cocinando, sirviendo el té. 
Esperando. Siempre esperando.
Las demás mujeres hablaban poco, algunas nunca habían salido solas de la casa. El silencio era como un techo bajo que te obligaba a agachar la cabeza.
Hizo una pausa. 
El sol del mediodía se reflejaba en sus lágrimas.
Una vez quise ir al mercado sola. 
Solo eso, sentir la calle, el aire, no llegué a la esquina, un vecino me detuvo, me llevaron de vuelta. 
Después, él… tragó saliva, me golpeó. No fue fuerte, no la primera vez. 
Pero entendí, aprendí a fingir, a bajar la cabeza, a sonreír cuando él hablaba.
Miró sus manos, inmóviles sobre la mesa.
Durante años viví así, sin voz. 
Pero adentro mío algo seguía latiendo, empecé a guardar cosas en secreto, monedas, anillos, collares, pequeñas cosas que me daban las mujeres de su familia, regalos, ofrendas, restos de las ceremonias, también guardaba dinero que me daban para la casa, nadie lo notaba, era mi manera de prepararme para respirar algún día.
Le tembló la voz, pero no se detuvo. 
Cuando tuve lo suficiente, esperé a que el viajara. 
Fue una noche. 
Me fui sin documentos, sin permiso… pero no vacía.
Llevaba lo que era mío, el oro que me habían dado para callarme, y que ahora era mi llave para huir. 
Llevaba también todo el valor que había juntado en silencio.
Se frotó los brazos, como si el frío de aquel recuerdo siguiera pegado a la piel.
Crucé fronteras con miedo, con nombres falsos, con la sensación de que cada mirada podía delatarme. 
Llegué a El Cairo con ayuda de una mujer que conocí en un aeropuerto. 
Me consiguió contacto en España. Después vine acá.
Sus ojos se humedecieron otra vez.
No puedo volver, si él me encuentra, me mata.
Se quedó en silencio, solo se oía el reloj, marcando los segundos como si pesaran.
Yo no dije nada, solo la miré.
Y en ese instante, entre la luz del mediodía y su respiración entrecortada, entendí que su historia no era solo una huida. 
Era una reconstrucción, un renacer.
El sol seguía entrando por la ventana, implacable, llenando la cocina de una claridad que ya no dolía tanto.
Anduve mucho dijo ella, con la voz apenas audible. 
Días, semanas, no lo sé. Perdí la cuenta.
Caminé, viajé en camiones, en autos de desconocidos, en colectivos donde nadie hablaba mi idioma. 
A veces dormía en estaciones, otras en casas de mujeres que me dieron abrigo sin hacer preguntas. 
En cada paso pensaba que me iban a encontrar, que me iban a devolver.
Hizo una pausa, como si las imágenes aún la persiguieran.
El miedo era una sombra que no se iba nunca. 
A veces sentía que me seguía, cada control, cada frontera, era una ruleta.
Aprendí a no mirar a los ojos, a hablar lo justo, decía que mi esposo estaba enfermo, que debía volver con mi familia, nadie preguntaba demasiado.
El sol del mediodía se filtraba entre las cortinas, recortando su silueta contra la luz.
Llegué a Djibouti primero, en un barco pequeño. Iba escondida entre cajas. 
El mar me pareció eterno, y por primera vez en años sentí el viento en la cara, no podía dormir, miraba las luces lejanas y pensaba, si llego, empiezo de nuevo.
Tragó saliva, el recuerdo aún fresco.
Después tomé un vuelo hasta El Cairo. Allí conocí a una mujer que trabajaba con una organización de ayuda. 
No me preguntó nada, solo me miró, me dio ropa limpia, un té caliente, fue ella quien me consiguió un contacto en España. 
Me dijo que allá podría empezar otra vida, que nadie me buscaría tan lejos.
Se le dibujó una sonrisa apenas visible, una mezcla de alivio y cansancio.
En el avión a Madrid me dormí por primera vez en mucho tiempo, soñé que corría, pero sin miedo, que nadie me perseguía.
Cuando desperté, el sol entraba por la ventanilla y por un momento creí que el mundo era posible.
Respiró hondo, con la mirada fija en un punto invisible.
España fue el primer lugar donde caminé sola sin mirar atrás, caminé horas por las calles, sin saber a dónde ir, solo disfrutando de poder hacerlo, el ruido, la gente, los colores, todo me parecía un milagro.
Se acomodó el cabello detrás de la oreja, con gesto leve.
Trabajé en lo que pude, traduciendo para mujeres que llegaban sin idioma, como yo. 
Nadie sabía quién era realmente y por primera vez, eso no me importaba.
Sus ojos se humedecieron, pero no de tristeza, sino de una paz nueva.
Con el tiempo conocí personas que me ayudaron mucho, invertí dinero, vendí oro y en un momento decidí volver a buscarte, no sabía cómo me enseñaron, y cuando pude, regrese.
 Argentina está lejos de todo, como si el pasado no pudiera alcanzarme. 
Y así fue. Hasta hoy.
El silencio que siguió fue distinto, más blando, más humano.
Ella respiró hondo, apoyó las manos sobre la mesa y me miró por primera vez desde que había empezado a hablar.
Ahora sabes quién soy, dijo. 
Y si querés que me vaya, lo entiendo.
Yo no supe qué decir.
El sol, ya alto, llenaba toda la cocina.
Y entre la luz y el silencio, solo pude acercarme y abrazarla.
La tarde comenzaba a caer, lenta, pesada.
Ella estaba, cansada, como si hablar le hubiera vaciado el alma, yo preparaba café, intentaba que el sonido del hervor tapara lo que todavía flotaba en el aire.
De pronto, el timbre sonó.
Una sola vez. Fuerte.
El mismo sonido de la mañana.
Sentí un escalofrío, la miré, ella se quedó inmóvil, con la taza en la mano. 
Su rostro cambió de golpe, esa serenidad frágil que había ganado en los últimos días se quebró.
No abras, susurró.
Pero el timbre volvió a sonar, esta vez más insistente.
Me acerqué a la puerta. 
Miré por la mirilla, dos hombres, los mismos, uno más alto, con barba, el otro de saco claro.
Respiré hondo y abrí apenas.
Otra vez ustedes. . .pregunté, intentando que la voz sonara firme.
Sí, dijo el de barba, sin rodeos. Venimos a hablar con la señora. 
Sabemos que está acá.
Ya les dije, contesté, no está, se están equivocando de casa.
El hombre bajó la mirada un instante, luego la volvió a clavar en mí.
Nos dijeron que la vieron por el barrio. No queremos problemas, solo necesitamos hablar con ella.
Sentí que la mano me sudaba en el picaporte. 
Detrás, en el pasillo, percibí el más leve movimiento, ella, quieta, escuchando.
Miré, les dije, intentando sonar cansado, cotidiano, casi aburrido, yo no sé de qué me habla. 
El silencio que siguió fue espeso. Uno de ellos dio un paso hacia la puerta.
Puedo pasar, solo un momento —preguntó, sonriendo, pero la sonrisa no llegaba a los ojos.
Me crucé en el marco.
No. No hace falta. Ya le dije lo que sé.
Hubo otro silencio, más largo.
El de saco claro se encogió de hombros, como resignado.
Está bien, dijo. Si la ve, avísenos.
Me tendió una tarjeta arrugada. 
Cerré la puerta despacio, sin hacer ruido, con el corazón golpeando fuerte.
Me quedé unos segundos apoyados contra la madera. 
Sentía el pulso en las sienes, la garganta seca.
Escuché sus pasos alejarse, el motor del auto encenderse.
Solo entonces me di vuelta.
Ella estaba allí, en el pasillo, pálida, los ojos llenos de lágrimas.
Qué te dijeron, preguntó en un hilo de voz.
Nada. Se fueron. Pero no sé si por convicción o cansancio.
Se acercó despacio, temblando.
Volverán, murmuró.
Y en ese momento lo entendí, no era solo miedo, era certeza.
El pasado todavía sabía dónde buscarla.
Me acerqué y la abracé. 
Sentí su respiración rápida, su cuerpo tenso.
Tranquila, le dije, aunque ni yo mismo creía en mis palabras. Ya pasó.
Afuera, el sonido del auto alejándose se perdió en la calle.
Adentro, el silencio se hizo más espeso que nunca.
Esa noche no dormimos.
El ruido del timbre había quedado flotando en la casa como un eco que no se apaga, cerramos las ventanas, apagamos las luces, y nos quedamos en la cocina, hablando despacio, casi en susurros.
Ella estaba sentada frente a mí, envuelta en una manta, tenía la mirada cansada, pero en sus ojos había una calma distinta, como si después de tantos años de huir, al fin pudiera soltar algo.
Me cuesta creerlo le dije después de un rato. 
Que te acordaras de mí desde que tenías diecinueve años.
Ella sonrió con tristeza. 
Te acordás del verano aquel, ¿no? preguntó. 
Cuando viajaste por trabajo, y yo estaba con mi tía… fue solo una tarde. 
Me hablaste de Buenos Aires, del río, de la música. 
Yo tenía diecinueve, sí. 
Me pareció un mundo imposible, nunca lo olvidé.
Me quedé en silencio, sorprendido. 
No era una historia nueva, era un círculo que se cerraba muchos años después.
Tantos años… murmuré.
El tiempo no borra todo, dijo ella, mirando su taza. 
Algunas cosas quedan guardadas donde ni una guerra puede alcanzarlas.
Hablamos largo rato. 
De los viajes, de los años que se habían ido, de los lugares que ambos habíamos visto y de lo que habíamos perdido. 
Ella contaba en voz baja, con pausas largas, como si cada recuerdo le pesara.
La noche avanzaba, afuera ya no se oían autos.
Entonces, después de un silencio, le pregunté.
Y no… tuviste hijos.
Ella bajó la mirada. 
La respuesta tardó en llegar. 
No, dijo finalmente.
No me dejaron. 
El silencio se estiró unos segundos. 
Afuera se oía el ruido distante de un auto, una hoja arrastrándose por la vereda.
Por decisión tuya, pregunté con cuidado.
Ella negó despacio.
No. En aquel mundo… una mujer no decide eso. 
Ni siquiera se pregunta.
Hizo una pausa larga, mirando la taza vacía entre las manos.
Él quería un hijo, pero no conmigo. 
Decía que yo no era digna todavía, que debía purificarme, aprender obediencia, ser más sumisa. 
Me trataba como si mi cuerpo fuera una promesa que aún no merecía cumplir.
Su voz se quebró.
Y cuando el tiempo pasó, cuando ya no era tan joven, se volvió frío. 
Apenas hablaba. 
Dormíamos en habitaciones separadas, yo me convertí en una sombra dentro de esa casa.
Miraba a otras mujeres con sus niños, y pensaba que tal vez era mejor así. 
Porque un hijo me habría atado para siempre. 
Me habría hecho imposible escapar.
Se quedó callada. La mirada perdida, fija en un punto que solo ella veía.
Tomó aire, con dificultad.
Allá, una mujer no elige ni eso, decían que no era el momento, que debía esperar. 
Después, cuando ya no era joven, él dejó de hablarme. 
Solo me usaba para mostrar obediencia. 
No supe qué decir, solo me acerqué y le toqué la mano.
La suya estaba fría, como si todavía llevara el invierno de otro continente.
Nos quedamos así, en silencio.
El reloj marcaba la madrugada.
Afuera, el barrio dormía.
Y por primera vez, sentí que esa casa, con sus luces apagadas y sus secretos, era el único refugio que le quedaba en el mundo.
Ella se quedó dormida así, con los brazos cruzados sobre la mesa, la cabeza apoyada en el pliegue del codo.
El cansancio la había vencido de golpe.
El silencio era tan profundo que solo se escuchaba el tic-tac del reloj de pared y el leve zumbido de la heladera.
Yo me levanté despacio, le corrí el cabello del rostro y le tapé los hombros con una manta.
Después puse agua a calentar, preparé un café fuerte y me quedé mirando por la ventana cómo la noche se iba aclarando, cómo el cielo gris se volvía violeta, luego naranja, luego un tenue azul.
Eran casi las siete cuando decidí escribirle a Martín, un amigo de años, abogado.
Le conté lo básico, sin dar nombres.
Le dije que había alguien escondida en mi casa, con miedo, perseguida, sin documentos.
Le pedí que viniera.
Ella se movió apenas, abrió los ojos unos segundos, miró alrededor y dijo con voz dormida.
Ya amaneció
Sí, le respondí. Anda a acostarte un rato, te hace falta.
No dijo nada más.
Se levantó despacio, todavía medio dormida, y caminó hacia la habitación.
La vi alejarse, frágil, envuelta en la manta.
Yo me quedé en la cocina.
El café se había enfriado, pero igual lo bebí.
Tenía la cabeza llena de preguntas.
Qué hacer, a quién creer, hasta dónde meterme.
No sabía si protegerla era un acto de amor o de imprudencia.
A las ocho y cuarto el timbre sonó otra vez.
Me sobresalté, pero era Martín. 
Traía el saco arrugado, el maletín en la mano, y una mirada de esas que ya entienden más de lo que uno dice.
Contame, dijo apenas entró.
Nos sentamos.
Le relaté todo, desde la llegada de ella, su historia, la visita de los hombres, hasta la madrugada que acabábamos de pasar.
Martín escuchó sin interrumpir, tomando notas mentales, asintiendo de vez en cuando.
Tenés que hacer una denuncia, dijo al final, en voz baja pero firme.
Por seguridad, por vos, por ella. 
Si la están buscando, tiene que quedar constancia. 
Podemos pedir protección, asesoramiento de migraciones, algo.
Yo lo miré, dudando.
Ella apareció en la puerta del pasillo, con la manta todavía en los hombros, los ojos hinchados de sueño y de miedo.
No dijo ella, apenas lo escuchó. No quiero.
Martín la observó unos segundos.
Entiendo, respondió con tono profesional, pero si no hacemos nada, pueden volver.
Ella negó con la cabeza.
No puedo. Si saben que estoy acá, si mi nombre vuelve a sonar… se le quebró la voz— no me van a dejar en paz.
Martín la miró con una mezcla de compasión y prudencia.
Entonces al menos déjame buscar una manera de protegerte sin exposición, dijo.
Ella no contestó.
Se quedó parada en el marco de la puerta, muda, mirando el suelo.
El sol entraba por la ventana y la iluminaba entera.
Parecía más pequeña, más sola que nunca.
Yo miré a Martín, y él me devolvió una mirada seca, de las que no prometen nada, pero tampoco se rinden.
Pensalo, dijo, y se levantó. No hay que esperar a que vuelvan.
Cerró la puerta detrás de sí.
La casa volvió a quedarse en silencio.
Ella volvió a la habitación.
Yo me quedé en la cocina, sin saber todavía si el día que empezaba traía salvación o peligro. 
Un mes más tarde, todo había cambiado, sin embargo, todo seguía siendo frágil,
con el asesoramiento de abogados, trabajadoras sociales, un equipo de la autoridad de protección y bajo la custodia del Estado, ella consiguió lo que no había tenido en años, papeles que la reconocían como persona. 
Fue un trámite complejo y exhaustivo a la vez; encontraron su partida de nacimiento, la interrogaron hasta que las palabras parecían gastadas. 
Contó su historia cien veces, y cada vez las frases le costaron más como si le arrancaran una piel vieja.
La prensa habló de un caso posible, una historia que podía venderse en titulares, y la llamaron para ofrecerle un reportaje en un programa de televisión. 
Le ofrecieron cámaras, preguntas, visibilidad y promesas de impacto, ella escuchó en silencio y negó.
No quiero repitió mas de una vez, con la misma calma tajante con la que había rechazado denunciar, cuanto menos sepa la gente, mejor decía y así se hizo, manteniendo la discreción como un pacto sagrado. 
Fueron pasando los días, todo se fue acomodando normalmente y volvió a la normalidad tan simple, como ir al supermercado sin miedo, empujar un carrito y llenar la heladera con lo que le apetecía; caminar por la ciudad con la cabeza erguida, tomar transporte público, saludar a desconocidos sin miedo a la persecución.
Cada gesto era un recordatorio de que podía decidir, que el mundo podía ser suyo, y que no había necesidad de esconderse.
Yo la miraba, sorprendido de cómo cada pequeña libertad le daba una alegría que antes parecía imposible de imaginar.
Sus movimientos, antes tensos y contenidos, ahora eran ligeros, seguros, casi despreocupados.
Se tomaba su tiempo, respiraba profundo y parecía aprender a vivir cada minuto como si fuera un regalo que le habían devuelto.
Pero también había momentos en los que la memoria la alcanzaba.
Un ruido, un timbre, una sombra, y su mirada se tensaba, sus dedos se cerraban alrededor de la taza de café.
Entonces yo simplemente le tomaba la mano, le recordaba que estaba a salvo, que las autoridades sabían dónde estaba, que nada podría obligarla a regresar a la vida que había dejado atrás.
Ella exhalaba, lenta, y volvía a sonreír.
También retomó pequeñas cosas que había amado antes de la huida, pintar escuchar música, escribir mensajes largos a su amiga y a personas de confianza, organizar sus papeles, cada elección era un acto de libertad, un recordatorio de que nadie podía arrebatarle eso nunca más.
Durante semanas, vivió esta normalidad con la misma intensidad que había sentido en los días del  encierro que fueron muchos, cada instante contaba, cada decisión tenía un valor propio.
Y yo entendí que no solo la protegía, sino que aprendía junto a ella a redescubrir la vida, a comprender su fuerza, su resiliencia, su capacidad de ser feliz aun después de tanto miedo y dolor.
La vida nueva era lenta, paciente, hecha de pequeños detalles, la ropa recién comprada, el primer giro de dinero que entró sin intermediarios, las conversaciones de madrugada con su amiga, el sol entrando por la ventana de la cocina, el mate compartido sin prisas, y la sensación de que todo eso podía sostenerse, podía durar.
Un día, después del almuerzo, ella se levantó y se paró frente al atril.
No dijo nada, solo tomó los pinceles, mezcló los colores y empezó a dibujar.
El movimiento era natural, fluido, como si hubiera retomado una parte de sí misma que había estado dormida meses.
Un rato más tarde, el spot iluminó la tela y, con la luz justa, vi su espalda desnuda.
El tono de su piel cortaba con el negro intenso de la tela de su tanga, y por un instante entendí algo profundo, había vuelto ella, completamente, no era solo su cuerpo, sino la presencia, la seguridad contenida, la libertad que había tardado en recuperar. 
Se dio cuenta de que la miraba.
Se giró con calma y me preguntó,
Querés unos mates.
Le dije que sí, y la vi caminar hacia la cocina con la misma ligereza que antes, sin prisa, sin miedo.
Regresó con el termo y el mate, y se sentó en el suelo a mi lado.
El aire parecía distinto allí, cargado de la intimidad de años compartidos y de secretos que no necesitaban palabras.
Nos quedamos así, un largo rato, compartiendo el mate.
Era un acto simple, cotidiano, pero cargado de significado, la rutina convertida en un ritual de confianza y cercanía. Después de mucho tiempo, finalmente me miró y preguntó:
Me contás algo.
No era una pregunta casual.
Era un puente hacia lo que había guardado, hacia todo lo que no había podido decir, hacia los miedos, los recuerdos y la historia que la había traído hasta aquí.
Sentí que el tiempo se comprimía y que, por primera vez, podía acompañarla sin prisas, sin urgencias, solo con la paciencia y la presencia necesarias para escucharla.
En ese momento entendí que la vuelta de ella no era solo física, era solo su cuerpo o su risa, era su confianza, su posibilidad de compartir, de reconstruir cada instante que había perdido y yo estaba allí, presente, dispuesto a recibir cada palabra que viniera, sabiendo que nada volvería a ser igual.
Le pregunté si seguiría dibujando cada relato, cada historia que poco a poco iba reconstruyendo.
Sin dudarlo, me miró con esa intensidad tranquila que siempre me dejaba sin palabras, y dijo.
Sí.
Se acercó un poco más, y por un instante el mundo se redujo al espacio entre nosotros, sus manos temblaban apenas, pero su mirada era firme, segura, como si hubiera decidido que ese momento era solo nuestro.
Me besó con suavidad, lento, sin prisas, como si quisiera sellar algo que las palabras no alcanzaban a decir, al separarse, apenas un hilo de aire nos unía, y su voz surgió, dulce y firme —Contame algo.
Qué querés que te cuente pregunté, con un hilo de voz.
Ella sonrió, ladeó la cabeza y apoyó la frente contra mi hombro.
Lo que quieras dijo. 
Cada cosa, cada recuerdo cada pensamiento.
Y así, en esa mezcla de mate, pinceles y luz que caía sobre la tela, comenzamos de nuevo.
Ella dibujaba, yo contaba, y poco a poco el tiempo volvió a ser nuestro aliado.
La rutina se tejía entre sorbos de mate, trazos de color y palabras dichas sin miedo.
Contame, dijo en voz baja, cómo era ese pasaje donde vivías como es la historia del club que lleva ese nombre, era solo un cuadro de futbol.
 Si, mi padre era el presidente del club, acompañado por algunos vecinos que hacían de vocales. 
Siempre contaba, entre risas, que era muy malo jugando al fútbol, por eso se dedicaba a la parte administrativa.
Las medias a rombos que usaba el equipo las había tejido don Pedro, que vivía en la esquina y tenía allí mismo una fábrica de medias. 
Hoy de ese lugar solo queda una cortina verde y una puerta que da a lo que fue aquel local.
Donde hoy se alza la General Paz, antes había una canchita de fútbol y un campito donde el equipo se entrenaba. 
Toda esa zona era campo abierto, desde la esquina de la calle Plaza, si uno miraba hacia el norte, lo único que se veía eran las vías del tren y el horizonte.
Aquí compró mi abuelo el terreno, de regalo, solían venir unos cuantos ladrillos, porque para muchos era el fondo de la Capital. 
Eran tiempos de calles de tierra, zanjas y casillas de madera, o piezas de madera, como decían mis abuelos, donde se instalaron cuando comenzaron a vivir en este pasaje.
Recuerdo también aquella mañana, ya pasado el tiempo, en que mi madre me sacó todo embarrado de la zanja donde jugaba, me sentó en la vereda de tierra, y juntos vimos cómo llegaban las máquinas que comenzaron a pavimentar la cuadra. 
Fue ahí mismo donde alguna vez, allá lejos y hace tiempo, estuvo la sede del querido Club Valderrama.
Desde allí, por las tardes, solían salir con los vecinos Yungue y el Pibe (Paul) en una bicicleta tándem (una bici doble) a pescar detrás de lo que hoy es el estadio de River. 
Si pasan por la Lugones, verán que al costado de la vía se levanta una pared bastante ancha, de un metro de altura, más o menos. 
Parados ahí, más de una vez iban a pescar, porque hasta esa altura llegaba el río en aquellos tiempos.
Estas son historias y recuerdos de una zona del barrio con mucha historia, poblada de vecinos que ya no están, y de memorias que se pierden en el tiempo, sin que los actuales habitantes sepan todo lo que pasó por este hoy tan transitado pasaje.
Mirá qué hermoso lo que contás dijo.
Se paro y mientras lo decía ya se inclinaba sobre el atril.
Encendió el spot y una luz blanca se concentró sobre la hoja. 
El resto del estudio quedó en penumbra, apenas recortado por las sombras de los frascos y los pinceles. 
Me pidió que bajara las persianas. 
Cuando lo hice, el ruido sonó como un telón que se cierra, afuera desapareció el mundo; adentro solo quedó la respiración, la música todavía apagada, y ella, frente al papel.
Comenzó a dibujar sin apuro, su mano se movía con precisión, con la seguridad de quien conoce el pulso de lo que nace, cada línea parecía brotar de algo que no se veía, en un gesto rápido se puso el pincel entre los labios, se ató el cabello y, sin mirar, pidió.
Me alcanzas un vaso de gaseosa,
Cuando volví, había arrojado la remera al sillón, le di el vaso y me pidió que subiera la música, lo hice, una guitarra lenta, lejana, llenó el espacio.
El estudio cambió, la luz del spot dibujaba su silueta y el ritmo de la música marcaba un compás invisible entre los dos, ella seguía frente al atril, el pincel marcando un vaivén suave, continuo, cada trazo parecía respirar.
Encendí la computadora, la pantalla azul iluminó parte del estudio y, sin pensarlo, comencé a escribir, no sabía sobre qué, tal vez sobre el sonido de la tinta, o sobre la forma en que su cuerpo acompañaba cada línea, lo que escribía tenía su ritmo, su temperatura.
Ella se detuvo un momento, me miró, no dijo nada, pero algo en su mirada hizo que todo se volviera más lento, luego cerró las puertas, una por una, la de la cocina, las de las habitaciones, el estudio quedó aislado, suspendido en su propia atmósfera.
La música siguió.
La tinta seguía fluyendo.
El aire se volvió cálido, casi espeso.
Yo escribía, ella dibujaba, el tiempo se deshacía, todo era un mismo gesto compartido, como si la tinta y las palabras formaran parte del mismo pulso.
Hasta que el movimiento cambió.
Ella levantó el pincel, lo sostuvo unos segundos, y lo dejó caer sobre el borde del frasco. 
Miró el papel con una expresión de alivio, o tal vez de entrega.
Listo dijo.
Caminó hacia mí.
La luz del spot aún la seguía, recortando su figura contra la oscuridad, se detuvo junto a la computadora, observó lo que yo había escrito en la pantalla tocó una tecla y el monitor se apagó. 
Después apagó el spot.
La penumbra se llenó de silencio.
Solo quedaba una línea de luz azul filtrándose entre las persianas.
Nos quedamos quietos unos segundos, respirando el mismo aire, el mismo fin. 
Un mes más tarde, el día recién empezaba, y de algún modo, todo lo que importaba ya estaba dicho.
Nos sentamos frente al desayuno, la luz de la mañana entraba por la ventana, dibujando líneas doradas sobre la mesa y ella me miraba con los ojos brillantes de curiosidad, y yo sabía que quería escuchar que le contra algo más como lo hacía habitualmente, mencioné la cuadra donde viví y ella jugueteaban con la taza de café. Y pregunto.
Y quién vivía ahí cuando eras chico, preguntó, inclinándose un poco, como si pudiera acercarse al pasado con su mirada.
Mis vecinos le dije. 
SI, pero contame cómo y quienes, dale, seguro te acordás.
Desde el umbral de casa hasta la vereda, la cuadra se desplegaba como una gran familia, unida no solo por la cercanía física, sino por un sinfín de historias compartidas. 
Cada vecino era un personaje único en este pequeño universo, donde los días transcurrían entre saludos, anécdotas y el ir y venir cotidiano.
Al salir de casa, justo al lado, vivían Tilde y Oscar, un matrimonio inolvidable con quienes compartimos tantas cosas: desde cumpleaños bulliciosos hasta la línea telefónica que, en aquellos tiempos, se volvía un bien preciado.
Siguiendo hacia Tronador estaba la casa de Alfredo, que vivía con su madre, doña Elena, y su hermano Francis. Con el tiempo, Francis y Alfredo se casaron y así la familia fue creciendo, sumando nuevas caras y alegrías a la cuadra.
Al llegar a la esquina, se alzaba la casa de don Pedro y doña Irma, siempre acompañados por sus dos hijas. Cruzando la calle vivía don Arnaldo con su esposa, padres de Ana María, Zulema, Kin y el pequeño Arnaldo. A su lado, donde hoy vive Ana María con su propia familia, había una casa que solía alquilarse, por donde pasaron varias familias que dejaron sus recuerdos.
Junto a ellos, en la casa que hoy ocupa Gustavo con los suyos, vivía Lili con su esposo y sus hijos, Juan y Ester, siempre alegres y llenos de vida. Más adelante, por la misma vereda, se encuentra ahora el taller de Marcelo, pero en otros tiempos allí vivieron sus padres y antes sus abuelos, testigos silenciosos del paso del tiempo.
Frente a nuestra casa vivía doña María, quien alquilaba parte de su hogar en habitaciones, luego la casa se remodeló y llegó una nueva familia, al lado estaba el alemán, un pintor que con su esposa y su hija iban y venían cargando grandes latas de pintura y altas escaleras, siempre dejando rastros de color en la cuadra.
A continuación, vivía don Manuel con su señora y sus hijos, Jorge y Jesús, que durante años fueron dueños de la concesión del bar sobre el andén de la estación Saavedra, allí en la calle Plaza. 
Un poco más adelante, hacia la misma plaza, vivía Piyoco con su madre y su familia. 
_Piyoco?
_ si, pero nunca supe de donde venia ese nombre o más bien apodo.
Luego se mudó don Ángel con su esposa y sus tres hijas, y al lado estaba Alejandro, siempre atento a todo, junto a su madre.
Al lado de Alejandro y su madre, vivía Chencho con toda su familia, justo en la esquina del pasaje y Plaza del lado impar. 
Si cruzamos la calle, ya es la vereda par donde en la esquina donde vivía Loño, un exjugador de fútbol de Chacarita, amante del Delta, quien tuvo la idea y el empeño de traer los álamos que hoy están plantados en el terreno del ferrocarril, rodeando el alambrado de la vía.
Viniendo hacia Tronador, al lado de Loño vivía Portela con su esposa y sus hijas, un enfermero de hospital Duran que además criaba perros de raza. 
Su casa era un chalecito de madera y chapa, envuelto en vegetación, casi como un pequeño bosque urbano.
 A su lado, acercándonos a mi casa, vivía Juan Blanco con su familia; hasta hace poco allí habitaba Raúl, su hijo, con su señora.
Después venía la casa de Yunque y Pibe, hijos de un alemán sobreviviente del gran naufragio del Admiral Graf Spee, que decidieron quedarse en Argentina tras aquella tragedia en alta mar. 
Al lado, una casa que conoció a tres familias distintas a lo largo de los años, hasta que se estableció un matrimonio que convivió largo tiempo, hasta que no hace mucho el hombre quedó solo, tras la partida de su esposa.
Y finalmente, mi casa: donde crecí junto a mis padres y mi hermana, construyendo capítulo a capítulo nuestra propia historia, entrelazada con las de todos nuestros vecinos, en esta cuadra que siempre fue mucho más que un simple lugar en el mapa, un auténtico hogar compartido.
Ella se llenó de emoción.
Vi cómo su respiración temblaba, como si cada palabra que acababa de decirle le hubiera abierto una ventana al pasado.
Por su rostro comenzaron a correr hilos de lágrimas, finos, luminosos, como si la memoria se le derramara por la piel.
Me abrazó con una ternura que no sabía que aún existía, y susurró casi sin voz que era hermoso cómo recordaba aquella cuadra donde nací.
A mí me pareció algo tan simple… pero en sus ojos había una profundidad que desmentía mi ingenuidad.
No todos recuerdan así, me dijo. 
No todos guardan el olor del aire, el eco de una esquina, el rumor de los pasos de su infancia.
Sus palabras quedaron flotando, y el silencio entre nosotros empezó a volverse cálido, denso, como si el aire también nos mirara.
Entonces se sentó sobre mis piernas, el roce fue leve, pero suficiente para detener el tiempo.
Sus manos buscaron las mías, y las sostuvo como quien teme que un recuerdo se escape entre los dedos.
Me miró de cerca, muy cerca, con una mezcla de asombro y ternura que me desarmó.
Cuando me hablas así, dijo, siento que vuelo, es como si tus palabras fueran una alfombra mágica que me lleva a tus paisajes.
Su voz temblaba, pero no de tristeza, era emoción, una vibración dulce, un hilo invisible que nos unía en el aire.
Yo la observaba y sentía que mis recuerdos ya no eran solo míos, ella los habitaba, los coloreaba, los volvía más vivos que nunca.
Le conté entonces algo que ni siquiera sabía que guardaba, una imagen olvidada, una tarde de lluvia, un perro dormido junto al umbral, el sonido del agua cayendo sobre la tierra recién barrida.
Ella cerró los ojos, y una sonrisa lenta, pura se dibujó en su rostro.
Apoyó su frente en la mía, y por un instante sentí que todo cabía allí la infancia, el presente, el temblor de su respiración y el rumor de nuestras memorias entrelazadas.
No dijimos nada más.
No hacía falta.
El silencio se volvió un lenguaje, y en él todo fue verdad, su abrazo, mi voz, y esa extraña sensación de estar volando, los dos, al mismo lugar. Cuando me hablas así, vuelo. Es como si tus palabras fueran una alfombra mágica. 
En ese instante lo recordé.
La alfombra mágica… 
Una imagen antigua me atravesó, un tapiz lleno de colores, suspendido en el aire, y dos niños nosotros, quizás riendo entre las nubes de un sueño.
Se lo conté, con una sonrisa que me nació sin querer.
Ella me miró sorprendida, y de pronto su rostro cambió.
De la nostalgia pasamos a la alegría.
El brillo volvió a sus ojos, y me apretó las manos con entusiasmo.
Contame, contame, me pidió, casi riendo, como si aquel recuerdo fuera un tesoro perdido.
Y yo, sintiendo su cuerpo tibio sobre mis piernas, comencé a hablarle de aquel juego antiguo, del deseo de volar sin alas, del modo en que el mundo parecía tan grande y nuestro.
Ella escuchaba como si todo eso aún estuviera ocurriendo, como si realmente voláramos sobre esa alfombra invisible, suspendidos en un aire que solo nosotros podíamos respirar.
El tiempo se detuvo otra vez, pero esta vez no había lágrimas.
Solo la música leve de nuestras risas, y la certeza de que, a veces, la memoria no nos lleva atrás… sino que nos devuelve al presente para hacerlo brillar.
La recuerdo como si aún estuviera subiendo aquella escalera.
Mágica era esa alfombra que se levantaba en el viejo predio de los ferrocarriles, donde hoy se alza el supermercado Coto.
Mientras se esperaba una habilitación que nunca llegó, nosotros. los chicos del barrio descubrimos allí un universo propio.
Desde aquella altura, que para nuestra edad parecía tocar el cielo, las noches se llenaban de risas y audacia.
Con chapas nos deslizábamos una y otra vez, girando entre ruidos metálicos y chispas que saltaban como fuegos artificiales improvisados.
Era nuestro parque secreto, un espectáculo gratuito donde el vértigo y la inocencia se abrazaban. 
Ella escuchaba sin interrumpirme, apoyada en mi pecho, respirando despacio.
Sus dedos jugaban distraídos con los míos, como si al tocarlos también pudiera tocar mi infancia.
Sonreía.
Y en esa sonrisa cabía todo, la ternura, la picardía, la nostalgia, el asombro.
Le conté cómo el sueño se había deshecho con el tiempo.
La habilitación nunca llegó, los accidentes se multiplicaron, y aquella alfombra mágica fue desarmada, dejando apenas recuerdos, anécdotas, y un silencio que aún resonaba en las veredas del barrio.
El predio de Saavedra tuvo mil vidas, fue kermés, parque de diversiones, corralón…y, por un tiempo breve pero eterno, albergó esa increíble alfombra mágica que nos hizo sentir dueños del cielo.
Ella levantó la vista y me dijo, casi en un suspiro.
A veces la magia no desaparece… solo cambia de forma.
Y comprendí que tenía razón.
Porque en ese instante con ella sentada sobre mis piernas, con sus ojos reflejando mi voz, la vieja alfombra mágica había vuelto a volar.
Hoy, donde estuvo la magia, se alzan góndolas y cajas registradoras.
Pero basta cerrar los ojos para que el eco de las risas, el estruendo de las chapas y la emoción de aquellas noches regresen intactos,
como si el barrio y nosotros también aún guardáramos, en silencio, el secreto de nuestra propia magia. 
El mediodía nos fue envolviendo sin que lo advirtiéramos. 
Minuto a minuto, la luz se filtraba por las rendijas de la ventana y se adueñaba del aire. 
Su voz, sus gestos, el modo en que alzaba los ojos para subrayar una idea o dejar caer una sonrisa, fueron llenando el espacio hasta volverlo casi tangible. 
Los mates iban y venían entre nosotros, marcando un compás doméstico, una especie de rito que nos mantenía unidos dentro de ese pequeño universo que habíamos inventado sin decirlo.
Afuera, el barrio seguía su ritmo, pero adentro el tiempo parecía haberse detenido. Había una calma extraña, tibia, como si todo conspirara para que nada cambiara, para que esa mañana se quedara suspendida en una eternidad doméstica.
Sin embargo, como dijo ella, con esa mezcla de razón y dulzura que solía tener, el almuerzo solo no se hace. 
Nos miramos y comprendimos que había dos caminos, quedarnos allí, prolongar ese encantamiento e ir al estudio a pintar, seguir dejando que las horas se derritieran entre pinceles y silencios compartidos, o salir a enfrentar el mundo real, ese que reclamaba desde la heladera vacía y la alacena desierta.
Terminamos el último mate, casi con un dejo de nostalgia, como si cerráramos un pequeño capítulo de la mañana. 
Nos cambiamos sin prisa, comentando cosas triviales para no romper del todo el hechizo. 
Afuera, el sol del mediodía caía con fuerza, y la calle parecía otra más brillante, más viva, quizás porque la mirábamos con la complicidad de quienes comparten algo secreto.
Caminamos juntos hacia el supermercado, y cada paso tenía algo de promesa. Ella hablaba de las frutas que pensaba comprar, del pan fresco, de una botella de vino para la noche; yo apenas la escuchaba, fascinado por el brillo que el sol dibujaba en su pelo, por la forma en que la sombra de su cuerpo se deslizaba junto a la mía sobre la vereda.
Y así, entre palabras simples y miradas que decían más que cualquier frase, el mediodía nos fue llevando, en aquel breve viaje hacia la tarde.
El aire acondicionado del supermercado nos recibió con un soplo fresco, casi exagerado después del calor de la calle, las puertas se abrieron ante nosotros con un sonido suave, como si también ellas supieran que estábamos entrando en una historia que no necesitaba palabras, ella tomó un changuito y lo empujó con ese andar suyo, entre distraído y decidido, mientras yo la seguía, un paso atrás, disfrutando de esa pequeña escena de vida que siempre me había parecido perfecta. 
Había algo en su manera de elegir las cosas, mirar, comparar, dudar un instante y luego decidir que me conmovía, como si cada fruta, cada pan, cada frasco, guardara una pequeña importancia secreta.
Éramos algo distinto, algo que se sostenía en la complicidad de los gestos y en ese modo de compartir el tiempo sin apuro, sin promesas, sin nombres.
Pagamos y salimos, afuera, el sol seguía alto, pero había cambiado la luz, todo parecía más sereno, como si el día se hubiera rendido a nuestra manera de habitarlo. 
Caminamos de regreso con las bolsas livianas y el corazón lleno, sabiendo sin decirlo que en ese simple acto de hacer las compras juntos había algo profundamente nuestro, le comenté que desde la estación donde estábamos, hacía más de cincuenta años, salían micros que llevaban gente hasta uno de los primeros supermercados que se habían instalado en Argentina. 
Su sonrisa se dibujó apenas escuchó la frase y, con un brillo travieso en los ojos, me dijo:
Cuando lleguemos a casa me contás… ¿No habías dicho nada antes?
Y así fue. Apenas cruzamos la puerta, mientras guardábamos las cosas compradas, me senté junto a ella en la cocina, con la mesa aún tibia del sol que entraba por la ventana. 
Ella me miraba con atención, apoyando un codo sobre la encimera y descansando la cabeza sobre la mano, como si cada palabra que fuera a salir de mi boca fuera un secreto que compartíamos solo nosotros.
Le conté entonces que aquella estación, que hoy parecía silenciosa y olvidada, había sido un punto de partida para cientos de historias cotidianas.
Para ir al supermercado en aquellos años, no hacía falta mucho, solo bastaba con acercarse a la estación Saavedra, más precisamente sobre la calle Plaza, frente al histórico Tren Mixto, donde hoy funciona La Farola, que fuimos el primer día, antes era la zona más viva del barrio se encontraba el entrañable bar La Parada, de los hermanos Méndez, un clásico donde siempre había alguien tomando un café, charlando de fútbol o simplemente mirando pasar la vida.
En la esquina, sobre esa vereda angosta que aún parece guardar secretos, estaba la parada de diarios de Julio, otro personaje querido del barrio. 
A su lado, y sobre el andén mismo del tren Mitre, en la estación, sobre la calle Plaza, funcionaba la terminal del colectivo 22, que en aquellos tiempos unía Saavedra con Villa Adelina. 
Hoy esa línea es la 71, pero en ese entonces, el 22 era parte del paisaje cotidiano de todos los días.
Lo que muchos recordarán con cariño es que, desde esa misma vereda, salía un micro gratuito que nos llevaba al supermercado Gigante, ubicado en Vicente López, donde hoy se levanta un Carrefour. 
Subíamos con bolsas vacías, quizás con una lista en la mano, y volvíamos con las bolsas llenas y el corazón contento. 
Ir al supermercado no era simplemente hacer las compras, era una salida familiar, un paseo, una oportunidad de encontrarse con vecinos y compartir la vida cotidiana.
Si uno se animaba a cruzar las vías, porque en ese entonces no existía el túnel, solo las tradicionales barreras bajaban marcando el paso del tren, del otro lado estaba la terminal del colectivo 110. Desde ahí también partía otro micro gratuito, esta vez rumbo al supermercado Canguro, en San Martín. Otro viaje, otra costumbre, otra memoria que forma parte de la identidad del barrio.
Así era Saavedra, le dije. 
Las calles, los bares, las estaciones y los colectivos eran parte de una red invisible de afectos, costumbres y rutinas que nos tejían a todos. 
Hacer las compras era una excusa para vivir el barrio, para encontrarse, para conversar, la calle Plaza, el andén del tren Mitre, el bar de los Méndez, la parada de Julio, los micros del Gigante y del Canguro… todos ellos siguen ahí, en el recuerdo vivo de quienes tuvimos la suerte de vivirlo.
Ella escuchaba en silencio, y de vez en cuando soltaba un qué bárbaro, o un pequeño suspiro, como si aquel relato la transportara también a un tiempo que no había vivido, pero que ahora se hacía cercano por la manera en que yo lo narraba.  Mientras hablaba, me di cuenta de que ese momento simple, las bolsas sobre la mesa, la luz que caía sobre sus hombros, la historia que viajaba entre nosotros se estaba volviendo uno de esos recuerdos que se quedan guardados, no por su importancia histórica, sino por la intimidad que lo envolvía.
Ella me miraba de reojo mientras ordenaba las cosas, y en su mirada había una mezcla de curiosidad, ternura y complicidad silenciosa, el sol que entraba por la ventana dibujaba reflejos en sus hombros y en su cabello, y todo parecía más brillante y cálido, como si la casa misma celebrara nuestra presencia.
Nos detuvimos un instante, apoyando las manos sobre la mesa y mirándonos. 
Afuera, la luz de la tarde se volvía dorada y suave, colándose por la ventana y pintando sombras alargadas sobre el suelo. 
Era un instante pequeño, casi imperceptible, pero cargado de todo lo que importaba, la compañía mutua, la calma compartida, la sensación de que el tiempo se había detenido solo para nosotros.
El sonido lejano de la ciudad parecía filtrarse a través de las paredes, amortiguado, irrelevante. 
Dentro, cada gesto cotidiano guardar una bolsa, acomodar un frasco, rozar accidentalmente una mano se convertía en un acto de cercanía, un lenguaje secreto que solo nosotros entendíamos.
Y entonces comprendí que esos momentos, tan sencillos y a la vez tan perfectos, eran los que quedaban guardados en la memoria. 
El apetito se hacía notar, era un poco tarde, pero, como siempre, una aplicación venía al rescate.
Mandar un mensaje para que llegara una pizza fue nuestra pequeña salvación, le dije en broma que aquello ya se podía considerar un almuerzo-merienda, y ella sonrió, esa sonrisa que siempre parecía iluminar el espacio a su alrededor.
Almuerzo… y luego siesta, dijo, con esa mezcla de humor y tranquilidad que hacía que todo se sintiera más fácil y cálido.
Nos acomodamos en la cocina mientras esperábamos que llegara la pizza, cada gesto cotidiano, apoyar los brazos en la silla, cambiar de posición, mirar el reloj se llenaba de complicidad silenciosa. 
Almorzamos y luego nos acomodamos para descansar un rato.
La pizza, cálida y sencilla, supo a alegría compartida; más que alimento, parecía un pretexto para prolongar la calma de la tarde.
El café quedó para más tarde, según ella, porque quería que continuara contándole algo más de mis recuerdos, de las historias de la estación y del antiguo supermercado. 
Me senté a su lado, mientras ella apoyaba la cabeza en el respaldo de la cama y me miraba con atención, había en sus ojos una mezcla de curiosidad y complicidad, y en el aire flotaba ese silencio cómodo que solo se tiene con alguien que entiende tu mundo sin necesidad de explicarlo demasiado. Descansamos un buen rato y volvimos a la cocina queríamos tomar algo fresco. 
El calor de la tarde seguía siendo intenso, ella apoyó sus piernas sobre las mías, ya sentados en la cocina, y mientras tomaba un jugo con hielo preguntó:
Cómo es eso que te comentó la señora en el supermercado, sobre la foto de primavera. Vos tenés fotos como las que se exhiben ahí.
Le conté que no tan viejas, no, pero que para la primavera los comerciantes…
_ Contame cómo fue eso?
Y dije:
Fue, simplemente, la necesidad de hacer.
De hacer por el barrio, por el vecino, por el bienestar de todos.
Así empezó todo, casi sin darnos cuenta, nos juntábamos una vez por semana, a charlar, a pensar qué podíamos hacer. 
Con el tiempo, fuimos creciendo, se formaron comisiones, cada una con su presidente, su secretario, su tesorero y sus vocales, todo eso fue parte de organizarnos, de comprometernos, de sentir que el barrio también era un poquito nuestra casa.
De esas ganas nacieron tradiciones hermosas, algunas que ya se perdieron, pero que muchos todavía recordamos con cariño.
La carroza para el Día de la Primavera, el Tren de la Alegría para los chicos, las banderas izadas en cada fecha patria, el chocolate caliente y los churros compartidos entre vecinos… momentos simples, pero llenos de sentido.
Después vinieron la cena anual, los carnavales, los festejos del Día de la Patria, del Día de la Madre, del Día del Niño. 
Siempre con el mismo espíritu, comerciantes y profesionales trabajando con amor, con amor al barrio, hoy, cuando miramos hacia atrás, sentimos orgullo. Orgullo por cada paso dado, por cada esfuerzo compartido, por todo lo que hicimos juntos desde aquel primer día, con la Unión de Comerciantes, año tras año, con la misma convicción, con las mismas ganas, con el mismo amor.
Porque si algo aprendimos, es que las cosas no se hacen solas.
Las hacen las personas.
Las hace la voluntad, el compromiso, la cercanía.
Hoy, quizás ya no tengamos las mismas tradiciones, pero los valores siguen ahí. La solidaridad, la amistad, el respeto, el trabajo en conjunto. Eso no se pierde.
Por eso seguimos creyendo que hacer por el otro vale la pena.
Que los barrios se construyen con historias, con manos, con miradas que se cruzan y se reconocen, porque, al final de cuentas, no fue magia, fue amor, amor por la gente, por la comunidad, por este pedacito de mundo que elegimos cuidar entre todos y es nuestro barrio.
Con aquella carroza de primavera, allá por el año 80, competimos, fue una aventura enorme, de esas que uno no olvida, aunque pasen los años, recorrimos los barrios de Buenos Aires mostrando nuestro trabajo, nuestra alegría. 
Nos pasamos días y noches enteras construyéndola, cortando madera, pintando, ajustando detalles hasta el amanecer. 
Todo era entusiasmo, ganas de hacer algo lindo, de compartirlo con los demás.
Recuerdo las risas, el olor a pintura, las manos manchadas de pegamento. Y también el cansancio, claro, pero un cansancio feliz, de esos que se sienten en el cuerpo, pero dejan el alma liviana. 
Hoy miro hacia atrás y todo eso se vuelve un hermoso recuerdo, de esos que se quedan en el pecho, tibios, intactos.
Mientras le contaba la historia, noté que la voz se me iba quebrando, creo que empecé a emocionarme más de la cuenta. 
Ella se dio cuenta enseguida, me miró en silencio, con esa ternura suya que dice más que cualquier palabra, y me abrazó fuerte. 
Sentí cómo su mano me secaba los comienzos de las lágrimas, casi con pudor, casi con cariño, el calor era intenso, pesado, como suelen ser esas tardes de verano en la ciudad. 
Entonces nos fuimos al estudio, ella quería dibujar algo de lo que le había contado, quizás esa carroza, quizás las flores, o tal vez el brillo en los ojos de quienes trabajábamos sin descanso, mientras preparaba sus lápices y papeles, yo la miraba en silencio, todavía con la emoción a flor de piel, era como si ese recuerdo, tan viejo y vivo, se estuviera transformando otra vez en algo nuevo. 
En un dibujo, en una historia, en un instante compartido. Y entendí, una vez más, que hay cosas que el tiempo no borra, que siguen ahí, latiendo, esperando el momento justo para volver.
Ella comenzó a pintar y yo puse música, bajita, que llenaba apenas los rincones de la habitación. 
El calor de la tarde comenzaba a retirarse lentamente, dejando una luz densa que entraba por la ventana, me senté frente a la computadora, pero pronto me perdí en el tiempo, entre las palabras que flotaban en mi mente y la memoria que, sin pedir permiso, empezó a aparecer.
Me vi corriendo de niño por ese barrio que siempre menciono, los pies descalzos golpeando la vereda caliente, las risas que se desparramaban como humo, y el tiempo parecía extenderse, deshaciéndose de sus relojes y calendarios. Los minutos se deslizaron hasta que ella se acercó y bajó las persianas, dejando la habitación iluminada solo por el monitor y el spot, como un pequeño escenario donde todo parecía posible.
Ella seguía pintando, o dibujando, mirándome de reojo con la calma de quien sabe que me tiene completamente, yo levantaba la vista de tanto en tanto, solo para encontrarla ahí, consciente, cómplice, y mi corazón se desarmaba un poco de la manera más silenciosa.
Cuando empezó a provocarme, me di cuenta, pero continué escribiendo, atrapado entre mis palabras y la fuerza de su presencia.
Finalmente, se acercó y me dijo.
Me podés contar dónde quedaba ese terreno que alguna vez mencionaste. . . 
Apagué la computadora, me levanté, y con cuidado, casi temiendo romper algo de la magia del momento, me acerqué al atril, lentamente, me senté a su lado, y empecé a hablar.
Ese terreno baldío, casi en el corazón de la cuadra entre Tamborini e Iberá, era mucho más que un pedazo de tierra sin construir era nuestro reino secreto, el escenario de mil historias que tejíamos sin saberlo, con la inocencia intacta y los días eternos, donde la realidad parecía doblarse sobre sí misma.
La tierra negra y suelta nos manchaba las manos y las rodillas mientras jugábamos a la pelota, a la paleta o a la bolita. 
Si uno se acostaba boca arriba, mirando el cielo, podía sentir que el mundo entero giraba alrededor de ese baldío, era un lugar donde las vacaciones escolares se medían por la luz del sol y el canto de los gorriones, y no por ningún calendario.
Juntábamos ramas para la fogata de San Juan o cualquier excusa que encontráramos. 
Una tarde, con esa inconsciencia luminosa que solo tienen los chicos, encendimos el fuego ahí mismo, en el baldío, en vez de llevarlo a la esquina como hacíamos siempre, en cuestión de minutos estábamos rodeados de bomberos, con sus rostros serios y mangueras escupiendo agua fría sobre nuestras ilusiones ardientes. 
Escuchamos un sermón enorme, pero aun así guardamos esa aventura en la caja dorada de los recuerdos más felices.
A un costado del terreno vivía don Rogelio, un vecino con paciencia infinita, nos soportaba con todas nuestras travesuras, las carreras alocadas, los gritos y los pelotazos que, sin querer, iban a dar contra su pared. 
Al lado estaba Avelino, un amigo con mayúsculas, un hermano de juegos que entendía a la perfección el valor sagrado de ese baldío.
Enfrente vivían los tíos de mi vieja, mis tíos abuelos, que nos espiaban de reojo desde la vereda, atentos a cualquier lío. 
Era su manera silenciosa de cuidarnos, dejándonos la libertad de ser dueños de nuestros días. 
Al fondo, la carpintería con olor a madera recién cortada, y su dueño siempre temeroso de un fuego mal apagado, a los lados, los alambrados de las casas vecinas que jamás cruzábamos, límites invisibles, códigos sin palabras.
Pasábamos horas y horas, hasta que el sol se escondía y el cielo se teñía de azul profundo, no había celulares, ni tabletas, ni redes sociales. Los amigos se buscaban a los gritos desde la vereda, y la siesta imponía un silencio sagrado que aprendíamos a respetar.
Mientras hablaba, ella bajaba el pincel y me miraba de frente, y podía sentir que cada palabra que decía se convertía en un hilo entre nosotros, uniendo mi pasado con nuestro presente. 
Sus ojos seguían cada gesto, cada pausa, y yo notaba cómo su respiración se hacía parte de la memoria que describía.
Hoy, cuando pienso en ese terreno, me parece casi un pasaje fantástico, una metáfora de un futuro que no llegó. 
Los chicos de ahora, con su mundo digital y sus pantallas brillantes, difícilmente podrían imaginar lo que era pasar las vacaciones escolares tirados panza arriba en un baldío, inventando aventuras que solo existían porque estábamos juntos, porque el tiempo sobraba y la vida se escribía a cada paso sobre esa tierra negra que todavía guarda la huella de nuestros pies descalzos.
Y mientras terminaba de contar, ella vuelve a levantar el pincel, dibujando algo que parece capturar no solo el terreno, sino todo lo que mis palabras han intentado traer de vuelta, la luz cálida del sol, el olor de la tierra, el rumor de las mangueras, las risas y el latido silencioso de una infancia que se quedó viva entre nosotros.
La tinta comenzó a seguir trazos que no lograba definir, líneas que parecían escapar de cualquier control, su respiración se aceleró y me pidió que subiera el volumen de la música.
Su mano trazaba movimientos rápidos y fluidos, líneas que aún no comprendía del todo, y el sudor perlaba su frente y su espalda, se agarró el cabello, y con un pincel hizo un nudo sobre su cabeza, trabándolo con la madera del pincel. 
Su cuello brillaba de sudor y, sin aviso, se quitó la remera y la dejó caer sobre el sillón.
El calor, la música, la tinta y su cuerpo creaban un espacio suspendido, donde cada gesto parecía un lenguaje propio, cada respiración, cada trazo, se sentía como si el estudio mismo se contuviera en un instante que no quería terminar. 
Después, sin decir mucho, volvimos a la cocina. 
El reloj marcaba casi la medianoche, preparamos unos sándwiches de miga tostados; el pan dorado, el aroma simple y delicioso llenaron el espacio. 
Nos sentamos uno frente al otro, cansados, salpicados de tinta, riendo sin motivo y en ese momento comprendimos lo fascinante que puede ser algo tan simple como comer juntos, en silencio, con las manos manchadas y el alma tranquila. 
La noche seguía afuera, pero nosotros ya estábamos completos, solo restaba la ducha, conversamos un poco, entre risas suaves y palabras lentas, pero el cansancio fue más fuerte. Decidimos dejar el baño para la mañana siguiente, así, manchados de tinta, nos fuimos a dormir, sintiendo que el día había sido una obra más, hecha entre los dos. 
Al día siguiente, después de la ducha y del desayuno, ella se levantó a correr las cortinas y ordenar un poco el estudio.
Su alegría desbordaba y se notaba, no solo en su voz, sino también en su mirada, cada gesto de movimiento, cada risa que escapaba entre palabras, irradiaba un entusiasmo que era contagioso, creo que noto en mir rostro que la observaba con cierta dificultad, pero como siempre lo uso proactivamente, la única prenda que tenía sobre el cuerpo  la junto con las que había recogido del día anterior y me pido mi remera y mi calzoncillo para poner a lavar la ropa, cosa que hice sin objetar nada y cuando regresó  al estudio, mientras acomodaba pinceles, papeles y lienzos, comenzó a recordar momentos felices de sus cumpleaños. 
Sus palabras dibujaban imágenes vívidas, las risas de la infancia, los colores de los globos, los sabores de los pasteles, los abrazos que aún recordaba con ternura; le comenté que conocía el lugar donde se hacían los bonetes y guirnaldas de cumpleaños cuando éramos chicos. 
Sin dudarlo, se sentó en la butaca y dijo.  Contame, por favor.  
Me incliné a su lado, y mientras le contaba, la luz del sol entrando por la ventana iluminaba los pequeños detalles del estudio, manchas de tinta, pequeñas que parecían constelaciones, pinceles que aún conservaban trazos de la noche anterior, papeles arrugados con bocetos olvidados. 
Cada objeto parecía cobrar vida en su mirada curiosa y alegre, pero ella insistía que le contar, aunque sabía que mi vista estaba puesta en su cuerpo y disfrutaba de que así fuera y se acercó a rosarme y dijo. Dale contame.
 Y dije:
 A la vuelta de casa durante muchos años, un lugar donde la magia se hacía realidad. 
A simple vista era una casa más, pero detrás de esas paredes se escondía un mundo de colores, brillos y alegría. 
Era la casa de Hugo y Amanda, que para muchos de nosotros será recordada siempre como una verdadera fábrica de ilusiones, allí se confeccionaban los artículos más lindos para todo tipo de festejos, bonetes de todos los tamaños, guirnaldas interminables, cortinas de papel que caían como cascadas y hasta adornos para comuniones, siempre en blanco y amarillo, nada faltaba, todo estaba pensado para darle vida a las celebraciones más esperadas del año.
Con paciencia y dedicación, Hugo y Amanda trabajaban hasta tarde, entre papeles, cartulinas y engrudos. 
Muchos de nosotros, vecinos y amigos, alguna vez acompañamos a Hugo a llevar la mercadería a los boliches o a los clubes. 
Lo recuerdo especialmente en mi club de Banfield, descargando cajas repletas de serpentinas, sombreros y adornos que, horas después, transformaban el lugar en un carnaval carioca.
Lo curioso es que quienes disfrutaban de esas fiestas inolvidables cumpleaños, egresos, carnavales o comuniones casi nunca supieron que buena parte de esa alegría se gestaba aquí, en el barrio, en la casa de dos vecinos que, con sus manos, fabricaban sonrisas.
Hoy, con los años, la memoria se llena de nostalgia, porque no se trataba solo de adornos, sino de algo mucho más profundo, eran momentos de felicidad hechos a mano, con amor y dedicación. 
Por eso, para quienes lo vivimos de cerca, aquella casa no fue solo un taller, fue, y seguirá siendo, la fábrica de ilusiones del barrio. Qué bonito amor, dijo ella, con una sonrisa que iluminaba la habitación. 
Lo que contás me pone la piel de gallina de imaginarme ese mundo y de vivirlo. 
Lo contás de una manera tan linda…
Quizás haga algo con guirnaldas, dijo ella, con entusiasmo, para que cuando cuente todo esto haya algo que lo identifique.
Río suavemente y luego miró alrededor.
Pero ahora vamos a ordenar la casa, te parece, amor.
Yo me encargo, respondí, y juntos empezamos a mover cosas, acomodar y limpiar, como un pequeño ritual que nos unía aún más.
Mientras ordenábamos, cada objeto y cada rincón del hogar parecía cobrar vida con nuestra risa y nuestra atención. 
Estaba casi todo ordenado cuando dijo que cocinaría. 
La casa, todavía impregnada de la calma de la mañana, parecía respirar tranquila, como si supiera que algo bonito estaba por suceder, me quedé en el estudio, rodeado del murmullo distante de la ciudad, mientras ella movía algunas cosas en la cocina y planeaba el almuerzo, la música de fondo, suave y cálida, parecía envolver todo con una delicadeza que me hizo cerrar los ojos por un instante. 
El almuerzo no tardó en estar sobre la mesa, mientras ella servía, yo me senté con el cuaderno abierto frente a mí, no pude evitar escribir un poco, dejando que las palabras capturaran la mezcla de aromas, sonidos y sentimientos que me rodeaban. 
Recordaba pequeños detalles de días pasados, gestos casi imperceptibles que ahora, escritos, parecían brillar con una luz propia. 
Mientras almorzábamos, me preguntó qué estaba escribiendo, le conté, pero no fue suficiente; ella quería más detalles, quería sentir exactamente lo que pasaba por mi mente. 
Sonreí y le dije, como para sorprenderla:
Nació de un sueño en el patio de una casa antigua, de esas donde todas las habitaciones se abrían hacia un centro común y en el fondo, la cocina y el baño, eran testigos de la vida diaria. 
Allí no había maderas ni astilleros, sino el inconfundible aroma, a papel de imprenta, a tinta fresca y a trabajo constante, y, en medio de ese escenario cotidiano, Emilio fue imaginando y dando forma a una embarcación distinta. No llevaba ruedas, sino un corazón de motor Ford Falcon, dispuesto no a rodar por caminos de tierra, sino a latir sobre los ríos del Delta.
La bautizó Enlace, y aquel nombre no era casual, había sido también el de la primera imprenta familiar, el signo de unión entre tintas, papeles, cartones y colores brillantes y ahora, sobre el agua, se convertía en un puente aún más profundo, el enlace entre la familia y los amigos, entre el taller y el descanso, entre la ciudad y el río, entre los sueños y la vida misma.
De un naranja encendido y con un tapizado impecable realizado por Lito, la Enlace parecía una llamarada flotando bajo el sol. 
Descansaba en el muelle del Pájaro Loco, atada a sus postes, y allí lucía como una joya, pero apenas se soltaba, se transformaba, ya no era madera ni hierro, era pura vida deslizándose entre juncales y riachos escondidos.
El primer capitán fue Emilio, quien la había soñado y construido con sus propias manos. Más tarde, el timón pasó a sus hijos, Rubén y Alberto, que heredaron no solo la lancha, sino también la pasión de guiarla por los rincones más hermosos del Delta. Juntos la llevaron a recorrer espejos de agua donde el río converso con el sol y a perderse en senderos líquidos que parecían no tener fin.
La Enlace no fue solo una embarcación, fue compañía en tardes enteras de navegación, fue risas compartidas al quedarnos alguna vez sin nafta en medio del río, fue silencio y contemplación cuando el agua reflejaba un cielo de oro al atardecer. Fue, sobre todo, un lazo, con los amigos, con la naturaleza, con los trabajos de la imprenta y con los afectos que daban sentido a cada jornada.
Hoy, al evocarla, la memoria no la deja descansar; basta cerrar los ojos para verla pasar todavía, encendida en su naranja brillante, con el eco de su motor Falcon marcando el pulso del viaje. 
Ella se inclinó un poco hacia mí y, en voz baja, dijo:
Me gusta cómo lo ves todo… cómo logras que incluso lo más cotidiano parezca especial.
Su comentario me hizo sonreír sin querer, y por un instante, nos quedamos en silencio, solo escuchando la música y el murmullo del exterior que se filtraba por la ventana.
Terminamos de almorzar, pero ninguno de los dos parecía tener prisa por levantarse. 
Nos quedamos unos minutos más, compartiendo ese espacio lleno de calma y de pequeñas maravillas.
El aire olía ligeramente a la mezcla de limpieza y comida recién hecha que todavía flotaba por la casa, la música suave de fondo hacía que todo se sintiera más acogedor y decidimos descansar una siesta.
Mientras ella cerraba los ojos unos minutos para descansar, yo me quedé a su lado, observando cómo se relajaba, cómo sus respiraciones se volvían profundas y regulares. 
Era uno de esos momentos que parecen simples pero que, en realidad, dicen mucho sobre la cercanía que tenemos.
 A veces, la compañía silenciosa puede decir más que mil palabras, y yo disfrutaba cada instante de esa complicidad tranquila.
Más tarde, cuando despertó, le propuse salir por la noche, ir hasta el centro y disfrutar de un paseo, simplemente caminando y dejando que la ciudad nos rodeara. 
Sonrió y aceptó la idea, y en ese instante sentí una mezcla de anticipación y calma, n importaba adónde fuéramos; lo importante era el hecho de salir juntos, de sentirnos libres en la rutina compartida, de hacer que una noche común se volviera especial.
Después de cenar temprano, cerca de las 21: 30, ella decidió ir a vestirse, mientras se cambiaba, yo la observaba de reojo, disfrutando de la naturalidad de la escena y de la confianza que existía entre nosotros. 
No había prisa; la noche estaba en calma, y cada pequeño gesto, cada movimiento suyo, parecía amplificado por la quietud de la casa y la luz suave que se filtraba por las ventanas.
Cuando estuvo lista, tome los documentos y la llave, y nos dirigimos hacia el auto. El aire de la noche nos envolvía y cada paso que dábamos parecía un pequeño ritual de complicidad. la sensación de caminar juntos, de compartir el espacio y la rutina, hacía que todo se sintiera íntimo y especial.
Al llegar al auto, abrí la puerta y la invité a subir primero, todo parecía encajar, la ciudad, la noche, las luces, el aire y nosotros compartiendo el momento como si nada más importara. 
Incluso lo cotidiano se volvía especial cuando estábamos juntos, y cada detalle quedaba grabado en mi memoria, el olor de la calle, el sonido lejano de la música y de los autos, la brisa suave en la piel, y la sensación de cercanía que nos envolvía como un abrigo invisible.
Fuimos a pleno centro, como quien vuelve a un lugar que conoce de memoria, pero igual se deja sorprender. 
Caminamos por la calle Corrientes, esa arteria que sigue latiendo, aunque ya no tenga la misma magia que supo tener. 
Las luces todavía están, los carteles brillan, los teatros resisten. 
Yo le conté todo eso, con una mezcla de melancolía y ternura, porque Corrientes es un poco como uno mismo; ha cambiado, pero sigue queriendo ser lo que fue.
Nos detuvimos frente a las librerías, esas que parecen guardar un tiempo distinto adentro, donde el silencio pesa más que el ruido de la calle. 
Entramos a una disquería y me quedé mirando los vinilos, como si buscara en esas tapas algo que ya no existe, o que solo existe en el recuerdo. 
Afuera, el Obelisco se alzaba igual que siempre, tan imponente y tan solo, rodeado de autos, de turistas, de vendedores ambulantes, de toda esa vida que no se detiene.
Fuimos por una vereda y volvimos por la otra, para no perdernos nada. 
Le conté de la reforma que tuvo la avenida, de cómo la ensancharon y le quitaron un poco de alma en nombre del orden. 
Caminábamos despacio, pero nos corrimos una cuadra, quería conocer Lavalle, la calle de los cines y ahí me volvió el asombro, como si hubiera vuelto a tener veinte años. 
Lavalle; cómo explicarte hoy, dije lo que fue para tantos de nosotros, esta calle peatonal vibrante, llena de luces, marquesinas, carteles gigantes anunciando los estrenos del momento. 
Un lugar donde el tiempo parecía detenerse solo para regalarnos instantes que, sin saberlo, estaban destinados a ser recuerdos imborrables.
Cada cine tenía su alma propia, su público, su murmullo expectante antes de la función y sus comentarios apasionados al salir. 
Era un ritual hermoso, elegir la película, hacer la fila entre charlas y risas, emocionarse o sorprenderse frente a la pantalla grande, y después terminar en un bar cercano para seguir la historia, pero ahora con palabras, miradas y tazas humeantes de café.
A veces, el paseo se prolongaba por Florida, esa otra arteria encantada de la ciudad, con sus locales tan bien presentados, sus vidrieras que brillaban invitándonos a soñar un rato con lo inalcanzable, sus músicos callejeros poniendo banda sonora a nuestras caminatas. 
Todo tenía un aire casi cinematográfico, como si nosotros mismos fuésemos parte de un gran filme porteño.
Nosotros veníamos desde el barrio, con la sencilla alegría de quienes sabían que el viaje ya era parte de la aventura. 
El tren Mitre nos llevaba desde Coghlan directo al centro. 
Cuántos viernes o sábados repetimos esa salida, cuántas veces la estación se convirtió en punto de encuentro y de regreso.
Recuerdo bien la marea humana.
 Lavalle estaba llena de gente, tanto que bastaba que uno se distrajera mirando un afiche, un kiosco o algún artista ambulante para que el grupo se perdiera entre desconocidos. 
Pero eso también tenía su magia, el reencuentro unos metros más adelante, los saludos entre carcajadas, los dóndes te habías metido. 
Hoy ya no es lo que era, sus cines en su mayoría cerraron, muchas de sus luces se apagaron, el bullicio se transformó en un murmullo lejano. 
Pero para nosotros, los que la caminamos cientos de veces, sigue tan viva como antes. 
Late en la memoria, en esas noches simples y felices que nos regalaron juventud, amistad y un poquito de ilusión.
Por eso la homenajeo hoy, con el corazón un poco apretado pero agradecido. Lavalle no solo fue una calle, fue escenario de tantas historias mínimas, fue un puente a la fantasía, fue la excusa perfecta para encontrarnos, perdernos y volvernos a encontrar, fue y es, parte de quienes fuimos. 
Ella me abrazo fuerte como comprendiendo lo que decía, sin conocer como era antes, pero comento haber visto fotos y en el momento que yo le contaba, recordar ese gentío caminando, fotos con esa imagen tenía, pero sentí en las marquesinas apagadas, los viejos cines convertidos en templos o locales vacíos... que, todavía flotaba en el aire algo del esplendor de antes porque Buenos Aires, con sus grietas y sus brillos, seguía siendo una ciudad que se deja querer. 
Que, aunque la miremos con tristeza, siempre encuentra una manera de deslumbrarnos otra vez. 
Y así fue, comenzamos a caminar, sin rumbo fijo, dejándonos llevar por la noche tibia que caía sobre la ciudad. Íbamos recordando viejos momentos, riendo de anécdotas que el tiempo había dejado en algún rincón de la memoria.
Al pasar por la avenida, ella caminaba a mi lado con esa gracia ligera que solo tienen las mujeres que no intentan llamar la atención y, sin embargo, lo logran sin esfuerzo. 
La minifalda se movía al compás de sus pasos, dibujando destellos de piel bajo la luz de la noche. 
Los tacos marcaban un ritmo suave sobre las baldosas, una música breve que parecía acompañar cada palabra.
De vez en cuando, se detenía, se acomodaba un mechón rebelde y me sonreía con esa mezcla de picardía y ternura que desarmaba cualquier intento de disimular lo que sentía.
Estoy cansada dijo, medio riendo, pero vale la pena.
Y claro que valía la pena. 
Caminamos despacio, casi flotando, dejando que cada contacto sutil, cada roce accidental, el auto nos esperaba bajo los plátanos que dejaban caer hojas pelusa sobre la vereda. 
Nos acercamos al auto, y mientras ella abría la puerta, sentí que el mundo entero podía esperar, por un instante, éramos solo nosotros, la noche, y la promesa silenciosa de algo que acababa de empezar. 
La sensación de intimidad se intensificó, los vidrios polarizados nos ofrecían un refugio, un espacio suspendido entre la ciudad y nosotros, ella se apoyó un instante en la puerta y nuestras miradas se encontraron, densas de complicidad y silencios llenos de emoción. 
Abrí la puerta y la invité a entrar; al cerrar detrás de nosotros, el mundo exterior desapareció.
Los zapatos quedaron olvidados en el asiento trasero mientras nos acomodábamos, perdidos en la sensación de estar el uno cerca del otro, compartiendo un instante que parecía suspendido entre la noche y la madrugada.
Hasta que la claridad tímida de la madrugada comenzó a filtrarse por los vidrios recordándonos que era hora de regresar a casa, de descansar, pero con la certeza de que aquel recuerdo permanecería con nosotros para siempre. 
Cuando llegamos a casa, la claridad despertaba lentamente, mientras nosotros todavía traíamos en la piel el cansancio dulce de una noche intensa y larga. 
El sueño llegó rápido, ligero, como si todavía flotáramos en la misma noche. Afuera, la luz crecía, pero adentro todo era paz. 
Y así, entre la claridad del nuevo día y el recuerdo tibio de lo vivido, nos dejamos caer en el descanso, sabiendo que había sido una noche que quedaría grabada para siempre.
El mediodía me despertó con el aroma inconfundible del tuco que venía desde la cocina, era un perfume cálido, familiar, que se mezclaba con la luz dorada que entraba por la ventana. 
Está quedando como el de mi abuela dijo con un brillo en los ojos que mezclaba orgullo y ternura.
Entonces va a ser perfecto respondí, alcanzándole el mate.
Nos quedamos así un rato, sin apuro. 
El reloj marcaba el paso del tiempo, pero nosotros parecíamos fuera de él. 
Hasta que, con una sonrisa cómplice, me miró fijo y dijo.
Quiero que me cuentes algo… pero no cualquier cosa.
Algo como qué.
Como lo de anoche, pero distinto. 
Quiero saber más. 
Por ejemplo… hizo una pausa breve, divertida, en qué lugar del barrio nos juntaríamos si no fuera en la estación.
Me reí. 
Su curiosidad tenía esa dulzura que me encantaba. 
Me acerqué un poco, y ella, entre risas, terminó sentándose sobre mis piernas, mirándome con los ojos llenos de picardía y ternura.
Bueno le dije, fingiendo pensar. Si no fuera la estación, tendría que ser un lugar con historia… uno donde los secretos pudieran guardarse.
Y cuál sería, preguntó, entre risas suaves.
Te lo voy a contar,  dije.
Ella sonrió, curiosa, y se acomodó para escuchar. 
La casa estaba en silencio, apenas interrumpida por el murmullo lejano de la calle y el burbujeo del tuco que seguía en el fuego bajo. 
Entonces comencé a contarle la historia de la Sirena.
La Sirena ya no está, pero yo la sigo viendo, como si las paredes todavía respiraran el humo de los cigarrillos, el murmullo de las discusiones, el chocar de los vasos llenos de vermut. 
Era más que un bar; era una especie de templo laico donde la vida se tejía entre charlas políticas, risas cómplices y silencios que también decían lo suyo.
En los comienzos de los 80, cuando el país despertaba de su propia sombra, yo empecé a escribir mis poesías en esas mesas. 
Entre botellas de vermut y servilletas manchadas de tinta, descubrí que las palabras podían ser refugio y también trinchera. 
Allí aprendí que la poesía no nace en soledad, sino entre amigos que discuten, sueñan, se equivocan y vuelven a empezar.
Recuerdo los sábados como un rito sagrado, almuerzo sencillo, vermut con hielo, discusiones de política que duraban horas y que a veces terminaban en abrazos y  en promesas de seguir luchando. 
Todo parecía posible en esa esquina, porque el barrio tenía corazón y La Sirena lo hacía latir.
Hoy, en ese lugar que fue testigo de nuestras vidas, se levantan góndolas frías de un supermercado. 
Donde había canciones, hay ofertas; donde hubo abrazos, hay pasillos y, sin embargo, no pudieron borrarla del todo, porque La Sirena habita en la memoria, en cada poema que nació allí, en cada brindis compartido, en cada amigo que quedó en el camino.
No es nostalgia solamente, es agradecimiento, porque en ese bar empecé a ser yo, ya que allí comprendí que la poesía podía nacer de un vaso de vermut, de una charla de política, de un amigo que te tiende la mano. La Sirena se fue, pero nos dejó a nosotros con la tarea de mantenerla viva en la palabra. 
Ella se incorporó sin decir nada y me abrazó fuerte, como si entendiera todo sin necesidad de palabras. 
Yo seguía sentado, y apoyé mi rostro contra su pecho, sentí su respiración tranquila, el calor de su cuerpo, el pulso sereno que marcaba su ritmo.
Nos quedamos así un rato, en silencio, dejando que el tiempo se detuviera alrededor. 
Afuera el barrio sonaba lejano, un murmullo de motores, una voz que pasaba, un perro que ladraba a lo lejos. Todo parecía quedarse quieto, suspendido en esa hora del día en que el sol se vuelve más lento.
Nos recostamos sin hablar, ella apoyó su cabeza sobre mi brazo, y yo sentí el peso suave de su cuerpo buscando acomodo, como si necesitara ese contacto para entregarse al sueño. 
El sueño nos fue ganando de a poco, como una ola tibia, afuera, el sol seguía su curso; adentro, todo se volvió silencio y respiración compartida. Y así, entre la calma del mediodía y el rumor lejano de la ciudad, la siesta nos abrazó como si el mundo entero se detuviera un instante solo para nosotros.
Era una tarde de esas en las que el calor se mete por todas partes, después de la siesta, nos levantamos despacio, nos sentamos en la cocina, buscando algo fresco para tomar. 
Entre sorbo y sorbo, mientras conversábamos de cosas sin importancia, ella comentó, casi al pasar:
_ Donde estudiaste la secundaria?
Y ahí me quedé callado un instante, porque cómo se resume algo tan grande en unas pocas palabras. Sonreí y le dije:
En el Raggio… pero enseguida supe que no podía dejarlo ahí.
Y empecé a contarle.
Le conté que el día que di el examen de ingreso lo rendí en un pabellón que ya no existe. 
Lo demolieron años después, cuando hicieron las obras para empalmar la General Paz con Lugones o Cantilo, no recuerdo bien cuál. 
A la escuela le sacaron un pabellón entero para continuar con esa construcción, y fueron tiempos duros. 
El ruido, el polvo, el movimiento constante de obreros y máquinas… parecía que el mundo se nos venía abajo. 
Pero ahí estábamos nosotros, los estudiantes, con nuestros guardapolvos y nuestras ganas intactas, estudiando entre escombros, aprendiendo entre el polvo y el ruido.
Fueron momentos difíciles, pero también hermosos, inolvidables. 
Porque el Raggio nunca se detuvo, en plena obra, con medio edificio patas arriba, seguíamos yendo, seguíamos soñando, seguíamos creciendo. 
Y eso, con el tiempo, se transformó en un símbolo para mí, la capacidad de seguir adelante, aunque todo alrededor parezca desmoronarse.
Le conté cómo era entrar a esa escuela enorme, con sus pasillos largos y su historia latiendo en cada rincón. 
Ahí conocí a mis amigos, esos de los que te hablo siempre; Mingo, con su risa inconfundible; Alberto, el Tano, Víctor y Carlos, inseparables compañeros de aventuras; Rodolfo, Mario y Carlitos, siempre presentes y mis amigas, Susana, Elena, Nora, Elida con las que compartimos charlas interminables, secretos, risas y complicidades que el tiempo no logró borrar.
Con todos ellos compartí mucho más que estudios, compartí la vida misma. Empezamos contándonos las primeras novias y novios, después llegaron los casamientos, los hijos… y ahora, con los años, hablamos de los nietos. 
Es un lazo que no se rompió nunca, a pesar de los silencios o las distancias, la esencia sigue siendo la misma, la de aquellos pasillos, el campo de deportes, el Bar Primavera. Cuando nos encontramos o nos hablamos, es como si el tiempo no hubiera pasado.
Le hablé también de los profesores, de cómo muchos de ellos dejaron marcas profundas, algunos con su rigor, otros con su calidez. 
Había quienes exigían tanto que uno no lo entendía en el momento, pero después, con los años, comprendía el valor de lo que nos habían enseñado. 
Otros, con paciencia infinita, nos guiaban sin levantar la voz, con esa autoridad serena de quien enseña con el ejemplo y estaban también los que lograban que la escuela fuera un lugar alegre, lleno de curiosidad, donde aprender era una aventura.
Egresé cuando Raggio cumplía cincuenta años, recuerdo la emoción de aquella celebración, los actos, los discursos, las risas, el orgullo, en ese entonces, me parecía imposible imaginar que la escuela pudiera cumplir cien. 
Pero el tiempo pasó, y hace poco, cuando Raggio celebró su centenario, sentí algo que no se puede describir del todo, es como si la escuela fuera parte de mi propia vida, de mi propio cuerpo, su historia y la mía están entrelazadas, como si hubiéramos crecido juntos.
Y volviste últimamente, me preguntó.
Sí, le dije, fui hace poco, en la Noche de los Museos.
Le conté que recorrí los pasillos, que toqué las paredes, que miré las aulas vacías y sentí que todo seguía ahí, las voces, las risas, los ecos de los pasos apurados, los sueños de juventud. Todo intacto, suspendido en el tiempo.
Ella se quedó en silencio, con la mirada perdida en su vaso, el aire comenzaba a arrastrar ese aire tibio que parecía traer el sonido lejano de un recreo, una campana, una risa. Qué historia tan linda dijo.
Y yo asentí, sonriendo.
Porque sí, Raggio no fue solo una escuela, fue mi casa, mi refugio, el lugar donde empezó todo. 
Fue mi historia, y también la historia viva de nuestro país, que cambió, creció y resistió, igual que nosotros. 
El sol comenzaba a bajar lentamente, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. La tarde tenía ese aire tranquilo que invita a detener el tiempo por un momento.
 Le propuse salir a caminar un poco, solo para respirar el aire fresco y disfrutar del atardecer juntos. 
Cuando por fin salimos, lo hicimos despacio, tomados de la mano, no dijimos mucho al principio caminábamos con calma hacia la avenida, dejando que el sonido de nuestros pasos se mezclara con el canto lejano de los pájaros y el susurro del viento entre los árboles.
Qué lindo está todo esto dijo, mirando el verde del parque. No me imaginaba que había quedado así. Sí le respondí. 
Está lindo ahora… pero no siempre fue así.
Ella me miró con curiosidad, y entonces comencé a contarle.
Donde ahora ves árboles y senderos, antes había casas, manzanas enteras. Familias, chicos, almacenes, veredas con jacarandás, hasta que un día llegaron las topadoras.
Por qué, preguntó, casi en un susurro.
Por la autopista. dije.  
Quisieron hacer una autopista y para eso tiraron medio barrio abajo. 
Muchos vecinos tuvieron que irse, algunos sin tiempo siquiera para juntar sus cosas.
Ella se detuvo y me miró.
Qué tristeza…Asentí despacio.
Sí. Durante años, esto fue tierra baldía, pero la gente del barrio se plantó. Protestaron, resistieron, se negaron a que pasara una autopista por donde habían nacido sus recuerdos.
Mientras caminábamos, el viento movía las ramas y hacía caer hojas secas que crujían bajo nuestros pasos.
Con el tiempo; seguí, el proyecto cambió, lo que iba a ser una autopista terminó siendo una avenida con un parque. 
Le pusieron el nombre de Roberto Goyeneche, el polaco en homenaje a él y a todos los que pelearon por esto.
Ella sonrió.
El Polaco… qué personaje. Mi viejo lo escuchaba siempre.
Sí, era del barrio  dije. 
Por eso este lugar tiene su nombre, es como si su voz todavía flotara en el aire.
Seguimos caminando, hasta que llegamos a la esquina de Avenida Goyeneche y Balbín.
 Ella se detuvo y señaló el viejo convento.
Mira eso… no lo había visto antes.
Ah, sí. dije con una sonrisa. 
Ese convento tiene su historia. 
 Contame, seguro sabes algo.
Creo que en 1874  más o menos, eso lo leí hace tiempo, nació la Sociedad de San José, creada con el fin de dar respuesta a las necesidades de la población más vulnerable, pero con el paso del tiempo, la institución levantó distintas obras de asistencia, pero una de las más significativas se concretó cuando se donaron terrenos en el entonces apartado barrio de Saavedra. 
Allí se proyectó un gran hogar para albergar a mujeres mayores en situación de riesgo, que más tarde llevaría el nombre de Hogar Luis María Saavedra. El diseño del conjunto fue encomendado a uno de los arquitectos más prestigiosos de la época, y se inscribió en el espíritu clasicista que hacia 1900 volvía a ganar fuerza en la arquitectura argentina. Las obras se llevaron adelante entre 1927 y 1934, siguiendo cuidadosamente los planos originales.
El Hogar se organizó alrededor de un amplio patio central con jardines, rodeado por pabellones de dos niveles que recuerdan a los antiguos claustros conventuales. 
En el centro se erigió una estatua del Sagrado Corazón, que aún hoy preside el lugar, cada unidad fue pensada como un pequeño departamento independiente, con espacios de cocina, lavadero y patio, asegurando a sus residentes la posibilidad de vivir con autonomía y dignidad. 
Además, se impulsaron actividades comunitarias como costura, artesanías y encuentros sociales, siempre acompañadas por la asistencia espiritual y social de la institución.
Junto al Hogar se levantó una capilla, cuya piedra fundamental fue colocada en 1927. 
Poco después, ese templo se convertiría en la Parroquia de la Sagrada Familia, corazón religioso y punto de referencia del barrio. La iglesia, de gran presencia arquitectónica, no solo sirvió a la comunidad del Hogar, sino también a los vecinos de la zona, integrándose naturalmente a la vida cotidiana de Saavedra.
Con el tiempo, a la obra social y espiritual se sumó también la educativa: primero, con un colegio para niñas dirigido por religiosas, y luego, ya bajo la administración de la Sociedad de San José, con el establecimiento Santa María de Nazareth.
Hoy, el Hogar Luis María Saavedra, la Parroquia de la Sagrada Familia y el colegio conforman un conjunto histórico, social y cultural de enorme valor para Saavedra. Más allá de su riqueza arquitectónica, lo que define a este lugar es la continuidad de un espíritu, brindar ayuda, sostén y comunidad a quienes más lo necesitan, en un entorno que conjuga memoria, fe y servicio, con algo de polémica para muchos, pero no deja de ser una forma de ayudar para otros.
Por suerte fue uno de los pocos edificios que quedaron en pie cuando tiraron todo., muchos creyeron que lo iban a demoler, pero todo se volvo hacia el otro lado, hacia Holmberg. 
Ella lo observó en silencio, la fachada, algo gastada, brillaba bajo la luz del atardecer.
Tiene una paz rara dijo. Como si el tiempo no pasara.
Sí asentí. Cuando todo alrededor era ruido y polvo, ese lugar se mantenía firme, era como un corazón latiendo entre los escombros.
Nos quedamos mirando el convento, las campanas sonaron suaves, y en el aire flotó un eco que parecía venir de otro siglo.
Ella apoyó su mano en mi brazo, con un gesto leve, y dijo
Debe haber dolido ver todo eso…
Mucho respondí. Pero también te enseña algo, que la vida siempre encuentra una manera de seguir.
Ella me miró con ternura.
Como vos susurró.
Nos reímos bajito, sin decir nada más.
Seguimos caminando. 
Las luces del parque empezaban a encenderse, y el cielo se teñía de violeta. Había chicos jugando a la pelota, parejas paseando a sus perros, y un aroma a jazmín que llegaba desde alguna casa vecina.
Me gusta este lugar dijo Tiene algo… no sé, romántico.
Sí dije, mirándola. Tal vez porque fue construido sobre la memoria. 
Y la memoria, cuando se comparte, siempre tiene algo de amor.
Ella se detuvo.
Sabes qué me gusta de vos, preguntó con una sonrisa. 
Que siempre ves belleza donde otros ven ruinas.
Y vos , le dije, sos la única que me escucha cuando me pongo a contar estas cosas.
Nos reímos otra vez, despacio, como si el tiempo se hubiera ablandado.
Entonces, sin pensarlo, le tomé la mano. 
Regresamos con el anochecer, caminando despacio por las calles casi vacías, el aire aún guardaba el calor del día, denso y tibio, mezclado con el perfume de la tierra y las flores que sobrevivían en las veredas, el cielo se teñía de un azul profundo, mientras las últimas luces del sol se desvanecían detrás de los techos, y cada sombra parecía abrazarnos sin prisa.
Las luces del barrio se encendían lentamente, una a una, y el murmullo lejano de la ciudad parecía detenerse solo para nosotros.
Al llegar a casa, el aire del interior nos recibió tibio y acogedor, nos esperaba la cena, sencilla pero llena de cariño, un plato ligero, un vino fresco y la sensación de hogar que solo se tiene cuando uno vuelve a donde el corazón descansa. 
 A veces nuestras miradas se cruzaban más de lo necesario, y entonces todo el mundo desaparecía, solo quedábamos nosotros y la magia de ese instante.
Después de cenar, la música comenzó a sonar, una melodía lenta y envolvente llenó el estudio, deslizándose por el aire como un hilo invisible que nos unía.
Nos sentamos juntos, y la conversación se volvió un murmullo, profundo y pausado, no hacía falta hablar de nada concreto, bastaban las miradas, los gestos suaves, el roce accidental de una mano que se quedaba un poco más de lo esperado, el tiempo parecía estirarse, y la noche se volvió densa, tibia, íntima.
Cuando el sueño comenzó a acercarse, nos dirigimos a la cama, la habitación, todavía tibia y en penumbra, se volvió un refugio, la música se desvaneció, dejando solo el eco de las notas que aún vibraban en el aire, mezcladas con el pulso compartido, con la calma de la noche y la sensación de plenitud que solo puede traer la intimidad silenciosa.
El amanecer nos envolvió con su claridad, suave y esperanzadora, respiré hondo, sintiendo que todo estaba en su lugar, el amor, la calma, la música dormida, la luz que entraba y nos tocaba con suavidad. 
Todo era simple, todo era verdad y mientras el sol ascendía, supe que no había noche más hermosa que aquella que termina con la esperanza brillando en los ojos del nuevo día. 
La mañana se filtraba por la ventana, iluminando la cocina con un dorado suave. Después de preparar el desayuno, nos sentamos a la mesa con pan recién tostado, café humeante y, como siempre, el mate. 
Cada roce de nuestras manos, cada movimiento cercano, cada pequeña sonrisa, hacía que la rutina simple del desayuno se volviera un instante lleno de ternura y cercanía.
Cerca de las once de la mañana, ella se levantó para vestirse y salir a hacer las compras. 
La luz iluminaba su figura mientras se movía yo la observaba con tranquilidad y cariño. 
Cuando salió, el silencio volvió a llenar el espacio, y yo me quedé junto a la mesa, tomando el mate y dejando que la inspiración fluyera, comenzando a escribir sobre la mañana, la música y la sensación de intimidad que aún flotaba en el aire. Medio hora más tarde quizás un poco más regreso contando que se había cruzado con una vecina de esas con las que uno no habla todos los días, pero que siempre tienen algo para contar.
Se saludaron con esa mezcla de rutina y sorpresa que tienen los encuentros de barrio, y enseguida empezó a hablarme, como si estuviera guardándose la charla desde hacía rato y me conto cosas del barrio, anécdotas, nombres que hacía tiempo no escuchaba. 
Y entre una risa y otra, justo antes de que llegáramos a la avenida, me habló de una iglesia rusa, me lo dijo con esa naturalidad con la que se comentan las cosas que parecen pequeñas, y volví para contarte y preguntarte si vos sabia. 
 Si amor, lo se.
Ah, sí
Contame, qué sabes
Ella arqueó las cejas, entre divertida y desafiante.
Y cómo sabes 
Porque me la contaron hace tiempo. 
Y te la voy a contar ahora, como me la contaron a mí.
Entonces se sentó frente a mí, con las manos cruzadas sobre las rodillas, y yo empecé.
Le hablé de la iglesia que está sobre la calle Núñez, esa que muchos pasan sin mirar, sin imaginar lo que guarda adentro. 
Conté que no es una iglesia cualquiera, sino un pedazo de historia, le dije que sus muros guardan la memoria de quienes llegaron de muy lejos, escapando de la guerra, de la persecución, de la incertidumbre. 
Fue allá por los años posteriores a la Segunda Guerra, cuando miles de exiliados rusos desembarcaron en Buenos Aires, venían con lo puesto, con el alma en ruinas y la fe intacta, esa fe fue su refugio, su lengua común, su bandera.
Así nació la comunidad ortodoxa rusa en la ciudad.
Al principio, se reunían en una parroquia alquilada, modesta, con bancos desparejos y paredes descascaradas. 
No importaba, el templo era el corazón que latía al ritmo de su esperanza.
Con el tiempo, y a fuerza de colectas, trabajo y voluntad, lograron comprar un terreno.
Dicen que fue una alegría inmensa, conté, como si hubieran recuperado una parte de lo que habían perdido.
Ahí comenzó otra historia, la de la construcción de su propio templo.
Lo levantaron con sus propias manos: hombres que durante el día trabajaban de albañiles o carpinteros, y por las noches seguían poniendo ladrillos, guiados por la fe y por el recuerdo de sus tierras.
Usaban materiales que conseguían de a poco, donaciones, restos, lo que se podía. 
Pero cada piedra tenía un propósito, cada martillazo un sentido.
Ella escuchaba sin decir nada. Yo notaba cómo se iba ablandando su mirada, como si esa historia le despertara algo.
Le conté que, cuando el templo estuvo terminado, lloraron.
No solo porque lo habían logrado, sino porque comprendieron que no estaban solos. 
Que habían echado raíces.
Que Buenos Aires y en especial Saavedra, Los había abrazado sin preguntar demasiado.
Los primeros oficios se hacían en eslavo antiguo.
Las voces del coro, las oraciones, los cánticos... todo sonaba como traído desde otra época.
Pero con el paso de los años comenzaron a celebrarse también en español.
Fue un gesto simple, pero profundo: tender un puente entre la tradición y el presente, entre la herencia de los que llegaron y la vida cotidiana del barrio, aunque aquella comunidad había nacido del deseo de cuidarse entre ellos, con el tiempo se abrió al resto.
Porque la fe,  dije, no tiene fronteras.
Y en Saavedra, esa iglesia se integró con naturalidad, nadie la ve como algo ajeno, es parte del paisaje, parte del pulso del lugar.
Le hablé entonces de las Pascuas, de esas noches especiales, cada año, cuando los fieles rodean el templo en procesión, las luces y los cánticos se mezclan con las miradas curiosas y a la vez respetuosas de los vecinos que se asoman desde los balcones.
No es curiosidad distante, le expliqué, sino una complicidad silenciosa, nadie se queda afuera: algunos se persignan, otros simplemente miran con afecto, y más de uno se suma a la caminata sin pensarlo mucho, solo por acompañar.
En esas noches, el barrio entero parece bajar un cambio, el tiempo se vuelve más lento, las voces del coro se mezclan con el rumor de los árboles, con el ladrido de un perro lejano, con el zumbido de un colectivo que pasa por Cabildo.
Todo parece detenerse un instante, los que miran desde las ventanas sienten, aunque no recen, que algo sagrado está ocurriendo.
A mí me gusta pasar por ahí a veces, cuando no hay misa, cuando todo está en silencio.
Me gusta mirar la fachada, las cúpulas que reflejan el sol de la tarde, las puertas entreabiertas, el olor a incienso que parece quedarse flotando en el aire.
Y que a veces entro, no por fe, sino por respeto.
Porque hay lugares que invitan al silencio sin pedir nada a cambio.
Ella me miraba con los ojos brillantes, y yo seguí hablando, despacio, como si caminara entre recuerdos.
Esa iglesia dije, tiene algo del barrio.
Algo de esa calma que no se apura, de ese modo de vivir sin estridencias.
A pocas cuadras del ruido de Cabildo, Saavedra conserva su espíritu, su ritmo.
Es un lugar donde todavía se saluda al vecino, donde se deja la puerta entornada, donde las historias se cuentan en la vereda, como esta, en este barrio nadie es indiferente.
Aunque no se crucen palabras todos los días, siempre hay un gesto, una mirada, un reconocimiento.
Esa iglesia forma parte de eso, es una casa abierta, un símbolo de integración y memoria.
Le dije que, para muchos, el templo no representa solo la fe, sino la posibilidad de empezar de nuevo.
De honrar lo que se fue, de sostener lo que se tiene, y de compartir lo que vendrá.
Y que, de algún modo, eso también nos pasa a nosotros, aunque no seamos creyentes.
Ella me sonrió.
Es una historia hermosa susurró.
Sí le respondí, y lo mejor es que sigue viva.
Porque eso tiene el barrio: que las historias no se pierden, se transforman.
Pasan de una voz a otra, se cambian un poco, se llenan de nuevos nombres, de nuevos gestos, pero el alma sigue siendo la misma.
Así sigue, año tras año, esa vida que gira alrededor de la iglesia, con su ritmo sereno, igual que el del barrio.
Una historia que se sigue contando, de boca en boca, entre vecinos.
Y mientras ella apoyaba la cabeza en mi hombro, le dije:
Mira, puede ser que me adelante, pero sé que algún día, cuando alguien te pregunte por esa iglesia, vos también la vas a contar.
Ella se río bajito.
Entonces contala vos ahora, para eso la sabes.
Como me la contaron, te la conté.
Porque las historias del barrio, como los afectos, solo existen si se comparten.
Necesitaba decirla en voz alta, para que no se pierda, para que siga andando, para que quede flotando entre las calles, las veredas, y los ecos de Saavedra.
Me dio un beso y se fue.
Volvió pasada la una, con el sol pegándole en la cara y ese calor pesado que parece envolver todo. 
Charlamos un rato, de cosas sueltas, las compras, el precio de las verduras, el ruido de la calle. 
Después se puso a cocinar algo liviano, y mientras el olor llenaba la casa, yo seguía escribiendo.
Almorzamos tranquilos y cuando terminamos se sentó en el escritorio, curiosa, con ese gesto de quien tiene algo en la cabeza.
Amor, dijo.
Vos habías escrito algo de una inundación y un arroyo, ¿no? 
Escuché algo en la verdulería, de que por acá abajo corre un arroyo que se desborda... es verdad eso.
Ahí me reí, porque justo había estado escribiendo sobre eso.
Sí, le dije, el Arroyo Medrano, corre por abajo de todo Saavedra, antes era un arroyo de verdad, a cielo abierto, y el barrio giraba alrededor de él, ahora está entubado, escondido, pero sigue ahí abajo, vivito y coleando.
Le conté, cómo antes formaba un lago en el Parque Saavedra, donde la gente iba a pasear o pescar, y cómo con los años lo fueron tapando, hasta enterrarlo del todo.  Y hablé de las inundaciones, de la de 1985 y la terrible del 2013, cuando llovió tanto que el agua subió en minutos.
Ella me escuchaba con atención, moviendo apenas la cabeza, como quien empieza a ver las calles de otro modo.
Así que por acá abajo hay un río, dijo al final, medio en serio, medio sorprendida.
Claro, contesté, un río que la ciudad trató de esconder, pero que cada tanto se hace escuchar y aunque hoy está completamente entubado, hace más de un siglo era un curso de agua a cielo abierto que marcaba la vida del lugar. 
En aquella época, antes de la urbanización, toda esa zona era campo, con quintas y pequeñas chacras, el agua del Medrano era parte del paisaje, corría tranquila, formaba meandros y alimentaba un lago natural justo donde hoy está el Parque Saavedra, ese lago era el corazón del parque. 
Los vecinos iban a pasear, a pescar, y en los días calurosos se refrescaban cerca del agua. 
Era un rincón bastante pintoresco, pero con el tiempo, a medida que Buenos Aires se fue expandiendo y los barrios se llenaron de casas, calles y pavimento, el arroyo empezó a ser un problema, cuando llovía mucho, se desbordaba y los desbordes no eran poca cosa, inundaban las casas, anegaban las calles y dejaban todo un desastre.
En 1913, el municipio decidió remodelar el parque, fue una obra bastante ambiciosa para la época, canalizaron el arroyo, es decir, lo ordenaron dentro de un cauce más controlado, y lo decoraron con detalles curiosos; construyeron un torreón de estilo medieval, un molino holandés y hasta un puente levadizo, todo pensado para disimular un tanque de agua de riego. 
Era una mezcla de ingeniería y estética, querían embellecer el lugar, pero también domar al arroyo.
El problema fue que el crecimiento urbano no se detuvo, el pavimento, los edificios, las calles, todo eso impide que el agua de lluvia se filtre naturalmente en el suelo. 
Así que el arroyo empezó a recibir cada vez más caudal y, claro, volvió a desbordarse, entonces llegó la decisión que cambiaría todo, entubarlo.
El entubamiento no fue algo que se hiciera de un día para otro, fue un proceso largo, por etapas, que empezó a principios del siglo XX y se extendió durante décadas. 
En la zona de Saavedra, las obras más importantes se terminaron alrededor de 1939, la idea era que, al meter el arroyo bajo tierra, se terminaran los problemas de inundaciones, pero no fue tan simple, todo lo contrario.
Aunque el arroyo quedó oculto, el agua siguió su curso y cuando las lluvias eran muy fuertes, los conductos no daban abasto. 
Las inundaciones continuaron, hubo varias a lo largo de los años, pero una de las más recordadas fue la de 1985, que anegó buena parte del barrio y la más trágica, sin duda, fue la del 2 de abril de 2013. 
Esa noche cayó una tormenta impresionante, en pocas horas llovió más que en todo un mes. 
El agua subió de golpe, muchas casas se inundaron por completo y hubo víctimas fatales para los vecinos fue un golpe durísimo.
Desde entonces, el tema del Arroyo Medrano sigue siendo una herida abierta y una preocupación constante, se hicieron obras complementarias, se ampliaron los conductos, se construyeron reservorios, pero la verdad es que el riesgo no desapareció del todo.
Y ahora hay un nuevo proyecto del gobierno de la ciudad que busca una especie de reconciliación con el arroyo reabrir un tramo superficial dentro del Parque Saavedra, para crear un cauce a cielo abierto que ayude a drenar mejor el agua cuando llueve mucho. 
Sería una forma de devolverle al barrio una parte de su paisaje original, aunque con tecnología moderna, pero el proyecto no está libre de polémica, muchos vecinos temen que eso traiga mosquitos, malos olores o pérdida de espacio verde, así que hay bastante debate.
Lo curioso de todo esto es que, aunque ya nadie lo ve, el Arroyo Medrano sigue ahí, bajo nuestros pies, corriendo en silencio, es un recordatorio de que la ciudad que vemos no siempre es la ciudad que está y que, por más que intentemos esconder la naturaleza bajo el cemento, tarde o temprano el agua siempre encuentra su camino.
Ella escuchaba con, mucha atención, dijo interesarle mucho y ofreció hacer un café la conversación estaba interesante y acepte. 
Cuando volvió con el café, el aroma llenó el estudio.
Se sentó cerca, muy cerca, y entre risas y roces, la charla se volvió más cálida, más cercana. 
Me miró con esos ojos curiosos, los mismos de antes, y dijo casi en susurro.
Contame más del túnel… ese del que me hablaste cuando pasamos el otro día.
Apoyó las piernas sobre las mías y se inclinó un poco, como esperando que le contara un secreto.
Bueno dije, el túnel tiene su historia. 
No fue fácil que lo hicieran. 
Los vecinos se plantaron, hubo discusiones, audiencias, protestas… porque todos temían que empeorara las inundaciones. 
El barrio ya venía golpeado por eso, y muchos sentían que el túnel era una provocación más que una solución.
Ella escuchaba atenta, sin interrumpir.
Y al final qué pasó, preguntó.
La obra arrancó como algo que supuestamente iba a mejorar la vida de todos, un paso bajo nivel para que los autos no quedaran parados en la barrera del tren Mitre, en teoría, la idea era buenísima, menos demoras, menos bocinazos, más seguridad.
Pero en la práctica, fue todo un quilombo.
Desde que se anunció el proyecto, allá por mediados de los 2010, los vecinos se plantaron. 
Muchos venían de sufrir inundaciones tremendas en la zona el barrio está sobre la cuenca del Arroyo Medrano y decían.
Si hacen un túnel acá abajo, el agua va a venir directo para nosotros, temían que la obra conectara dos subcuencas que estaban separadas por las vías, y que eso terminara agravando las inundaciones.
El Gobierno de la Ciudad, por su parte, decía que estaba todo calculado, que el túnel iba a tener medidas de mitigación hídrica y que el proyecto era seguro. 
Pero los vecinos no les creían ni medio y así empezó el conflicto fuerte con asambleas, protestas, amparos judiciales, notas en los diarios, de todo.
Incluso hubo reuniones con custodia policial, porque la cosa se ponía tensa. Algunos vecinos apoyaban la obra por el tránsito, otros estaban furiosos por el tema del agua.
La Justicia también tuvo su parte un juez llegó a frenar las obras con una medida cautelar, diciendo que faltaban estudios hidráulicos, después vinieron apelaciones, revocaciones, y el expediente iba y venía entre el juzgado y la cámara como una pelota.
Finalmente, en 2016, la Justicia dio el visto bueno para seguir con la obra, y en 2018 se inauguró. 
El túnel quedó impecable, tiene unos trescientos metros de largo, 4 carriles, una altura bastante importante para paso de camiones y la iluminación es de led, tiene veredas nuevas y murales con homenajes a Gatica y al Polaco Goyeneche
Hoy por ahí pasan miles de autos por día y el tránsito fluye mucho mejor, pero los que vivieron toda esa pelea no se olvidan tan fácil. 
Para muchos, el túnel de Balbín no es solo una obra, es un recuerdo de esos años de discusiones, audiencias, marchas y miedos a volver a ver el barrio bajo el agua, el túnel está ahí, lindo y moderno… pero detrás de ese cemento hay una historia larga de vecinos que hicieron oír su voz. 
La tarde se deslizaba hacia el anochecer, el aire tenía esa tibieza que anuncia que el día se está apagando, y algo en su mirada me invitó a no quedarme quieto y encendí la música, una melodía suave, de esas que no interrumpen, sino que acompañan, las notas llenaron el espacio, mezclándose con el aroma del café que empezaba a colarse desde la cocina, después de una cena rápida.
Me senté tranquilamente, sin decir mucho, observando desde donde estaba, podía verla moverse con esa naturalidad que tiene quien está en su propio mundo, preparando todo con una delicadeza distraída, casi inconsciente.
El vapor del café ascendía en espirales lentos, y la luz cálida de la lámpara caía sobre ella, dibujando sombras suaves en el suelo, era una escena mínima, sencilla, pero perfecta.
No había apuro, ni ruido, ni nada que interrumpiera esa armonía hecha de gestos cotidianos.
Afuera, el viento seguía jugando entre los árboles del barrio, y adentro, todo parecía suspendido en una calma cómplice.
Cuando volvió con las dos tazas, sonrió, y en esa sonrisa cabía todo el regreso, la charla, la lluvia pasada, las risas, y el silencio compartido.
Le hice un lugar a mi lado, la música seguía sonando, y el café, caliente y aromático, selló la noche con esa dulzura tranquila que sólo se encuentra cuando el corazón está en paz. 
Entre palabras, ella habló del cine, de esa magia que tiene dijo, de cómo una historia puede envolvernos al punto de hacernos olvidar el mundo por un rato.
Su voz tenía algo de nostalgia, algo de ternura, y mientras la escuchaba, el aroma del café seguía llenando el aire.
Entonces, casi sin pensarlo, le conté que yo también amaba el cine, pero sobre todo los cines de barrio, aquellos templos de luz que marcaron una época.
Y le hablé del Cine Cumbre, ese que ya no está, pero que aún vive en la memoria de los que crecimos en Saavedra. 
Conté que era un cine grande, con butacas de madera algo incómodas, y un telón que se abría lentamente, como si tuviera vida propia.
Le hablé de las tardes de domingo, cuando mi abuelo me llevaba de la mano, y de cómo comprábamos caramelos ella me escuchaba con atención, apoyada en el respaldo del sillón, la taza entre las manos, sonriendo cada tanto, como si pudiera ver todo lo que yo describía.
Yo seguí, le hablé de las veces que fui con mis padres, de las películas que esperábamos con ansias, y de cómo, ya más grande, volvía al Cumbre con amigos, cuando el cine era también una excusa para encontrarse, para soñar, para sentir que el barrio tenía su propia pantalla grande, me preguntó dónde estaba, le conté entonces que quedaba sobre la avenida, cerca de las casas bajas y los plátanos que en verano dejaban todo cubierto de verde.
Que era un edificio modesto pero lleno de alma, de esos que olían a historia y a emoción.
Le dije que cuando cerró, el barrio perdió un pedazo de su corazón, y que cada vez que paso por ahí, todavía me parece escuchar el eco de los aplausos del final. Ella sonrió, con esa mezcla de ternura y melancolía que aparece cuando uno escucha una historia que no vivió, pero que siente como propia.
Y me dijo, casi en voz baja, contame todo dale . . . 
Comencé diciendo que, durante gran parte del siglo XX, Buenos Aires fue una ciudad de cines. 
En cada barrio había una sala que no solo proyectaba películas, sino que funcionaba como punto de encuentro, como refugio de historias y emociones. 
En Saavedra, dos nombres quedaron grabados en la memoria vecinal, el Cine Cumbre y el Cine AESCA. 
 Los dos se hicieron en la década del 30, cuando el cine era el gran espectáculo popular. 
Las producciones llegaban primero al centro, los vecinos esperaban apenas unos días para verlas en sus propias salas, en funciones dobles y accesibles que llenaban de vida las calles del barrio.
Según recuerdan los vecinos y registros locales, Antonio Folcia, residente del barrio, fue el constructor y propietario de los cines. 
Su proyecto familiar dio origen al Cine AESCA, cuyo nombre reunía las iniciales de su esposa Elvira y de sus tres hijos: Sofía, César y Alicia. Ese gesto familiar resumía el espíritu del cine de barrio: esfuerzo propio, pertenencia y comunidad. El AESCA funcionó sobre la actual avenida Ricardo Balbín, entonces llamada del Tejar, y fue durante años un espacio de reunión. Sus matinés, noticieros y funciones continuadas acompañaron generaciones, hasta que en los años setenta comenzó su declive, apagándose sin despedida.
El otro gran símbolo fue el Cine Teatro Cumbre, en García del Río 4127, cerca de la estación de tren. De fachada sobria y sala modesta, con butacas rígidas y pisos de madera alfombrados, el Cumbre fue durante décadas el corazón cultural del barrio. 
Allí se proyectaban estrenos, se realizaban actos escolares, reuniones vecinales y hasta festivales solidarios, era el lugar donde el barrio se encontraba frente a una pantalla común. Su cierre, hacia fines de los años setenta, marcó el fin de una era, el edificio luego se convirtió en supermercado y, tras varios años de abandono, fue demolido. aquellos tiempos. El AESCA corrió un destino similar; sin registros precisos de su cierre, solo perduran los recuerdos de los vecinos que alguna vez cruzaron sus puertas.
Los cines de barrio eran mucho más que salas de proyección, eran parte del tejido social, lugares donde se compartía el ocio y donde el vecindario se reconocía. 
Las marquesinas iluminadas, los boletos de papel y las conversaciones al salir del cine formaban parte del ritual de la vida cotidiana. 
Hoy, el recuerdo del Cumbre y el AESCA revive en las historias contadas por quienes los conocieron. 
El nombre de Antonio Folcia, aquel vecino que levantó con sus propias manos los cines de Saavedra sigue siendo símbolo de una época en la que el cine unía al barrio bajo una misma pantalla de sueños. 
Ella me miraba muy atenta, con esa manera suya de escuchar que hacía sentir que cada palabra tenía un peso, una raíz.
La historia del cine que le conté la había conmovido; dijo que le recordó mucho a su infancia, a esas tardes de matiné con olor a jazmín y celuloide, cuando la vida parecía entera por delante.
Yo la observaba mientras hablaba, mientras sus ojos buscaban en los míos algo más que el eco de una película vieja.
Pero el cansancio, leve y tibio, nos fue ganando.
 La noche había sido larga, y el silencio empezó a pedir su lugar, decidimos acostarnos, no sin antes escuchar su voz, suave pero firme, pedir una promesa.
Solo una cosa, dijo. 
Mañana me contás eso que dijiste al pasar… lo de después del cine.
Ese lugar donde se juntaban con tus amigos. ¿Cómo era? ¿Qué hacían? ¿Qué esquina los esperaba cada sábado?
Sonreí y le prometí que se lo contaría en el desayuno.
Nos abrazamos entre mimos, de esos que no necesitan palabras. Apagué la luz y quedamos así, envueltos en la penumbra, escuchando cómo la noche respiraba alrededor.
Cuando amaneció, el olor a café recién hecho llenaba la habitación.
Ella estaba despierta, sentada junto a la ventana, dibujando distraída en un cuaderno.
El sol entraba tímido por la cortina, rozándole el pelo con un brillo dorado. 
Me acerqué, la saludé con un beso lento, y fuimos juntos hacia la cocina.
Nos sentamos frente a frente, el vapor del café entre nosotros, el día desperezándose afuera.
Ella me miró con esa mezcla de ternura y curiosidad que me desarma, y sonrió apenas antes de hablar.
—Ahora sí… —dijo— contame lo que me prometiste.
Entonces supe que ese instante —la taza entre las manos, su voz, la luz del amanecer— valía tanto como cualquiera de aquellos recuerdos que iba a contarle.
La Alborada, Los Picapiedras, el Tren Mixto, fueron mucho más que pizzerías; eran parte del alma nocturna de del barrio, noche tras noche, entre porciones, gaseosas y cafés, se armaba la tertulia. 
A veces llegábamos después del cine, otras simplemente porque el cuerpo pedía sentarse a charlar. 
El café marcaba el final de la comida, pero también el comienzo de esas conversaciones interminables donde intentábamos, a nuestra manera, arreglar el mundo.
No faltaban los sábados en que, al terminar la película, el barrio se volcaba a las mesas. 
Entre el murmullo de los que esperaban lugar y el aroma a muzzarella, se tejían historias, amistades y amores y si alguna vez nos íbamos un rato, sabíamos que la mesa vacía enseguida sería ocupada por otro grupo, otra charla, otro capítulo de esa vida barrial tan viva.
Hoy ya no queda nada solo una Farola que no tiene el mismo espíritu que marcaron una época, se fueron las mesas, las risas, los saludos cómplices del mozo, y aquella costumbre tan nuestra de encontrarnos noche a noche para compartir un café y otro de vida.
Saavedra tenía su noche, y en esas noches quedó guardado un secreto que solo conocen los que vivieron aquel tiempo. la felicidad sencilla de sentirse parte de algo, de un lugar, de una historia que hoy se extraña. 
Ella, entre la taza tibia y el temblor leve de sus manos, me miraba en silencio.
Sus ojos, fijos en los míos, parecían contener un secreto que aún no se animaba a decir.
Yo, emocionado, seguí hablando, describiendo recuerdos, pequeños detalles que parecían cobrar vida entre nosotros.
Le conté cosas simples cómo la había imaginado en los días grises, cómo su voz me había quedado resonando sin motivo, y sin que me pidiera más, continué, atrapado en la forma en que me escuchaba.
El aire se volvió lento, casi detenido.
Ella apoyó la taza, respiró hondo y, sin decir palabra, se levantó.
Me sorprendió cuando se sentó suavemente sobre mis piernas, con esa calma que solo tienen los gestos sinceros.
No dijo nada, solo me miró con ternura, tan cerca que pude sentir el perfume de su piel.
Entonces susurró, apenas audible.
Seguí...
Su voz fue una caricia.
Me abrazó con una suavidad que desarmaba cualquier duda,
y en ese abrazo todo se volvió claro, el silencio, los detalles, el motivo por el que yo no podía dejar de hablar.
No hacía falta nada más.
Solo seguir, como ella me había pedido,
porque a veces el amor no se explica se respira, se sostiene en un instante que parece eterno.
En la esquina de García del Río y Tronador continue.
Hoy se alza una farmacia moderna, con su luz blanca y su aire impersonal. 
Pero quienes llevamos años en el barrio sabemos que ese rincón alguna vez fue otra cosa, un pequeño paraíso alemán en medio de Saavedra, un refugio donde la cerveza espumosa, las salchichas doradas y las papas fritas recién hechas llenaban el aire de un aroma inconfundible.
Era un bar alemán, sencillo pero lleno de alma, tenía mesas de chapa, botellas alineadas detrás del mostrador y una glorieta en el patio, separada del resto por una prolija ligustrina que apenas dejaba ver el movimiento interior. Allí se juntaban los vecinos, los amigos, los curiosos. 
En las noches templadas, la risa se mezclaba con el sonido de los vasos y el chisporroteo del aceite en la cocina. 
Desde el patio, uno podía ver a la señora freír papas fritas con la paciencia de quien entiende que el sabor también es un acto de amor.
Ese olor, esa mezcla de cerveza fría y fritura caliente, tenía algo mágico. Marcaba la esquina, como una bandera invisible. 
Bastaba doblar por García del Río para que el perfume te guiara, envolvente, hasta la puerta de aquel bar que era mucho más que un bar: era un punto de encuentro, un pedazo de otra época.
Hoy, los que pasamos por ahí apenas vemos una vidriera brillante y un cartel de cruces verdes que anuncian remedio, pero si uno se detiene un segundo, si cierra los ojos, todavía puede sentir en el aire un leve eco de aquella vida pasada, el eco de las noches de tertulia, del murmullo en alemán, del chisporroteo que anunciaba papas fritas listas.
Una esquina que muchos recordamos y pocos conocen, una historia mínima, de esas que el progreso barre sin mirar atrás, pero que persiste en la memoria colectiva del barrio, porque Saavedra, en su fondo más profundo, sigue oliendo un poco a cerveza, a historia, y a papas fritas recién hechas. 
Terminamos de hablar de cervezas y papas fritas, y asombrada me preguntó cómo era que, si yo no tomaba alcohol, qué hacía cuando salía con amigos, qué tomaba, a dónde íbamos.
Sonreí, con ese gesto medio tímido que a veces se escapa sin querer, y le dije que le iba a mostrar.
Después de cambiarnos, salimos despacio, sin planes fijos, con el aire fresco de la noche colándose por las ventanillas entreabiertas.
Ella miraba hacia afuera, en silencio, mientras la ciudad se deslizaba suave, iluminada por las luces naranjas de las farolas, había algo distinto en su mirada, una mezcla de curiosidad, nostalgia y una ternura que desarmaba.
Fuimos hasta La Norteña, mientras cargaba GNC, le señalé y le conté la historia, cómo en ese rincón se tejían las noches de barrio, los encuentros sin apuro, las charlas infinitas.
Le hablé de las mesas de madera, del olor a café y de las risas que quedaban flotando entre el humo, ella escuchaba con atención, con una sonrisa que parecía contener todos los veranos del mundo.
Era un lindo lugar dije, de esos que ya casi no existen.
Y vos… ibas seguido, preguntó, con esa voz baja que suena más a pensamiento que a palabra.
Casi todos los días.
 Era nuestro refugio. No hacía falta avisar; si decías nos vemos en La Norteña, todos sabían dónde.
La miré, y me di cuenta de que me estaba mirando distinto.
Había dejado de escuchar las palabras para escucharme a mí.
No a lo que decía, sino a lo que sentía.
El pasado se volvió un puente entre los dos.
Seguimos un rato más, recordando viejos rincones de Saavedra, esquinas que ya no están, bares que fueron, árboles que crecieron donde antes había baldíos.
Ella se reía de cómo podía recordar cada detalle, los nombres de los mozos, los olores, los sonidos.
Yo solo respondía que algunas cosas no se olvidan; se quedan guardadas en la piel, como los lugares que alguna vez nos hicieron sentir en casa.
Después, sin darnos cuenta, la charla se fue apagando y quedó solo la música suave que salía de la radio.
Ella apoyó la cabeza en el vidrio, mirando hacia el parque, y dijo en voz baja
Quisiera dibujarlo… todo eso que me contaste. 
No como un lugar, sino como una emoción.
Me quedé mirándola. Tenía los ojos brillantes, encendidos.
Había en su voz algo más que inspiración, era una necesidad.
Entonces propuse dar una vuelta por el parque Saavedra, para que viera las luces reflejadas en los árboles que parecían dormirse con el viento.
Caminamos despacio, sin hablar mucho.
Cada tanto nuestras manos se rozaban, y el silencio se volvía más elocuente que cualquier palabra.
Cuando la brisa empezó a enfriar la noche, ella se detuvo y me miró.
Creo que ya sé cómo quiero dibujarlo dijo, sonriendo.
El parque, pregunté.
Negó con la cabeza, acercándose un poco más.
No. A vos contándome todo esto.
El tiempo pareció detenerse.
Sus ojos eran un espejo donde se mezclaban la ternura y el deseo.
Sin pensarlo, la abracé. 
Ella me correspondió, con esa suavidad que solo tienen los gestos sinceros.
Decidimos volver a casa.
El plan ya no era seguir contando historias del barrio; ella quería dibujarlo, decía, mientras reía bajito.
Estaba inspirada, emocionada, casi impaciente por hacerlo.
Yo la miraba y sabía que lo que realmente quería dibujar no estaba en las calles ni en los bares, era ese instante que nos envolvía, la magia invisible que ocurre cuando dos personas se encuentran de verdad.
Al llegar, encendió una pequeña lámpara sobre el atril y preparó sus lápices.
Pero antes de empezar, se acercó.
Necesito una última imagen susurró.
Cuál pregunté
Esta. Y me abrazó.
Pregunté a qué hora cenaríamos y ella, sin dejar de sonreír, respondió,
En algún momento, sin tiempo.
Su frase quedó flotando, como una melodía suave que no se quiere apagar.
Encendió la lámpara baja, esa de luz dorada que parece inventar su propio mundo.
Los lápices estaban listos, alineados con la precisión de un ritual.
Yo la observaba sin hablar, mientras sus manos se movían con gracia y determinación.
Dibujaba sin mirar demasiado el papel.
Poco a poco como de costumbre fue dejando caer su ropa en la mesa que tiene al lado del atril y recogió su cabello con un lápiz, solo me pidió música.
Miraba hacia mí, como si cada línea naciera de lo que estábamos viviendo y no de lo que veía.
No estoy dibujando tu cara murmuró, casi para sí. Estoy dibujando cómo me hiciste sentir cuando hablaste.
Me quedé en silencio, atrapado en la dulzura de esa confesión.
El sonido del grafito sobre el papel marcaba el pulso de la noche.
Afuera, la ciudad seguía su ritmo; adentro, solo existíamos nosotros y esa mezcla de arte y ternura.
Cuando terminó, giró el atril.
Y, preguntó.
No supe qué decir.
En el papel no había retratos ni esquinas.
Era una composición de trazos suaves, de luces y sombras entrelazadas.
En el centro, apenas insinuadas, dos figuras mirándose, unidas por un mismo trazo. Somos nosotros, pregunté.
Ella sonrió.
Somos el momento.
Dejó el lápiz, se acercó y apoyó la cabeza en mi hombro.
La noche siguió, sin urgencias, sin relojes.
El olor del papel recién dibujado se mezcló con el aroma del café que aún quedaba tibio en las tazas.
No hablamos más. No hacía falta.
El dibujo quedó, como testigo silencioso de algo que había empezado sin plan y que ya nos pertenecía.
Y cuando las luces de la ciudad empezaron a apagarse, comprendí que tal vez el amor era eso, un instante que no busca durar, pero que deja su huella para siempre.
Antes de acostarnos, volvimos a tomar un café.
El aroma llenó la habitación, y mientras el vapor se elevaba lento desde las tazas, nuestras miradas se encontraron sin decir palabra.
No hacía falta hablar todo estaba dicho desde antes, en la forma en que ella sonreía, en el modo en que su mano buscaba la mía sobre la mesa.
La noche parecía envolverse en nosotros, con ese silencio suave que solo llega cuando el mundo afuera ya se ha dormido.
Después de una ducha tibia, la casa quedó impregnada con el perfume del jabón y el agua recién caída sobre la piel.
Ella se acercó envuelta en una toalla, el cabello húmedo cayéndole sobre los hombros, y me miró con esa mezcla de ternura y curiosidad que me dejaba sin defensa.
El cansancio tenía una dulzura tibia, y entre palabras que se fueron deshaciendo, nuestras caricias se hicieron lentas, suaves, como si cada gesto buscara memorizar al otro.
La noche se volvió un refugio silencioso, una complicidad sin palabras.
Cuando el sueño nos venció, aún flotaba en el aire ese calor compartido, esa respiración acompasada que parecía decir quédate.
Al amanecer, la luz se filtró entre las cortinas, dorando la habitación.
Ella dormía sobre mi pecho, respirando despacio, con los labios apenas entreabiertos.
Había en su quietud una belleza simple, casi sagrada, me quedé mirándola, tratando de guardar en la memoria el ritmo de su respiración, el contorno de su rostro, la serenidad que irradiaba.
Cuando despertó, me sonrió en silencio.
El aire aún conservaba la fragancia de la noche anterior, ese perfume leve que mezcla deseo y ternura.
Mientras el agua hervía para los mates, nuestros cuerpos se buscaron de nuevo, sin apuro.
El roce fue pausado, casi distraído, pero constante, como si el contacto fuera una forma de decir todavía estamos acá.
Ella, con el cabello suelto y los ojos brillantes, dijo entonces.
Debería hacer unas compras antes de que llegue el calor fuerte del mediodía.
Le ofrecí acompañarla, pero sonrió con esa dulzura decidida que me encantaba.
No, quédate. 
Escribir un poco después podemos terminar todo con una ilustración para cada texto.
Me besó despacio, como si marcara una pausa entre capítulos, y se fue.
El sonido de la puerta al cerrarse fue casi un suspiro.
Durante unos segundos, la casa quedó en silencio, llena de su presencia invisible.
Entonces preparé otro mate, encendí la computadora y comencé a escribir.
La mañana avanzaba tranquila, y el barrio, afuera, empezaba a despertar.
Pensé en lo que habíamos hablado la noche anterior, en los lugares que ya no están, en los bares perdidos y las esquinas donde el tiempo parece haberse detenido.
Y entre esas memorias volvió el recuerdo de Estudiantes del Norte, ese club que siempre fue más que un edificio, fue una historia viva del barrio,  sobre Holmberg al 4070, se levanta un club que no solo es ladrillo y paredes, es memoria, identidad y futuro. 
Nació primero bajo el nombre de Club Atlético Nacional de Saavedra, hasta que, apenas dos semanas después, adoptó la denominación que lo acompañaría hasta hoy.
Desde el inicio, su propósito fue claro, ofrecer a los chicos del barrio un espacio donde crecer, jugar, aprender y, sobre todo, sentirse parte de algo.
Con el paso del tiempo, este club se convirtió en un segundo hogar para generaciones enteras, fue escenario de fútbol, básquet, encuentros sociales y culturales, carnavales, bailes y reuniones que marcaron la vida de muchos vecinos.
En esas fiestas barriales, antes de que se techara el salón, se respiraba una alegría simple y compartida.
Recuerdo aquellos carnavales de hace ya casi cincuenta años, cuando, siendo muy joven, tuve el privilegio de ser disc-jockey en esas noches inolvidables.
Luces improvisadas, disfraces, música y la magia de un club que latía al mismo ritmo que su gente.
Todo era auténtico, sin artificios, con ese espíritu de barrio que se reconoce sin necesidad de palabras.
Pero como toda institución popular, también atravesó tiempos difíciles.
Hubo un momento en que Estudiantes del Norte estuvo a punto de cerrar sus puertas, víctima de las crisis y del paso de los años.
Sin embargo, fue la comunidad quien no permitió que su historia se apagara.
Vecinos, socios, exjugadores y familias enteras se unieron para rescatarlo, aportando trabajo, recursos y, sobre todo, compromiso.
Hoy, gracias a ese esfuerzo colectivo, el club sigue en pie y más vivo que nunca.
Cumple con la misma misión que lo vio nacer: ser un espacio de encuentro, de deporte y de amistad.
Porque no es solo un club es un símbolo de la resiliencia barrial, de la fuerza de los lazos humanos, y de la certeza de que, mientras existan lugares como este, los chicos de Saavedra siempre tendrán un refugio donde soñar y crecer.
Estudiantes del Norte es pasado, presente y futuro.
Una historia escrita con la tinta indeleble de la memoria del barrio.
Y mientras terminaba de escribir, sentí que todo ella, la noche, La Norteña, el parque, el club formaba parte del mismo hilo invisible. el de las cosas que amamos y que, de algún modo, siempre nos devuelven a casa.
Apoyé el mate sobre la mesa, repasé lo escrito y pensé en ella, en su sonrisa antes de salir, en su promesa de volver pronto.
El reloj marcaba casi el mediodía y el sol caía con fuerza sobre las persianas.
Todo estaba en calma.
Hasta que, de pronto, un golpe seco me hizo levantar la cabeza.
Primero uno, después otro, más fuerte, insistente.
La puerta tembló.
El timbre comenzó a sonar sin pausa, una y otra vez, desesperadamente.
El mate se me cayó de las manos.
El corazón me dio un salto.
Me quedé quieto, sin entender.
Y en ese instante, el silencio del barrio se rompió para siempre. 
El golpe volvió a sonar, más fuerte, más urgente.
No lo pensé.
Corrí hacia la puerta, con el corazón acelerado, convencido de que podía haberle pasado algo a ella.
La abrí sin preguntar, sin mirar siquiera por la mirilla, pero no era ella.
Tres hombres estaban del otro lado.
No parecían vecinos, ni conocidos.
Sus miradas eran duras, frías, de esas que no buscan explicaciones sino respuestas rápidas.
El del medio, un tipo alto, de barba incipiente, fue el primero en hablar.
Buscamos a la mujer que estuvo con vos anoche.
Me quedé mudo unos segundos, tratando de entender.
Qué, qué pasa, alcancé a decir.
Solo decimos que tengas cuidado agregó otro, con voz seca, casi sin mover los labios. 
Es peligrosa.
No sabes con quién te metiste.
Intenté replicar, defenderla, insultarlos incluso, pero el tono del hombre cambió.
No lo tomes a mal. 
Esto no es una amenaza… todavía. 
Pero si sabes lo que te conviene, toma distancia. 
Vamos a volver.
Y se fueron, sin mirar atrás, dejando en el aire un silencio denso, insoportable.
Cerré la puerta con manos temblorosas.
El eco de sus pasos se fue perdiendo por el pasillo, pero el ruido de sus palabras seguía retumbando en mi cabeza.
Corrí al teléfono. 
La llamé una, dos, tres veces. Nada.
El tono sonaba, pero no atendía.
Esperé un minuto. Volví a marcar.
El silencio era peor que cualquier respuesta.
Entonces llamé al abogado, un viejo amigo, de esos que saben cuándo algo es grave.
Le conté lo sucedido, casi sin respirar.
Del otro lado, su voz fue calma, pero cortante.
No digas nada a nadie, dame unos minutos, no te muevas. 
Voy a averiguar algo. Te llamo enseguida.
Esos minutos fueron interminables.
Caminaba por la casa sin rumbo, con la cabeza llena de preguntas.
Todo lo que había pasado en las últimas horas, su mirada, su voz, su manera de hablar del barrio, su ternura, su risa, ahora parecía tener un peso distinto, un matiz oculto.
Quién era realmente, qué podía haber detrás de todo eso.

Cuando el teléfono finalmente sonó, lo atendí al primer timbrazo.
Era él.
Su tono había cambiado, más serio, más contenido.
Escúchame bien, dijo. 
No puedo hablar por acá. 
Nos vemos a las tres de la tarde, en el café de la avenida, frente a la estación. 
No digas nada, a nadie. 
Pone una excusa y salí como si nada, voy a darte noticias, pero haceme un favor, no la busques, no ahora.
Le pedí que viniera a casa, que me dijera algo más, que no me dejara así.
Pero se negó rotundamente.
No. No me comprometas más de lo necesario, haceme caso. 
Te espero a las tres.
Y colgó.
El silencio volvió a llenar la casa.
El reloj marcaba las doce menos cuarto.
El café de la avenida estaba a pocas cuadras, pero el tiempo parecía haberse detenido.
Todo el aire se había vuelto más pesado, más denso.
Miré la taza de mate aún a medio tomar sobre la mesa, la silla donde ella se había sentado esa mañana.
Y entendí que algo se había quebrado.
Que el día, igual que la noche anterior, ya no sería uno más.
No había pasado una hora desde que hablé con el abogado cuando escuché el sonido de la llave girando en la cerradura.
El corazón me dio un salto.
Por un instante pensé que podían ser ellos otra vez, pero al abrir la puerta, era ella.
Entró con una sonrisa leve, de esas que traen alivio y a la vez una punzada de duda.
Traía una bolsa con verduras, el cabello despeinado por el viento y una frescura que contrastaba con el nudo que yo tenía en el pecho.
Volví antes, dijo, dejando las cosas sobre la mesa. 
Hacía demasiado calor y no quise seguir dando vueltas.
Intenté sonreírle, pero sentí que la voz me salía rara, más baja.
Qué bueno, atiné a decir. 
Te estaba por mandar un mensaje.
Se acercó, me dio un beso suave en la mejilla y me miró de cerca.
Estás bien. Tenés una cara… rara.
Nada, mentí rápido. Dormí poco, eso debe ser.
Ella no insistió. 
Se quitó los zapatos, puso agua a calentar y empezó a ordenar las compras, como si nada extraño flotara en el aire, fue dejando su ropa sobre la silla como lo hacía a menudo y comenzó a pasearse como siempre, con solo esa tanga que provocaba más de lo que tapaba
Yo la observaba en silencio, intentando que mis pensamientos no se notaran, pero cada movimiento suyo, cada palabra, parecía empujarme más al borde de la contradicción.
La amaba, lo supe en ese instante con una claridad casi dolorosa, pero también temía lo que podía descubrir si seguía preguntando.
Cuando el almuerzo estuvo listo, comimos en calma, creo que observo algo molesto en mí y se colocó una musculosa.
El ruido de los cubiertos, el olor de la comida, la luz entrando por la ventana, todo parecía formar parte de una escena demasiado perfecta, demasiado frágil.
Ella hablaba de trivialidades, del calor, de un dibujo que quería empezar esa tarde, de cómo la mañana le había parecido más corta de lo habitual.
Yo asentía, sonreía, decía frases cortas.
Por dentro, solo podía pensar en los tres hombres, en sus miradas, en la voz del abogado repitiendo, no la busques, no digas nada.
En un momento, levantó la vista del plato y me dijo.
Estás muy callado. Pasa algo.
Me quedé unos segundos en silencio, buscando las palabras.
No… bueno, sí, improvisé.
Me llamó un amigo, está pasando por un problema medio complicado, prometí ayudarlo.
Querés que te acompañe, preguntó enseguida, con esa dulzura que mezcla curiosidad y preocupación.
No, no hace falta, respondí rápido, casi con torpeza.
Es algo de trabajo, unos papeles que tengo que revisar. 
Mejor que te quedes, así avanzas con tus cosas.
Ella me miró unos segundos, como si tratara de leer más allá de mis palabras.
Después sonrió, resignada, y siguió comiendo en silencio.
Su naturalidad me dolía.
Sentía que le estaba mintiendo, pero no podía evitarlo.
El abogado había sido claro, no decir nada, esperar, mantener la calma.
Después del almuerzo, lavó los platos, abrió las ventanas y se puso a ordenar la ropa que habíamos dejado tirada la noche anterior.
Su voz sonaba alegre mientras tarareaba una canción suave, y por un instante quise creer que todo era normal, que el día anterior había sido solo un mal sueño.
Pero el reloj del comedor marcaba las dos y media, y el tiempo se me escurría como agua entre los dedos.
A las menos cuarto, fingí revisar el celular.
Voy saliendo, dije. No tardo mucho.
Ella, sin levantar la vista del cajón que ordenaba, solo respondió.
Está bien, te espero. 
Y después me contás qué te pidió tu amigo.
Asentí.
Fui hasta la puerta, tomé las llaves y salí, cuidando que el cierre no sonara fuerte.
El aire afuera estaba pesado, como si la ciudad también presintiera algo.
Caminé despacio hasta la esquina, con la sensación de que dejaba atrás algo más que una casa.
Cada paso era una mezcla de culpa y ansiedad.
El reloj del celular marcaba las dos cincuenta y dos cuando llegué a la avenida.
El café estaba a media cuadra, frente a la estación, igual que siempre.
Desde la vereda, pude ver a través del vidrio a mi abogado sentado en una mesa del fondo, esperándome.
Tenía el gesto serio, concentrado, el cuerpo inclinado hacia adelante como si cuidara cada movimiento.
Me detuve un segundo ante de entrar.
Respiré hondo.
Miré hacia atrás, en dirección a casa.
Por un instante creí verla en la ventana, acomodando la ropa, ajena a todo.
Y una duda me atravesó el pecho como un rayo.
De verdad la conocía.
Empujé la puerta del café.
Me acerqué sin saludar, me senté frente a él.
Qué está pasando, pregunté casi sin aire.
Él levantó la vista despacio, me estudió un segundo, como si evaluara cuánto podía decirme sin que todo se viniera abajo.
Gracias por venir, dijo, con un tono bajo, tenso. 
Necesito que escuches sin interrumpir.
Asentí.
Los hombres que fueron a tu casa no se equivocaron empezó.
No era una confusión ni un malentendido. 
La están buscando.
Sentí un nudo en el estómago.
Buscando. Por qué. . .
El abogado suspiró, se quitó los anteojos, los limpió con un gesto mecánico, y los volvió a colocar.
No es la primera vez, continuó.
Lo hizo antes, en más de un país, hay denuncias, pruebas, seguimientos, estafas, falsificaciones, engaños elaborados. 
Personas que confiaron en ella, como vos, y terminaron arruinadas.
No supe qué decir. 
Por un instante quise reír, como si todo fuera una broma absurda. 
Pero la expresión del abogado me clavó a la silla.
No puede ser murmuré.
La conocí. No es… no puede ser eso.
La conociste, sí, pero conociste una de sus versiones respondió él con voz grave. 
Es inteligente, encantadora, sabe cómo entrar en la vida de la gente sin levantar sospechas., lo ha hecho muchas veces, tiene varios nombres, varias historias, y ninguna es completamente cierta.
Sentí que el aire se espesaba, miré hacia la calle, la gente pasaba ajena, el sonido de los colectivos, las voces, la vida normal y yo, en el medio, con el corazón hecho un puño.
Y ahora qué va a pasar. 
Pregunté, tratando de mantener la calma.
Ya la tienen localizada. 
No es la primera vez que la siguen, pero esta vez hay una orden firme. 
No sabemos si todavía está en tu casa o si ya se movió. 
Por eso te pedí que vinieras, no vuelvas todavía.
Negué con la cabeza, incrédulo.
No puede ser, no noté nada raro.
Eso es lo más peligroso, dijo el abogado, inclinándose hacia mí. 
Cuando parece todo normal es cuando ella mejor actúa. 
No te engañes, es hábil, y cuando se siente acorralada puede hacer cualquier cosa.
El café se volvió un murmullo borroso, no escuchaba las tazas ni los pasos del mozo, dolo su voz, firme, inapelable.
Escúchame bien, continuó, no hables con nadie de esto. 
Me quedé quieto, con las manos frías, tratando de entender cada palabra suya caía como un golpe seco.
¿Y si están equivocados? pregunté, casi en un susurro.
Él me miró con una mezcla de cansancio y compasión.
Ojalá lo estuviéramos dijo. 
Pero hay gente que la vio, registros, testimonios, transferencias. Todo encaja.
Durante un largo minuto ninguno habló. 
Solo se escuchaba el ruido del tránsito, los murmullos del bar, una radio vieja de fondo, afuera, el sol partía la tarde en dos mitades perfectas: la vida de antes y la que empezaba ahora.
El abogado se levantó despacio, dejó unos billetes sobre la mesa y me apoyó una mano en el hombro.
Anda, te voy a llamar cuando sepa más. 
Pero recordá lo que te digo, es más peligrosa de lo que imaginas.
Asentí sin poder pronunciar palabra. 
Lo vi alejarse entre la gente, perderse en la avenida y yo quedé ahí, solo, mirando el café vacío, con una certeza helada atravesándome el pecho.
nunca había conocido a esa mujer.
Solo había amado su historia.
Volví a casa caminando rápido, muy lentamente, no podía pensar con claridad; el ruido de los autos se mezclaba con la voz del abogado repitiéndome una y otra vez es peligrosa.
Pero la cabeza no obedecía, solo quería verla, entender, pedirle una explicación, algo que tuviera sentido.
Cuando llegué a la esquina, el corazón me dio un vuelco, la puerta estaba entreabierta, un hilo de aire movía la cortina del living.
Me acerqué despacio, empujé la puerta y entré.
El silencio era espeso, casi físico, nada sonaba, ni la radio, ni la cafetera, ni el rumor de su voz tarareando algo mientras dibujaba.
Di dos pasos y el cuerpo se me endureció.
La casa… estaba revuelta.
Pero no de cualquier manera, era un desorden raro, como si alguien hubiera desmontado la vida y se hubiera llevado solo lo esencial.
Los estantes vacíos, los cajones abiertos, la cama sin sábanas.
El atril ya no estaba, ni los lápices, ni la computadora, faltaban muchos discos.
En su lugar, solo quedaban los muebles pesados, algunas prendas dobladas en una silla, un par de zapatillas viejas y un pañuelo olvidado sobre la cómoda.
Y sobre la mesa de la cocina…
las llaves.
Colocadas con una precisión casi simbólica, una despedida muda.
Me quedé mirándolas largo rato. No sé cuánto.
Era como si el mundo se hubiera vaciado de golpe.
Sentí una presión en el pecho, un temblor que me subía desde el estómago.
El aire olía distinto, sin rastro de su perfume, sin el aroma del café que siempre quedaba flotando.
Solo polvo, madera y ausencia.
Fui hasta el dormitorio, las cortinas se movían como si saludaran su partida.
No había dejado ni una nota, ni un dibujo, ni una palabra.
Nada.
Salí tambaleando hacia la vereda.
El vecino de enfrente, estaba barriendo la vereda.
 Logré decir, con la voz entrecortada. La vio salir.
Él levantó la mirada, sorprendido por mi estado.
Sí, sí, hace como una hora. 
Una furgoneta blanca, grande, sin cartel. 
Paró justo frente a tu casa. 
Bajaron dos tipos, cargaron cosas y se fueron.
Ella estaba con ellos.
Sí… dudó un momento. 
Ella salió con una bolsa y los ayudó a cargar. Saludó con la mano. Parecía tranquila.
Tranquila repetí, incrédulo.
Sí, tranquila. 
Como si fuera una mudanza, o algo ya arreglado. 
No supe qué responder.
Una parte de mí quería creer que lo había hecho por miedo, que se fue para protegerme.
Pero otra parte más fría, más lúcida, sabía la verdad, todo había sido planeado desde el principio.
Cada palabra, cada gesto, cada sonrisa.
No lloré, pero lo sentí cerca, muy cerca.
La decepción era tan grande que dolía físicamente.
Había confiado, había creído. Y ella… simplemente se desvaneció, llevándose todo lo que tocó.
Por un instante pensé en llamar al abogado, pero no podía hablar.
Tenía la garganta seca, las manos frías.
Solo pude murmurar para mí, casi en un suspiro.
Quién sos, realmente.
El reloj marcaba las cuatro y media cuando me di cuenta de que seguía ahí, sentado frente a las llaves, sin moverme.
Y en ese momento comprendí algo que me heló por completo, no se había ido con prisa.
Se había ido con tiempo.
Como si todo hubiera estado previsto.
Como si supiera exactamente cuándo y cómo desaparecer. 
Llamé al abogado.
Llamé a la policía, vinieron, revisaron, prometieron cámaras, controles.
Entonces sentí algo más que tristeza, una bronca profunda, amarga, que me quemaba por dentro.
Porque no se llevó solo cosas, se llevó mi calma, mis palabras, mis proyectos, la parte de mí que volvía a creer.
Después llegaron  meses de depresión silenciosa, de esos en los que uno se apaga por dentro sin que nadie lo note, pensando y repensando todo lo vivido, tratando de encontrar sentido donde ya no quedaba nada. 
Pasé ese tiempo reuniendo papeles, mensajes, fotos, cualquier cosa que ayudara a armar el rompecabezas del fraude que había cometido. 
Y no era un error aislado ni una mentira pequeña, era un patrón, una forma de vida. Descubrí que su engaño no había empezado acá, ni conmigo, sino mucho antes, desde que se fue de Lima en la de la provincia de Buenos Aires, arrastrando tras de sí una cadena de historias inventadas, de medias verdades, de falsos comienzos.
Cada lugar por donde había pasado contaba una versión distinta de ella. 
Siempre la misma estrategia, aparecer, seducir, prometer, y cuando todo empezaba a caerse, desaparecer sin dejar rastro, llevándose lo que podía y dejando atrás solo confusión y bronca. 
En Argentina, en cada ciudad donde puso un pie, dejó el mismo eco de decepción. Su vida entera parecía una obra de teatro escrita para manipular, para sobrevivir a costa del otro, sin culpa ni conciencia.
Yo, mientras tanto, seguía hundido en la mezcla de tristeza y furia, revisando cada detalle, juntando pruebas que ya ni sabía para qué servían, quizás solo para convencerme de que no había sido una pesadilla, que todo eso había pasado de verdad. 
Y cuanto más descubría, más evidente se hacía que nada en ella había sido real. Todo había sido un disfraz, una puesta en escena perfecta. 
Lo nuestro, apenas otro capítulo de una historia repetida hasta el cansancio.
La investigación comenzó con su ausencia, la buscaron por todos lados, según decían, y el tiempo empezó a pasar.
Al principio me costó aceptar el silencio, esa forma invisible que tiene la vida de vaciar los espacios, los días se volvieron largos, el aire quieto, y la casa empezó a mostrar los huecos que deja alguien cuando se va sin despedirse.
Durante un tiempo viví entre recuerdos y objetos incompletos, los libros apilados, los discos que faltaban, el aroma de un perfume que todavía flotaba en el aire de las habitaciones cerradas. 
Pero con los días, casi sin darme cuenta, empecé a acomodar de nuevo las cosas. A recuperar, poco a poco, algo del orden perdido. 
Busqué los discos que se había llevado, los compré en ferias, los rastreé en librerías y disquerías especializadas, los recibí de amigos que todavía conservaban alguno, cada uno que volvía era como una pequeña victoria contra el olvido.
Reacomodé la casa como estaba antes de saber nuevamente de ella primero virtualmente, después en persona. 
Ese reencuentro breve, casi irreal, dejó más sombras que certezas,
sin embargo, después de todo, empecé a sentir que algo en mí se acomodaba también. 
Quizás porque el silencio, cuando uno aprende a escucharlo, no siempre es ausencia, a veces es punto de partida.
Una tarde, sin pensarlo demasiado, respondí a una invitación que me había llegado hacía semanas y me encontré conversando en el club Apolo, que en principios ocupaba toda la esquina allá en sus comienzos en 1936; con los años se achicó, pero nunca dejó de salir adelante. 
Porque más que un edificio, siempre fue un bastión para el barrio un lugar para los chicos, para las familias, un refugio donde nos criamos todos.
El Apolo era famoso por sus fiestas de carnaval, aquellos, 8 bailes 8, que llenaban la cuadra de alegría. 
Mis padres eran de los primeros en llegar las mesas eran tablones de madera, repletos de familias compartiendo la noche.
De pibe jugaba, corría, soñaba; más grande, con mis amigos, nos sentábamos a tomar un vermú en el buffet, hablando de la vida, de lo que éramos y de lo que queríamos ser.
El Apolo también fue escenario de historias. 
En el Apolo, por ejemplo, una mujer ganó por primera vez una carrera de ciclismo barrial, dentro de los juegos deportivos que había impulsado Eva Perón. 
La copa dice, todavía se guarda en vitrina como un tesoro, un símbolo de aquellas épocas de gloria.
Y si hablamos de música, hay que decirlo, pasaron las mejores orquestas.  todos tocaron en nuestro club, incluso, invitaron a un colectivero de la línea 19 que cantaba lindo. 
Ese colectivero era nada menos que Roberto Goyeneche, fue vecino nuestro, toda su vida.
El Apolo también fue fútbol. 
El equipo Valderrama ganó más de un campeonato en su canchita, con al menos cuarenta años de historia encima.
Jugaron mi viejo, mi tío, y después me tocó a mí, acompañando a mis amigos de la esquina de Tamborini y Tronador, alentando contra los pibes de Manuela Pedraza. Cada partido era una fiesta; cada gol, una epopeya que todavía se recuerda entre risas y abrazos.
El Apolo no es solo un club, es la memoria hecha ladrillo, el pulso del barrio que insiste, la prueba viva de que el tiempo puede pasar sin borrarnos del todo.
Y así fue pasando el tiempo.
Los días, las horas, las estaciones, una tras otra, sin pedir permiso, el barrio seguía con su ritmo de siempre, los chicos jugando en la vereda, los vecinos que barrían la hoja seca del otoño, las charlas interminables en el café del Apolo. 
Yo seguía escribiendo, saliendo poco, observando más que hablando. 
Pero, aunque intentara llenar los huecos con palabras, ella seguía ahí, en mi cabeza, como una sombra que no se va ni cuando apagas la luz.
A veces me la cruzaba en sueños.
Otras, aparecía en una melodía, en un olor, en una frase escuchada al pasar.
 Y siempre me hacía la misma pregunta dónde estará.
Con los meses, esa pregunta se volvió parte de mí, como una respiración más.
Pregunté a todos, a los amigos comunes, a los que sabían de su familia, a los que podían haberla visto en algún viaje, nadie sabía nada.
Era como si la tierra se la hubiera tragado, como si hubiera elegido desaparecer sin dejar ni una huella.
El barrio no había cambiado, pero el vacío que había dejado ella seguía igual.
Había algo en mí que no podía soltarla, algo que insistía en buscarla, aunque fuera en la memoria.
Hasta que una mañana, muy temprano, el teléfono sonó.
Era mi amigo el abogado, Su voz sonaba diferente, como si arrastrara una mezcla de sorpresa y preocupación.
Estás sentado, me dijo sin vueltas.
Sí, decime.
Tengo novedades... Es sobre ella.
No supe qué decir.
El corazón me dio un salto seco, como cuando uno intuye algo grande, pero no sabe si bueno o malo.
Hizo una pausa, respiró hondo y continuó.
Está viva, la encontraron, está detenida en Bolivia. 
Sé en qué prisión está... y bajo qué nombre.
El silencio que siguió fue largo, pesado, casi irreal.
 Afuera amanecía, y el primer sol del día se filtraba por la ventana, iluminando los discos apilados, las fotos viejas, el mate frío sobre la mesa. 
Todo parecía suspendido.
Bolivia.
Detenida.
Otro nombre.
No entendía nada, pero algo en mí se encendió, una mezcla de alivio, miedo y curiosidad.
Después de tanto tiempo, de tantas preguntas sin respuesta, había una pista, una señal, una posibilidad.
El siguió hablando, dándome detalles que apenas escuchaba, yo solo podía pensar en su rostro, en su voz, en todo lo que había quedado pendiente.
Cuando colgué, me quedé un rato inmóvil, mirando por la ventana el barrio que despertaba despacio.
Los chicos iban al colegio, el diariero acomodaba los suplementos en la esquina, el olor a pan caliente salía de la panadería como todos los días.
Y yo, por primera vez en años, sentí que algo se movía dentro mío.
Esa mañana supe que la historia no había terminado.
Ni la del barrio, ni la mía, ni la de ella.
Porque hay ausencias que no son finales, son apenas pausas.
Y a veces, la vida como el barrio tiene esa extraña costumbre de seguir de pie, incluso cuando uno ya no espera nada. 
Pasé todo el día con esa noticia dándome vueltas en la cabeza.
No podía concentrarme en nada, el teléfono, después de cortar con mi amigo, seguía ahí sobre la mesa, mudo, pero cargado de algo que no podía soltar.
Cada palabra que me había dicho resonaba como un eco en el pecho, Está viva… detenida… Bolivia… otro nombre…
Salí a caminar por el barrio.
El aire de la mañana era fresco y el sol empezaba a asomar sobre los techos. Saavedra se movía despacio, como si nada hubiese cambiado, pero sentía que el suelo acariciaba bajo mis pies.
Volví a casa y me senté frente al escritorio.
Saqué una hoja en blanco.
La miré durante un largo rato, sin saber por dónde empezar.
Cómo se le escribe a alguien que estuvo tanto tiempo perdido. Qué se dice después de años de silencio, de ausencia, de preguntas sin respuesta.
Respiré hondo y tomé la lapicera.
No quería escribirle desde el reproche, sino desde ese rincón del alma donde todavía quedaba algo intacto, algo que el tiempo no había podido arrasar.
Querida, puse primero, y enseguida dudé.
Taché.
Volví a escribir. Te escribo porque hoy supe de vos.
Y entonces las palabras empezaron a salir solas, como si hubieran estado esperando ese momento.
Le conté que el barrio seguía en pie, que  seguía siendo el refugio de siempre, que los chicos ya no jugaban en la vereda que, aunque muchas cosas habían cambiado, pero todavía se podía escuchar a los vecinos saludarse por su nombre.
Le hablé de los días que se volvieron años, de los discos que busqué para recuperar algo de lo que ella se llevó, de los libros que ahora ocupaban otra vez su lugar.
Le dije que nunca dejé de preguntar por ella, que su ausencia fue un ruido constante entre las cosas cotidianas.
Pero no le pregunté por qué se fue.
Ni qué había hecho.
Ni qué la llevó hasta ese lugar.
No hacía falta.
A veces el tiempo acomoda las preguntas en silencio y solo deja espacio para el deseo de saber que el otro está vivo.
Escribí despacio, con la sensación de que cada palabra pesaba lo justo.
Cuando terminé, doblé la hoja, la guardé en un sobre y me quedé un rato mirándola. 
Afuera caía la tarde, y el barrio tenía ese brillo dorado de los  veranos.
Pensé en llevar la carta al correo al día siguiente, en buscar la dirección que me había dado, en imaginar su cara cuando la recibiera.
No sabía si iba a responder, si podía, si siquiera iba a llegar a sus manos. 
Pero necesitaba hacerlo.
Era mi manera de cerrar un círculo, o quizás de abrir otro.
Esa noche dormí poco.
En los sueños, ella aparecía detrás de un vidrio, mirándome sin hablar.
Yo le extendía la carta, y ella la tomaba con una sonrisa leve, esa que siempre tenía cuando no quería que notara que estaba emocionada.
Me desperté con el primer canto de los gorriones, con el corazón más liviano.
Porque a veces no se trata de recibir una respuesta.
A veces alcanza con animarse a escribirla.
La respuesta llegó casi un mes después.
El sobre, con sellos extranjeros y mi nombre escrito con una letra que reconocí enseguida, me esperaba bajo la puerta cuando volví del café de la estación.
Lo miré un largo rato sin abrirlo, como si temiera que adentro estuviera la verdad, o algo que no supiera cómo sostener.
Cuando al fin lo hice, las manos me temblaban.
La hoja era simple, escrita con tinta azul, prolija pero apurada, como si el tiempo le jugara en contra.
Pensé que nunca más sabrías de mí, empezaba.
Y seguía contándome, con palabras medidas, lo justo y necesario.
Que estaba bien, dentro de lo posible.
Que el encierro era duro, pero había aprendido a resistir.
Que usaba otro nombre porque así lo necesitó.
Y que, cada tanto, en medio del silencio, pensaba en el barrio, en las noches del  olor a caminando por la calle Plaza.
Decía también que recibir mi carta fue como escuchar una voz del pasado, una que creía perdida, pero que le había dado fuerzas.
Solo eso.
Ni explicaciones, ni pedidos.
A veces las cosas que más dicen son las que menos palabras traen.
Respondí esa misma noche.
Y así comenzó un intercambio lento, irregular, pero constante.
Cartas que iban y venían entre Saavedra y una prisión perdida en el altiplano boliviano.
Cartas que cruzaban fronteras, esperas, censuras y silencios.
En cada una de ellas, me contaba algo más, fragmentos de su historia, de los caminos que la habían llevado hasta allí, de los años que había pasado ocultando de todo, incluso de sí misma.
Yo le hablaba del barrio, de los amigos de siempre.
Pasaron meses, no muchos, hasta que una mañana, entre las hojas del diario y las facturas tibias, llegó otra carta.
Esta vez, más breve, con una frase que lo cambió todo. - Si todavía querés verme, podés venir. Te van a dejar entrar.
Llamé a mi amigo esa misma tarde.
Cuando escuchó mi voz, no hizo falta explicarle mucho.
—¿Cuándo salimos? —me dijo sin dudar.
Los días siguientes fueron una mezcla de ansiedad y preparación.
Documentos, permisos, llamados, pasajes.
Saavedra seguía su curso, pero yo caminaba como en otra dimensión, entre la emoción y el miedo.
El viaje se volvió una necesidad, una deuda con la vida.
Salimos un jueves al amanecer.
El cielo estaba claro y el barrio dormía.
Mi amigo manejaba en silencio, y yo miraba por la ventanilla cómo las calles se iban quedando atrás.
El viaje fue largo, de esos que dan tiempo para pensar demasiado.
Atravesamos pueblos, provincias y caminos que parecían no terminar nunca.
Hasta que, al fin, una tarde polvorienta y fría, vimos a lo lejos los muros del lugar.
Un edificio gris, de muros altos, perdido entre la nada.
Ahí estaba ella.
En algún punto detrás de esas paredes.
Y yo, después de tanto pensarla, iba a verla otra vez.
El boga me puso una mano en el hombro.
—Tranquilo, hermano. Llegamos.
Respiré hondo.
El aire era fino, seco, pero me llenó los pulmones con una fuerza nueva.
Por primera vez en mucho tiempo, no había pasado ni futuro, solo ese instante suspendido, entre el recuerdo y la esperanza.
El trámite para entrar fue largo y áspero.
Papeleo, sellos, revisiones, miradas frías de funcionarios que no sabían ni les importaba todo lo que había detrás de ese nombre escrito en el formulario. 
El abogado se movía con oficio, hablaba con calma, explicaba cada cosa, mostraba documentos, cartas, certificados, yo, mientras tanto, solo pensaba en verla.
Tantos años imaginando ese momento, y ahí estaba, a unos metros, detrás de una puerta metálica, en un país ajeno, con otro nombre y la misma historia a cuestas.
Cuando por fin me hicieron pasar, el corazón me latía con fuerza.
El salón de visitas era gris, de paredes altas, con mesas separadas por líneas amarillas pintadas en el piso, había un murmullo constante, voces mezcladas en distintos idiomas.
Y de pronto, entre tantas caras desconocidas, la vi.
Había envejecido, claro.
Pero seguía siendo ella.
La misma mirada intensa, la misma manera de moverse, contenida, serena.
Por un instante, no supe qué hacer, m quedé parado, con el alma hecha un nudo.
Ella sonrió apenas, y con un gesto mínimo me invitó a sentarme.
—No pensé que fueras a venir. —me dijo.
—Tardé, pero llegué.
Y nos quedamos así, mirándonos, como si las palabras no hicieran falta.
Hablamos de muchas cosas y de nada al mismo tiempo.
Del barrio, de los amigos, de las noches de música, de los que ya no están.
De todo lo que se perdió y de lo poco que todavía podía salvarse.
Cuando la conversación empezó a soltarse, me contó su historia.
No había sido una estafa grande, como algunos decían.
Era más bien una cadena de errores, pequeñas decisiones equivocadas, papeles firmados a destiempo, nombres usados para sobrevivir.
Nada violento, nada cruel. 
Pero la suma de todo eso, más su identidad falsa, la había dejado atrapada.
—No era yo la que buscaban —dijo—, pero al final terminé siéndolo.
Mi amigo escuchó todo con atención, tomando notas mentales.
A la salida me dijo en voz baja:
—Esto se puede defender. No es tan grave como parecía. Solo hay que moverse rápido.
Y se movió.
Durante los días siguientes, recorrimos oficinas, juzgados, ministerios.
Presentó escritos, habló con abogados locales, pidió informes, gestionó contactos del consulado.
Yo lo acompañaba, sin dormir casi, caminando por calles polvorientas que me parecían de otro tiempo.
Mientras tanto, seguía viéndola en las visitas permitidas.
En esas charlas breves, volvimos a reconocernos.
Ella me contaba que había aprendido a estar sola, que a veces la nostalgia era más dura que el encierro.
Yo le hablaba del barrio había cambiado, que seguía siendo el mismo en el fondo, de la esquina, los  mates con los de siempre.
Cada vez que le hablaba del  estudio y los mates que compartíamos juntos en algún momento, se le iluminaban los ojos.
—Si salgo de acá, quiero volver —me dijo un día—, aunque sea a sentarme en la vereda y escuchar la música desde afuera, si vos no queres, no entro.
Fueron casi dos meses de trámites y esperas.
Con su paciencia de abogado y su corazón de amigo, logró demostrar que los cargos no sostenían una condena seria.
Las supuestas estafas eran sumas menores, movimientos que ni siquiera probaban intención.
El problema más grande era su identidad, los documentos falsos, el haber vivido durante años con un nombre que no le pertenecía.
Pero aun eso, con la ayuda consular y la intervención de algunos contactos, comenzó a destrabarse.
El día que le avisaron que iba a ser liberada, fue como si el aire cambiara de peso.
El guardia nos lo dijo con un tono neutro, pero yo sentí que el mundo volvía a moverse.
Ella salió con la misma ropa sencilla con la que la había visto el primer día.
Cuando cruzó la puerta y la tuve enfrente, no dije nada.
Solo la abracé.
Un abrazo largo, silencioso, lleno de todo lo que no habíamos podido decir en años.
Esa misma tarde comenzamos el regreso a Buenos Aires.
Veinticuatro horas después llegamos a la puerta de casa una tarde tibia, de esas que huelen a pan y a jazmines.
El barrio estaba igual.
Las veredas agrietadas, los mismos árboles, la esquina.
Ella, miró alrededor, y sus ojos se humedecieron.
—No cambió tanto, ¿no? —me dijo.
—No. Cambiamos nosotros. Pero el barrio nos esperó.
Entramos.
El silencio de la casa se llenó enseguida de pasos, de miradas, de recuerdos.
Sobre la mesa seguían los discos, los libros, las fotos.
Ella los fue tocando uno por uno, como si quisiera asegurarse de que todo seguía ahí, esperándola.
Y en cierto modo, así era. 
Durante días hablamos mucho.
De todo.
De lo que había pasado, de lo que dolió, de los miedos y los errores. 
Ninguno de los dos quiso justificar nada, solo entender.
A veces el perdón no se dice, se construye en silencio, con gestos, con mates compartidos, con miradas que ya no necesitan explicación.
Nos fuimos reencontrando de a poco, sin apuro.
Cocinábamos juntos, salíamos a caminar por el barrio, nos sentábamos en la plaza o en el café de la estación, ese mismo donde tantas historias habían empezado.
Al principio, los vecinos la miraban con curiosidad; después, con afecto.
El tiempo, como el barrio, tiene esa capacidad de curar sin ruido.
Durante el día hablábamos mucho, y también me contó qué había hecho con los discos y los libros, dónde los había vendido y cómo.
Supe que una amiga suya tenía dinero guardado en España, dinero que le pertenecía, y que podía probarlo. 
Le ofrecí que lo consultara con el abogado y el contador, y así lo hizo.
Con el paso de las semanas, las cosas empezaron a aclararse.
Su paso por Oriente había sido real, y las pequeñas estafas para sobrevivir, esas que tanto me dolía escuchar las fui conociendo con el correr de los días. 
Ninguna era tan grave como había imaginado, aunque yo las sentía como si lo fueran.
De a poco se fue soltando más y más, y también yo fui encontrando mi lugar en ese nuevo equilibrio.
Una tarde llegó la noticia, el dinero desde España estaba en camino.
Cuando lo cobró, la vi sonreír de verdad, después de mucho tiempo.
No por lo material, sino porque ese gesto cerraba un ciclo, le devolvía algo de lo que había perdido, su dignidad, su confianza, su lugar en el mundo.
Decidimos usar parte de ese dinero para reconstruir el estudio.
Volvieron los bastidores, las telas, los pinceles. 
El atril, recuperó su sitio enfrentado a mi escritorio
Y una mañana, sin decir nada, la vi pintar otra vez.
Primero líneas suaves, tímidas, después colores más firmes, más suyos.
Era como verla volver a respirar.
El estudio se llenó de luz y de vida.
A veces la acompañaba con café o mate, en silencio, viendo cómo los trazos le devolvían algo que ni el tiempo ni el dolor habían podido borrar.
Pintaba paisajes del barrio, retratos de vecinos, escenas de ambos.
Era su manera de agradecerle a la vida por haberle dado otra oportunidad.
Una noche, después de cenar, me miró en silencio y dijo:
—Ya no quiero irme más.
—Entonces quédate —le respondí, sin pensarlo.
Y así fue.
Sin ceremonias, sin promesas.
Solo la decisión simple y profunda de quedarse, de volver a empezar, de dejar que la vida siguiera su curso juntos.
El amor, pese a todo, seguía ahí.
Había atravesado la distancia, el silencio, los errores y las sombras.
Era distinto, más sereno, menos urgente, pero más verdadero.
De a poco fuimos recuperando el tiempo perdido.
Volvimos a los lugares de siempre.
Ella retomó sus pinturas, yo mis escritos.
Y cada mañana, al despertar, había una certeza tranquila,
que, a pesar de todo, la vida nos había dado otra oportunidad.
A veces, cuando cae la tarde y el sol se cuela por la ventana, me gusta pensar que nada fue en vano.
Que los caminos torcidos también conducen a casa.
Y que, si algo aprendí de todo esto, es que uno puede perder muchas cosas —dinero, tiempo, incluso nombres—, pero cuando el amor, la memoria y la pintura vuelven a encenderse, siempre hay una manera de empezar de nuevo.
Los días fueron pasando con una calma nueva, distinta a la de antes.
No era la calma del que espera, sino la del que por fin encuentra su lugar.
Ella se instaló definitivamente en casa.
Sus cosas, pocas pero llenas de historia, se mezclaron con las mías.
En poco tiempo, el lugar volvió a tener ese aire de hogar que había perdido.
El mate sobre la mesa, los discos girando con ese sonido leve de vinilo gastado, las ventanas abiertas al perfume de los jazmines del patio.
Yo seguía escribiendo, pero ya no como antes.
Las palabras salían solas, más limpias, más verdaderas.
Era inevitable: todo lo que habíamos vivido se filtraba en cada línea.
Decidí armar el libro. No solo con la historia nuestra, sino con la del barrio, como estábamos planeando antes de su partida.
Un libro sobre el tiempo, el amor y la memoria.
Ella me ayudaba con los detalles, los dibujos de cada historia estaban en sus manos.
Fue llenando las páginas con pequeñas ilustraciones, los rostros de los vecinos.
Cada dibujo era un gesto de amor, una manera de quedarse en esas páginas para siempre.
Cuando lo terminamos, no lo podía creer.
El libro tenía vida propia, como lo habíamos soñado en su comienzo y más que un texto era una declaración, un testimonio de que el barrio, el amor y la memoria todavía podían sostenernos.
La presentación la hicimos en casa.
No quise un salón ni una librería.
Quise hacerlo donde todo empezó, entre las paredes que nos habían visto volver.
Preparamos la mesa larga, con empanadas, vino, guitarras y risas.
Los amigos fueron llegando uno a uno; los vecinos del barrio; los de siempre, los que nunca fallan.
En la pared, colgamos una foto vieja del barrio en sus comienzos.
Ella, radiante, iba y venía con una bandeja, saludando a todos, abrazando a quienes la volvían a ver después de tanto tiempo.
Cuando levanté el libro, se hizo un silencio lindo, de esos que no pesan.
Les hablé un rato.
De lo que habíamos pasado, de lo que el barrio nos enseñó, de cómo, incluso en las caídas, la vida siempre deja una puerta abierta.
Y cuando terminé, la miré a ella.
—Este libro —dije— no es solo mío. Es de los dos. Y también de ustedes, que son parte de cada página.
Los aplausos fueron sinceros, tibios, con olor a vino y emoción.
Después vinieron los brindis.
Brindamos por el barrio, por los amigos, por los que ya no están, y por los que seguimos resistiendo, cada uno a su manera.
Brindamos por el Apolo, que sigue en pie.
Brindamos, sobre todo, por el amor que nos devolvió a casa.
Esa noche fue larga, llena de música, risas, abrazos.
Ella se animó a leer un fragmento del libro, el que hablaba de los carnavales de antaño.
Mientras leía, se le quebró la voz, y cuando terminó, la ovación fue total.
—Hay historias que no se escriben con tinta, sino con vida.
Y todos levantamos los vasos otra vez.
Al día siguiente, temprano, nos esperaba algo que ninguno de los dos había imaginado hacía apenas unos años, nuestra unión civil.
Sin pompas ni invitados, solo los más cercanos y la sensación de estar haciendo lo correcto.
Ella llevaba un vestido claro, sencillo, y en los ojos una paz que no le había visto nunca.
Yo, con el corazón en la garganta, no podía dejar de mirarla.
Firmamos los papeles, nos dimos un beso y salimos a la calle tomados de la mano.
El sol brillaba sobre las baldosas de Saavedra y el aire tenía ese aroma inconfundible de los días que valen la pena.
Esa misma tarde, los amigos insistieron en volver a casa.
Querían seguir festejando, cerrar el círculo con vino y guitarra, como debía ser.
El estudio volvió a llenarse de voces, de brindis, de música.
Ella se reía, libre, luminosa.
Yo la miraba, sabiendo que por fin todo estaba en su lugar.
Cuando cayó la noche, alguien — dijo.
—Bueno, ahora sí: a recuperar el tiempo perdido.
Y todos aplaudieron.
Nos quedamos un rato más, sentados mirando el cielo del barrio que nos había visto nacer, separarnos y volver.
En la mesa quedaban los restos del brindis, el libro abierto, los dibujos de ella.
Y entre todo eso, una certeza sencilla, enorme, definitiva.
que el amor, cuando es de verdad, sobrevive a todo.
Al tiempo, al miedo, a los errores.
Y que siempre —si uno se anima— hay una forma de volver a ser lo que alguna vez fuimos.




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