Fue el destino,
sí, ese duende caprichoso
que juega a las escondidas con la vida,
el que nos juntó entre frutillas congeladas,
cuando el cielo se abrazó con el horizonte
y el sol, atrevido,
se animó a besar a la luna
como si fuera la primera vez.
Ahí estábamos,
vos y yo,
adentro de un cuento que podría haber escrito Cortázar
entre cigarrillos, relojes desobedientes
y gatos que cruzan las veredas de Boedo
con más sabiduría que los poetas.
Y de fondo sonaba el Nano,
con una de esas canciones que uno no espera
pero que se clavan justo donde duele
para recordarnos
que nunca más tenemos que caminar solos
por este Buenos Aires enloquecido,
que a veces te abraza
y a veces te empuja,
pero siempre te hace volver.
Así nacimos,
tan de repente,
tan de madrugada,
cuando un tango-rock
mitad bandoneón, mitad guitarra,
nos tomó de la mano
y nos dijo sin decirlo
que a partir de ahora
la ciudad sería distinta,
que cada esquina tendría mi perfume,
que cada farol nos guiñaría un ojo
como celebrando
que el amor, aunque loco,
se animó a elegirnos.
Y desde entonces,
cada noche es poema,
cada madrugada es promesa,
y cada paso es un latido compartido
en esta Buenos Aires que nos mira,
medio cómplice, medio burlona,
pero siempre testigo
de esta poesía loca de amor
que escribimos sin querer,
y que ya no tiene final.

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