Tu vestido, largo y febril,
baila antes que vos,
como si el bandoneón lo llamara
desde algún rincón empolvado del alma.
Y tu andar, tu andar,
esa caminata lenta, precisa,
que hace que la vereda entera
suspire al verte llegar.
Porque vos no caminás:
marcás el compás, cortás el aire,
haces que la noche se acomode
en cada movimiento tuyo.
La sensualidad te sigue
como un perro fiel,
pero solo vos sabés
domarla sin perder la elegancia.
Las luces amarillas de la calle
como si supieran que debajo del vestido
vive un secreto desnudo,
respirando bajito,
esperando el momento justo
para hacerse tango en mi piel.
Y entonces, entre el murmullo de la ciudad
y el lamento del bandoneón,
la noche se abre como un telón antiguo.
Vos avanzás, yo te miro,
y todo se distribuye
color, sombra, perfume, deseo
justo donde debe ir.
Así, sin aviso,
el camino a las nubes se vuelve corto,
apenas un paso,
apenas un abrazo que se estira
en un sueño posible,
dibujado en clave de sol
sobre el pentagrama gastado de la vida.
Y ahí quedamos,
vos con tu vestido que oculta y revela,
yo atrapado en tu noche,
y Buenos Aires entero
detenido en un segundo
que no se anima a terminar.
Porque esto que pasa entre los dos
no es solo poesía,
es un tango que se escribe solo,
al ritmo exacto de tu andar.
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