La nube, el vuelo,
el viaje, llámalo como quieras
es ese instante en que el cuerpo cede
y deja de fingir que controla algo.
Es estar más allá.
No sé dónde.
Pero sé cómo empieza,
con la cercanía exacta,
con ese espacio mínimo
donde tu boca duda
y mi respiración ya no.
Sucede durante un tiempo
que no marcan los relojes
ni se puede medir con la salida del sol.
Un tiempo espeso, lento,
que se desliza por la piel
como una mano que no apura
pero sabe a dónde va.
No hay jeringas, no hay alcohol,
no hay nada escondido en pastillas
ni sueños envueltos en papel de cigarrillo.
No hay sustancias prestadas
para animarse.
Es sólo un beso.
Pero un beso que pesa,
que se apoya, que abre.
Un beso que humedece el aire
y cambia la temperatura del mundo.
Un beso donde las bocas se reconocen
no como gesto, sino como territorio.
Ahí empieza el vuelo.
Las rodillas aflojan.
La espalda se arquea apenas,
El cuerpo responde antes que la cabeza,
y el deseo deja de pedir permiso.
No hay arriba ni abajo.
Hay piel, hay aliento compartido.
Hay esa fricción suave
donde todo se vuelve más lento
y más intenso al mismo tiempo.
El viaje no tiene velocidad
pero avanza.
Se siente en la nuca,
en la presión de los labios,
en ese instante exacto
en que el beso ya no alcanza
pero tampoco se rompe.
Estamos fumados de presencia,
altos de cercanía,
suspendidos en un punto
donde el deseo no quema
sino que envuelve, aprieta, sostiene.
Y cuando el beso termina
porque siempre termina
el cuerpo tarda en volver.
Algo queda flotando,
una vibración baja,
un recuerdo tibio
entre la boca y el pecho.
Porque quien voló así
sabe que no hay droga más honesta
que un beso sostenido,
ni viaje más profundo
que ese instante
en que dos cuerpos se rozan
y el mundo, por un rato,
deja de existir.
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