Afuera, el viento susurraba
las campanas de la iglesia,
y el barrio se rendía a una siesta honda,
de esas tardes de verano
donde el sol deja mudo al infierno
y el descanso se vuelve milagro.
Vos me mirabas sin defensa,
como si el tiempo hubiera olvidado avanzar.
En un parpadeo,
y silencios que arden,
la noche nos encontró
girando una y otra vez,
igual que el ventilador cansado
que nos acompañaba
sin decir palabra.
El aire espeso,
la piel brillando promesas,
sudábamos amor:
ese que aparece cuando no se lo llama,
cuando baja la guardia el deseo
y el cuerpo decide rezar a su manera.
Las campanas lo saben,
por eso repican lento,
ya bajo la luna abierta,
mientras las estrellas bailan
descalzas sobre el cielo
y nosotros, sin nombre ni prisa,
nos quedamos habitando
ese instante feroz
donde el mundo se detiene
y todo lo demás
deja de importar.

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