Caminar por Corrientes,
desde el Obelisco hasta Callao,
es un rito que no envejece.
Una magia que sigue intacta,
como si la ciudad se negara
a olvidar quién es.
En cada metro que avanzo
respiro aromas que no figuran en los mapas:
libros usados con dedicatorias ajenas,
discos de vinilo que todavía giran
aunque el mundo se apure,
teatro en cartelera,
promesas escritas en marquesinas gastadas.
Una musa sale a bailar un tango
con tacos que saben de noches largas,
otra me ofrece una obra de teatro
donde el amor siempre llega tarde
pero llega, y una tercera reparte una porción de pizza
chorreando historia,
acompañada de una cerveza fría
que sabe a descanso y a charla eterna.
Suena un bandoneón intentando un rock,
desobediente y hermoso,
como Buenos Aires misma;
mezcla imposible, melodía que no pide permiso.
Buenos Aires es una calle, solo una calle,
y al mismo tiempo un montón de emociones desordenadas,
recuerdos que vuelven sin avisar,
nombres que ya no están
pero siguen caminando al lado nuestro.
Solo los viejos como yo,
los que cargamos más memoria que futuro
sabemos lo que se siente
cuando cada baldosa tiene algo para decir
y uno escucha.
Y si vos me acompañás,
la ciudad cambia de luz.
El cielo se viste de fiesta, rock y rock,
tango y tango, poesía con historia,
amor con arrugas, recuerdo, nostalgia
y ese amor terco que se niega a irse
aunque la noche cierre los teatros
y Corrientes, baje un poco la voz.
Porque caminar esta calle con vos
no es avanzar, es quedarse un rato más
en lo que fuimos, en lo que somos,
y en lo que Buenos Aires como yo;
todavía se anima a soñar.

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