viernes, 19 de diciembre de 2025

 Un sifonazo al culito del vaso,
con fernet primero
y después el vermut,
como manda la liturgia de los domingos
al mediodía,
antes del almuerzo
y antes de que el tiempo empiece a apurarse.
Nos reuníamos todos,
padres, tíos, abuelos,
la familia entera acomodándose
en sillas distintas
pero alrededor de la misma mesa.
La picada no era solo salame y queso,
era esa conversación mezclada
de fútbol, autos y política,
donde más de una vez
la charla se calentaba
más que la hornalla de la cocina.
Desde adentro salía el olor al tuco,
espeso, paciente,
rodeando el patio
antes de trepar por el parral,
como si la casa respirara salsa
y recuerdos al mismo tiempo.
Entre goles que nunca se hicieron
pero que todos gritamos igual,
y carreras que dejaron boletos sin pagar,
un Torino y una Liebre giraban y
encendían las tribunas del autódromo
en relatos exagerados,
donde siempre se corría más rápido
y se ganaba por poco.
Mientras tanto,
en la mesa de la cocina
se estiraba la masa,
con manos que sabían
cuánta harina pedirle al aire.
El tuco llevaba horas
a fuego lento,
y en algún momento preciso,
sin que nadie lo anunciara,
empezaban a aparecer los platos.
Ahí se terminaba el vermut
y comenzaba la raviolada.
Un domingo más, acá cerca,
en un lugar donde el tiempo
decidió quedarse quieto.
Como en la casa de mi abuela,
seguro y estoy seguro
de que en la tuya también.
Porque esas mesas existen
aunque ya no estén,
y esos domingos vuelven
cada vez que hacemos memoria.
En un sifón,
en un olor a tuco,
en una charla que se calienta
y en ese silencio breve
antes del primer bocado
donde todos sabíamos
que estábamos en casa.

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